Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
Aquellos celos absurdos, que no se referían más que a una posibilidad teórica, eran la prueba de que consideraba que su fidelidad era una condición imprescindible. ¿Cómo podía entonces reprocharle que ella tuviera celos de sus amantes, éstas sí absolutamente reales?
Durante el día, Teresa trataba (aunque con éxito sólo parcial) de creer en lo que decía Tomás y de estar alegre como lo había estado hasta entonces. Pero los celos domados durante el día se manifestaban con tanta mayor fiereza en sus sueños, que terminaban siempre en un lamento del que él tenía que despertarla.
Los sueños se repetían como variaciones sobre temas o como seriales de televisión. Con frecuencia se reiteraban, por ejemplo los sueños sobre gatas que le saltaban a la cara y le clavaban las uñas. Podemos encontrar una explicación bastante sencilla para esto: en el argot checo, gata es la denominación de una mujer guapa. Teresa se sentía amenazada por las mujeres, por todas las mujeres. Todas las mujeres eran amantes en potencia de Tomás y ella les tenía miedo.
En otro ciclo de sueños, la enviaban a la muerte. Una vez, en medio de la noche, él la despertó cuando gritaba aterrorizada y ella le contó: «Había una gran piscina cubierta. Seríamos unas veinte. Todas mujeres. Todas estábamos desnudas y teníamos que marchar alrededor de la piscina. Del techo colgaba un cesto y dentro de él había un hombre de pie. Llevaba un sombrero de ala ancha que dejaba en sombras su cara, pero yo sabía que eras tú. Nos dabas órdenes. Gritabas. Mientras marchábamos teníamos que cantar y hacer flexiones. Cuando alguna hacía mal la flexión, tú le disparabas con una pistola y ella caía muerta a la piscina. Y en ese momento todas empezaban a reírse y a cantar en voz aún más alta. Tú no nos quitabas los ojos de encima y, cuando alguna volvía a hacer algo mal, le disparabas. La piscina estaba llena de cadáveres que flotaban justo debajo de la superficie del agua. ¡Y yo me daba cuenta de que ya no tenía fuerza para hacer la siguiente flexión y de que me ibas a matar!».
El tercer ciclo de sueños se refería a ella ya muerta.
Yacía en un coche fúnebre grande como un camión de mudanzas. A su lado no había más que mujeres muertas. Había tantas que las puertas tenían que quedar abiertas y las piernas de algunas sobresalían.
Teresa gritaba: «¡Si yo no estoy muerta! ¡Si lo siento todo!».
«Nosotras también lo sentimos todo», reían los cadáveres.
Reían exactamente con la misma risa que aquellas mujeres vivas que alguna vez le habían dicho con satisfacción que era del todo normal que ella tuviera un día los dientes estropeados, los ovarios enfermos y arrugas en la cara, porque ellas también tenían los dientes estropeados, los ovarios enfermos y arrugas en la cara. ¡Con la misma risa ahora le explicaban que estaba muerta y que así es cómo tenía que ser!
De pronto sintió ganas de hacer pis. Gritó: «¡Pero si tengo ganas de hacer pis! ¡Eso prueba que no estoy muerta!».
Y ellas volvieron a reírse: «¡Es normal que tengas ganas de hacer pis! Todas esas sensaciones permanecerán durante mucho tiempo. Es como cuando a alguien le amputan una mano y sigue sintiéndola mucho después. Nosotras ya no tenemos orina y sin embargo siempre tenemos ganas de hacer pis».
Teresa se abrazó en la cama a Tomás: «¡Y todas me tuteaban, como si me conocieran de toda la vida, como si fueran amigas mías y yo sentía pánico de tener que quedarme con ellas para siempre!».
Todos los idiomas derivados del latín forman la palabra «compasión» con el prefijo «com-» y la palabra pas-sio que significaba originalmente «padecimiento». Esta palabra se traduce a otros idiomas, por ejemplo al checo, al polaco, al alemán, al sueco, mediante un sustantivo compuesto de un prefijo del mismo significado, seguido de la palabra «sentimiento»; en checo: sou-cit; en polaco: wspól-czucie; en alemán: Mit-gefühl; en sueco: med-kánsla.
En los idiomas derivados del latín, la palabra «compasión» significa: no podemos mirar impertérritos el sufrimiento del otro; o: participamos de los sentimientos de aquel que sufre. En otra palabra, en la francesa pitié (en la inglesa pity, en la italiana pieta, etc.), que tiene aproximadamente el mismo significado, se nota incluso cierta indulgencia hacia aquel que sufre. Avoir de la pifié pour une femme significa que nuestra situación es mejor que la de la mujer, que nos inclinamos hacia ella, que nos rebajamos.
Este es el motivo por el cual la palabra «compasión» o «piedad» produce desconfianza; parece que se refiere a un sentimiento malo, secundario, que no tiene mucho en común con el amor. Querer a alguien por compasión significa no quererlo de verdad.
