Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
(La comparación entre el libro y el elegante bastón de un dandy no es totalmente exacta. El bastón no sólo diferenciaba al dandy, sino que además hacía que fuera moderno y estuviera a la moda. El libro diferenciaba a Teresa pero la hacía pasada de moda. Claro que era demasiado joven para que pudiera tener conciencia de que estaba fuera de la moda. Los jovencitos que pasaban junto a ella llevando sus ruidosos transistores le parecían tontos. No se daba cuenta de que eran, modernos.)
El que la había llamado era al mismo tiempo forastero y miembro de la hermandad secreta. La llamó con voz amable y Teresa sintió que su alma pugnaba por salir por todas las arterias, las venas y los poros para mostrársele.
Cuando Tomás regresó de Zurich a Praga, le invadió una sensación de malestar al pensar que su encuentro con Teresa había sido producido por seis casualidades improbables.
¿Pero un acontecimiento no es tanto más significativo y privilegiado cuantas más casualidades sean necesarias para producirlo?
Sólo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla. Tratamos de leer en ella como leen las gitanas las figuras formadas por el poso del café en el fondo de la taza.
Tomás apareció ante Teresa en el restaurante como la casualidad absoluta. Estaba sentado junto a un libro abierto. Levantó la vista hacia Teresa y sonrió: «Un coñac».
En ese momento sonaba la música en la radio. Teresa fue a la barra a buscar el coñac y giró el botón de la radio para que sonase aún más alta. Reconoció a Beethoven. Le conocía de cuando vino a su ciudad un cuarteto de Praga. Teresa (quien, como sabemos deseaba algo «más elevado») fue al concierto. La sala estaba vacía. Además de ella sólo estaban el farmacéutico local y su mujer. De modo que en el escenario había un cuarteto de músicos y en la sala un trío de oyentes, pero los músicos fueron tan amables que no suspendieron el concierto y tocaron toda la noche, para ellos solos, los tres últimos cuartetos de Beethoven.
Después el farmacéutico invitó a los músicos a cenar y le pidió a la oyente desconocida que les acompañara. Desde entonces Beethoven se convirtió en la imagen del mundo al otro lado, del mundo que deseaba. Mientras le llevaba el coñac a Tomás desde la barra, trataba de interpretar aquella casualidad: ¿cómo es posible que precisamente mientras le lleva el coñac a ese desconocido que le gusta, oiga a Beethoven?
No es la necesidad, sino la casualidad, la que está llena de encantos. Si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento, como los pájaros hacia los hombros de San Francisco de Asís.
La llamó para decirle que quería la cuenta. Cerró el libro (la contraseña de la hermandad secreta) y a ella le dieron ganas de preguntarle qué estaba leyendo.
—¿Me lo puede apuntar a mi habitación? —preguntó él.
—Sí—dijo—. ¿Qué número tiene?
Le enseñó la llave, a la cual estaba atada una plaquita de madera y en ella pintado un seis de color rojo.
—Es curioso —dijo ella— la número seis.
—¿Qué tiene de curioso? —preguntó él.
Se había acordado de que, cuando vivía en Praga y sus padres aún no se habían divorciado, su casa llevaba el número seis. Pero dijo otra cosa (y nosotros podemos valorar su astucia):
—Usted tiene la habitación número seis y yo termino de trabajar a las seis.
—Y mi tren sale a las siete —dijo el hombre desconocido.
No sabía qué decir, le dio la cuenta para que la firmase y la llevó a la recepción. Cuando terminó de trabajar, el forastero ya no estaba sentado a la mesa. ¿Habría comprendido su discreto mensaje? Salió del restaurante muy nerviosa.
Enfrente había un parquecillo ralo, el pobre parquecillo de una pequeña y sucia ciudad, que siempre había representado para ella una pequeña isla de belleza: había un trozo de césped, cuatro chopos, algunos bancos, un sauce llorón y una mata de forsythia.
Estaba sentado en un banco amarillo desde el cual se veía la entrada al restaurante. ¡Precisamente en aquel banco había estado sentada ayer con un libro en el regazo! En aquel momento supo (los pájaros de la casualidad volaban hacia sus hombros) que aquel hombre desconocido le estaba predestinado. La llamó, la invitó a que se sentase junto a él. (Los marinos de su alma salieron corriendo a la cubierta del cuerpo.) Luego lo acompañó a la estación y, al despedirse él, le dio su tarjeta con su número de teléfono: «Si alguna vez viene por casualidad a Praga...».
Mucho más que la tarjeta que le entregó en el último momento, fueron las instrucciones de la casualidad (el libro, Beethoven, el número seis, el banco amarillo del parque) las que le dieron el valor para irse de casa y cambiar su destino. Fueron posiblemente aquellas casualidades (por lo demás bastante modestas, grises, francamente dignas de aquella ciudad insignificante) las que pusieron su amor en movimiento y se convirtieron en una fuente de energía que ella no agotará hasta el fin de su vida.
