Authors: Anne Rice
Cuando abrió los ojos vio a su hijo entre las sombras. El estado de sus ropas daba a entender que había dormido vestido. Estaba sin afeitar. Vio a su hijo tomar un cigarrillo de la caja de marfil que había sobre la mesa y encenderlo.
Alex advirtió su presencia, pero durante varios segundos ninguno dijo una palabra. Al fin Alex le dedicó una de sus familiares y tristes sonrisas.
—Bien, padre —dijo lentamente—, creo que es hora de partir hacia El Cairo y disfrutar de un poco de civilización.
—Eres un hombre bueno, hijo mío —repuso Elliott con suavidad.
«Todos deben de haberse dado cuenta», pensó Julie. Estaba tendida junto a Ramsés, cubierta por las sábanas de su cama. El pequeño vapor navegaba hacia el norte, hacia El Cairo.
Y sin embargo se estaban comportando con discreción. El iba a su camarote sólo cuando no había nadie a la vista, y no se mostraban ningún afecto en público. Pero apuraban hasta el final la libertad que habían robado. Hacían el amor hasta el amanecer, luchando y debatiéndose en la oscuridad mientras el motor del barco los impulsaba adelante sin cesar.
Era demasiado para desear algo más. Pero Julie quería más. Hubiera querido deshacerse de aquellos a los que amaba, quedarse a solas con él. Quería ser su mujer y estar entre gente que no hiciera preguntas. Sabía que cuando llegaran a El Cairo tomaría una decisión. Y no volvería a ver Inglaterra en mucho tiempo, a no ser que Ramsés lo quisiera.
Eran las cuatro. Ramsés estaba de pie junto a la cama. Julie se había quedado dormida, y sus cabellos castaños eran una gran sombra que se extendía bajo su cabeza. La arropó con cuidado para que no se enfriara.
Buscó entre la maraña de sus ropas el cinturón interior con bolsillos y palpó a través del tejido los cuatro pequeños tubos. Se lo ató a la cintura y se vistió.
No había nadie en cubierta, pero estaba encendida la luz del salón. Cuando miró a través de las persianas de madera, vio a Elliott cabeceando en el sillón de cuero, con un libro abierto entre las manos y una copa de vino tinto a su lado.
Nadie más.
Entró en su camarote, cerró la puerta y bajó la persiana de la ventana. Entonces se acercó a la mesa, encendió la pequeña lámpara, se sentó en la butaca y se quedó mirando la mano de la momia, casi cerrada como un puño, con uñas amarillentas como incrustaciones de marfil.
¿Tendría el coraje suficiente para hacer lo que pretendía? ¿No había hecho ya experimentos suficientes en eras pasadas? Pero tenía que saberlo. Tenía que saber lo poderoso que era el elixir. Se dijo que era mejor esperar a contar con un laboratorio, con equipo adecuado...
Pero quería saberlo ya. La idea se había introducido en su mente durante la visita al Valle de los Reyes, al ver la mano correosa y renegrida. No era ninguna falsificación. Lo había sabido al ver el fragmento de hueso que había desgarrado la piel de la muñeca y la piel negruzca pegada a las falanges.
Era tan antigua como él mismo.
Apartó a un lado los libros de biología. Puso la mano cortada justo bajo la lámpara y desenvolvió despacio las vendas. Todavía se distinguía el sello del embalsamador y los diminutos jeroglíficos que indicaban que aquella mano era aún anterior a su tiempo. Ah, pobre hombre que había creído en los dioses y en la magia de los embalsamadores.
«No lo hagas.» Sin embargo, se desabrochó la camisa y sacó del cinturón oculto el pequeño tubo medio vacío. Abrió el tapón con el pulgar sin pensar en lo que hacía.
Vertió el elixir sobre la mano ennegrecida, en la palma, en los dedos retorcidos.
Nada.
