Authors: Anne Rice
Se acercó a la puerta y dio unos golpes. Una mujer alta de cabellos plateados salió a abrir.
—Vamos a cerrar ya, querida. Lo siento, si no le importa volver mañana...
—¡Por favor, ese vestido! —rogó ella. Abrió la bolsa y sacó un puñado de billetes. Otros cayeron al suelo.
—Querida, no debería enseñar todo ese dinero a esta hora de la noche —le dijo la mujer con gesto preocupado. Se agachó y recogió los billetes del suelo—. Pase. ¿Viene sola?
Oh, era muy agradable aquel lugar. Cleopatra acarició la tapicería de seda de una silla. Y
había otras estatuas como las que había visto en el escaparate, envueltas no sólo en sedas, sino también en pieles. Le atrajo en especial una larga y gruesa tira de piel blanca.
—Quiero eso —indicó.
—Por supuesto, querida, por supuesto —asintió la mujer.
Dedicó su sonrisa más dulce a la asombrada propietaria.
—¿Está bien para el baile de la ópera? —preguntó Cleopatra.
—Oh, desde luego. Le quedará maravilloso. Se lo envolveré.
—Sí. Pero también necesito un traje, y esos zapatos. Y también perlas y rubíes, si es que tiene. He perdido todos mis vestidos, todas mis joyas, ¿sabe?
—¡No se preocupe, yo me encargaré de todo! Por favor, siéntese. Y ahora dígame todo lo que quiere probarse.
Iba a funcionar, aunque era absurdo: Henry había entrado en el museo por la noche para robar una momia con el fin de pagar sus deudas. Pero la verdad era aún más absurda y nadie la hubiera creído.
Tan pronto como llegó a la
suite,
telefoneó a su viejo amigo Pitfield.
—Dígale que lo llama lord Rutherford. Esperaré... Ah, Gerald, siento interrumpirte en medio de la cena. Parece que tengo aquí un pequeño problema legal. Creo que Henry Stratford tiene algo que ver. Sí. Sí, esta noche, si te es posible. Estoy en el Shepheard's, por supuesto. Ah, maravilloso, Gerald. Sabía que podría contar contigo. Dentro de veinte minutos en el bar.
Levantó la vista y vio que Alex entraba en la habitación.
—Padre, gracias a Dios que has vuelto. ¡Nos han confiscado los pasaportes! Julie está hundida. Y Miles ha ido a contarle otra historia absurda sobre un norteamericano asesinado en las pirámides y un inglés junto al Café Internacional, los dos con el cuello roto.
—Alex, haz las maletas —dijo Elliott—. Ya he oído toda la historia. Gerald Pitfield viene en camino. Recuperará los pasaportes antes de mañana. Te lo prometo. Y a continuación Julie y tú tomaréis el tren.
—Tendrás que decírselo tú, padre.
—Lo haré, pero ahora debo bajar a esperar a Pitfield. Ayúdame a llegar al ascensor.
—Pero, padre, ¿quién es responsable de todo esto?
—Hijo, no quiero ser yo quien te lo cuente. Y desde luego tampoco a Julie. Pero parece que Henry tiene mucho que ver.
Había una calma total. Apenas se oía la música que salía de los ventanales de la sala de baile. Julie había subido a la azotea del hotel para estar sola, para ver las estrellas y alejarse de todos.
Y allí estaba Samir, apoyado en la balaustrada, con la mirada perdida entre los minaretes y cúpulas que se recortaban contra el cielo nocturno y la alfombra de tejados de El Cairo.
Entonces miró al cielo, como si estuviera rezando.
Cuando se acercó, el egipcio le rodeó los hombros con el brazo.
—Samir, ¿dónde estará? —susurró.
—Pronto nos llamará, Julie. No romperá su promesa.
Era un vestido exquisito, de «satén verde con hileras de botones de perlas y encaje de Bruselas», había dicho la mujer, y había asegurado que la banda de piel blanca quedaba
«adorable» sobre el vestido.
—Tiene usted un pelo hermosísimo, querida. Es una pena recogerlo, pero sinceramente creo que habría que peinárselo. Quizá mañana pueda concertarle una cita con una peluquera.
Tenía razón. Aquella mujer llevaba el pelo recogido en la nuca, con un peinado parecido al que el a misma había llevado en otros tiempos. Sí, estaría bien que se lo peinaran.
—¡Un peinado especial para el baile de la ópera!
Desde luego, y el vestido que había comprado para la ópera era también especial. Ahora estaba envuelto en papel brillante, como las demás cosas, las adorables prendas interiores de seda y las «enaguas», zapatos y sombreros, y otras cosas que ya había olvidado. Pañuelos de encaje, guantes y un parasol blanco para protegerse del sol. Qué maravillosas fruslerías. Los
«tiempos modernos» empezaban a gustarle de verdad.
La propietaria estaba acabando de hacer sus sumas. Ella le había entregado muchos
«billetes» del bolso, y después de contarlos abrió el cajón de una gran máquina de bronce.
Cleopatra vio con regocijo que allí había más dinero, mucho más de lo que ella tenía.
