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Authors: Maurice Maeterlinck

La inteligencia de las flores (14 page)

BOOK: La inteligencia de las flores
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Después de este largo rodeo, vuelvo a mi punto de partida, a saber, «que conviene recordar a los hombres que el más humilde de entre ellos tiene la facultad de esculpir, conforme a un modelo divino que él no elige, una gran personalidad moral, compuesta de él mismo y del ideal en partes iguales». Y esta «gran personalidad moral» no se ha esculpido nunca sino en las profundidades de la vida; y la reserva del ideal necesario no aumenta sino gracias a incesantes «revelaciones de lo divino». Todo hombre puede llegar en espíritu a las cúspides de la vida virtuosa y saber a cada momento lo que habría que hacer para obrar como un héroe o como un santo. Mas no es esto lo que importa. Es preciso que la atmósfera espiritual se transforme en torno nuestro al extremo de acabar por parecerse a la atmósfera de los bellos países del siglo de oro de Swedenborg, donde el aire no permitía que la mentira saliese de la boca. Llega entonces un momento en que el menor mal que quisiéramos hacer caer a nuestros pies como una bala de plomo sobre un disco de bronce, y en que casi todo se transforma, sin que lo sepamos, en belleza, amor y verdad.

Pero esa atmósfera no envuelve sino a los que han cuidado de airear con bastante frecuencia su vida entreabriendo, de vez en cuando, las puertas del otro mundo. Cerca de estas puertas es donde se ve. Cerca de estas puertas es donde se ama. Porque amar al prójimo no es sólo entregarse enteramente a él, servir, ayudar y socorrer a los demás. Es posible que no seáis bueno ni bello ni noble en medio de los más grandes sacrificios, y la enfermera que muere del contagio a la cabecera de un tísico tiene quizás un alma rencorosa, pequeña y miserable.

Amar al prójimo en las profundidades estables es amar lo que hay de eterno en los demás, pues el prójimo por excelencia es lo que se aproxima más a Dios, es decir, a lo más puro y bueno que hay en los hombres, y sólo permaneciendo siempre cerca de las puertas de que hace poco hablaba descubriréis lo que hay de divino en las almas. Entonces podréis decir con el gran Juan Pablo: «Cuando quiero amar muy tiernamente a una persona, y perdonárselo todo, no tengo más que mirarla durante algún tiempo en silencio».

Es preciso aprender a ver para aprender a amar. «Yo había vivido durante más de veinte años al lado de mi hermana, me decía en cierta ocasión un amigo, y la vi por primera vez en el momento de la muerte de nuestra madre.» Esta vez también había sido necesario que la muerte abriese violentamente una puerta eterna, para que dos almas se viesen en un rayo de luz primitiva. ¿Hay uno solo de vosotros que no se halle rodeado de hermanas que no ha visto?

Afortunadamente, aun en los que ven menos, hay siempre algo que obra en silencio como si hubiesen visto. Es posible que el ser bueno no consista más que en ser en un poco de claridad lo que todos son en las tinieblas. Por esto, sin duda, conviene esforzarnos en elevar nuestra vida y tender hacia las cúspides donde se llega a la imposibilidad de obrar mal. Por esto conviene acostumbrar nuestra vista a mirar los acontecimientos y a los hombres en una atmósfera divina. Pero ni aun esto es indispensable; y ¡cómo la diferencia, a los ojos de un Dios, debe parecer pequeña!

Estamos en un mundo en que la verdad reina en el fondo de las cosas y en que no es la verdad, sino la mentira, la que necesita ser explicada. Si la dicha de vuestro hermano os entristece, no os despreciéis; no tendréis que andar mucho para encontrar en vos mismo algo que el camino no entristecerá. Y si no recorréis ese camino, poco importa; algo hay que no se ha entristecido.

Los que en nada piensan tienen la misma verdad que los que piensan en Dios: están menos cerca del umbral y nada más. «Hasta en la vida más vulgar, dice Renan, la parte de lo que se hace por Dios es enorme. El hombre más bajo prefiere ser justo a ser injusto; todos adoramos y oramos muchas veces al día sin saberlo.» Y nos asombramos cuando una casualidad nos revela súbitamente la importancia de esa parte divina.

Hay en torno nuestro millares y millares de pobres seres que no han visto nada bello en toda su existencia; van y vienen en la obscuridad; se cree que todo ha muerto, y nadie hace caso. Y he aquí que un día, una simple palabra, un silencio imprevisto, una pequeña lágrima, procedente de los manantiales mismos de la belleza, nos enteran de que han encontrado el medio de elevar, en la sombra de su alma, un ideal mil veces más bello que las cosas más bellas que sus oídos han escuchado y que sus ojos han visto.

¡Oh, nobles y pálidos ideales del silencio y de la sombra! Vosotros sois, sobre todo, los que despertáis la sonrisa de los ángeles y subís directamente hacia Dios. ¡En qué cabañas innumerables, en qué cuartos de miseria, en qué prisiones quizá, no se os alimenta en este momento con las lágrimas y con la sangre más pura de una pobre alma que no sonrió jamás; del mismo modo que las abejas, cuando en torno de ellas han muerto todas las flores, aun ofrecen a la que debe ser su reina, una miel mil veces más preciosa que la miel que dan a sus hermanitas de la vida cotidiana!

