Authors: Anne Rice
Esta le había preparado la comida (fruta, pan, queso y vino), pero no se había atrevido a entrar en la habitación.
El apetito de la criatura era feroz, y comía casi de un modo salvaje. Vaciaba las botellas de vino como si fuera agua. Y, aunque seguía al sol, sus heridas no habían seguido mejorando.
En cuanto a Malenka, seguía en la habitación contigua, temblando inconteniblemente.
Elliott no sabía durante cuánto tiempo más podría controlarla.
Elliott se acercó a ella, que estaba acurrucada en un rincón del salón.
—No temas, querida —le dijo.
—Mi pobre inglés —susurró el a.
—Lo sé, querida, lo sé. —Elliott se sentó de nuevo en el sillón y sacó unos cuantos billetes.
Le hizo a Malenka un gesto de que los tomara. Pero ella lo miró sin moverse, con ojos vacíos, y volvió a fijar la vista en la pared.
—Mi pobre inglés —repitió con voz ausente— está ahora hirviendo en la tina. ¿Había oído bien?
—¿Qué tina? —preguntó Elliott—. ¿De qué me estás hablando?
—Harán un gran faraón con mi inglés. Mi bello inglés. Lo pondrán en betún; harán con él una momia y los turistas lo comprarán.
Elliott estaba demasiado horrorizado para responder. Apartó la vista, incapaz de pronunciar una palabra.
—Mi bello inglés. Lo envolverán en vendas de lino; será un rey.
Elliott hubiera querido decirle que callara, que no podía oír más. Pero se quedó sentado en silencio hasta que una voz que hablaba en inglés lo sobresaltó. Era el gramófono, con los discos de inglés. La mujer los había encontrado. Esperó que le interesaran, que eso le diera un poco más de tiempo para descansar.
Pero entonces sonó en el dormitorio un estruendo de cristales: había roto el espejo.
Se levantó y entró en la habitación. La mujer estaba de pie sobre la alfombra, meciéndose adelante y atrás. Había fragmentos de cristales por todo el tocador y el suelo. El gramófono seguía hablando.
—
Regina —
dijo Elliott—.
Bella regina Cleopatra.
—
¡Lord Rutherford! —gritó ella—. ¿Qué me ha ocurrido? ¿Dónde estoy? —A continuación lanzó una retahíla de imprecaciones en una lengua extraña y rompió a llorar histéricamente.
Zaki inspeccionó en persona la operación. Vio cómo sus empleados hundían el cuerpo desnudo del inglés en el espeso y viscoso fluido verdoso. A veces embalsamaba realmente aquellos cuerpos, reproduciendo el proceso original al detal e. Pero por lo general no era necesario. A los ingleses ya no les gustaba tanto cortar las vendas de las momias en sus fiestas de sociedad. Sólo había que sumergirlas un buen rato en betún y aplicar los vendajes.
Se acercó a la tina hirviente y estudió el rostro del inglés que flotaba a pocos centímetros de la superficie. Buenos huesos, eso sí era cierto. «Eso es lo que les gusta a los turistas —
pensó—, ver un rostro de verdad bajo las vendas. Y éste va a quedar muy, pero que muy bien.»
Oyó unos golpes suaves en la puerta.
—No quiero ver a nadie —dijo Julie. Estaba sentada en el sofá junto a Samir, que le apretaba la mano mientras la veía llorar desconsoladamente.
No podía comprender qué había sucedido. Sin duda Ramsés había estado en el museo, lo habían herido y había escapado. Pero Julie no podía creer que hubiera asesinado a aquella criada.
—Puedo entender que robara la momia —había dicho a Samir momentos antes—. Conocía a esa mujer, sabía quién era. Supongo que no pudo resistir verla allí expuesta y decidió robar el cuerpo.
—Pero los hechos no encajan —repuso Samir—. Si lo apresó la policía, ¿quién se llevó la momia? —Hizo una pausa mientras Rita abría la puerta.
