La hora del ángel (26 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

BOOK: La hora del ángel
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»Y bien, como era de esperar fue Rosa quien habló en ese momento. Me dijo a mí con mucha suavidad, pero con mayor firmeza todavía, que quería ir a París con su padre.

»Su declaración dejó hondamente conmovidos tanto a Godwin como a Nigel, y en cambio mi padre se quedó sin habla y agachó la cabeza.

»Rosa fue a él y lo estrechó entre sus brazos, y lo besó. Pero él no abrió los ojos, dejó caer su bastón al suelo y se apretó las rodillas con los puños, sin hacer caso de ella y como si no se diera cuenta de su abrazo.

»Yo quise devolverle su bastón porque nunca lo soltaba, pero no hizo el menor caso de ninguno de nosotros, como si se hubiera recogido en el interior de sí mismo.

»“Abuelo —dijo Rosa—, Lea no puede soportar verse separada de nuestra madre. Tú lo sabes, y sabes que se asustaría si fuera a un lugar como París. Tiene miedo incluso de ir con Meir y con madre a Norwich. Soy yo quien debe ir con el hermano Godwin. Sin duda te das cuenta de que es lo más juicioso, y la única manera de que todos nosotros vivamos en paz.”

»Se volvió a mirar a Godwin, que la observaba con un arrobo tan grande que a duras penas pude soportar el verlo.

»Rosa siguió diciendo: “Supe que este hombre era mi padre antes incluso de verle. Supe que el hermano Godwin de París, al que mi madre escribía con tanta devoción, era el hombre que me había dado la vida. En cambio, Lea nunca lo sospechó, y ahora sólo desea estar junto a madre y a Meir. Lea cree en lo que cree, no en la fuerza de lo que ve, sino en lo que siente en su interior.”

»Se acercó a mí entonces y me rodeó con sus brazos. En voz baja me dijo: “Quiero ir a París. —Frunció la frente y pareció esforzarse en articular las palabras, pero acabó por decir sencillamente—: Madre, quiero estar junto al hombre que es mi padre. —Siguió mirándome fijamente a los ojos—. Ese hombre no se parece a los demás hombres. Ese hombre es como los santos.”

»Se refería con esa palabra a los judíos más estrictos que intentan vivir enteramente para Dios, y que observan la Torá y el Talmud de forma tan completa que entre nosotros reciben el nombre de hasidim.

»Mi padre suspiró, levantó la vista y pude ver que sus labios se movían en una oración. Inclinó la cabeza. Se puso en pie, se volvió hacia la pared dándonos la espalda a todos, y empezó a inclinarse hacia el suelo mientras rezaba.

»Pude ver que a Godwin lo llenaba de alegría la decisión de Rosa. Y lo mismo cabe decir de su hermano, Nigel.

»Y fue Nigel quien habló entonces, y explicó en voz baja y respetuosa que cuidaría de que Rosa tuviera todas las ropas y las comodidades que pudiera necesitar, y que se educaría en el mejor convento de París. Ya había escrito a las monjas. Fue a Rosa, la besó y le dijo: “Has hecho muy feliz a tu padre.”

»Godwin rezaba al parecer, y luego dijo entre dientes:

»“Señor, has puesto un tesoro en mis manos. Te prometo que cuidaré siempre de esta niña, y que la suya será una vida plena de bendiciones terrenales. Por favor, Señor, concédele Tú una vida plena de bendiciones espirituales.”

»Creí que mi padre iba a volverse loco cuando lo oyó. Desde luego Nigel era un conde, lo comprendéis, dueño de más de una provincia, y estaba acostumbrado a ser obedecido no sólo por la gente de su palacio sino por sus numerosos siervos y por todos los que se topaban con él. No se daba cuenta de hasta qué punto sus disposiciones ofendían en lo más profundo a mi padre.

»Sin embargo, Godwin sí se dio cuenta y de nuevo, como antes, se arrodilló delante de mi padre. Lo hizo con una total humildad, como si no fuera con él, y qué imagen daba con su hábito negro y sus sandalias, de rodillas delante de mi padre, rogándole que lo perdonara por todo y que confiara en que Rosa contaría con todo su cariño y sus atenciones.

