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Authors: José Milla y Vidaurre

La hija del Adelantado (5 page)

BOOK: La hija del Adelantado
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N
 la mañana del siguiente día, mientras el Adelantado se hallaba en su gabinete con su Secretario, Diego de Robledo tratando varios negocios graves, la servidumbre del , reunida en la antecámara, conversaba familiarmente, recayendo la plática, como era natural, sobre las escenas de la víspera. Estaban allí el mayordomo y el camarero mayor, llamados Francisco y García de Alvarado; el caballerizo García Ortiz; el despensero Pedro González; los pajes Alarcón, Biezma, Figueroa, Osorio, Casano y Pérez, paje de cámara, cuyos nombres se han conservado en el testamento de don Pedro.

—Brillante fue la función, decía el mayordomo; y a no haber sido el desgraciado lance con que terminó, por una casualidad, la corona de vencedor se habría adjudicado al valiente Portocarrero.

—¿Casualidad decís contestó el criado anciano a quien hemos conocido ya en el capítulo 1.º de esta historia; decid más bien el maleficio que se hizo al yelmo de Portocarrero.

Acostumbrados a escuchar con respeto el carecer de Rodríguez el viejo, los demás criados rodearon al que acababa de pronunciar aquellas palabras. El mayordomo continuó:

—Parece, en efecto, señor Rodríguez, cosa de hechicería; pero ¿quién puede haber jugado esa mala pasada al buen caballero ¿No es probable que el tornillo que dicen faltaba en el encaje de la visera, haya caído casualmente, o se haya quebrado con el golpe que le dio con la lanza el Veedor Ronquillo

—No puede ser, replicó Rodríguez; eso ha sido obra de encantamiento; creed a mi experiencia y acordaos de que suele decirse que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

—¿Y qué decís, preguntó el caballerizo García de Alvarado, del desaguisado que cometió el Veedor, hiriendo en el rostro a Portocarrero, después que había caído la visera Bien sabéis que eso está prohibido por las leyes de la caballería.

—Así es, contestó el mayordomo; pero se asegura que aquello fue también casual, no habiendo sido la intención de don Gonzalo herir a su adversario.

—Casual o no, dijo el despensero González, el Estafermo la ha llevado buena. Dicen que hoy ha amanecido con calentura de cuenta del porrazo que le dio don Pedro con el lanzón.

—Buen provecho le haga, dijo el paje de cámara Pérez. Ese Veedor no me la hace buena. ¿Y se sabe ya lo que hayan decidido los jueces del campo Supongo condenarán al Veedor.

—Pues supones muy mal, replicó el viejo. Eso de condenar a un hombre como Ronquillo, no se hace tan ainas.

—Pero el Licenciado de la Cueva, dijo el paje, y el Tesorero real son hombres de ciencia y de conciencia.

—Lo primero concedo, contestó Rodríguez; lo segundo distingo, como decíamos en Salamanca. Si se trata de algún negocio en que no tenga interés, el licenciado hablara como un Papa; pero si hay gato encerrado, citará las Pandectas y el Fuero Juzgo y se saldrá con la suya. En cuanto a Castellanos, lo tengo, Dios me lo perdone, por gente non sancta, aun cuando sea más sabio que el Marqués de Villena.

—Pero siendo, como es, observó García Ortiz, conocido el afecto que el Adelantado, nuestro amo, profesa a Portocarrero, no se atreverán a sentenciar contra él.

—¿Y si se atreven dijo Rodríguez? ¿No se atrevió Sancho de Baraona a poner demanda al Adelantado mismo ante el juez Maldonado, sobre el pueblo de Atitán que le quitó y no lo condenó el susodicho juez a pagar al querellante no sé qué cantidad de pesos?

—Que por cierto hasta ahora no ha pagado, dijo el mayordomo; como tampoco me ha satisfecho a mí mis salarios.

—Ni a mí los míos; añadió el camarero mayor.

—¿Y qué dirá quien os oye? dijo el despensero; de mí sé decir que no he recibido un maravedí desde que estoy al servicio de Su Señoría.

