La mano izquierda de Dios (9 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Entonces probó a abrir una de las puertas que había en la estancia, evitando, al hacerlo, mirar a la pobre muchacha que se encontraba en la mesa de disección.

Abrió la puerta, y de inmediato le atacó las fosas nasales un fuerte hedor a sacerdote. Ya había notado que siempre que se encontraba en un lugar cerrado entre más de dos redentores, estos olían raro, lo que equivale a decir mal. Pero aquel cuarto parecía imbuido, en sus propias paredes, de aquel hedor: algo rancio, como si todo en su interior, hasta el propio espíritu, se hubiera echado a perder. Al salir, no quería mirar el cuerpo de la chica, pero algo le empujó a hacerlo. Observó solo un instante las meticulosas heridas infligidas a aquella hermosa mujer. Sintió brotar en su interior un inusual sentimiento de piedad, provocado por el hecho de que algo tan suave y delicado hubiera sido destrozado de aquel modo. Entonces distinguió sobre el disco de metal el objeto pequeño y duro que el Padre Disciplinario había sacado del estómago de la muchacha, justo antes de que Cale abandonara la estancia por primera vez. No se trataba de un hueso, ni de nada que pareciera truculento: tenía la forma y la textura de un pequeño guijarro alisado por una larga exposición a las rápidas aguas de un arroyo. Era lechoso, transparente y de color marrón dorado. Con cautela, lo tocó con el dedo índice. A continuación lo cogió, lo observó y lo acercó a la nariz. El aroma casi lo aturde, como si cada célula de su cerebro quedara embargada de aquel perfume extraño y maravilloso. Permaneció un instante en pie, mareado, a punto de desvanecerse. Pero no podía quedarse allí más tiempo. Respiró hondo y siguió buscando, cogió algunas otras cosas para llenar la mochila que pensó que podían resultar útiles, otras que simplemente le gustaron por su aspecto, y, a continuación, salió por la puerta y se dirigió a su escondite.

7

Cale había estado planeando su fuga durante casi dos años. Desde luego, no se trataba de un plan que fuera a poner en práctica si podía evitarlo, pues las posibilidades de éxito eran muy escasas. Los redentores removían cielo y tierra para capturar a los fugitivos, cuyo castigo era ser colgados, descoyuntados y descuartizados. Nadie, que supiera Cale, había logrado escapar nunca de los Perros del Paraíso, y su plan de fuga a largo término requería paciencia, esperar hasta que tuviera veinte años y lo enviaran a la frontera y aprovechar la ocasión cuando se presentara. Aun así, pensó que había hecho bien en prepararlo. Al pasar sigilosamente por el deambulatorio, trataba de no pensar en las posibilidades de éxito que tenía. Sin embargo, no podía evitar arrepentirse por el alto coste de su intervención, pues salvar a la muchacha había sido algo sin sentido. Todo lo que había conseguido era una muerte casi segura para sí, para Henri el Impreciso y para Kleist. ¡Menudo imbécil! Respiró hondo y trató de tranquilizarse. Pero ella le había dado tal impresión de felicidad la noche anterior, con aquella sonrisa tan... ¿tan qué? Era difícil describir lo que sentía sobre la felicidad, viendo a alguien que era realmente feliz. Eso era lo que había pasado por su mente mientras intentaba marcharse, pero siguió allí, en el oscuro corredor, temblando de horror por lo que acababa de presenciar en la estancia del Padre Disciplinero, temblando ante aquella crueldad espantosa. Eso le había puesto furioso, que era algo a lo que estaba acostumbrado, pero en aquella ocasión, por primera vez en su vida, se había dejado llevar por su furia. Y, sin embargo, no había hecho bien, pensó para sus adentros. Ni muchísimo menos.

