Godwin fue de inmediato a abrazar a su hermano, y con la cara de éste entre sus manos, empezó a explicarle algo en voz baja.
El sheriff esperó a que acabara.
Empezaba a reunirse un grupo numeroso de gente de aspecto hostil, algunos con bastones en las manos, y el sheriff ordenó de inmediato a sus hombres que despejaran la calle, con voz firme.
Estaban también allí dos de los dominicos y varios de los canónigos de ropajes blancos de la catedral. Y la multitud parecía crecer por momentos.
Un murmullo se elevó del gentío allí reunido cuando Rosa salió de la casa y se echó atrás la capucha del manto.
También su abuelo había salido, acompañado por el judío más joven, cuyo nombre no llegué a conocer. Se quedó al lado de Rosa como para protegerla, y yo hice lo mismo.
De todas partes brotaron voces, y pude oír el nombre «Lea» repetido una y otra vez.
Uno de los dominicos, un hombre joven, dijo entonces con voz acerada:
—¿Es Lea, o su hermana Rosa?
El sheriff, que sin duda pensaba que ya había esperado demasiado tiempo, intervino:
—Mi señor —dijo al conde—, hemos de subir ahora al castillo y dejar resuelta esta cuestión. El obispo nos espera en el gran salón.
De la multitud se elevó un gruñido decepcionado. Pero al instante el conde besó a Rosa en ambas mejillas y, después de pedir a uno de sus soldados que desmontara, la subió a la grupa del caballo y encabezó el desfile de los reunidos hacia el castillo.
Godwin y yo seguimos juntos durante el largo camino de ascenso a la colina del castillo, y luego por el sinuoso sendero que nos condujo hasta la puerta de entrada y el patio interior.
Cuando los hombres desmontaron, atraje la atención del conde tirándole de la manga.
—Haced que uno de vuestros hombres se haga cargo del carro que está detrás de la casa de Meir. Será prudente tenerlo aquí a la puerta del castillo cuando liberen a Meir y a Fluria.
Él hizo un gesto de asentimiento, se acercó a uno de sus hombres y le envió a cumplir el encargo.
—Podéis estar seguro —me dijo el conde— de que saldrán de aquí conmigo y con mis hombres dándoles escolta.
Me sentí más tranquilo al oírlo, porque lo acompañaban ocho soldados, todos con monturas que lucían vistosas gualdrapas, y él mismo no parecía temeroso o inquieto en lo más mínimo. Recibió a Rosa con un gesto de protección, y pasó el brazo sobre sus hombros mientras cruzábamos la arcada que daba a la gran sala del castillo.
No había visto aquella enorme estancia en mi anterior visita, y de inmediato me di cuenta de que se había reunido allí un tribunal.
En la mesa elevada que presidía la sala estaba el obispo, y a cada lado se alineaban los canónigos de la catedral y varios frailes dominicos, incluido fray Antonio. Vi que también se encontraba allí fray Jerónimo, de la catedral, y que parecía descontento con aquellos preparativos.
Hubo más murmullos de asombro cuando condujeron a Rosa delante del obispo, al que hizo una humilde reverencia como todos los demás presentes, incluido el conde.
El obispo, un hombre más joven de lo que yo habría esperado, revestido con su mitra y sus ropajes de tafetán, dio de inmediato la orden de que Meir y Fluria, y el judío Isaac y su familia, fueran trasladados a su presencia desde sus habitaciones de la torre.
—Que traigan aquí a todos los judíos —dijo para acabar.
Muchos hombres de mala catadura habían entrado en la sala, y también varias mujeres y niños. Y los hombres más rústicos, a quienes no se había permitido la entrada, daban voces desde fuera, hasta que el obispo ordenó a uno de sus guardias que saliera a hacerles callar.
Fue entonces cuando me di cuenta de que la fila de hombres armados colocada detrás del obispo era su propia custodia.
Empecé a temblar, e hice lo que pude para disimularlo.
De una de las antesalas salió lady Margaret, ataviada para la ocasión con un espléndido vestido de seda, y con ella la pequeña Eleanor, que lloraba.
De hecho, la propia lady Margaret parecía reprimir las lágrimas.
Y cuando Rosa se echó atrás la capucha y se inclinó delante del obispo, hubo un revuelo de voces a nuestro alrededor.
—Silencio —ordenó el obispo.
Yo estaba aterrorizado. Nunca había visto nada tan impresionante como aquel tribunal, con tantas personas reunidas, y sólo me quedaba la esperanza de que los distintos contingentes de soldados fueran capaces de mantener el orden.
Era evidente que el obispo estaba furioso.
Rosa estaba de pie ante él, con Godwin a un lado y el conde Nigel al otro.
—Ahora podéis ver, mi señor —dijo el conde Nigel—, que la niña está sana y salva y ha regresado, con gran dificultad debido a su reciente enfermedad, para presentarse ante vos.
El obispo tomó asiento en su sitial, pero fue el único en hacerlo.
Nos veíamos empujados hacia delante por un gentío cada vez mayor, porque eran muchos los que habían forzado su entrada en la sala.