En los idiomas que no forman la palabra «compasión» a partir de la raíz del «padecimiento» (passio), sino del sustantivo «sentimiento», estas palabras se utilizan aproximadamente en el mismo sentido, sin embargo es imposible afirmar que se refieran a un sentimiento secundario, malo. El secreto poder de su etimología ilumina la palabra con otra luz y le da un significado más amplio: tener compasión significa saber vivir con otro su desgracia, pero también sentir con él cualquier otro sentimiento: alegría, angustia, felicidad, dolor. Esta compasión (en el sentido de jvspó/czucie, Mitgefübl, madkansld] significa también la máxima capacidad de imaginación sensible, el arte de la telepatía sensible; es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado.
Cuando Teresa soñó que se clavaba agujas entre las uñas, reveló así que había espiado en los cajones de Tomás. Si se lo hubiera hecho alguna otra mujer, no hubiera vuelto a hablar con ella en la vida. Teresa lo sabía y por eso le dijo: «¡Entonces, échame!». Pero no sólo no la echó, sino que le cogió la mano y le besó las yemas de los dedos, porque en ese momento él mismo sentía el dolor debajo de las uñas de ella, como si los nervios de sus dedos condujeran directamente a la corteza cerebral de él. Un hombre que no goce del diabólico regalo denominado compasión no puede hacer otra cosa que condenar lo que hizo Teresa, porque la vida privada del otro es sagrada y los cajones que contienen su correspondencia íntima no se abren. Pero como la compasión se había convertido en el sino (o la maldición) de Tomás, le pareció que había sido él mismo quien había estado arrodillado ante el cajón abierto del escritorio, sin poder separar los ojos de las frases que había escrito Sabina. Comprendía a Teresa y no sólo era incapaz de enfadarse con ella, sino que la quería aún más.
Los gestos de Teresa se volvían cada vez más bruscos y alterados. Habían pasado dos años desde que descubrió sus infidelidades y la situación era cada vez peor. No tenía salida.
¿Es que realmente no podía abandonar sus amistades eróticas? No podía. Eso le hubiera destrozado. No tenía fuerzas suficientes para dominar su apetito por las demás mujeres. Además le parecía innecesario. Nadie sabía mejor que él que sus aventuras no amenazaban para nada a Teresa. ¿Por qué iba a prescindir de ellas? Le parecía igualmente absurdo que pretender renunciar a ir al fútbol.
¿Pero podía aún hablarse de satisfacción? En el mismo momento en que salía a ver a alguna de sus amantes, notaba una sensación de rechazo hacia ella y se prometía que era la última vez que iría a verla.
Tenía ante sí la imagen de Teresa y para no pensar en ella necesitaba emborracharse rápidamente. ¡Desde que conocía a Teresa era incapaz de hacer el amor con otras mujeres sin alcohol! Pero precisamente el aliento que sabía a alcohol era la huella que le permitía a Teresa comprobar con mayor facilidad sus infidelidades.
Había caído en la trampa: en cuanto iba tras ellas, desaparecían sus apetencias, pero bastaba un día sin ellas para que marcara algún número de teléfono y fijara un encuentro.
Con Sabina se sentía un poco mejor, porque sabía que era discreta y que no había peligro de que lo pusiera en evidencia. Su estudio le daba la bienvenida como un recuerdo de su vida pasada, la idílica vida de un hombre soltero.
Quién sabe si él mismo se daba cuenta de cuánto había cambiado: tenía miedo de llegar tarde a casa porque allí le esperaba Teresa. En cierta ocasión, Sabina advirtió que Tomás observaba el reloj mientras hacían e l amor y trataba de acelerar su culminación.
Ella se dedicó entonces a pasearse lentamente por el estudio y se detuvo ante un cuadro que estaba sin terminar en el caballete mirando de reojo a Tomás que se vestía apresuradamente.
Ya estaba vestido, sólo tenía un pie descalzo. Echó una mirada a su alrededor y se puso a gatas, buscando algo debajo de la mesa.
Ella le dijo: «Cuando te miro, tengo la sensación de que te estás convirtiendo en el eterno tema de mis cuadros. El encuentro entre dos mundos. La doble exposición. Tras la silueta de Tomás el libertino reluce la increíble figura del enamorado romántico. O al revés: a través de la figura del Tristán que no piensa más que en su Teresa se vislumbra el hermoso mundo traicionado por el libertino».
Tomás se puso de pie; oía las palabras de Sabina sin prestarles atención.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó.
—Un calcetín.
Registraron juntos la habitación y él volvió a ponerse a gatas y a buscar debajo de la mesa.
—Aquí no hay ningún calcetín tuyo —dijo Sabina-. Seguro que no lo has traído.
—Cómo no lo iba a traer —gritó Tomás mirando el reloj—. ¡No iba a venir con un solo calcetín!
—Es una posibilidad que no hay que descartar. Últimamente andas muy distraído. Siempre vas con prisa, mirando el reloj y no es de extrañar que te olvides de ponerte un calcetín.
Estaba ya decidido a ponerse el zapato sin calcetín.
—Afuera hace frío —dijo Sabina—. Te presto una media mía.
Le dio una media larga blanca, de ganchillo.