Llegó. Se encontraba ante un pequeño nicho fuera del deambulatorio principal, que tenía un agujero en un extremo, que era no tanto una entrada como simplemente un espacio donde el muro interno no moría completamente en la muralla del edificio principal. Se metió de costado por aquel agujero, tomando aire y forcejeando para poder pasar. Unos meses más tarde, Cale habría crecido ya demasiado para caber por él. Pero ahora todavía podía introducir la mano y aferrarse a un hueco que había hecho él mismo en el muro cuando era más pequeño, y de ese modo se ayudó para pasar completamente al otro lado. Allí estaba demasiado oscuro para poder ver, pero el espacio era diminuto, y el escondite le resultaba familiar incluso al tacto. Se puso en cuclillas y tiró de un ladrillo suelto, y después del que había al lado, y a continuación corrió dos medios ladrillos que descansaban encima.

Entonces metió la mano y sacó una larga soga trenzada con enorme habilidad, al final de la cual había un gancho de hierro. Se levantó y volvió a salir por el hueco.

De nuevo en el nicho, se quedó escuchando por unos instantes. No se oía nada. Levantó la mano y palpó la áspera superficie de la muralla principal, y sujetó el gancho a una hendidura que había hecho unos meses antes, al terminar de trenzar la soga. Esta soga no estaba hecha de yute ni de sisal, sino del pelo de los acólitos y redentores que había recogido de los lavabos durante los años en que se había encargado de limpiarlos: una tarea desagradable, sin duda, que le había provocado muchas náuseas, pero a la cual él se había aferrado como se aferra un condenado a una pequeña posibilidad de vivir. Tiró de la soga para asegurarse de que había quedado bien fija. Entonces, con una fuerza sorprendente para un muchacho de catorce años, empezó a subir por ella, metiéndose por entre los dos muros del nicho, apoyando la espalda en uno de ellos y los pies en el otro, y a continuación desprendió el gancho de la grieta en la que estaba sujeto, y lo enganchó lo más arriba que alcanzaba para volver a repetir la acción. Durante la hora siguiente, moviéndose no más de sesenta centímetros cada vez, y en ocasiones menos, se fue abriendo camino hasta las almenas del Santuario.

Al llegar a la cima, soltó un gruñido que era a la vez de agotamiento y de alegría. Se quedó allí tendido cinco minutos con los brazos muertos, sin que hubiera otra señal de vida en ellos que la del dolor que experimentaban. Pero no se atrevió a quedarse más tiempo. Recogió la soga y sujetó el gancho en la grieta más profunda que pudo encontrar. Entonces fue dejando caer la soga al otro lado.

Esperaba que sonara al caer al suelo, pero no pudo sacar nada en claro del ruido que hizo al balancearse arriba y abajo. La soga era bastante más larga que la altura de la muralla del Santuario, pero cabía la posibilidad de que aquel lado del muro hubiera sido construido sobre un precipicio.

Miró abajo, hacia la insondable oscuridad, se detuvo un momento y después se deslizó por el borde. Entonces buscó la soga con la mano derecha y tiró de ella para que el gancho quedara bien agarrado a la grieta. Con una mano en la muralla, y la otra tensando la soga, se detuvo, comprendiendo lo aterradora que era la situación en que se hallaba. «Pero mejor es pasar por esto que ser ahorcado y freído». Y con este consuelo, tensando la soga, empezó a descender con mucho sigilo por la muralla.

Con las piernas cruzadas sobre la soga, Cale se fue dejando caer palmo a palmo. Aquella era la parte fácil, porque su peso hacía todo el trabajo por él. Naturalmente, se habría sentido exultante si no fuera por el hecho de que la soga no había sido probada antes, y podría partirse o bien cortarse al frotar contra la muralla. Y también por la desagradable idea de que podía no ser lo bastante larga, y podría quedarse colgando tal vez a treinta metros del suelo. Y aun cuando solo fueran tres, serían suficientes para partirse una pierna, si caía sobre roca. Pero ¿de qué servía preocuparse? Ya era demasiado tarde.

