La mano izquierda de Dios (8 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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¡Cuán dulce sería el hado de sus hijos

si pudieran, como ellos, morir por ti!

Da dum de dum de dum de dum de dum.

Da dum de dum de dum de dum.

Cale abrió un poco más la puerta. En la parte más oscura de la estancia distinguió otra mesa, sobre la cual también había algo, pero esta vez aquello estaba oscurecido por la penumbra. El Padre Disciplinario se volvió a enderezar, se dirigió hacia un armario bajo que tenía a la derecha, y empezó a revolver en un cajón. Cale miró con atención, incapaz de comprender qué era lo que había sobre la mesa, aunque veía ya con claridad lo que el Padre había estado haciendo. En la mesa había un cadáver al que el Padre Disciplinario estaba practicando una disección. Con gran habilidad le había abierto el pecho, y la abertura llegaba hasta el bajo vientre. Había separado y retirado con sumo cuidado y precisión cada trocito de piel y de músculo, y le había puesto un peso para mantenerlo en su nueva posición. Lo que le impactaba más a Cale, aparte de ver un cadáver exhibido de aquella manera, lo que tan difícil le resultaba comprender, pese al hecho de que había visto ya muchos cadáveres, era que se trataba de una chica. Y no estaba muerta. La mano izquierda, que le colgaba a un lado de la mesa, se movía cada pocos segundos, mientras el Padre Disciplinario seguía revolviendo en el cajón y tarareando en voz baja.

Cale sintió como si tuviera arañas corriéndole por la espalda. Y entonces oyó un gruñido. Como el Padre Disciplinario ya no tapaba la luz, pudo ver lo que había en la otra mesa. Era otra chica, atada y amordazada, que intentaba gritar. Y la conocía. Era la más llamativa de las dos chicas que el día anterior estaban vestidas de blanco, riéndose con deleite en el centro de las celebraciones.

El Padre Disciplinario dejó de tararear, se incorporó y miró a la muchacha.

—Tú, no hagas ruido —le dijo casi con dulzura.

Entonces volvió a inclinarse, a canturrear y a rebuscar.

En su corta vida Cale había visto muchas cosas espantosas, había presenciado terribles actos de crueldad, y había soportado sufrimientos casi por encima de todo lo expresable. Pero en ese momento se quedó anonadado por aquello que veía y no podía comprender: por aquella chica cuya mano se movía menos cada vez, y por los apagados gritos de terror y horrible dolor de la muchacha de los ojos verdes.

Y después, muy despacio, Cale se alejó de la puerta y se volvió caminando tan en silencio como había ido.

5

—¡Ah! —exclamó para sí Picarbo, el Padre Disciplinario, con profunda satisfacción, al encontrar lo que andaba buscando: una aguja larga y delgada que tenía en la punta una pinza afilada—. Alabado sea Dios. —La probó. ¡Chas, chas!

Satisfecho, se volvió hacia la muchacha de la mesa y observó pensativo la herida horrible pero bellamente ejecutada. Se agachó un poco para cogerle con suavidad la mano, ya sin vida. La posó al lado del cuerpo. Cogió la aguja con la mano derecha, y se disponía a continuar cuando la chica del rincón trató nuevamente de gritar. Esta vez se dirigió a ella con más firmeza, como si se le estuviera agotando la paciencia:

—Te he dicho que no hagas ruido. —Sonrió—. No te preocupes: ya me ocuparé de ti a su debido tiempo.

Fuera porque había oído algo o tan solo a causa del instinto nacido de una larga experiencia, el Padre Disciplinario se volvió y levantó el brazo para interceptar el golpe que Cale le lanzaba contra la parte de atrás de la cabeza. El redentor agarró a Cale justo por debajo de la muñeca, y lo golpeó con tal fuerza que el medio ladrillo que llevaba en la mano salió despedido al otro extremo de la estancia, y pegó contra uno de los armarios, que quedó astillado y partido en una docena de trozos. Cale perdió el equilibrio y el Padre Disciplinario lo empujó hacia la izquierda con tal violencia que lo envió contra la base de la mesa en la que estaba tendida la chica atada. Ella soltó otro grito amortiguado.