»Mi padre no se conmovió. Por fin, con un profundo suspiro hizo seña a todo el mundo de que callara, porque en ese momento Rosa estaba rogándole, e incluso el orgulloso pero amable Nigel le pedía que reconociera lo justo de aquella solución. “¿Justo? —exclamó mi padre—. ¿Que la hija judía de una mujer judía sea bautizada y se convierta en cristiana? ¿Es eso lo que pensáis que es justo? Antes la vería muerta que dejar que ocurra semejante cosa.”

»Pero Rosa, atrevida, se apretaba contra él y no le dejaba apartar sus manos de las de ella. “Abuelo —dijo—, túvas a ser ahora el rey Salomón. Has de ver que Lea y yo hemos de separarnos, porque somos dos y no una, y tenemos dos padres, un padre y una madre.”

»“Tú eres quien lo ha decidido —contestó mi padre. Su tono era irritado. Nunca lo había visto tan furioso, tan amargado. Ni siquiera cuando años atrás le dije que estaba embarazada había reaccionado con tanta ira—. Estás muerta para mí —le dijo a Rosa—. Te vas con el loco y mentecato de tu padre, ese diablo que se aprovechó de mi confianza, escuchó mis historias y leyendas y lo que había de ser mi enseñanza, sin quitar ni por un instante sus ojos malvados de tu madre. Vete, para mí estás muerta y llevaré luto por ti. Sal de mi casa. Sal y llévate contigo a ese conde que ha venido aquí para separar a una niña de su madre y de su abuelo.”

»Salió él de la habitación, encontrando por sí solo el camino, y cerró la puerta con un fuerte golpe.

»En ese momento pensé que mi corazón se partía, y que nunca iba a conocer de nuevo la paz, la felicidad ni el amor. Pero ocurrió algo que me afectó más profundamente que cualquier palabra que se pronunciara.

»Cuando Godwin se levantó y se volvió hacia Rosa, ella corrió a sus brazos. Se sentía atraída hacia él de una forma irresistible, y lo cubrió de besos infantiles, y reclinó la cabeza en sus hombros, y él cerró los ojos y lloró.

»En ese momento me vi a mí misma, tal como lo había amado años atrás. Vi sólo la esencia de aquella escena, que era a nuestra hija a quien abrazaba. Y supe que no podía ni quería hacer nada que impidiese aquel plan.

»Sólo lo admitiré ante vos, hermano Tobías, pero sentí un alivio total. Y en mi corazón me despedí en silencio de Rosa y en silencio ratifiqué mi amor por Godwin, y fui a ocupar mi lugar al lado de Meir.

»Ah, ya veis cómo son las cosas. Ya lo veis. ¿Estaba equivocada? ¿Tenía razón?

»El Señor del cielo me ha arrebatado a Lea, la hija que seguía conmigo, mi leal, tímida y cariñosa Lea. Se la ha llevado, mientras en Oxford mi padre se niega incluso a dirigirme la palabra y llora a Rosa, que sigue con vida.

»¿Me ha castigado el Señor?

»Sin duda, mi padre se ha enterado de la muerte de Lea. Sin duda, sabe con lo que nos enfrentamos aquí en Norwich y que la ciudad ha convertido la muerte de Lea en una gran causa para condenarnos y posiblemente ejecutarnos, y que el odio de nuestros vecinos gentiles puede desbordarse de nuevo contra toda nuestra comunidad.

»Es un castigo dirigido contra mí, porque permití que Rosa quedara bajo la custodia del conde y se marchara con él y con Godwin a París. Es un castigo, no puedo dejar de creerlo. Y mi padre, mi padre no me dirige una palabra ni me ha escrito una letra desde aquel instante. Ni siquiera ahora.