Lady Margaret y Nell miraban con atención el rostro de Rosa. Y entonces Rosa rompió a llorar e inclinó la cabeza sobre el hombro de Godwin.
Lady Margaret se acercó un poco más, acarició el hombro de la muchacha y dijo:
—¿De verdad eres tú la niña a la que quise con tanta ternura? ¿O eres su hermana gemela?
—Mi señora —dijo Rosa—, he vuelto dejando a mi hermana gemela en París, sólo para probaros que estoy viva. —Empezó a sollozar—. Me angustia mucho que mi huida haya supuesto sufrimientos a mi madre y a mi padre. ¿No podéis entender por qué razón me marché de noche sin ser vista? Iba a reunirme con mi hermana, no sólo en París sino en la fe cristiana, y no quería causar en público ese dolor a mi padre y a mi madre.
Dijo aquello con tanta dulzura que silenció por completo a lady Margaret.
—Entonces —declaró el obispo alzando la voz—, ¿juras solemnemente que eres la niña que conocieron estas gentes, y no la gemela de esa niña, venida aquí para ocultar el hecho del asesinato de tu hermana?
Se alzó un gran murmullo entre los reunidos.
—Mi señor obispo —dijo el conde—, ¿acaso no conozco yo a las dos niñas colocadas bajo mi custodia? Ésta es Lea, y ha enfermado otra vez de resultas del viaje difícil que acaba de hacer.
Pero de pronto la atención de todos se vio distraída por la aparición de los judíos que habían sido encerrados en la torre. Meir y Fluria fueron los primeros en entrar en la sala, y tras ellos lo hicieron Isaac, el físico, y varios judíos más que entraron en grupo, fácilmente reconocibles por sus parches, pero no por ninguna otra característica.
Rosa se apartó al instante del conde y corrió hacia su madre. La abrazó llorosa y dijo, en voz lo bastante alta para ser oída por todos:
—Te he traído la desgracia y un dolor imposible de describir, y lo siento. Mi hermana y yo no sentimos otra cosa que amor por ti, a pesar de haber sido bautizadas en la fe cristiana, pero ¿cómo podréis perdonarnos Meir y tú?
No esperó la respuesta y abrazó a Meir, que la besó a su vez, a pesar de que estaba pálido por el temor y de que visiblemente aquel engaño le repugnaba.
Lady Margaret miraba ahora a Rosa con dureza, y se volvió a su hija para susurrarle alguna cosa.
La muchacha se acercó enseguida a Rosa, que aún seguía abrazada a su madre, y dijo:
—Pero, Lea, ¿por qué no nos enviaste ningún mensaje para contarnos que te habías bautizado?
—¿Cómo podía hacerlo? —preguntó Rosa, en medio de un diluvio de lágrimas—. ¿Qué podía contarte? Seguro que entiendes la pena que sintieron mis queridos padres al conocer mi decisión. ¿Qué podían hacer ellos sino pedir a los soldados del conde que me llevaran a París, como hicieron, para que me reuniera allí con mi hermana? Pero no podía anunciar a toda la judería que había traicionado a mis queridos padres de ese modo.
Siguió hablando en el mismo tono, y con un llanto tan amargo que nadie se dio cuenta de que no pronunciaba nombres familiares; y suplicó a todos que comprendieran cómo se sentía.
—De no haber visto aquella hermosa función de Navidad —dijo de pronto, pisando al hacerlo un terreno más peligroso—, no habría comprendido por qué se convirtió mi hermana Rosa. Pero la vi, y llegué a comprenderlo, y tan pronto como me repuse corrí a reunirme con ella. ¿Crees que se me ocurrió que alguien podía acusar a mi madre y a mi padre de hacerme daño?
La otra muchacha estaba ahora a la defensiva.
—Pensábamos que habías muerto, tienes que creerme —dijo.
Pero antes de que continuara, Rosa le preguntó:
—¿Cómo has podido dudar de la bondad de mi madre y de mi padre? Tú que has estado en nuestra casa, ¿cómo has podido creerles capaces de hacerme daño?
Lady Margaret y la joven inclinaban ahora sus cabezas y murmuraban que hicieron sólo lo que creyeron correcto, y no podía culpárseles por eso.
Hasta ahí todo había ido bien. Pero fray Antonio intervino entonces con una voz lo bastante fuerte para despertar los ecos de los muros.
—Ha sido una representación notable —dijo—, pero como sabemos muy bien, Fluria, hija de Elí, aquí presente, tenía gemelas, y las gemelas no han venido juntas hoy para librarla de sospechas. ¿Cómo sabemos que tú eres Lea, y no Rosa?
De todas partes surgieron voces para insistir en el mismo punto.
Rosa no vaciló.
—Padre —dijo al sacerdote—, ¿vendría mi hermana, una cristiana bautizada, a defender aquí a mis padres si ellos hubieran matado a su gemela? Tenéis que creerme. Soy Lea. Y lo único que deseo es volver a París junto a mi hermana y mi tutor el conde Nigel.
—Pero ¿cómo lo sabemos nosotros? —preguntó el obispo—. ¿No eran idénticas las gemelas?