¿Fue alivio lo que sintió? ¿O quizá decepción? Por un momento no lo supo. Miró hacia la ventana y vio las delgadas láminas de luz que entraban por las persianas. Quizás era necesaria la luz del sol para que la pócima surtiera efecto. Aunque cuando él la había tomado por primera vez en la cueva de la sacerdotisa no había sido así. Había sentido la poderosa alquimia obrar en su interior antes de que los rayos del sol lo tocaran. Desde luego, el sol lo había fortalecido increíblemente, pero en un principio no había sido necesario.
Bien, gracias a los dioses el elixir no tenía poder sobre las cosas muertas. Gracias a los dioses, aquella horrenda poción tenía sus límites.
Sacó un cigarro, lo encendió y aspiró profundamente. Se sirvió una copa de coñac y dio un sorbo.
El sol fue iluminando la habitación. Sintió un deseo incontenible de volver a la habitación de Julie y tomarla en sus brazos. Pero sabía que no podía hacerlo durante el día. Y la verdad era que apreciaba al joven Savarell lo suficiente para no querer hacerle daño deliberadamente. Y, por supuesto, tampoco quería ofender a Elliott. Entre los dos había surgido algo muy parecido a una verdadera amistad.
Cuando oyó los primeros ruidos que producían sus compañeros de viaje en la cubierta, volvió a cerrar el tubo y lo guardó en el cinturón. Se levantó para cambiarse de ropa, y de repente un sonido lo sobresaltó.
La luz de la mañana inundaba el camarote. Durante un instante no se atrevió a volverse.
Entonces volvió a oírlo:
eran arañazos.
Con las sienes latiéndole con fuerza, giró sobre los talones y miró hacia la mesa. ¡La mano estaba viva! Se movía. Estaba con la palma hacia arriba y los dedos se agitaban como desentumeciéndose. Comenzó a mecerse, como dándose impulso, y finalmente se dio la vuelta y quedó apoyada sobre los cinco dedos como un gran escarabajo.
Ramsés retrocedió espantado. Una antigua plegaria en egipcio escapó de sus labios.
«¡Dioses, perdonad mi blasfemia!» Temblando con violencia, pensó que debía cogerla, pero no se atrevió. Vio sobre la mesa un cuchillo y sin pensarlo lo descargó sobre la mano y la clavó a la mesa. Los dedos parecían retorcerse para alcanzar la hoja.
Entonces sujetó aquel objeto monstruoso con la mano izquierda y lo apuñaló una y otra vez hasta hacerlo pedazos.
La sangre brotaba en abundancia, y era sangre viva. ¡Oh, dioses! Los trozos seguían moviéndose y bajo la luz del sol iban tomando un color rosado, de carne saludable.
Ramsés se precipitó en el pequeño cuarto de baño, cogió una toalla y volvió a la mesa.
Después de envolver los trozos con ella, empuñó la pesada lámpara y golpeó el bulto con la base de bronce una y otra vez. Todavía sentía bajo la tela el movimiento de la carne viva.
Dejó escapar un gemido. «¡Oh, Ramsés, necio! ¡Tu estupidez no tiene límites!» Con un rápido movimiento cogió el bulto cálido y palpitante, salió a cubierta y lo lanzó por la borda a la masa oscura del río. Se quedó allí un instante, bañado en sudor, con la toalla ensangrentada en la mano, hasta que los trozos de carne sanguinolenta desaparecieron. Entonces lanzó también al agua la toalla y el cuchillo. Apoyó la espalda contra la cabina y se quedó mirando la ribera de arena dorada y las distantes colinas, todavía teñidas de un pálido violeta por las primeras luces.
Los años parecieron disolverse. Oyó otra vez los lamentos en el palacio. Oyó a su ayuda de cámara, que abría las puertas del salón del trono sin dejar de gritar.
—Los está matando, mi señor. Se retuercen y la vomitan, y también vomitan sangre.