Julie se volvió y vio de reojo a un alto árabe plantado en el umbral de la puerta. Iba a hacerle un gesto de que se marchara cuando vio el relampagueo de unos ojos azules.
Era Ramsés. Apartó a Rita a un lado, cerró la puerta y se lanzó a sus brazos.
De repente sus dudas y sus miedos desaparecieron. Se apretó contra él y enterró la cabeza en su pecho. Sintió que sus cálidos labios le besaban la frente y que la abrazaba con fuerza. La besó en la boca con ternura.
Entonces oyó la voz susurrante de Samir.
—Mi señor, estás en peligro. Te buscan por todos lados. Pero Julie no podía separarse de él. Con aquel exótico atuendo parecía más sobrenatural que nunca. El amor que sentía por él se agudizó hasta el límite del dolor.
—¿Sabes lo que ha ocurrido? —susurró ella—. Han asesinado a una mujer en el museo, y te acusan del crimen.
—Lo sé, cariño mío —murmuró él—. Llevo la muerte en mi corazón. Y horrores mucho peores.
Ella lo miró e intentó aceptar sus palabras. Entonces las lágrimas volvieron a brotar en sus ojos y se cubrió la cara con las manos.
Estaba sentada en la cama y lo miraba con gesto ausente. ¿Habría comprendido cuando él le había dicho que el vestido era muy elegante? Ella repitió las palabras del gramófono en un inglés perfecto.
—Me gustaría un poco de azúcar en el café. Me gustaría una rodaja de limón en el té.
Volvió a quedar en silencio.
Se dejó abrochar los pequeños botones de perlas de la blusa, y miró a Elliott con asombro mientras él le ajustaba la falda de color rosado. Dejó escapar una risilla maliciosa y levantó una pierna contemplando la pesada falda larga cubierta de encaje.
—Bonito, bonito —dijo. Elliott le había enseñado ya unas cuantas palabras en inglés—.
Bonito vestido.
Pasó por delante de Elliott rozándolo y se acercó al tocador. Abrió una revista y se puso a mirar las fotos de mujeres.
—¿Dónde estamos? —volvió a preguntar en latín.
—En Egipto —repitió él. Se lo había dicho una y otra vez, y ella siempre reaccionaba con una mirada inexpresiva y un gesto de dolor.
Elliott cogió el cepillo y con movimientos tímidos comenzó a cepillarle los cabellos. Eran de un negro intenso con reflejos azulados. Ella suspiró y movió los hombros perezosamente. Le gustaba que él le cepillara el pelo. Una suave risa brotó de sus labios.
—Muy bien, lord Rutherford —dijo en inglés. Arqueó la espalda y movió los brazos con languidez, como un gato al desperezarse.
—
Bella regina Cleopatra —
susurró Elliott. ¿Sería sensato dejarla sola? ¿Podría hacerle comprender? Quizá pudiera convencer a Malenka de que esperara en la calle hasta que él volviera.
—Ahora debo salir, majestad. Tengo que conseguir más medicina.
Ella se volvió y lo miró con rostro inexpresivo. ¡No sabía de qué le estaba hablando! ¿Era posible que no recordara lo que había sucedido momentos antes? Estaba intentando recordar.
—La medicina de Ramsés —aclaró él.
Los ojos de la hermosa mujer relampaguearon un instante, y su rostro se ensombreció.
Murmuró algo que él no entendió.
—Buen lord Rutherford —dijo.
Él siguió cepillándole el pelo con firmeza. Su cabellera era una cascada de rizos ondulantes.
Una luz extraña emanaba de su rostro. Tenía los labios entreabiertos y las mejillas teñidas de un suave rubor.
Se volvió hacia él y le acarició la mejilla. Entonces le dijo en latín que tenía el conocimiento de un anciano y la boca de un joven.