Hizo una seña a Rosa de que se acercara más.
En la sala resonaban voces furiosas que discutían entre ellas.
Pero nada me alarmó tanto como la manera en que se adelantó lady Margaret a mirar fijamente a Rosa con ojos como rendijas.
Rosa repitió al obispo que juraría sobre la Biblia que ella era Lea. Y ahora deseaba que su hermana hubiese venido, pero no pensó que sus amigos de aquí no iban a creerla.
Lady Margaret gritó de pronto:
—¡No! No es la misma niña. Es su doble, pero su corazón y su espíritu son distintos.
Pensé que se iba a formar un tumulto. Por todas partes sonaban gritos furibundos. El obispo pidió silencio varias veces.
—Traed la Biblia a esta niña para que jure —dijo el obispo—, y traed el libro sagrado de los judíos a la madre para que jure que es su hija Lea.
Rosa y su madre intercambiaron miradas asustadas, y de pronto Rosa empezó a llorar de nuevo y corrió a los brazos de su madre. En cuanto a Fluria, parecía agotada por su encierro, débil e incapaz de decir o de hacer nada.
Trajeron los libros, aunque no sabría decir cuál era ese «libro sagrado de los judíos».
Y Meir y Fluria murmuraron las mentiras que les fueron exigidas.
Por su parte, Rosa tomó el grueso volumen de la Biblia encuadernado en piel y puso de inmediato la mano sobre él.
—Juro ante vos —dijo, con una voz rota y trastornada por la emoción—, por todo lo que creo como cristiana, que soy Lea hija de Fluria y pupila del conde Nigel, y que he venido aquí para limpiar el nombre de mi madre. Y que mi único deseo es que se me permita marchar de este lugar sabiendo que mis padres judíos están a salvo y que no van a recibir ningún castigo por mi conversión.
—No —gritó lady Margaret—, Lea nunca habló con esa facilidad, nunca en su vida. Era una muda, comparada con ésta. Os digo que esta niña nos está engañando. Es cómplice del asesinato de su hermana.
Al oír aquello, el conde perdió la sangre fría y gritó, en voz más fuerte que nadie de los presentes a excepción del obispo:
—¿Cómo os atrevéis a contradecir mi palabra? —Dirigió una mirada furiosa al obispo—. Y vos, ¿cómo osáis desafiarme cuando os digo que yo soy el tutor cristiano de las dos niñas, que están siendo educadas por mi hermano?
Godwin se adelantó entonces.
—Mi señor obispo, os lo ruego, no dejéis que este asunto vaya más allá. Devolved a estos buenos judíos a sus casas. ¿No podéis imaginar el dolor de estos padres privados de unas hijas que han abrazado la fe cristiana? Me honro en ser su maestro, y amo a las dos con un auténtico amor cristiano, pero no puedo sentir sino compasión por los padres a los que han dejado atrás.
Durante un instante se produjo el silencio, salvo por los murmullos febriles de la multitud, que parecían serpentear, ahora aquí, ahora allá, entre los reunidos como si se disputara un juego a base de susurros.
Todo parecía depender ahora de lady Margaret, y de lo que podía decir.
Pero cuando se disponía a protestar, y señalaba con el dedo a Rosa, el anciano Elí, el padre de Fluria, se adelantó y gritó:
—Pido ser escuchado.
Creí que Godwin iba a derrumbarse por la aprensión. Y Fluria se refugió en el pecho de Meir.
Pero el anciano consiguió que todos callaran. Se puso entonces en pie con la ayuda de Rosa, hasta situarse sin verla frente a lady Margaret, con Rosa entre ambos.
—Lady Margaret, vos que os decíais amiga de mi hija Fluria y de su buen marido Meir, ¿cómo os atrevéis a enfrentaros con los conocimientos y la razón de un abuelo? Ésta es mi nieta, y la conocería por muchas réplicas suyas que corrieran por el mundo. ¿Quiero abrazar a una niña apóstata? No, nunca, pero es Lea y la conocería por más que mil Rosas se presentaran en esta sala a sostener lo contrario. Conozco su voz. La conozco como posiblemente no puede conocerla ningún vidente. ¿Vais a contradecir a mis cabellos grises, a mi cognición, a mi honestidad, a mi honor?
Tendió los brazos a Rosa, que se precipitó en ellos. Apretó a Rosa contra su hombro.
—Lea, mi Lea —murmuró.
—Yo sólo quería... —empezó lady Margaret.
—Silencio, digo —la interrumpió Elí con una voz inmensa y profunda, como si quisiera que todos los que abarrotaban la gran sala lo oyeran—. Ésta es Lea. Yo, que he dirigido las sinagogas de los judíos toda mi vida, lo atestiguo. Yo lo atestiguo. Sí, esas niñas son apóstatas y deben ser expulsadas de la comunidad de sus hermanos judíos y eso supone un trance amargo para mí, pero todavía más amarga es la obstinación de una mujer cristiana que ha sido la verdadera causa de la defección de esta niña. ¡De no haber sido por vos, nunca habría abandonado a sus piadosos padres!