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Authors: Maurice Maeterlinck

La inteligencia de las flores (10 page)

BOOK: La inteligencia de las flores
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En cambio, hay siglos perfectos en que la inteligencia y la belleza reinan muy puramente, pero en que el alma no se manifiesta. Así es que se halla muy lejos de Grecia y de Roma, del XVII y del XVIII siglos franceses. (Al menos de la superficie de este último siglo, pues sus profundidades, con Claudio de Saint-Martin, Cagliostro, que es más serio de lo que se cree, Pascalis y tantos otros, nos ocultan aún muchos misterios). No se sabe por qué, pero hay algo que no está allí; hay comunicaciones secretas cortadas, y la belleza cierra los ojos. Es difícil explicar eso con palabras y decir por qué razones la atmósfera de divinidad y de fatalidad que rodea los dramas griegos no parece la atmósfera verdadera del alma. Se descubre en el horizonte de esas tragedias admirables un misterio permanente y venerable también; pero no ese misterio tierno, fraternal y tan profundamente activo que encontramos en muchas obras menos grandes y menos bellas. Y más cerca de nosotros, si Racine es el poeta infalible del corazón de la mujer, ¿quién se atreverá a decirnos que diera jamás un paso hacia su alma? ¿Qué me contestaréis si os interrogo sobre el alma de Andrómaca o de Británico? Los personajes de Racine no se comprenden más que por lo que expresan; y no hay una palabra que traspase los diques del mar. Se hallan espantosamente solos en la superficie de un planeta que ya no gira en el cielo. No pueden callar, so pena de dejar de existir. No tienen
principio invisible
, y se creería que una substancia aisladora se ha interpuesto entre su espíritu y ellos mismos, entre la vida que se halla en contacto con todo lo que existe y la vida que no toca sino al momento fugitivo de una pasión, de un dolor, de un deseo. Hay verdaderamente siglos en que el alma vuelve a dormirse y en que nadie se preocupa ya de ella.

Hoy, es evidente que hace grandes esfuerzos. Se manifiesta en todas partes de una manera anormal, imperiosa y apremiante, como si se hubiese dado una orden y ella no tuviese tiempo que perder. Debe prepararse a una lucha decisiva, y nadie puede prever todo lo que dependerá de la victoria o de la huida. Quizá nunca ha puesto en obra fuerzas más diversas y más irresistibles. Diríase que se encuentra acorralada al pie de un muro invisible, y no se sabe si es la agonía o una vida nueva lo que la agita. No hablaré de los poderes ocultos, que despiertan en torno nuestro: magnetismo, telepatía, levitación, propiedades secretas de la materia radiante y mil otros fenómenos que hacen vacilar a las ciencias oficiales. Son cosas que todo el mundo conoce y que se comprueban fácilmente. Y aún no son probablemente nada al lado de lo que se opera en realidad, porque el alma es como un durmiente que, desde el fondo de sus sueños, hace inmensos esfuerzos para mover un brazo o levantar un párpado.

En otras regiones, en que la multitud es menos activa, obra aún más eficazmente; aunque esa acción sea menos sensible a los ojos no acostumbrados a ver. Diríase, ¿no es verdad?, que su voz está a punto de rasgar con un grito supremo los últimos sonidos del error que la envuelven todavía en la música; que nunca se sintió más gravemente el peso sagrado de una presencia invisible como en tales obras de ciertos pintores extranjeros. En fin, en las literaturas, ¿no se observa que algunas eminencias se iluminan acá y acullá con un resplandor de una naturaleza muy distinta de los resplandores más extraños de las literaturas anteriores? Nos acercamos a no sé qué transformación del silencio, y lo
positivo sublime
que ha reinado hasta aquí parece próximo a concluir. No me detengo sobre esta materia porque es demasiado pronto para hablar claramente de estas cosas; pero creo que raramente se ofreció a nuestra humanidad una ocasión más imperiosa de emancipación espiritual. Hasta, por momentos, ello parece un
ultimátum
; por esto importa no desperdiciar esa ocasión amenazadora que es de la naturaleza de los sueños que se pierden para siempre si no se los fija en seguida. Hay que ser prudente; no sin razón nuestra alma se agita.