El Padre Disciplinario miró a Cale completamente anonadado. No le parecía posible que un acólito lo atacara. No allí, no en aquel lugar, ni en ningún momento. En mil años no se había oído hablar nunca de semejante atrocidad. Por un momento, Cale y Picarbo se miraron el uno al otro.

—¿Te has vuelto loco? ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? —preguntó el Padre con tremenda rabia—. Te colgarán por esto... Te colgarán y te descuartizarán. Serás estrangulado y destripado mientras aún sigues con vida, y quemarán tus tripas delante de ti. Y...

Se detuvo tras lanzar aquel rápido torrente de palabras, nuevamente anonadado ante la sola idea de haber sido atacado. Cale estaba blanco del susto. El Padre Disciplinario se volvió hacia un lado para coger algo que parecía, y de hecho era, un cuchillo de carnicero.

—Lo voy a hacer ahora mismo, cerdo. —Se dirigió hacia el muchacho, que estaba tendido boca abajo. Y de pie ante él, con las piernas separadas, levantó el cuchillo. Pero entonces Cale arremetió contra él con la aguja que había caído a su lado durante la lucha, y se la clavó al Padre Disciplinario en la cara interior de un muslo.

El redentor se tambaleó hacia atrás, no tanto por la herida como por hallarse inmerso en el desconcierto más profundo que sería posible imaginar.

—¡Me la has clavado! —exclamó asombrado, incrédulo—. ¡Me la has clavado! —Bajó la mirada hacia el muchacho—, ¡Por Dios Santo, sufrirás una muerte lenta! ¡Por todo lo que es...! —El Padre Disciplinario se detuvo, de pronto, a mitad de frase. En su cara se reflejaba una expresión de desconcierto, la que tendría alguien a quien hicieran una pregunta muy difícil. Ladeó la cabeza como si estuviera escuchando.

Se sentó, despacio, como impulsado por una mano gigante pero benevolente. Observó cómo Cale retrocedía, apartándose de él. Entonces el Padre bajó la mirada hasta las piernas. Un gran charco de sangre manchaba los faldones de su hábito. De pronto, Cale ya no parecía ni un niño asustado ni un asesino furioso. Una extraña calma se había abatido sobre él, y ahora tenía más bien el aspecto de un niño curioso, que miraba con un interés considerable pero no desbordado. Picarbo continuó tirando de su hábito, perplejo, dejando al descubierto los calzones completamente empapados en sangre. Retiró la mano indignado y miró a Cale como preguntándole: «¿Ves lo que has hecho?» Pero volvió a acercar la mano y rasgó los calzones para desprender la tela de la herida y dejar el muslo al descubierto. La sangre le brotaba de la pequeña herida a chorros. La observó completamente perplejo, y después miró a Cale con la misma expresión.

—Acércame algo para contenerla —dijo señalando un montón de grandes algodones que había en la mesa, junto a la muchacha muerta. En respuesta, Cale se levantó, pero permaneció donde estaba. Intentaba comprender si algo de cuanto veía era real: el redentor, que ante él, intentaba contener la sangre con los dedos y lanzaba irritados suspiros, como ante una gotera de agua pequeña pero molesta; o la negra mancha de sangre que se extendía sin parar por el suelo. Pero no lograba entender ni lo que veía ni lo que eso implicaba para él. Aquella parte de su mente que se negaba a comprender lo sucedido pensaba que sería posible dar marcha atrás, y dejar las cosas tal como estaban un minuto antes, y que cuanto más esperara para hacerlo, más difícil resultaría. Pero en el fondo sabía que no había ningún remedio. Todo había cambiado, y lo había hecho de manera profunda y horrible. Le venía a la mente, repitiéndose en su cabeza una y otra vez, un versículo que había oído cien veces del Libro de los Proverbios del Redentor: «Somos como aguas derramadas por tierra, que no pueden volver a recogerse»
[1]
. Y así siguió mirando, paralizado, mientras Picarbo se echaba para atrás, como si tan solo estuviera muy cansado, apoyándose primero en el codo y después en la espalda.