—Por ahí nos vamos, hijo, añadió el caballerizo; pues yo no sé todavía ni lo que gano.

—Pues medrados estamos, dijo uno de los pajes. Si vosotros no recibís vuestro salario, ¿qué se hace del oro del Adelantado? En cuanto a mí y a mis compañeros aquí presentes, esperamos el ajuste de nuestras cuentas para el día del juicio.

—¡Gente desleal! y exclamó con impaciencia el viejo Rodríguez; ¿de qué os quejáis? ¿No tenéis en la casa cuanto habéis menester? Si no recibimos nuestros salarios puntualmente, se nos pagarán algún día; y sin eso, harto pagados estamos con servir a tan buen Señor, amén de los gajes que a muchos de vosotros les proporcionan sus oficios. Además, el Adelantado es agradecido, y nos irá dando empleos lucrativos; si no, ahí tenéis al señor Diego de Robledo, que de simple criado suyo, ha venido a ser todo un escribano de Cabildo, gracia que le alcanzó don Pedro con el Secretario Samano en este último viaje a la corte.

—¡Oh! Robledo, dijo el mayordomo; ese es de la tetilla del amo; es el archivo de sus secretos; y como sabe tantas cosas, conviene que tenga una buena tajada en la boca para que no hable.

Iba a replicar el leal Rodríguez, cuando abriéndose de par en par las puertas del gabinete, salió un hombre alto, seco, de mirada torva, vestido de negro, y que llevaba un rollo de pergaminos debajo del brazo. Era el señor Diego de Robledo, Secretario privado del Gobernador escribano de Cabildo.

El corro de fámulos maldicientes tomó repentinamente una actitud respetuosa y humilde, mientras el Secretario avanzaba con el aire entre burlón y desdeñoso de un insolente favorito.

—Hola Pérez, dijo, dirigiendo una sonrisa al paje de cámara. Parece que no te ha ido mal en el negocio de Reguera. Dícenme que te ha valido cincuenta pesos de oro. Aquí va ya despachada la concesión del repartimiento de indios. Cincuenta naborias ¡Cáspita! Pues no es mal bocado. Si quieres ser portador de tan buena nueva, acude a mi casa por los títulos, y nos entenderemos, dijo recalcando con intención en las últimas palabras.

—Y tú, Francisco, añadió volviéndose al mayordomo; puedes contar ya conque tu ahijado Becerra obtendrá su solicitud en lo del solar; ¿cuánto te ha dado?

—Una bicoca, dijo el descarado mayordomo, diez vacas y seis caballos, y una mala cadena de oro.

—Y sesenta pesos, concluyó Robledo. Ya ves que no es malo. Y como estos negocillos ocurren a menudo, podrás dotar bien a tu sobrina, la bella Melchora Suárez, camarera de la señora doña Leonor. A propósito, escúchame, Francisco; y llevando aparte al mayordomo, le habló el Secretario de modo que no pudo ser escuchado por lo demás de la servidumbre.— Necesito, dijo, hablar esta noche a tu sobrina. Iré a tu habitación a eso de las siete.

—Como mandareis, don Diego, contestó el mayordomo; pero dígoos que toda porfía es excusada. Melchora ha instado en vano y nada, absolutamente nada ha podido obtener. Ha recibido la prohibición más absoluta de hablar del caso.

—Dime, Alvarado, contestó el Secretario con trisca, ¿has leído la Mitología?

—Un poco, ¿y qué queréis decir?

—Quiero decir que recordarás que Júpiter, para introducirse en una torre en que estaba guardada la hermosa Dánae, recurrió al ingenioso arbitrio de convertirse en lluvia de oro.

—¿Y bien?

—Y bien que si hay en el mundo verdaderas Dánaes, como aquella fingida de los paganos, hay también lluvias de oro que allanen las resistencias.

—Dicho esto, el Secretario volvió la espalda al mayordomo y se salió de la antecámara, sin mirar siquiera a la servidumbre, que le abrió paso respetuosamente.

—¡Redomado bribón!, dijo uno cuando Robledo hubo desaparecido.

—¡Sanguijuela insaciable!, exclamó otro.