»Se habría marchado de nuestra casa aquel mismo día, si Meir no se me hubiese llevado de allí de inmediato, y si Rosa no se hubiese ido la misma noche. Y la pobre Lea, mi dulce Lea, se esforzaba en comprender por qué su hermana se iba a París, y por qué su abuelo se había encerrado en un silencio que parecía de granito, y se negaba a hablarle incluso a ella.

»Y ahora mi dulce cariño, traída a esta ciudad extraña de Norwich y amada por todos los que ponían sus ojos en ella, ha muerto sin remedio, de la pasión ilíaca, mientras nosotros nos veíamos incapaces de salvarla, y Dios me ha colocado en este lugar, prisionera, hasta el momento en que en la ciudad estallen los tumultos y todos nosotros seamos destruidos.

»Me pregunto si mi padre no se estará riendo amargamente de nosotros, porque sin duda estamos siendo castigados.

___12___

El final de la historia de Fluria

Fluria estaba deshecha en llanto cuando acabó de hablar. De nuevo deseé abrazarla, pero sabía que era un gesto impropio y que no sería tolerado.

Repetí en voz baja que no podía imaginar su dolor al perder a Lea, y sólo el silencio era capaz de rendir el adecuado homenaje a su corazón.

—No creo que el Señor se haya llevado a la niña para castigar a nadie por alguna cosa —dije—. Pero ¿qué sé yo de los caminos del Señor? Creo que hiciste lo que creíste correcto al dejar marchar a Rosa a París. Y Lea murió debido a circunstancias por las que cualquier niño puede morir.

Se calmó un poco cuando le hablé así. Estaba cansada, y tal vez fue su agotamiento más que cualquier otra cosa lo que la apaciguó.

Se levantó de la mesa, fue hasta la estrecha aspillera que servía de ventana y pareció mirar la nieve que caía en el exterior.

Yo me puse de pie y me coloqué detrás de ella.

—Tenemos que decidir muchas cosas ahora, Fluria, pero la principal es ésta: si he de ir a París y convencer a Rosa de que venga aquí a representar el papel de Lea...

—Oh, ¿creéis que no he pensado en eso? —preguntó ella. Se volvió hacia mí—. Es demasiado peligroso. Y Godwin nunca admitirá ese engaño. ¿Cómo puede ser bueno un engaño así?

—¿No engañó Jacob a Isaac? —dije—. ¿Y se convirtió en Israel y en el padre de su tribu?

—Sí, así es, y Rosa es lista y tiene el don de la palabra. Pero ¿qué ocurrirá si Rosa no puede responder a las preguntas de lady Margaret ni reconoce a la pequeña Eleanor como su amiga? No, no puede hacerse.

—Rosa puede negarse a hablar con quienes os han insultado —dije—. Todo el mundo lo comprenderá. Sólo es necesario que aparezca.

Al parecer, eso no se le había ocurrido a Fluria.

Empezó a recorrer la habitación y a retorcerse las manos. Durante toda mi vida había oído esa expresión: retorcerse las manos. Pero nunca había visto a nadie hacerlo, hasta entonces.

Me vino a la mente de pronto la idea de que ahora conocía a esta mujer mejor que a nadie en el mundo. Era un pensamiento extraño y escalofriante, no porque yo la amara lo más mínimo, sino porque no podía soportar pensar en mi propia vida.

—Pero en caso de que sea posible traer aquí a Rosa —pregunté—, ¿cuántas personas saben en la judería que tienes dos hijas gemelas? ¿Cuántas conocen a tu padre y te conocieron a ti en Oxford?

—Demasiadas, pero ninguna lo contará —insistió—. Recordad que para mi pueblo una persona que se convierte está muerta y desaparecida, y nadie menciona su nombre. Nunca hablamos de ella cuando vinimos aquí. Y nadie nos ha hablado a nosotros de Rosa. Y yo diría que en estos momentos es el secreto mejor guardado de la judería. —Siguió hablando como si tuviera necesidad de razonarlo todo—. Según nuestra ley, Rosa podría haber perdido todas las propiedades que heredó, por el solo hecho de haberse convertido. No, hay personas aquí que lo saben pero guardarán silencio, y nuestro físico y nuestros ancianos se dan cuenta de que deben callar.