Elliott no supo qué responder. Todo se sucedía demasiado rápido. Un momento antes era una mujer que sufría terriblemente y a la que debía cuidar; pero ahora era la gran Cleopatra, y sólo pensarlo hizo que le diera vueltas la cabeza.
Era una mujer inconteniblemente sensual. Al fin y al cabo había seducido a Julio César. Ella se acercó más a él y le acarició el cuello y los cabellos grises con los dedos.
Su carne era cálida. Dios santo, era la misma carne que el día anterior yacía medio podrida y ennegrecida tras un cristal sucio.
Pero sus ojos, aquellos profundos ojos almendrados de pupilas de color miel con pequeñas vetas amarillas, no podían haber salido de aquel a masa reseca y muerta. Entonces los labios de aquella mujer rozaron los suyos. Su boca se abrió contra la de Elliott y éste sintió que le introducía la lengua entre los dientes.
Su sexo despertó al instante. Aquello era una locura. No podría. El corazón, el agudo dolor de los huesos: era imposible... Ella apretó los pechos contra él. A través de la tela Elliott podía sentir su calor. El encaje, los botones de perlas, todo aquello la hacía parecer aún más deliciosamente salvaje.
Se le nubló la visión. Vio los huesos desnudos de sus dedos cuando ella le apartó el pelo de la cara besándolo con mayor fuerza y hundiendo la lengua profundamente en su boca.
Cleopatra, la amante de César, de Marco Antonio y de Ramsés el Maldito. Él le ciñó la cintura con las manos. La mujer se dejó caer sobre los almohadones y lo hizo tumbarse sobre ella.
Elliott lanzó un gruñido. Dios, poseerla... Su mano se introdujo bajo la pesada falda de encaje y se hundió entre sus muslos. Vello húmedo y caliente. Unos labios mojados.
—Bien, lord Rutherford —dijo el a en latín, apretando las caderas contra su sexo hinchado y dispuesto.
Elliott se desabrochó la bragueta con rapidez. Hacía muchos años que no realizaba aquella acción con tanta celeridad. Ya no podía resistirse. No había duda de lo que iba a suceder.
—¡Ah, tómame, lord Rutherford! —susurró ella con voz siseante—. ¡Clávame tu daga en el alma!
«Y bien, así es como voy a morir. No de los horrores que he contemplado, sino de esto, que es superior a mis fuerzas pero que no puedo resistir.» La besó casi cruelmente, al mismo tiempo que introducía su sexo entre aquellos muslos húmedos. De la garganta de Cleopatra volvió a brotar aquella risa dulce y maliciosa.
Elliott cerró los ojos mientras se hundía una y otra vez en aquel estrecho y sedoso manantial.
—No puedes quedarte aquí, mi señor —dijo Samir—. El riesgo es demasiado grande. La entrada está vigilada, y sin duda nos seguirán dondequiera que vayamos. Y, mi señor, han registrado tu habitación. Encontraron las monedas de Cleopatra. Y quizás hayan encontrado...
algo más.
—No. No había nada más que pudieran encontrar. Pero tengo que hablar con vosotros, con los dos.
—Hay que buscar un lugar donde poder hablar —sugirió Julie.
—Yo me encargaré de ello —declaró Samir—, pero necesito un par de horas. ¿Podemos reunimos a las tres delante de la Gran Mezquita? Iré vestido como tú, mi señor.
—Yo iré contigo —insistió Julie—. Nada podrá impedírmelo.
—Julie, no sabes lo que he hecho —murmuró Ramsés.
—Ah, pues entonces debes contármelo —repuso ella—. Samir podrá conseguir ropas árabes también para mí.
—Oh, cómo te quiero —susurró Ramsés en voz muy baja—. Y te necesito. Pero, Julie, por tu propio bien...
—Sea lo que sea, seguiré a tu lado.
—Mi señor, márchate ya. El hotel está lleno de policías. Volverán a interrogarnos en cualquier momento. En la mezquita, a las tres.