El sabía perfectamente que aquélla era una venganza por haber mirado el reloj mientras hacían el amor. Sabina había escondido su calcetín en alguna parte. Hacía frío de verdad y no le quedaba más remedio que aceptarla. Se fue a su casa con un calcetín en un pie y una media blanca de mujer en el otro, arremangada sobre el tobillo.
Su situación no tenía salida: para sus amantes estaba marcado con la oprobiosa señal de su amor a Teresa y, para Teresa, con la oprobiosa señal de sus aventuras con sus amantes.
Para mitigar sus sufrimientos se casó con ella (por fin pudieron dejar el piso de alquiler en el que hacía tiempo ella ya no vivía) y le consiguió un cachorro.
La madre era una San Bernardo de un compañero suyo. El padre de los cachorros, el pastor alemán de los vecinos. Nadie quería a los pequeños bastardos y a su compañero le daba pena sacrificarlos.
Tomás elegía uno de los cachorros a sabiendas de que los que no eligiera iban a tener que morir. Se sentía como un presidente de la república cuando tiene ante sí a cuatro condenados a muerte y sólo puede indultar a uno. Al fin eligió un cachorro, una perrita cuyo cuerpo parecía recordar al del pastor mientras que la cabeza era la de la madre, la San Bernardo. Lo llevó a Teresa. Cogió la perrita, la apretó contra su pecho e inmediatamente le meó la blusa.
Se pusieron a buscarle un nombre. Tomás quería que por el nombre se supiera que el perro era de Teresa y se acordó del libro que llevaba bajo el brazo cuando llegó a Praga sin avisar. Propuso que al cachorro lo llamaran Tolstoi.
—No puede llamarse Tolstoi —replicó Teresa— porque es una señorita. Podría ser Ana Karenina.
—No puede ser Ana Karenina, porque ninguna mujer puede tener un morro tan chistoso como éste — dijo Tomás—. Se parece más bien a Karenin. Sí, el señor Karenin. Así es como me lo imaginaba.
—¿Pero no afectará a su sexualidad que la llamemos Karenin?
—Es posible que una perra a la que sus amos llaman permanentemente como a un perro desarrolle tendencias lesbianas.
Las palabras de Tomás se hicieron realidad de un modo curioso. A pesar de que habitualmente las perras tienen más apego a sus amos que a sus amas, en el caso de Karenin era al revés. Decidió enamorarse de Teresa. Tomás le estaba agradecido. Le acariciaba la cabeza y le decía: «Haces bien Karenin. Esto es precisamente lo que yo quería de ti. Si yo solo no basto, tú tienes que ayudarme».
Pero ni aún con la ayuda de Karenin logró hacerla feliz. Se dio cuenta de ello aproximadamente al décimo día en que su país fuera ocupado por los tanques rusos. Era el mes de agosto de 1968 y a Tomás le llamaba todos los días por teléfono el director del hospital de Zurich con el que se habían hecho amigos en alguna conferencia internacional. Temía por lo que le pudiera pasar y le ofrecía un puesto de trabajo.
Si Tomás rechazaba la oferta del suizo casi sin pensarlo era por Teresa. Suponía que no iba a querer marcharse. Además ella había pasado los siete primeros días de la ocupación en una especie de éxtasis que casi parecía felicidad. Andaba por la calle con su cámara repartiendo fotos a los periodistas extranjeros que se pegaban por obtenerlas. En cierta ocasión, mientras con excesivo descaro fotografiaba de cerca a un oficial que apuntaba con su revólver a la gente, la detuvieron y le hicieron pasar la noche en un puesto de mando ruso. La amenazaron con fusilarla, pero en cuanto la dejaron en libertad, volvió a salir a la calle y volvió a hacer fotos.
Por eso Tomás se quedó sorprendido cuando al décimo día de la ocupación le dijo:
—¿Y tú por qué no quieres ir a Suiza?
—¿Y por qué iba a tener que irme?
—Aquí tienen cuentas pendientes contigo.
—¿Y con quién no las tienen? —dijo Tomás con un gesto de despreocupación—. Pero dime: ¿tú serías capaz de vivir en el extranjero?
—¿Y por qué no?
—Te he visto arriesgar tu vida por este país. ¿Cómo es posible que ahora estés dispuesta a abandonarlo?
—Desde que volvió Dubcek todo ha cambiado —dijo Teresa.
Era verdad: la euforia general sólo duró los siete primeros días de la ocupación. Las autoridades del país habían sido capturadas por el ejército ruso como si fueran criminales, nadie sabía dónde estaban, todos temblaban por su vida y el odio a los rusos embriagaba cual alcohol a la gente. Era una fiesta ebria de odio. Las ciudades checas estaban adornadas con miles de carteles pintados a mano, con textos irónicos, epigramas, poemas, caricaturas de Brezhnev y su ejército, del que todos se reían como de una banda de analfabetos. Pero no hay fiesta que dure eternamente. Mientras tanto, los rusos obligaron a los representantes del Estado detenidos a firmar en Moscú una especie de compromiso. Dubcek regresó con ellos a Praga y después leyó en la radio su discurso. Tras seis días de cárcel estaba tan destrozado que no podía hablar, se atragantaba, se quedaba sin aliento, de modo que entre frase y frase había pausas interminables que duraban casi medio minuto.