Tardó menos de cinco minutos en alcanzar el nudo de la soga que le indicaba que solo quedaban quince metros. Y un poco después, pasó el que indicaba que quedaban tres. Y por fin encontró el último nudo, el del final.

No había alternativa. Siguió su camino tras el nudo, hasta que solo quedó agarrado a él por una mano.

A la una, a las dos, a las tres: se soltó.

8

Cada pocos minutos, Kleist y Henri el Impreciso encendían la vela que Cale le había robado al Padre Disciplinario, y observaban a la muchacha, pues habían llegado a la conclusión de que era preferible echarle de vez en cuando un vistazo. Al fin y al cabo, disponían de nueve velas, así que podían permitírselo. Habían visto a hombres que se quedaban mudos como le había pasado a aquella chica, con aquella misma mirada que no veía nada. Generalmente se trataba de muchachos a los que les habían dado más de cien golpes. Si seguían de aquel modo más de unos pocos días, los redentores se los llevaban y no volvían nunca. Los que se recobraban solían ponerse a chillar en medio de la noche, durante semanas e incluso meses. En el caso de Morto, la cosa había durado años. Y después también desaparecían.

Ese era el motivo, se decían, por el que encendían la luz para ver qué tal iba la muchacha, pues si empezaba a chillar corrían el riesgo de que alguien la oyera.

Cada vez que encendían la vela, Henri el Impreciso le decía a la muchacha: «Todo irá bien». Ella no respondía de ningún modo, salvo poniéndose a temblar de vez en cuando. La tercera vez que encendieron la vela, Henri recordó algo de su lejano pasado, una palabra que le vino a la cabeza, algo consolador que había oído una vez y olvidado hacía mucho:

—Vamos, vamos —empezó a decirle—. Vamos, vamos. Pero, aparte de vigilar cómo seguía la muchacha, tenían otro motivo para encender la vela cada poco: que querían volver a verla. Habían llegado los dos al Santuario con siete años, y toda su vida anterior les resultaba tan remota como la luna. Los padres de Henri el Impreciso habían muerto al poco de nacer él; los de Kleist lo habían vendido por cinco dólares a los redentores, y habían sido con él solo un poco menos brutales que ellos. Ninguno de los dos había visto a chica ni mujer alguna desde el día en que atravesaron las grandes puertas del Santuario, y todo cuanto habían oído de los redentores era que las mujeres eran el juguete del demonio. Si por casualidad se encontraban alguna cuando dejaran el Santuario para dirigirse a la frontera o al frente oriental, estaban obligados a bajar los ojos inmediatamente. «¡El cuerpo de la mujer es un pecado en sí mismo que clama a los cielos pidiendo venganza!». Solo había una mujer a la que se miraba sin disgusto ni alarma: a la madre del Ahorcado Redentor, la cual (única en su sexo) era pura. Ella era fuente de compasión, consuelo y perpetuo socorro, aunque los muchachos no tenían ni idea de qué significaran esas virtudes, dado que nunca se las habían encontrado en su camino. Sobre lo que implicaba el hecho de que las mujeres fueran el juguete del demonio, los redentores eran igualmente imprecisos. Como resultado, Kleist y Henri se encontraban impelidos a vigilar a la muchacha con una intensa curiosidad que era mezcla de miedo y sobrecogimiento. Quienquiera que pudiera provocar en los redentores éxtasis semejantes de odio y aversión tenía que tener un gran poder, y por lo tanto había que tenerle miedo, aunque no pudieran imaginar por qué.

Por el momento, tal como la veían a la luz de la vela, temblorosa y aterrorizada, aquella muchacha no parecía muy de temer. Muy al contrario, resultaba fascinante. Para empezar, su forma era algo extraordinario. Llevaba un vestido suelto de lino, muy delicado, mucho mejor que los de los chicos, y lo llevaba atado a la cintura con un cordón.