Elliott estaba hundido en una silla de madera junto a la cama. El dolor del pecho era muy intenso, pero no estaba muñéndose. Hubiera necesitado un trago de la botella que había en la habitación contigua, pero no pudo reunir las fuerzas necesarias para ir a buscarla. Sólo fue capaz de abrocharse la camisa.
Volvió a mirarla. Su rostro suave y aceitunado parecía dormido, pero tenía los ojos abiertos.
Se sentó en la cama y le enseñó el tubo vacío.
—Medicina —dijo simplemente.
—Sí, conseguiré más. Pero debes quedarte aquí. ¿Comprendes? —Primero se lo explicó en latín—. Aquí estás a salvo. Debes permanecer en esta casa.
A ella no parecía gustarle la idea.
—¿Dónde vas tú? —preguntó. Miró a su alrededor. Dirigió la vista a la ventana, a través de la cual se veía el suave sol de la tarde y una pared encalada—. Egipto. Esto no puede ser Egipto.
—Sí, querida mía. Y yo debo encontrar a Ramsés.
De nuevo la chispa de brillo en los ojos y a continuación la confusión, seguida del pánico.
Elliott se levantó. No podía entretenerse más. Rogó por que Ramsés estuviera ya libre. Sin duda Julie y Alex le habrían buscado los mejores abogados. En cualquier caso, primero debía volver al hotel.
—No tardaré, majestad —aseguró—. Volveré con la medicina tan pronto como pueda.
Ella no parecía fiarse. Lo miró con desconfianza mientras salía de la habitación.
Malenka seguía acurrucada en el rincón del salón. Temblaba y miraba a Elliott con ojos vidriosos.
—Querida, escúchame —le dijo él. Encontró el bastón junto a la vitrina de las botellas y lo cogió—. Quiero que salgas conmigo, cierres la puerta por fuera y montes guardia hasta que vuelva.
¿Le habría comprendido? Malenka miraba a algún punto a sus espaldas. Elliott se volvió y vio a Cleopatra en la puerta, descalza, con el pelo revuelto, con el mismo aspecto salvaje acentuado por el vestido de seda rosada. Miraba fijamente a Malenka.
La joven retrocedió sollozando. Su asco y su terror eran evidentes.
—No, no, querida. Ven conmigo —la tranquilizó Elliott—. No temas, no te hará daño.
Malenka estaba demasiado aterrada para poder escuchar u obedecer. Sus gemidos lastimeros crecieron en volumen. El rostro inexpresivo de Cleopatra se había convertido en una máscara furiosa.
Se aproximó a la aterrada Malenka, que miraba los huesos de sus manos y pies como hipnotizada.
—Sólo es una sirviente —dijo el duque, cogiendo del brazo a Cleopatra. Ella se dio media vuelta y lo abofeteó con fuerza. Elliott cayó hacia atrás y tropezó contra la jaula del loro.
Malenka comenzó a chillar como una loca y el loro se hizo eco de sus gritos mientras batía las alas contra los barrotes de la jaula.
Elliott intentó calmarse. Malenka tenía que dejar de gritar. Aquello era un desastre.
Cleopatra, que miraba a la mujer y al pájaro, también parecía al borde de un ataque de nervios.
Entonces aferró a Malenka por el cuel o y la obligó a ponerse de rodillas.
—¡No, basta! —Elliott se abalanzó sobre el a. Esta vez no podía dejar que lo hiciera. Pero de nuevo se sintió proyectado varios metros hacia atrás y cayó rodando en el centro de la habitación. Entonces fue cuando volvió a oír aquel chasquido indescriptible: la joven estaba muerta. Cleopatra le había roto el cuello.
El pájaro había dejado de chillar y miraba la habitación con un ojo redondo e inmóvil.
Malenka yacía boca arriba en el suelo, con la cabeza vuelta en un ángulo casi imposible y los ojos pardos entrecerrados.