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Authors: Álex Rovira,Francesc Miralles

Tags: #Intriga, #Histórico

La luz de Alejandría (21 page)

BOOK: La luz de Alejandría
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Tenía aspecto de inglesa de buena familia, rubia y con la piel tan blanca que casi parecía transparente. Aún no había conocido al misterioso Raymond Liu, pero algo me decía que había elegido a aquella presentadora —o lo que fuera— por su palidez.

—Distinguidas señoras y señores —empezó—, mi nombre es Elisabeth Mist y tengo el honor de inaugurar este centro de estudios que, con la ayuda de todos, sacará al mundo de las tinieblas.

Tuve que respirar hondo mientras la ponente se deshacía en elogios hacia el autor del libro que, casi a mi pesar, tenía en mis manos. Finalmente dio inicio a su discurso.

—Empezaré mi humilde aportación con una pregunta: ¿es posible que los grandes pensadores que han marcado nuestra sociedad y pensamiento, tanto el oriental como el occidental, hayan nacido de la misma fuente, más allá de religiones ni procedencias?

El público contuvo la respiración. Elisabeth Mist exhibió una sonrisa triunfal antes de entrar en el discurso propiamente dicho.

—Si analizamos los personajes clave de nuestra historia espiritual, nos daremos cuenta de que muchos de ellos se cruzan y, filosóficamente, van en un mismo sentido. Empezaremos por Lao Tsé, autor del
Tao Te Ching
, quien sirvió durante años como archivero de la corte imperial donde conoció a un joven e impetuoso Confucio con quien mantendría largas discusiones. Confucio pasó a ser discípulo de Lao Tsé, a pesar de no estar conforme con su pensamiento demasiado libre y natural. Lao Tsé, cansado de los oídos sordos del gobierno y de su incapacidad para cambiar al hombre, decidió entonces viajar lejos, donde pudiera meditar en soledad.

—Este discursillo lo podría hacer tu hermana —susurré a Sarah, que me calló con un golpe de codo en el costado.

—En su camino, Lao Tsé pasó por la India, donde se cruzó con otro personaje importante de nuestra historia en un momento en el que estaba perdido, el príncipe Siddhartha Gautama. Lao Tsé lo tomó bajo su ala y le explicó su filosofía y sus descubrimientos a partir de la observación del orden natural. Después, el anciano reemprendió su camino hacia las misteriosas tierras del Tíbet, donde se perdería su rastro, y el príncipe desorientado se convertiría en Buda.

Un aplauso entusiasta sirvió de punto y aparte a aquella versión de los hechos lejana al rigor histórico.

—Buda transmitió a sus discípulos una serie de enseñanzas conocidas como el
Kalachakra
. A su muerte, estos conocimientos se perdieron durante medio milenio. Hasta que un joven que buscaba el reino oculto de Shambhala se cruzó en su camino con un anciano que lo inició en las enseñanzas del
Kalachakra
. Era Jesús de Nazaret, que como Lao Tsé y también Sócrates cinco siglos antes, viajaron a la India para volver con conocimientos y leyendas extraños para su pueblo.

El público acogió con otro gran aplauso aquella integración de maestros, en aras de algún propósito que no alcanzaba a comprender. Sarah me miró escandalizada. Esta vez fui yo quien le pidió calma en silencio. Quería ver adónde conducía todo aquello.

—No nos es desconocido el intenso entrenamiento físico, mental y espiritual al que se someten los lamas para llegar a dominar su propio cuerpo, hasta extremos sobrehumanos. Al finalizar su iniciación, un monje tibetano es capaz de dormir en la nieve sólo cubierto por su túnica sin pasar un ápice de frío, como Sócrates en sus campañas militares en territorios helados. Y ahora, damas y caballeros, os pido que os interroguéis igual que yo.

Un silencio tenso precedió a la batería de preguntas de Elisabeth Mist:

—¿Es posible que el conocimiento que durante tanto tiempo nos ha parecido fruto de distintas mentes proceda del mismo origen? ¿Y si existiera realmente ese reino oculto de seres inmortales que guardan la fuente de la sabiduría eterna? ¿Es casualidad que de Lao Tsé sólo se conozca su nacimiento como anciano y que fuera concebido a través de un haz de luz en una mujer virgen, del mismo modo que la Virgen María quedó en estado de Jesús de Nazaret con un mensaje angélico?

En medio de esta metralleta interrogadora que había dejado al público sin aliento, me giré en dirección a la salida. Entonces le vi. Un hombre de unos sesenta años, vestido de blanco y con rasgos ligeramente orientales, contemplaba satisfecho aquel simposio.

Sin duda era Raymond Liu, investido como doctor para aquel libro del que empezaba a conocer su contenido.

—Uno de los milagros de Jesús de Nazaret era su capacidad para sanar con la imposición de manos. Hace relativamente poco, a finales del siglo XIX, un monje japonés llamado Mikao Usui se vio inmerso en una búsqueda de años a partir de una pregunta que no era capaz de responder: si Jesús dijo al sanar con sus manos que nosotros también seríamos capaces de tales milagros, ¿por qué no sabemos cómo hacerlo? Tras un largo periplo por los monasterios del Tíbet, nació el reiki. Pero ¿qué señalan todas estas coincidencias?