—¡Reúnelo todo y quémalo! —había gritado Ramsés—. Cada árbol, todo, hasta el último grano. ¡Lánzalo todo al río!
¡La locura! ¡El desastre!
Pero, al fin y al cabo, él no había sido más que un hombre de su tiempo. ¿Qué sabían los magos de células, microscopios y medicina moderna?
Sin embargo no podía dejar de oír los gritos de cientos de personas que salían de sus casas retorciéndose y se dirigían a la gran plaza, al palacio.
—Se mueren, mi señor. Es la carne. Los está envenenando.
—Sacrifica a todos los demás animales.
—Pero, mi señor...
—Que los despedacen, ¿me oyes? ¡Y que lancen sus restos al río!
Volvió a mirar ahora la masa de agua oscura. En algún lugar, río arriba, los pedazos de la mano seguían vivos. En algún lugar, enterrados en el fango, aquellos granos de trigo seguían vivos, los animales despedazados seguían con vida.
«Te aseguro que es un secreto terrible, un secreto que puede significar el fin del mundo.»
Volvió a su camarote y, tras cerrar la puerta con llave, se dejó caer en la butaca y lloró amargamente.
Era mediodía cuando salió a cubierta. Julie estaba en su pilón favorito leyendo aquella historia de la antigüedad que tanto hacía reír a Ramsés con sus mentiras y confusiones, testaba anotando al margen de una página alguna pregunta que le haría más tarde a él.
—Por fin te levantas —dijo ella. Entonces vio la expresión de su rostro—. ¿Qué te ocurre?
—Estoy harto de este lugar. Quiero visitar las pirámides, el museo, lo que sea necesario, y marcharme de aquí cuanto antes.
—Sí, lo comprendo. —Le hizo una seña para que se sentara junto a ella—. Yo también quiero irme —aseguró ella, y lo besó fugazmente en los labios.
—Ah, por favor, hazlo otra vez —le pidió él sonriendo—. ¡No sabes cuánto me alivia!
—No estaremos en El Cairo más que unos días, te lo prometo.
—¡Unos días! ¿No podemos alquilar un automóvil y verlo todo? O mejor, ¿no podemos tomar un tren a la costa y olvidarlo todo?
Ella bajó la vista y suspiró.
—Ramsés —dijo—, tienes que perdonarme. Pero Alex está muy ilusionado con ir a la ópera en El Cairo. Y Elliott también. Más o menos les he prometido que iríamos...
Ramsés dejó escapar un gruñido.
—Además, quiero despedirme de ellos allí. Decirles que no voy a volver a Inglaterra. Y...
bueno, necesito tiempo. —Estudió detenidamente el rostro de Ramsés—. Por favor...
—Por supuesto —asintió él—. Esa ópera, ¿es algo nuevo? Quizá sea interesante verlo.
—¡Claro! —exclamó ella—. Bueno, es una historia egipcia. Pero la escribió un italiano hace cincuenta años especialmente para el Palacio de la Opera de El Cairo. Creo que te gustará.
—¿Muchos instrumentos? ;,
—Sí. —Julie se echó a reír—. ¡Y muchas voces!
—De acuerdo. Iremos. —Se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla y a continuación en el cuello—. ¿Pero después serás mía, mi bella reina, solamente mía?
—Sí, con toda mi alma —susurró ella.
Cuando aquella noche se disculpó por no bajar de nuevo a Luxor, el duque le preguntó si consideraba el viaje a Egipto un éxito, si había encontrado lo que buscaba.
—Creo que sí —respondió Ramsés, sin apenas levantar la vista de un libro de geografía—.
Creo que he encontrado el futuro.
La casa había pertenecido a un mameluco. Era un pequeño palacio, y a Henry le gustaba, aunque no tenía la menor idea de lo que eran los mamelucos, aparte de que en algún tiempo habían gobernado Egipto. Bien, pues podían quedárselo, por lo que a él respectaba.