Pero esta agitación, que no se nota claramente sino en las altas mesetas especulativas de la existencia, se manifiesta quizá también y sin que lo sospechemos en las sendas más ordinarias de la vida; pues no se abre en las alturas ninguna flor que no acabe por caer al valle. ¿Ha caído ya? No lo sé. Lo cierto es que observamos en la vida cotidiana, entre los seres más humildes, relaciones misteriosas y directas, fenómenos espirituales, y aproximaciones de almas de que no se hablaba en otros tiempos. ¿Existían menos innegablemente antes que nosotros? Hemos de creerlo así, porque, en todas épocas hubo hombres que llegaron al fondo de las relaciones más secretas de la vida y que nos han transmitido todo lo que aprendieron sobre los corazones, los espíritus y las almas de sus tiempos. Es probable que esas mismas relaciones existieran entonces; pero no podían tener la fuerza fresca y general que tienen en este momento; no habían descendido hasta el fondo de la humanidad; de lo contrario, hubiesen atraído las miras de esos sabios que las pasaron en silencio. Y aquí, no hablo ya del «espiritismo científico», de esos fenómenos de telepatía, de «materialización», ni de otras manifestaciones que luego enumeraré. Se trata de acontecimientos y de intervenciones de alma que se producen sin cesar en la existencia más obscura de los seres más olvidadizos de sus derechos eternos. Trátase también de una psicología muy distinta de la psicología habitual, que ha usurpado el hermoso nombre de Psiquis, puesto que, en realidad, no se ocupa más que de los fenómenos espirituales más estrechamente ligados con la materia. Trátase, en una palabra, de lo que debiera revelarnos una psicología trascendental que se ocupase de las relaciones directas que hay de alma a alma entre los hombres y de la
sensibilidad
como también de la
presencia extraordinaria
de nuestra alma. Ese estudio, que elevará al hombre a un grado superior, apenas se ha empezado, y no tardará en hacer inadmisible la psicología elemental que ha reinado hasta hoy.

Esa psicología inmediata, descendiendo de las montañas, invade ya los valles más pequeños y su presencia se nota hasta en los más mediocres. Es la prueba más clara de que la presión del alma ha aumentado en la humanidad general, y de que su acción misteriosa se ha vulgarizado. Hablamos aquí de cosas casi indecibles, y no se pueden dar sino ejemplos incompletos y groseros. He aquí dos o tres que son elementales y sensibles: antes, si se trataba, un instante, de un presentimiento, de la extraña impresión de una entrevista o de una mirada, de una decisión tomada por la parte desconocida de la razón humana, de una intervención o de una fuerza inexplicable y sin embargo comprendida, de las leyes secretas de la antipatía o de la simpatía, de las afinidades electivas o instintivas, de la influencia preponderante de cosas que no eran dichas, nadie fijaba su atención en tales problemas, los cuales, por lo demás, se ofrecían raramente a la inquietud del pensador. Parecía que sólo se los encontraba por casualidad. Nadie sospechaba el peso religioso que ejercen incesantemente sobre la vida, y todo el mundo se apresuraba a volver a los habituales juegos de las pasiones y de los acontecimientos exteriores.

Esos fenómenos espirituales, de los cuales apenas se ocupaban antes nuestros hermanos, más grandes y más pensadores, inquietan hoy a los más pequeños, y esto prueba una vez más que el alma humana es una planta de una unidad perfecta, y que todas sus ramas, llegada la hora, florecen al mismo tiempo. El campesino a quien se concediera bruscamente el don de expresar lo que hay en su alma, expresaría en aquel momento cosas que aun no se encuentran en el alma de Racine. Así es que hombres de un genio muy inferior al de Shakespeare o de Racine han entrevisto una vida secretamente luminosa que estos maestros sólo habían conocido por el forro. Es que no basta que una gran alma aislada se agite acá y acullá, en el espacio o en el tiempo. Hará poca cosa si no es secundada. Es la flor de las multitudes. Es necesario que llegue en el momento en que el océano entero de las almas se inquieta, y si ha venido en el instante del sueño, no podrá hablar más que de los sueños del dormir. Hamlet, en El señor, se adelanta a cada instante hasta el borde del despertamiento, y sin embargo, a pesar del sudor glacial que corona su pálida frente, hay palabras que no llega a decirnos y que sin duda podría pronunciar hoy, porque el alma del vagabundo mismo o del ladrón que pasa le ayudaría a hablar. Hamlet, cuando mira a Claudio o a su madre, conocería ahora lo que no sabía entonces, porque parece que las almas ya no se velan tanto. Si no sois bueno — y esto es una verdad inquietante y extraña — si no sois bueno, es muy probable que vuestra presencia lo proclame hoy cien veces más claramente que no lo hubiera hecho hace dos o tres siglos. Si habéis entristecido una sola alma esta mañana, el alma de ese campesino con quien vais a hablar de la tempestad o de las lluvias, ha sido advertida aun antes de que su mano entreabriese la puerta. Asumid el rostro de un santo, de un mártir, de un héroe; el ojo del niño que os encuentra no os saludará con la misma mirada inaccesible si abrigáis un pensamiento malo, una injusticia o las lágrimas de un hermano. Cien años atrás, un alma quizás hubiera podido pasar por el lado de la vuestra, sin hacer caso...

Verdaderamente, se hace difícil alimentar en el corazón, al abrigo de las miradas, un odio, una envidia o una traición, porque las almas más indiferentes están siempre alerta en torno de nuestro ser. Nuestros antepasados no nos hablaron de estas cosas, y observamos que la vida en que nos agitamos es absolutamente distinta de la vida que describieron. ¿Hubo engaño o ignorancia de su parte? Los signos y las palabras ya de nada sirven, y casi todo se decide en los círculos místicos con una simple presencia.