Cale siguió observando mientras se detenía la respiración del cuerpo y a continuación se apagaba la luz de los ojos. Picarbo, el quincuagésimo Padre Disciplinario que llevaba aquel nombre, acababa de morir.

6

Cuando Kleist despertó, lo hizo con la sensación de que lo sujetaban y amordazaban. Eso se debía a un motivo sencillo: Cale le había tapado la boca con la mano, y el Impreciso le "sujetaba las manos a los costados.

—¡Shhh! Somos Henri y Cale. —Cale esperó hasta que Kleist dejó de forcejear, y entonces retiró la mano. Henri aflojó las manos—. Tienes que venir con nosotros ahora. Si te quedas eres hombre muerto. ¿Vienes?

Kleist se incorporó en la cama y miró a Henri el Impreciso en la oscuridad solo atenuada por la luz de la luna.

—¿Es cierto eso?

Henri asintió. Kleist lanzó un suspiro y se puso en pie.

—¿Dónde está Spider? —preguntó.

—Ha salido a fumar. Tenemos que irnos.

Cale se volvió, y los demás lo siguieron. Se detuvo para inclinarse sobre la cama de un muchacho que se hacía el dormido.

—No le digas nada a Spider, Savio, o te arrancaré las tripas. ¿Lo has entendido, cerdo? —El muchacho asintió con la cabeza, y Cale continuó su camino.

Saliendo por la puerta que Spider había dejado sin cerrar, Cale los condujo hasta el deambulatorio y, sin apartarse del muro, llegaron ante la gran estatua del Ahorcado Redentor y la entrada del túnel que habían descubierto el día anterior.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kleist.

—¡Silencio!

Cale abrió la puerta empujando, y los hizo pasar. Entonces encendió una vela mucho más grande que la del día anterior.

—¿Cómo has abierto la puerta? —preguntó Kleist.

—Con una palanca.

—¿Y dónde has encontrado esa vela?

—En el mismo lugar que la palanca.

Kleist se volvió hacia Henri el Impreciso.

—¿Tú estás enterado de lo que pasa? —Henri el Impreciso negó con la cabeza—. Cale se dirigió hacia el rincón que estaba a la izquierda del túnel, y levantó la vela.

—¡Dios! —exclamó Kleist al ver la figura aterrorizada que se encontraba agachada en el rincón.

—No pasa nada —dijo Cale inclinándose hacia la muchacha—. Han venido a ayudar —añadió sin mucha convicción.

—Dime qué está pasando —pidió Kleist—, o de lo contrario nos vamos a ver las caras aquí y ahora. —Cale lo miró y sonrió, aunque era una sonrisa triste.

—¡Escuchad! —dijo soplando la vela para apagarla.

Veinte minutos después, había terminado de contar lo ocurrido, y volvía a encender la vela.

Los dos chicos pasaron la mirada de él a la muchacha, consternados ante lo que acababan de oír, pero también fascinados con la chica. Kleist necesitó un momento para salir de su estupor.

—Lo mataste tú, Cale... ¿Por qué nos arrastras a nosotros?

—No seas tonto. En cuanto comprendieran que fui yo, torturarían a Henri porque saben que somos amigos. Y entonces aparecerías tú en la historia. De esta forma por lo menos tienes una oportunidad.

—Pero yo no tengo nada que ver.

—¿Y eso qué más da? Te han visto hablando conmigo al menos un par de veces durante los últimos días. Te matarán solo por si acaso y para dar ejemplo.

—¿Quiere eso decir que tienes un plan? —preguntó Henri, asustado, pero tratando de mantener la calma.

—Sí —respondió Cale—. Lo más probable es que no funcione, pero al menos tenemos que intentarlo. —Sopló la vela otra vez, y les contó lo que había pensado.

—Tienes razón —comentó Kleist en cuanto Cale terminó—: lo más probable es que no funcione.

—Si se te ocurre algo mejor... —Cale no acabó la frase. Volvió a encender la vela y la acercó a la muchacha, que tenía la mirada perdida en la distancia, temblaba y se protegía con los brazos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Cale. Al principio no dio la impresión de haberle oído, pero después volvió los ojos hacia su rostro, aunque no dijo nada.

—Pobrecita —dijo Henri el Impreciso.