Pero por el momento estaba muy a gusto, y en aquella pequeña casa amueblada con una mezcla de antigüedades orientales y cómodos muebles Victorianos tenía prácticamente todo lo que podía desear.
Malenka no paraba de prepararle deliciosos platos fuertemente sazonados con especias de los que disfrutaba cuando se hartaba de beber e incluso cuando estaba tan borracho que cualquier otra comida le sabía a atole. [Bebida a manera de gachas, que se hace con harina, ordinariamente de maíz, disuelta en agua o leche hervida.
(N. del T.)]
Y la bailarina también le proporcionaba toda la bebida que podía necesitar. Se llevaba sus beneficios a la zona británica de la ciudad y volvía con su ginebra, whisky y coñac favoritos.
Hacía ya ocho días que sus ganancias estaban siendo considerables. Jugaba desde el mediodía hasta entrada la noche. Era tan fácil desplumar a todos aquellos norteamericanos que pensaban que los ingleses eran imbéciles... Sin embargo debía tener cuidado con el francés. Aquel tipo era muy listo. Pero no hacía trampas, y pagaba sus deudas puntualmente, aunque Henry no podía imaginar de dónde sacaba el dinero un personaje de tan mala catadura.
Por las noches hacía el amor con Malenka en la gran cama victoriana. A ella le encantaba, pues aquella cama con cabecero de caoba y una inmensa mosquitera de gasa la hacía sentirse como una aristócrata. Bien, pues dejémosla que sueñe. Por el momento, adoraba a aquella mujer. No le importaba en lo más mínimo no volver a ver a Daisy Banker. De hecho, más o menos había decidido no volver a Inglaterra.
Tan pronto como llegaran Julie y sus escoltas, partiría hacia Estados Unidos. Se le había ocurrido que quizá su padre, atraído por la idea de perderlo de vista, estuviera dispuesto a pasarle una cantidad fija de dinero por permanecer en Nueva York o California.
San Francisco era una ciudad que lo atraía muchísimo. Había sido casi totalmente reconstruida después del terremoto, y Henry tenía el presentimiento de que allí podría triunfar, lejos de todo lo que odiaba de Inglaterra. Y tampoco estaría mal llevarse a Malenka. En California, ¿a quién le importaría que su piel fuese más oscura que la de él?
Su piel. Adoraba la piel de Malenka, caliente y con sabor a humo. Varias veces había salido de su pequeño palacio y había ido a verla bailar al European Club. Le gustaba su baile. Incluso era posible que pudiera hacer una brillante carrera en Estados Unidos, y él sería su agente, por supuesto. Aquello sería una fuente adicional de ingresos, ¿y qué mujer no habría estado dispuesta a cambiar aquella ciudad hedionda por Norteamérica? Malenka ya estaba aprendiendo inglés sola, poniendo en el gramófono unos discos que había comprado en el sector británico.
A Henry le hacía reír oírla repetir una y otra vez aquel as frases estúpidas: «¿Lo tomará con azúcar? ¿Lo tomará con leche?». No lo hacía mal, y desde luego era muy avispada en lo tocante al dinero, eso era evidente. De no haber sido así, no habría podido conservar aquella casa después de haber sido abandonada por su joven hermano.
El problema principal era que debía manejar a su padre con sumo cuidado. Era el único motivo por el que todavía no se había ido de El Cairo, porque su padre tenía que seguir creyendo que estaba con Julie, que cuidaba de el a y todas aquellas tonterías. Hacía varios días que había enviado un telegrama a Randolph pidiéndole más dinero y añadiendo algo así como que Julie estaba muy bien. Pero no estaba dispuesto a volver con ella a Londres. Era absurdo. Tenía que pensar en algo.
Aunque tampoco tenía ninguna prisa por salir de allí. Por undécimo día consecutivo, el juego le había ido muy bien.