La antigua voluntad, la vieja voluntad tan bien conocida y tan lógica, se transforma a su vez y sufre el contacto inmediato de grandes leyes inexplicables y profundas. Ya casi no hay refugios y los hombres se aproximan unos a otros. Se juzgan por cima de las palabras y de los actos, y hasta por cima de los pensamientos, pues lo que ven sin comprenderlo está situado mucho más allá del dominio de los pensamientos. Y ésta es una de las grandes marcas por las cuales se reconocen los períodos espirituales de que antes hablé. Por todas partes se siente que las relaciones de la vida ordinaria empiezan a cambiar, y los más jóvenes de entre nosotros hablan y obran ya de muy diferente modo que los hombres de la generación que los precede.

Una infinidad de convenciones, usos, velos e intermediarios inútiles caen en los abismos, y casi todos, sin saberlo, ya no nos juzgamos sino según lo invisible. Si entro por primera vez en vuestro cuarto, no pronunciaréis, según las leyes más profundas de la psicología práctica, la sentencia secreta que todo hombre pronuncia en presencia de un hombre. No llegaréis a decir adónde habéis ido para saber quién soy, pero volveréis cargado de certidumbres inefables. Vuestro padre quizá me hubiera juzgado de otro modo y se hubiese equivocado. Es de creer que el hombre pronto va a tocar al hombre y que la atmósfera va a cambiar. ¿Hemos dado, como dice Claudio Saint-Martín, el gran filósofo desconocido, hemos dado un «paso más en el camino instructivo y luminoso de la sencillez de los seres»? Esperemos en silencio; quizá vamos a percibir en breve «el murmullo de los dioses».

LA BONDAD INVISIBLE

Es una cosa, me dijo una tarde un sabio que yo había encontrado por casualidad a la orilla del océano que apenas se oía, es una cosa que no se percibe y sobre la cual nadie parece contar; sin embargo creo que es una de las fuerzas que conservan a los seres. Los dioses de quienes hemos nacido se manifiestan en nosotros de mil maneras diversas; pero esa bondad secreta que nadie ha notado y de la cual nadie habló bastante directamente es quizás el signo más puro de su vida eterna. No se sabe de dónde procede. Está ahí simplemente, sonriendo en el umbral de nuestras almas; y aquellos en quienes sonríe más profundamente o con más frecuencia, nos harán sufrir día y noche si quieren, sin que nos sea posible dejar de amarlos...

No es de este mundo y sin embargo se mezcla con la mayor parte de nuestras agitaciones. No se toma siquiera el trabajo de mostrarse en una mirada o en una lágrima. Se oculta por razones que no se adivinan. Diríase que teme hacer uso de su poder. Sabe que sus movimientos más involuntarios harán nacer en torno de ella cosas inmortales; y somos avaros de las cosas inmortales. ¿Por qué, pues, tememos agotar el cielo que hay en nosotros? No nos atrevemos a obrar según el Dios que nos anima. Tememos lo que no se explica por medio de un gesto o una palabra; y cerramos los ojos sobre lo que hacemos a pesar nuestro en el imperio en que las explicaciones son superfluas. ¿Cuál es, pues, el origen de la timidez de lo divino en los hombres? Diríase que a medida que un movimiento del alma se acerca a lo divino, cuidamos más de disimularlo a las miradas de nuestros hermanos. ¿Acaso el hombre no es más que un dios que tiene miedo?, ¿o nos está prohibido hacer traición a poderes superiores? Todo lo que no pertenece a este mundo demasiado visible tiene la tierna humildad de la niña lisiada a quien su madre no llama cuando entran extraños en la casa. Por esto nuestra bondad secreta no ha pasado nunca hasta ahora las silenciosas puertas de nuestra alma. Vive en nosotros como una prisionera a quien se ha prohibido que se acerque a la reja. Bien que no debe acercarse a ella. Basta que esté allí. Por más que se oculte, tan pronto como levanta la cabeza, o cambia de sitio un eslabón de su cadena, o abre la mano, la cárcel se ilumina, los respiraderos se entreabren a la presión de las claridades interiores, hay de pronto un abismo lleno de ángeles agitados entre las palabras y los seres, todo calla, las miradas se vuelven un instante y dos almas se abrazan llamando en el umbral...

No es una cosa procedente de la tierra que habitamos, y todas las descripciones no servirían de nada. Es preciso que los que quieran comprenderme tengan también en sí mismos
el mismo punto sensible.
Si no habéis sentido nunca en la vida el poder de
vuestra bondad invisible
, no vayáis más lejos; sería inútil. Pero ¿habrá alguno que no haya experimentado ese poder? y los peores de nosotros ¿no fueron jamás invisiblemente buenos? No sé; ¡hay en este mundo tantos seres que no piensan más que en desalentar lo divino en su alma! Basta un momento de tregua, sin embargo, para que lo divino se alce, y ni aun los más malos están siempre en guardia; por esto, sin duda, hay tantos malos que son buenos sin que se vea, al paso que hay muchos santos que no son invisiblemente buenos...

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