—Debo decirle que ese color le sienta maravillosamente. Ahora sus ojos parecen entre azules y verdes. Cleopatra rompió a reír. Montañas de dinero. Se levantó de la silla y se acercó a la mujer. Le gustaba el ruido seco que producían aquellos zapatos sobre el suelo de mármol.
Asió a la mujer por el cuello antes de que tuviera tiempo de levantar la vista. Apretó con fuerza a la vez que hundía el pulgar en el tierno hueso del centro de la garganta. La mujer parecía atónita. Dejó escapar un sonido como un débil hipo. Entonces Cleopatra le rodeó la cabeza con el brazo derecho
y
la hizo girar lentamente hasta oír el familiar chasquido: muerta.
No merecía la pena detenerse un instante a meditar sobre la inmensa distancia que existía entre ella y aquella pobre criatura que ahora estaba tendida mirando al techo con ojos vacíos.
Podía matar a aquellos seres insignificantes cada vez que le viniera en gana. Además, no podían nada contra ella.
Guardó todo el dinero en el reluciente bolso de satén que había encontrado en la tienda. Y, cuando estuvo lleno, puso el resto en el viejo bolso de tela. También cogió todas las joyas que había guardadas detrás del cajón del dinero. Apiló todas las cajas que la mujer había envuelto y las llevó al coche.
Adelante, hacia una nueva aventura. Se envolvió el cuel o con la banda de piel blanca y volvió a hacer rugir a su bestia mecánica.
Iría al lugar «donde vive la gente elegante, ingleses y norteamericanos, al Shepheard's,
el
hotel, no sé si me entiende».
Dejó escapar una carcajada al pensar en el norteamericano y su extraña forma de hablar, como si ella fuera idiota. Y la mujer de la tienda se había comportado igual. Quizás en el Shepheard's conociera a alguien diferente, agradable, más interesante que todos aquellos miserables que había enviado a las profundidades de las que ella había salido.
—Por todos los santos, ¿qué ha pasado aquí? —murmuró el mayor de los dos policías.
Estaba de pie en el umbral de la casa de Malenka, y no se decidía a entrar sin la correspondiente orden judicial. Nadie había respondido cuando habían llamado desde la puerta, que habían encontrado entreabierta.
El tocador del dormitorio estaba cubierto de cristales rotos. Y había sangre en el suelo.
El más joven, impaciente como siempre, se había aventurado en el patio con una linterna eléctrica, donde halló sillas volcadas y porcelana rota.
—Dios mío, Davis. Ahí fuera hay una mujer muerta.
El mayor tardó un momento en reaccionar. Estaba mirando el loro muerto en la jaula. Y las botellas vacías alineadas de un extremo a otro del bar. Y el abrigo que colgaba de la percha.
Al fin salió al patio y observó el cadáver.
—Es esa mujer, Malenka —dijo lentamente—. La bailarina del Babylon.
—Bien, creo que bajo estas circunstancias ya no necesitamos la orden judicial.
El mayor de los dos volvió al dormitorio y siguió mirando sin tocar nada.
Vio el vestido rasgado tirado en el suelo, y los curiosos andrajos polvorientos apilados en un rincón. No prestó atención al joven, que iba de un lado para otro tomando notas en un cuaderno, vagamente entusiasmado por los evidentes signos de violencia.
Aquellos trozos de tela parecían las vendas de una momia, aunque algunos parecían nuevos. El joven le mostró un pasaporte.
—Es de Stratford —dijo—. Todos sus documentos están en el abrigo.
Elliott se apoyó en el brazo de Alex al salir del ascensor de cristal.
—¿Y si Pitfield no puede arreglar todo esto? —preguntó Alex.
—Seguiremos comportándonos como personas civilizadas mientras estemos aquí —repuso Elliott—. Tú llevarás a Julie a la ópera mañana por la noche como estaba previsto. Y después la acompañarás al baile. Y estarás dispuesto a emprender el viaje tan pronto como recuperemos los pasaportes.
—No creo que ella esté de humor, padre. Y creo que preferiría que la acompañara Samir, si quieres que te diga la verdad. Desde que todo esto empezó, parece que no confía más que en Samir. Y él siempre está a su lado.
—En cualquier caso, te mantendrás cerca de ella. Como debe ser. Y ahora, ¿por qué no te vas a la terraza y te tomas una copa mientras yo me encargo de la parte legal?
Sí, le gustaba el Shepheard's. Le había gustado aquella misma tarde, cuando había visto la larga fila de automóviles aparcados delante del edificio, y a los refinados hombres y mujeres que entraban y salían de él.
Ahora había muy pocos coches. Consiguió detener el suyo justo delante de la entrada, y un encantador sirviente se acercó a abrirle la puerta. Cleopatra cogió el bolso de satén y la bolsa de tela y ascendió majestuosamente las escaleras alfombradas mientras otros muchachos se apresuraban a retirar del coche todos sus paquetes.