¿Quién no ha encontrado más de una vez, a lo largo de los caminos de la vida, un alma abandonada que sin embargo no había perdido el valor de alimentar así en las tinieblas un pensamiento más divino y más puro que todos los que tantos habían tenido ocasión de ir a escoger en la claridad? Aquí, la esclava favorita de Dios es también la sencillez; y basta quizá que algunos sabios no ignoren lo que debe hacerse, para que el resto obre como si igualmente supiera.

EL SILENCIO

¡Silence and Secrecy!
exclama Carlyle, habría que erigirles altares de universal adoración. El silencio es el elemento en que se forman las grandes cosas, para que al fin puedan surgir, perfectas y majestuosas, a la luz de la vida que van a dominar. No es sólo Guillermo el Taciturno, son todos los hombres considerables que he conocido, y los menos diplomáticos y los menos estratégicos de estos hombres, los que se abstenían de hablar de lo que proyectaban y de lo que creaban. Y tú mismo, en tus pobres pequeñas perplejidades, prueba de
retener tu lengua durante un día
; y al día siguiente, ¡cómo tus ideas y tus deberes serán más claros! ¡Qué de restos y qué de escorias no han barrido en ti mismo esos obreros mudos, mientras que ya no entraban los ruidos inútiles!

La palabra es con sobrada frecuencia, no como lo decía el francés, el arte de ocultar el pensamiento, sino el arte de ahogarlo y suspenderlo, de suerte que ya no queda ninguno que ocultar. La palabra es grande también; pero no es lo más grande que hay. Como lo afirma la inscripción suiza:
Sprechen ist Silbern, Schweigen ist Golder
, la palabra es de plata, y el silencio es de oro, o, como mejor sería decirlo: La palabra es tiempo, y el silencio eternidad.

«Las abejas no trabajan más que en la obscuridad, el pensamiento no trabaja más que en el silencio, y la virtud en el secreto...»

No hay que creer que la palabra sirva jamás para las verdaderas comunicaciones entre los seres. Los labios o la lengua pueden representar al alma del mismo modo que una cifra o un número de orden representa una pintura de Memlinck, por ejemplo; pero desde el momento que tenemos verdaderamente
algo que deciros
, nos vemos
obligados
a callar; y si en esos momentos resistimos a las órdenes invisibles y apremiantes del silencio, hemos hecho una pérdida eterna que los más grandes tesoros de la sabiduría humana no podrán reparar, porque habremos perdido la ocasión de escuchar otra alma y de dar un instante de existencia a la nuestra; y hay muchas vidas en que tales ocasiones no se presentan dos veces...

No hablamos más que en las horas en que no vivimos, en los momentos en que no queremos conocer a nuestros hermanos y en que nos sentimos a gran distancia de la realidad. Y en cuanto hablamos, algo nos previene que hay puertas divinas que se cierran en alguna parte. Por esto somos muy avaros del silencio y los más imprudentes de entre nosotros no se callan con cualquiera. El instinto de las verdades sobrehumanas que todos poseemos nos advierte que es peligroso callar con alguien a quien no se quiere conocer o a quien no se ama; porque las palabras pasan entre los hombres, mientras que el silencio, si ha tenido un momento la ocasión de ser activo, no se borra jamás; y la vida verdadera, la única que deja alguna huella, es toda silencio. Haced memoria, en este silencio a que hay que recurrir, a fin de que él mismo se explique por sí mismo; y si os es dado bajar un instante, en vuestra alma, a las profundidades habitadas por los ángeles, lo que ante todo recordaréis de un ser amado profundamente, no serán las palabras que dejó o los gestos que hizo, sino los silencios que vivisteis juntos; porque la
calidad
de esos silencios es la única que reveló la
calidad
de vuestro amor y de vuestras almas.

No me refiero aquí sino al silencio activo, porque hay un silencio pasivo, que no es más que el reflejo del sueño, de la muerte o de la no existencia. El silencio que duerme; y mientras dormita, es menos temible aún que la palabra; pero una circunstancia inesperada puede despertarla de pronto, y entonces es su hermano, el gran silencio activo, el que se entroniza.

Poneos en guardia. Dos almas van a encontrarse, las paredes van a ceder, los diques van a romperse, y la vida ordinaria va a hacer lado a una vida en que todo adquiere mucha gravedad, en que ya nada se atreve a reír, en que ya nada obedece, en que ya nada se olvida...