—Está aquí, le he visto —susurré a Sarah al oído.

—Lo sé —dijo sin mover la cabeza ni un ápice—. Y él nos ha visto a nosotros.

El maestro axial

Tras el calentamiento llevado a cabo por su telonera, la entrada de Raymond Liu fue recibida con un estallido de júbilo. Al pasar cerca de nosotros, calculé que tendría un veinticinco por ciento de oriental, un rasgo localizado sobre todo en la forma demasiado almendrada de sus ojos.

Inmaculadamente blanco, levantó las manos con suavidad para contener el entusiasmo del público. Luego habló con una voz nítida y profunda, en un inglés peculiar que atribuí a los naturales de Hong Kong.

—Como bien ha dicho la señorita Mist, la sabiduría ancestral regresa a nosotros una y otra vez por boca de distintos maestros. Son seres abiertos de mente y corazón que viajaron a los mismos puntos, que comprendieron que existe una fuerza que es el origen de todo, una esencia que fluye por nosotros, un orden natural de cambio y crecimiento, una diversidad en el uno. Podemos llamar a estos maestros de la primera era axial de muchas maneras: Lao Tsé, Buda, Sócrates, Jesús… Al final, todos canalizaron las mismas enseñanzas, pensamientos y filosofías que han sido deformadas por los años y por aquellos que les han dado letra.

El discurso del supuesto doctor atacó a continuación el cisma entre las innumerables iglesias, comunidades y sectas que no habían sido capaces de poner todo aquel conocimiento al servicio de la humanidad.

Tras recibir una sentida ovación, Raymond Liu volvió a bajar la voz para que el público tuviera que incrementar así su atención. Parecía que no se atrevieran siquiera a respirar.

—La era axial que la mayor parte de la humanidad desconoce tuvo sólo una carencia. —El ponente calló unos segundos para añadir dramatismo a su discurso—. Faltó un líder que uniera los puntos. Alguien que cogiera los hilos ancestrales del conocimiento para que la humanidad abrace la iluminación colectiva con una sola voz.

Una mujer exaltada se atrevió a interrumpirle con el grito:

—¡Ahora ya lo tenemos!

Una explosión de aplausos, gritos y lágrimas llenaron el auditorio de una tensión insoportable. Las mejillas de la racional Sarah ardían de indignación. Aun así, aguardamos hasta el final del discurso, en el que el doctor Raymond Liu se erigía en heredero de dos milenios y medio de sabiduría.

El final mesiánico del acto provocó el delirio del público a la vez que disparaba todas mis alertas.

—Ha llegado el momento de pasar a la ofensiva, hijos de la luz. Permitidme que os llame así. Los próximos meses vamos a abrir una docena de centros como éste en Asia y Europa, que son las madres de la nueva era axial. Luego llegarán al resto de continentes. En un mundo a punto de naufragar, nosotros navegamos en la gran ola que nos lleva a la otra orilla. Para siempre.

Sarah tiró de mí durante la aclamación final, que llevó al público a abandonar sus asientos para arremolinarse alrededor de su líder unificador, el maestro axial.

Mientras esquivábamos la marea humana en nuestro intento de ganar la salida, distinguí claramente entre el barullo la voz profunda de Raymond Liu, que decía: «Esos dos. No dejéis que se marchen».

Cuando ya llegábamos al ascensor, dos hombres asiáticos con traje nos cerraron el paso y otros dos se añadieron al cerco. El que parecía llevar la voz cantante —o tal vez era el único que hablaba inglés— dijo:

—Disculpen, está fuera de servicio. Si los señores me acompañan, les mostraremos un camino alternativo para salir de aquí.

—Encontraremos la salida solos, muchas gracias —repuse cogiendo de la cintura a Sarah para salir del cerco, que se cerró aún más.

—Ni hablar —volvió a hablar el asiático—, sería una falta de hospitalidad imperdonable que se perdieran en este edificio por nuestra culpa.

A continuación, fuimos empujados a toda velocidad por un pasillo que me pareció que llevaba a la escalera de emergencia, aunque los trajeados tapaban constantemente nuestra visión.

Un violento impulso final, seguido de un sonido metálico, nos hizo caer en una habitación sin ventanas que olía a lubricante y a basura confinada largo tiempo.

Ayudé a Sarah a levantarse, pero un pie en mi hombro me impidió hacer lo mismo.

El portavoz de aquellos gorilas se había quedado dentro, mientras sus compañeros montaban guardia al otro lado. Estábamos perdidos. Por si tenía alguna esperanza de reducir a aquel tipo, al levantar la cabeza vi que me apuntaba con una pistola automática.

Aquel hombre estaba versado en el arte de la atención, ya que le bastó mirar de reojo a la francesa para detenerla antes de que gritara.