Nuestra vida cotidiana es bombardeada por casualidades, más exactamente por encuentros casuales de personas y acontecimientos a los que se llama coincidencias. Coincidencia significa que dos acontecimientos inesperados ocurren al mismo tiempo, que se encuentran: Tomás aparece en el restaurante y al mismo tiempo suena la música de Beethoven. La gente no se percata de la inmensa mayoría de estas coincidencias. Si en el restaurante estuviera el carnicero local en lugar de Tomás, Teresa no se hubiera dado cuenta de que en la radio sonaba Beethoven (aunque el encuentro entre Beethoven y un carnicero es también una interesante coincidencia). Sin embargo, el amor, que se estaba aproximando, había exacerbado su sentido de la belleza y ella ya nunca olvidará aquella música. Cada vez que la oiga se conmoverá. Todo lo que ocurra en ese momento a su alrededor estará iluminado por aquella música y se hará hermoso.
Al comienzo de la novela que llevaba bajo el brazo cuando llegó a casa de Tomás, Ana se encuentra con Vronsky en circunstancias extrañas. Están en un andén en el cual alguien ha caído bajo las ruedas del tren. Al final de la novela, la que se lanza bajo las ruedas del tren es Ana. Esta composición simétrica, en la que aparece el mismo motivo al comienzo y al final, puede parecer muy «novelada». De acuerdo, pero con la condición de que la palabra «novelado» no se entienda en el sentido de «inventado», «artificial», «que no se parece a la vida». Porque es precisamente así como se componen las vidas humanas.
Se componen como una pieza de música. El hombre, llevado por su sentido de la belleza, convierte un acontecimiento casual (la música de Beethoven, una muerte en la estación) en un motivo que pasa ya a formar parte de la composición de su vida. Regresa a él, lo repite, lo varía, lo desarrolla como el compositor el tema de su sonata. Ana se hubiera podido quitar la vida de otro modo. Pero el motivo de la estación y la muerte, ese motivo inolvidable unido al nacimiento del amor, la atraía con su oscura belleza en el momento de la desesperación. Sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes de la belleza aun en los momentos de más profunda desesperación.
Por eso no es posible echarle en cara a la novela que esté fascinada por los secretos encuentros de las casualidades (como el encuentro de Vronsky, Ana, el andén y la muerte o el encuentro de Beethoven, Tomás, Teresa y el coñac), pero es posible echarle en cara al hombre el estar ciego en su vida cotidiana con respecto a tales casualidades y dejar así que su vida pierda la dimensión de la belleza.
Tras haber sido despertada por los pájaros de la casualidad, que se posaban en sus hombros, y sin decirle nada a su madre, cogió una semana de vacaciones y tomó el tren. Iba con frecuencia al retrete a mirarse al espejo y pedirle a su alma que en el día decisivo de su vida no abandonase ni por un segundo la cubierta de su cuerpo. Mientras estaba así, mirándose, de pronto se asustó: sintió una punzada en la garganta. ¿Iría a enfermarse en el día decisivo de su vida?
Pero ya no haría marcha atrás. Le llamó desde la estación y, cuando él abrió la puerta, su barriga empezó a hacer un ruido horrible. Le daba vergüenza. Era como si tuviera en el vientre a su madre riéndose para estropearle su encuentro con Tomás.
Al comienzo tuvo la sensación de que por culpa de esos sonidos de mal gusto é l iba a echarla, pero la abrazó. Ella se sentía agradecida de que no hiciera caso de sus ruidos y por eso lo besaba apasionadamente y se le nublaba la vista. No había pasado un minuto y ya estaban haciendo el amor. Mientras hacían el amor ella gritaba. En ese momento ya tenía fiebre. Era una gripe. La embocadura de la manguera que lleva el oxígeno a los pulmones estaba taponada y enrojecida.
Después llegó por segunda vez con una pesada maleta en la que había metido todas sus cosas, decidida a no volver nunca más a la pequeña ciudad. La invitó a que fuera a su casa al día siguiente. Durmió en un hotel barato y por la mañana llevó la maleta a la consigna de la estación y el resto del día lo pasó vagando por Praga con Ana Karenina bajo el brazo. A la noche tocó el timbre, él abrió la puerta y ella no soltó el libro de la mano, como si fuera la entrada al mundo de Tomás. Era consciente de que no tenía nada más que esta mísera entrada y le daban ganas de llorar. Para no llorar, hablaba más que de costumbre, en voz más alta y reía. Y nuevamente la tomó en sus brazos a poco de llegar e hicieron el amor. Penetró en una niebla en la que no se veía nada, sólo se la oía gritar a ella.