Y como no ignoramos ese sombrío poder y esos juegos peligrosos, tenemos un miedo profundo al silencio. Soportamos en rigor el silencio aislado, nuestro propio silencio; pero el silencio de varios, el silencio multiplicado, y sobre todo el silencio de una multitud es una carga sobrenatural cuyo inexplicable peso temen las almas más fuertes. Empleamos gran parte de nuestra vida en buscar los lugares en que el silencio no reina. Tan pronto como dos o tres hombres se encuentran, no piensan más que en apartar el invisible enemigo, porque, ¡cuántas amistades ordinarias no tienen más fundamento que el odio al silencio! Y si, a pesar de todos los esfuerzos, logra deslizarse entre dos seres semejantes, estos seres volverán la cabeza con inquietud, hacia el lado solemne de las cosas que no se ven, y se irán luego, cediendo el puesto a lo desconocido, y se evitarán en lo porvenir, porque temen que la lucha secular resulte vana una vez más, y que uno de ellos quizá sea de los que abren en secreto la puerta al adversario...

La mayor parte de los hombres no comprenden, ni admiten el silencio más que dos o tres veces en su vida. No se atreven a acoger a este huésped impenetrable sino en circunstancias solemnes, pero entonces casi todos lo acogen dignamente, pues hasta los más míseros tienen en su existencia momentos en que saben obrar como si ya supiesen lo que saben los dioses. Recordad el día en que encontrasteis sin terror vuestro primer silencio. La hora espantosa había sonado, y él venía al encuentro de vuestra alma. Le visteis subir de los abismos de la vida de que no se habla, y de las profundidades del mar interior de belleza o de horror, y no huisteis... Era a un regreso, en el momento de una partida, en el curso de una grande alegría, al lado de un muerto o al borde mismo de una desgracia.

Acordaos de aquellos minutos en que todas las pedrerías secretas se revelaron y en que todas las verdades dormidas despertaron con sobresalto; y decidme si el silencio no era entonces bueno y necesario, si las caricias del enemigo sin cesar perseguido no eran caricias divinas. Los besos del silencio desgraciado —porque el Silencio nos besa sobre todo en la desgracia— no pueden olvidarse nunca; por esto valen más los seres que con más frecuencia los han conocido. Quizá son los únicos que saben sobre qué aguas mudas y profundas descansa la débil corteza de la vida cotidiana, han ido más cerca de Dios, y los pasos que han dado hacia las luces son pasos que ya no se pierden, pues el alma es una cosa que puede no subir; pero que nunca puede descender...

«¡Silencio, el gran Imperio del silencio!» exclama también Carlyle —que tan bien conoció ese imperio de la vida que nos sostiene— «¡más alto que las estrellas, más profundo que el reino de la Muerte!... ¡El silencio y los nobles hombres silenciosos!... Se hallan diseminados, acá y acullá, cada uno en su provincia, pensando en silencio, trabajando en silencio, y los periódicos de la mañana no hablan de ellos... Son la sal misma de la tierra, y el país que no tiene hombres de esa clase o que tiene demasiados pocos no va bien... es un bosque que no tiene
raíces
, que todo se ha convertido en hoja y en ramas, y que pronto debe marchitarse para dejar de ser un bosque...»

Pero el silencio verdadero, que es aún más grande y de un acceso más difícil que el silencio material de que nos habla Carlyle, no es uno de esos dioses que pueden abandonar a los hombres. Nos rodea por todas partes, es el fondo de nuestra vida sobrentendida, y cuando uno de nosotros llama temblando a una de las puertas del abismo, es siempre el mismo silencio atento el que abre esa puerta.

También aquí somos todos iguales ante la cosa sin medida; y el silencio del rey o del esclavo, en presencia de la muerte, del dolor o del amor, tiene el mismo aspecto, y oculta bajo su manto impenetrable tesoros idénticos. El secreto de ese silencio, que es el silencio esencial y el refugio inviolable de nuestras almas, no se perderá jamás, y si el primer hombre que nació encontrase al último habitante de la tierra, callarían de la misma manera en los besos, los terrores o las lágrimas; callarían de la misma manera en todo lo que debe ser oído sin mentiras, y a pesar de tantos siglos transcurridos, comprenderían al mismo tiempo, como si hubiesen dormido en la misma cuna, lo que los labios no aprenderán a decir antes del fin del mundo...

Cuando los labios duermen, las almas despiertan y empiezan a obrar; porque el silencio es el elemento lleno de sorpresas, de peligros y de felicidad, en el cual las almas se poseen libremente. Si queréis confiaros verdaderamente a alguien, callad; y sí tenéis miedo de callar con él —a menos de que ese temor sea el temor o la avaricia augusta del amor que espera prodigios— evitadlo, pues ya vuestra alma sabe a qué atenerse. Hay seres con quienes el más grande de los héroes no se atrevería a callar, y hay almas que, aunque nada tienen que temer, tiemblan de miedo de que ciertas almas las descubran. También los hay que no tienen silencio, y que matan al silencio en torno de ellos; y éstos son los únicos seres que pasan verdaderamente inadvertidos. No llegan a atravesar la zona reveladora, la gran zona de la luz firme y fiel. No podemos formarnos una idea exacta del que nunca calló. Diríase que su alma no tuvo fisonomía. «Aun no nos conocemos, me escribía alguien a quien yo quería en grado sumo, aun no nos hemos atrevido a callar juntos». Y era verdad; nos amábamos ya tan profundamente que teníamos miedo de la gran prueba sobrehumana.

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