—¿Por qué sientes lástima por ella? —preguntó Kleist con amargura, desgarrado entre sus propios terrores y aquel extraño ser que se hallaba en el rincón, acurrucado—. Deberías sentir lástima por ti.

Cale se levantó, le pasó la vela a Henri el Impreciso, y se dirigió hacia la puerta.

—Ahora —dijo.

Henri la apagó. Se oyó el ruido de la puerta que se abría y cerraba, y Henri el Impreciso, Kleist y la muchacha quedaron inmersos en una completa oscuridad.

Estaba empezando a pasársele el susto de los acontecimientos de la noche anterior cuando Cale hizo por tercera vez el recorrido a través del Santuario. Naturalmente, caminaba agazapado, pero ya se sentía algo más tranquilo. Empezaba a comprender que las costumbres de su vida, la conciencia de estar siendo permanentemente vigilado, de que había siempre ojos dispuestos a tomar nota e informar del menor movimiento, ya no tenían aplicación. Los redentores partían de la suposición, nada carente de fundamento, de que su destreza en vigilar a los acólitos, juntamente con la brutalidad de la respuesta que dieran a la desobediencia ya fuera de palabra o pensamiento, serviría para imponer el orden entre ellos. Suponían que de noche, con los acólitos encerrados bajo llave en sus dormitorios, exhaustos y temiendo, con toda razón, las consecuencias que podría acarrearles que intentaran salir, podían relajar su demente vigilancia. En su tercer recorrido a través del Santuario, Cale solo había visto, en la distancia, a un redentor.

Un extraño júbilo embargó a Cale. Aquellas personas que odiaba y que parecían tan invulnerables y poderosas, resultaba que no lo eran tanto. Había burlado a Bosco, había matado al Padre Disciplinario, y en aquel momento se movía a sus anchas por el Santuario. Pero en su interior algo le advertía que no debía envalentonarse: «Ten mucho cuidado, si no quieres colgar de la horca».

Sin embargo, pese a lo mucho que pensaba en ello, pese a lo muy imprudente que parecía, tenía sentido volver a los aposentos del Padre Disciplinario. Había cogido algunas cosas antes de irse con la muchacha, pero si los cuatro querían tener alguna posibilidad de sobrevivir allí fuera, necesitarían... lo cierto es que no sabía qué iban a necesitar, pero en los aposentos del muerto sería posible encontrar muchas cosas que les resultarían útiles, y sería una estupidez no aprovechar la ocasión. Era una suerte que quedaran otras cuatro horas hasta que empezaran a despertarse.

Diez minutos más tarde, Cale se encontraba delante del cadáver de Picarbo. Se detuvo un instante, y empezó a buscar. Era difícil, debido a que había demasiadas cosas. A los acólitos no les estaba permitido poseer nada. Incluso los redentores tenían permitido poseer tan solo siete cosas, aunque nadie sabía por qué no eran seis, u ocho. Sin embargo, los aposentos de Picarbo estaban llenos de objetos. Cale no sabía lo que eran la mayoría, y le hubiera gustado perder el tiempo simplemente tocándolos y elucubrando sobre la finalidad que podían tener, desde el peculiar y placentero tacto de una brocha de afeitado hecha con pelo de tejón, hasta la fragancia y resbalosa textura de una pastilla de jabón. Pero la presencia de la muerte no tardó en contener su curiosidad, y se dispuso a elegir lo que metería en la mochila que había encontrado: cuchillos, un telescopio (una cosa fabulosa que había visto usar a Bosco desde las almenas), un afilador para los instrumentos médicos de Picarbo, algunas hierbas que le había visto usar en el tratamiento de las heridas, finas agujas, hilo, un ovillo de cuerda... Buscó por los armarios, pero la mayor parte no contenían más que bandejas ocupadas con fragmentos disecados de cuerpos femeninos. Por supuesto, Cale no podía reconocer la mayoría de ellos. No es que necesitara justificarse por haber matado a Picarbo, un hombre al que había visto pegando a tantos niños en castigos rituales, e incluso matando a uno de ellos. Pero aquellos fragmentos corporales meticulosamente disecados le producían al mismo tiempo asco y terror.

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