Aquello no era un suspiro, no era un gemido, era realmente un grito. Gritaba tanto que Tomás separó la cabeza de su cara. Creía que la voz que sonaba justo al lado de su oído le iba a romper el tímpano. Aquel grito no era una expresión de sensualidad. La sensualidad es la máxima movilización de los sentidos: una persona observa atentamente a la otra y escucha cada uno de los sonidos que produce. En cambio su grito pretendía aturdir a los sentidos para que no vieran ni oyeran. Quien gritaba era el propio idealismo ingenuo de su amor que quería ser la superación de todas las contradicciones, la superación de la dualidad entre el cuerpo y el alma y quién sabe si la superación del tiempo.
¿Tenía los ojos cerrados? No, pero no miraba con ellos hacia parte alguna, los tenía fijos en el vacío del techo. Por momentos giraba bruscamente la cabeza hacia uno y otro lado.
Cuando se acabó el grito, se durmió a su lado y le tuvo la mano cogida durante toda la noche.
Desde los ocho años se dormía ya con las manos entrelazadas, imaginando que tenía cogido al hombre que amaba, al hombre de su vida. Podemos entender ahora que apretara la mano de Tomás con tal terquedad: desde la infancia se había estado preparando y entrenando para ello.
Una chica que, en lugar de llegar «más alto», tiene que servir cerveza a borrachos y los domingos lavarles la ropa sucia a sus hermanos acumula dentro de sí una reserva de vitalidad que no podrían ni soñar las personas que van a la universidad y bostezan en las bibliotecas. Teresa había leído más que ellos, había aprendido de la vida más que ellos, pero nunca será consciente de eso. Lo que diferencia a la persona que ha cursado estudios de un autodidacta no es el nivel de conocimientos, sino cierto grado de vitalidad y confianza en sí mismo. El entusiasmo con el cual Teresa se lanzó a vivir en Praga era al mismo tiempo feroz y frágil. Como si esperara que algún día alguien le dijera: «¡Tú no tienes nada que hacer aquí! ¡Regresa por donde has venido!». Todas sus ganas de vivir pendían de un hilo: de la voz de Tomás que una vez hizo que saliese a la superficie su alma tímidamente escondida en sus entrañas.
Teresa consiguió un puesto en el laboratorio fotográfico, pero eso no le bastaba. Quería ser ella misma quien hiciera las fotografías. Sabina, la amiga de Tomás, le prestó tres o cuatro libros de fotógrafos famosos, quedó con ella en una cafetería y le fue explicando lo que había de interesante en las fotografías de cada libro. Teresa la escuchaba con una silenciosa concentración, como la que pocos profesores han visto jamás en las caras de sus alumnos.
Gracias a Sabina comprendió el parentesco entre la fotografía y la pintura, obligando a Tomás a que la acompañara a todas las exposiciones que había en Praga. Pronto consiguió colocar en el semanario sus propias fotos y un día pasó del laboratorio al equipo de fotógrafos profesionales de la revista.
Esa misma noche fueron a celebrar su ascenso con los amigos a un bar y estuvieron bailando. Tomás se puso de mal humor y, al insistir ella en que le dijese qué había pasado, terminó confesándole, cuando llegaron a casa, que había sentido celos al verla bailar con su compañero.
«¿De verdad que tuviste celos?» le preguntó casi diez veces, como si le estuviera comunicando que le habían dado el premio Nóbel y ella no pudiera creérselo.
Luego le cogió por la cintura y empezó a bailar con él por la habitación. Aquél no era un baile como el que había bailado una hora antes en el bar. Era como una especie de bailoteo de aldea, un brincar enloquecido durante el cual levantaba las piernas en el aire, daba grandes saltos desmañados y lo arrastraba por la habitación de un lado a otro.
Por desgracia, al poco tiempo ella misma empezó a tener celos y sus celos no fueron para Tomás como un premio Nóbel, sino como una carga de la que no se libraría hasta poco antes de su muerte.
Marchaba alrededor de la piscina, desnuda, junto a un montón de mujeres desnudas. Tomás estaba arriba en un cesto que colgaba del techo de la piscina, les gritaba, las obligaba a cantar y a hacer flexiones.
Cuando alguna hacía mal un ejercicio, le disparaba.
Quiero volver una vez más a ese sueño: el terror no empezaba en el momento en que Tomás disparaba el primer tiro. El sueño era horroroso desde el comienzo. Ir desnuda junto a las demás mujeres desnudas, marcando el paso, era para Teresa la imagen básica del horror. Cuando vivía en casa de su madre no la dejaban cerrar con llave la puerta del cuarto de baño. De ese modo, la madre quería decirle: tu cuerpo es como los demás cuerpos; no tienes derecho alguno a la vergüenza; no tienes motivo alguno para ocultar algo que se repite en decenas de millones de ejemplares. En el mundo de la madre todos los cuerpos eran iguales y marchaban en fila uno tras otro. La desnudez era para Teresa, desde su infancia, el signo de la uniformidad obligatoria del campo de concentración; el signo de la humillación.