—Vamos a hacer las cosas bien —dijo muy sereno—. El maestro vendrá a hablar con vosotros cuando acabe de atender a los suyos. Como soy el responsable de su seguridad, tengo que pediros que os desnudéis. Cuando mis hombres hayan comprobado cada pieza, os podréis volver a vestir.

—Ni hablar —repuso Sarah con un temblor de rabia en la voz.

El guardián tensó aún más el brazo con el que me encañonaba y amenazó:

—Contaré sólo hasta tres.

La fiesta de los condenados

Dos minutos después estábamos desnudos y, encogidos, apoyábamos la espalda contra la pared. Una situación que no podía ser menos erótica. Con la mirada clavada en el suelo, entreví como el guarda pateaba la ropa fuera de aquel zulo para que la inspeccionaran sus hombres.

En aquella situación lamentable, me sorprendió que Sarah dijera:

—Tranquilo, no nos pueden hacer nada.

No pude evitar mirarla. Abrazada a sus rodillas para cubrirse, su rostro transmitía una incomprensible serenidad.

—Celebro que seas tan optimista. Yo veo más probabilidades de que terminemos en el fondo del río Huangpu. Y lo peor de todo es lo que sucederá antes de ese final.

—Los chinos son buenos torturadores, pero dicen que los verdaderos maestros son los japoneses.

Los dos nos pusimos a reír estúpidamente. Tal vez por la convicción de que aquello sólo podía acabar mal, una reserva de alegría en nuestro cerebro nos empujaba a celebrar la última fiesta. Aunque durara apenas unos segundos. ¿Sería así con todos los condenados?

—Dado que es evidente que no vamos a salir de ésta —dije—, me voy a permitir ser cursi, romántico y patético. Todo a la vez. Te quiero, Sarah.

Una súbita carcajada por parte de la francesa hizo que el carcelero abriera la puerta para mirar qué pasaba. A continuación, empujó la ropa con el pie y volvió a cerrar.

Frustré el intento de ella de apoderarse de la ropa atrayéndola hacia mí.

—No dejaré que te vistas si no me das una respuesta.

—¿Una respuesta? —dijo mientras seguía abrazada a sus rodillas—. No entiendo la pregunta.

—Pues es bien obvia. Acabo de declararme en este nido de ratas y quisiera conocer tus sentimientos hacia mí. Ahora o nunca.

—Ya te dije en Pekín que me gustas. ¿No es suficiente eso para ti?

Una algarabía de voces al otro lado de la puerta reveló que Liu había llegado y se preparaba para entrar. Sarah se puso de pie y, sin importarle que viera su desnudez a escasos centímetros, se vistió con total tranquilidad.

Yo no poseía la serenidad del condenado a muerte, así que me vestí a trompicones y cuando se abrió la puerta aún no había logrado calzarme.

El autoproclamado maestro axial levantó la mano a modo de saludo. Luego nos dirigió una mirada inerte y dijo:

—Me parece correcto que sigáis las huellas de vuestro depravado amigo, pero ha sido un movimiento estúpido venir hasta aquí. Seréis responsables de lo que os suceda, ya que habéis profanado nuestros buenos propósitos para provocar la ira del karma. Siempre es la misma historia.

—¿De qué coño hablas, Raymond?

Asombrado, me di cuenta de que, en aquella situación límite —por no decir terminal— Sarah se comportaba tal como lo habría hecho su hermanastra. La coletilla de llamarle por el nombre acabó de enfurecerle, pero su odio se expresaba como un veneno verbal destilado gota a gota, frase por frase.

—El perro loco siempre muerde la mano del amo. Yo le tendí la mía a Marcel, le confié la revelación como a un hijo, pero en lugar de gratitud obtuve blasfemia y traición.

—No nos interesan tus delirios mesiánicos, Raymond —le cortó Sarah—. Déjanos salir ahora mismo o…

—¿O?

—O van a chapar tu puñetera iglesia unificadora antes de que puedas abrir otro centro. He dejado nota en nuestro alojamiento de dónde estamos y con quién, por si alguien pregunta por nosotros. En caso de que desaparezcamos, con el equipaje en nuestras habitaciones, quien preguntará será la poli de Shanghái y vas a tener problemas de verdad. No eres aún lo bastante grande para callar bocas a ese nivel.

—Estás mintiendo.

La voz de Liu sonó firme, pero sus manos levemente agitadas mostraban inquietud.

—Haz la prueba, mamarracho —dijo Sarah ofreciendo su móvil al maestro.

—No quiero contagiarme de tus microbios de ramera —la detuvo—. Que alguien llamé a ese sitio. ¿Cómo has dicho que se llama?

El que había liderado nuestra detención maniobró rápidamente sobre su smartphone hasta dar con el teléfono del albergue. Horrorizado y a la vez admirado por la iniciativa de Sarah, me dije que si aquello era un farol nos iban a quemar vivos.

Aunque el matón hablaba en chino, distinguí claramente nuestros nombres al comunicar con recepción. Tras unos segundos de tensa espera, movió la cabeza afirmativamente y se encogió de hombros ante su jefe, que contrajo la cara al reconocer:

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