El vestíbulo le pareció fantástico. Oh, no había imaginado que aquel palacio fuera tan grande. Y el movimiento de personas en todas direcciones (hombres y mujeres exquisitamente vestidos) la llenaba de entusiasmo. Era un mundo elegante, el de esos «tiempos modernos».
Había que ver un sitio como aquél para comprender sus posibilidades.
—¿Puedo ayudarla, señorita? —Otro macho servil se había acercado. Vestía de forma muy extraña y llevaba un cómico sombrero...
—Sí. ¿Sería tan amable? —contestó el a pronunciando cuidadosamente—. Me gustaría alojarme aquí. ¿Es éste el Shepheard's Hotel? ¿El hotel?
—En efecto, señorita. Déjeme acompañarla a recepción.
—Espere —susurró ella. ¡Acababa de ver a pocos metros a lord Rutherford! No había duda: era él. Y lo acompañaba un exquisito joven, una criatura alta y esbelta de rasgos tan perfectos que, en comparación, sus anteriores acompañantes parecieron zafios.
Entrecerró los ojos, intentando concentrarse, oír lo que decía el joven. Pero estaban demasiado lejos. Y se alejaban aún más, perdiéndose de vista tras una palmera de interior. El joven apretó el brazo de lord Rutherford y se dirigió hacia la puerta principal. Lord Rutherford entró en una gran habitación sombría.
—Es lord Rutherford, señorita —dijo el atento joven, que seguía a su lado.
—Sí, lo sé —repuso ella—. Pero el joven que va con él, ¿quién es?
—Ah, es su hijo, Alex Savarell, señorita, el joven vizconde de Summerfield. Son huéspedes habituales del Shepheard's. Amigos de la familia Stratford, señorita.
Ella lo miró sin comprender.
—Lawrence Stratford, señorita —añadió él tomándola del brazo delicadamente y dirigiéndose al mostrador de recepción—. El gran arqueólogo, el que descubrió la tumba de Ramsés.
—¿Qué ha dicho? —preguntó ella—. Hable más despacio.
—El que desenterró la momia de Ramsés el Maldito.
—¡Ramsés el Maldito!
—Sí, señorita. Es toda una historia, señorita. —Señaló la mesa alargada que tenían delante.
Parecía un altar—. Ahí puede pedir su habitación, señorita. ¿Puedo hacer algo más por usted?
Ella dejó escapar una breve risa de asombro.
—No —dijo—. Ha estado usted divino. ¡Muy
okayl
El le dedicó una mirada complaciente, igual que los demás, y le hizo un gesto para que se aproximara a la «recepción».
Elliott fue directamente al grano en cuanto se sentó frente a Pitfield. Sabía que estaba hablando demasiado rápido, y que lo que decía era muy extraño, pero era incapaz de contenerse. Tenía que sacar a Alex de allí. Y también a Julie si era posible. Era lo único en lo que podía pensar. Ya tendría tiempo de preocuparse por Randolph.
—Ninguno de nosotros tiene la menor relación con todo este embrollo —aseguró—. Y es fundamental que nos devuelvan los pasaportes. Yo puedo quedarme, si es necesario, pero mi hijo debe irse de inmediato.
Gerald, diez años mayor que él, un hombre de cabel os plateados y vientre prominente, escuchaba con gran atención.
—No creo que haga falta —dijo con una sonrisa de comprensión—. Pero espera, ahí viene Winthrop. Y trae a dos hombres.
—Ahora mismo soy incapaz de hablar con él —murmuró Elliott con gesto cansado—. Ahora no, por el amor de Dios.
—Déjalo en mis manos.
Se quedaron boquiabiertos cuando pagó por adelantado la
suite
con montones de aquellos
«billetes». Le dijeron que los jóvenes sirvientes llevarían todas sus cosas a sus aposentos. Y, desde luego, las cocinas del hotel cocinarían todos los alimentos que quisiera. Tenía el comedor a la derecha, aunque también podía comer en su habitación si lo deseaba. En cuanto a la peluquera que había pedido, no estaría disponible hasta la mañana siguiente. Muy bien.
¡Muchas gracias!
Dejó caer la llave en el pequeño bolso de satén. Ya encontraría la
suite
201 después. Se asomó a la sala en semipenumbra en la que había desaparecido lord Rutherford, y lo vio sentado en una mesa, bebiendo solo. El no la vio a ella.
En la gran terraza central estaba Alex, su hijo, apoyado en un pilar blanco. Era un joven extraordinariamente atractivo. Estaba hablando con un egipcio de piel oscura. Cuando éste volvió a entrar en el hotel, el joven pareció indeciso.
Ella se apresuró a acercarse, mientras estudiaba su delicado rostro con detenimiento. Sí, era una belleza. Lord Rutherford era un hombre con considerables encantos, pero éste era mucho más joven, y su piel parecía suave como los pétalos de una rosa. Sin embargo era alto y masculino, y sus hombros eran anchos y rectos. Sus ojos marrones tenían una mirada clara y confiada.
—El joven vizconde de Summerfield —dijo cuando él reparó en su presencia—. Hijo de lord Rutherford, según he oído.
El le dedicó una sonrisa devastadora.