Kleist le hizo a Henri el Impreciso un gesto para que se alejara un poco de la chica, y acercó la cabeza hacia su oído para susurrarle:

—Esos bultos que tiene en el pecho, ¿tú sabes qué son? —le preguntó.

Henri el Impreciso, con toda la deferencia posible, dado que no tenía ni idea de cómo comportarse con una mujer, acercó la vela hacia sus pechos y los observó detenidamente.

—Ni idea —susurró al fin.

—Debe de estar gorda —susurró Kleist—. Como el cerdo Vituallen). —Por supuesto, no había niños gordos en el Santuario. No sobraba un gramo entre los diez mil.

Henri pensó en ello.

—El Vituallero está redondo y fofo. Ella tiene entrantes y salientes...

—Vamos a ver, pues —dijo Kleist.

Henri el Impreciso pensó en ello un instante.

—No, creo que deberíamos dejarla en paz. Debe de haberle dado una paliza.

Kleist suspiró hondo mientras miraba a la muchacha.

—No tiene pinta de aguantar una paliza. Por lo menos no una de las que da Picarbo.

—De las que daba —corrigió Henri el Impreciso. Ambos gruñeron con una satisfacción que resultaba extraña, dado que su muerte los había puesto en tal peligro—. Me pregunto por qué le pegaría.

—Seguramente —dijo Henri el Impreciso—, por ser el juguete del demonio.

Kleist asintió. Eso tenía sentido.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Henri el Impreciso, y no por primera vez, pero ella siguió sin responder—. Me pregunto cuánto tardará Cale —comentó a continuación.

—¿De verdad crees que tendrá un plan?

—Sí —dijo Henri el Impreciso con total seguridad—. Si lo ha dicho, es por algo.

—Bueno, me alegro de que estés tan seguro. A mí me gustaría estarlo.

Entonces la muchacha dijo algo, pero tan bajo que no pudieron oírla.

—Eh, ¿qué has dicho? —preguntó Henri el Impreciso.

—Riba. —Respiró hondo—. Me llamo Riba.

9

Al descender, inmerso en la impenetrable oscuridad, se hicieron realidad las dos cosas que más temía Cale: en primer lugar, sus pies dieron con el nudo que había hecho al final de la soga, en tanto él seguía en el aire, sin idea de la distancia que quedaba hasta el suelo; en segundo lugar, comprobaba que la tensión estaba resultando excesiva para el gancho de hierro que aguantaba el peso de su cuerpo, sujetando la cuerda a una grieta que había en lo alto de la muralla. Incluso a la distancia en que se encontraba, percibía con claridad que el gancho empezaba a ceder.

«Vas a caer quieras o no», se dijo, e impulsándose con ambos pies para alejarse de la muralla, y levantando los brazos para protegerse la cabeza, se soltó y cayó.

Bueno, si es que se le puede llamar caer a hacerlo desde medio metro de altura. Aun así, es terrible la impresión de aterrizar cuando uno no sabe desde qué altura cae. Pero Cale cayó de pie y, entusiasmado, levantó las manos con sensación de triunfo. Entonces sacó una de las velas que le había cogido al Padre Disciplinario e intentó encenderla con pedernal y musgo seco. Al final consiguió que saliera una llama con la que encender la vela, pero cuando la levantó en la vasta oscuridad, su luz era tan pobre que apenas le daba para distinguir nada. Entonces el viento la apagó.

La oscuridad era absoluta. Las estrellas no podían transmitir nada de luz porque las tapaban las nubes, y lo mismo pasaba con la luna. Si intentaba caminar, caería, y cualquier herida que le obligara a huir más despacio, aunque no fuera de gravedad, significaría la muerte. Lo más sensato era esperar las dos horas que quedaban hasta que apuntara el alba. Tras tomar esa decisión, se envolvió bien en su hábito, se tendió en el suelo, y se quedó dormido.

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