—¿Qué hay de tu padre? ¿Le has escrito para contarle que Lea ha muerto?

—No, y si lo hubiera hecho, él habría quemado la carta sin abrirla. Juró que lo haría si alguna vez le escribía.

»Y por lo que se refiere a Meir, es tal su pena y su angustia que se culpa a sí mismo de que la niña enfermó porque él la trajo aquí. Imagina que, bien abrigada y resguardada en Oxford, nunca habría enfermado. Él tampoco ha escrito a mi padre. Pero eso no quiere decir que mi padre no lo sepa. Tiene demasiados amigos aquí para no estar informado. —Empezó de nuevo a llorar—. Él lo verá como un castigo de Dios —susurró en medio de sus lágrimas—, de eso estoy segura.

—¿Qué deseas que haga yo? —pregunté. No me sentía del todo seguro de que estuviésemos de acuerdo los dos, pero sin duda ella era inteligente y reflexiva, y se nos hacía ya muy tarde.

—Id a ver a Godwin —dijo, y sus facciones se dulcificaron al pronunciar ese nombre—. Id a verlo y pedidle que venga aquí y calme a los hermanos dominicos. Haced que insista en nuestra inocencia. Godwin es una persona muy admirada en la orden. Estudió con Tomás y Alberto antes de que ellos se fueran y empezaran a predicar y a enseñar en Italia. Sin duda los escritos de Godwin sobre Maimónides y Aristóteles son conocidos incluso aquí. Godwin vendrá si yo se lo pido, sé que lo hará, y también porque..., porque Lea era su hija.

De nuevo fluyeron las lágrimas. Parecía tan frágil allí de pie a la luz de las velas, con la espalda vuelta al frío que entraba por la ventana, que yo me sentí incapaz de soportarlo.

—Puede que Godwin decida revelar toda la verdad y cargar con sus consecuencias —dijo—, y hacer comprender a los monjes negros que nosotros no hemos matado a nuestra hija. Él puede testificar de mi carácter y de mi alma. —Aquello le daba esperanzas, y obviamente también me las dio a mí—. Oh, sería algo magnífico librarnos de esta terrible mentira —dijo—. Y mientras vos y yo hablamos, Meir está suscribiendo la entrega de sumas de dinero. Se perdonarán las deudas. Afrontaré la ruina si es preciso, la pérdida de todas mis propiedades, si puedo llevarme conmigo a Meir de este lugar terrible. Me bastaría con saber que no he provocado ningún daño a los judíos de Norwich, que tanto han sufrido en otras épocas.

—Ésa sería la mejor solución, sin duda —juzgué—, porque una impostura comportaría riesgos muy grandes. Incluso vuestros amigos judíos podrían decir o hacer algo que dejara al descubierto la verdad. Pero ¿y si la ciudad no acepta la verdad? ¿Ni siquiera de Godwin? Será demasiado tarde para volver al plan del engaño. Se habrá perdido la oportunidad de una impostura.

Otra vez se oían ruidos en la noche. Sonidos ahogados, informes, y otros más penetrantes. Pero la nieve que caía lo amortiguaba todo.

—Hermano Tobías —dijo ella—, id a París y plantead todo el caso a Godwin. A él podéis contárselo todo, y dejar que Godwin decida.

—Sí, es lo que haré, Fluria —dije, pero otra vez oí ruidos y lo que parecía el son lejano de una campana.

Le hice un gesto para que me dejara acercarme a la ventana, y ella se apartó.

—Es la alarma —dijo aterrorizada.

—Puede que no —dije. De pronto empezó a tocar otra campana.

—¿Están incendiando la judería? —preguntó ella, con un hilo de voz que apenas podía pasar de su garganta.

Antes de que pudiera contestarle, la puerta de madera de la habitación se abrió y apareció el sheriff con todas sus armas, los cabellos empapados de nieve. Se hizo a un lado para dejar pasar a dos criados que arrastraron unos leños hasta la chimenea, y detrás de ellos entró Meir.

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