—¿Sabéis, preguntó el caballerizo, que está vendido al Licenciado de la Cueva, y ha abrazado su partido con alma, vida y corazón?

—¿Y qué pretende don Francisco de ese hombre?

—¡Toma! ¿No veis que su influencia con el Adelantado y con el Ayuntamiento es grande, y habrá pronto que nombrar Teniente de Gobernador, cuando parta don Pedro a la expedición en busca de las condenadas islas de la Especería?

—Además, dijo el paje de cámara, dándose aires de poseedor de secretos que los otros ignoraban; hay otro negocio en que Robledo ayuda a don Francisco, aunque hasta ahora parece que el astuto Secretario ha majado en hierro frío.

—Al decir estas palabras, entró en la antecámara don Francisco de la Cueva, y sin hacerse anunciar, pasó al gabinete del Adelantado, por entre el grupo de familiares, que se inclinaron hasta el suelo.

—Buenos días, don Pedro, dijo don Francisco.

—Guárdeos Dios, don Francisco, contestó don Pedro, tendiendo la mano a su cuñado. Dícenme que vuestra consulta sobre lo del torneo ha sido larga; tan larga, como si hubieseis estado tomando residencia a un buen Gobernador, pues lo que es a los malos, ya se sabe que se les despacha pronto y bien.

—Por más que os chanceéis, don Pedro, el negocio ha sido grave y merecía un serio examen.

—¡Bah! Una nueva fechoría de Ronquillo no es cosa que deba asombrar a nadie.

—La fechoría, don Pedro, dijo en tono grave el Licenciado, es más bien de vuestro amigo, que faltando a las leyes y costumbres de las justas, ha convertido su lanza en un garrote y ha usado de él contra un caballero igual suyo en linaje, tratándolo como a un villano.

—¿Y qué os parece, señor protector de truhanes, contestó el Gobernador, del desmán cometido por ese a quien vos llamáis caballero, hiriendo a un paladín a quien se había caído la visera?

—¡Oh! replicó don Francisco, muy mal hecho, si hubiese sido intencionadamente; pero eso no puede atribuirse sino a una casualidad.

—Llamadlo como queráis, hermano mío. Entre Portocarrero y ese hombre, nadie podrá dudar. Así espero que habréis condenado a Ronquillo, por haber infringido las leyes de la caballería.

—No, don Pedro, os engañáis; el Tesorero y yo hemos decidido, de entero acuerdo, que Portocarrero debe dar una satisfacción pública a Ronquillo.

El Adelantado se puso pálido al oír aquellas palabras; el asombro y el coraje se pintaron en su semblante. Sus ojos centellantes se fijaron en don Francisco, y con voz entrecortada por la cólera dijo:

—¡Por el alma de mi padre que eso no puede ser y no será! Vive Dios que os engañáis en la mitad de la cuenta, Señor Licenciado, si creéis que yo habré de consentir en la humillación del primero de nuestros capitanes. No puede ser, os digo, y no será. Llevaré el asunto y si necesario fuere, ante el Consejo, apelaré al Rey mismo como soberano y como caballero, y no habrá uno solo que se atreva a hacer que se ejecute esa inicua sentencia.

—Lo habrá, don Pedro, dijo a la sazón, abriendo la puerta del gabinete y entrando, con paso grave y semblante tranquilo, el mismo Portocarrero, que había podido escuchar las últimas palabras del Adelantado. Lo habrá, y soy yo, que agradeciéndoos en mi alma vuestra hidalga resolución, sé a lo que me obligan las leyes de la caballería y estoy pronto a cumplirlas. Don Francisco, dijo, tendiendo la mano al Licenciado, que la tomó, no sin ruborizarse; creo que habéis juzgado conforme a vuestra conciencia, y conozco mi deber.

Una lágrima rodó lentamente por la mejilla de Alvarado, quien después de una corta pausa, abrió los brazos a su amigo, y lo estrechó con efusión contra su pecho.

—Habéis vencido, noble Portocarrero, dijo don Pedro; os he admirado grande frente al enemigo, y os admiro más grande aún, cuando vuestro corazón derrama esos tesoros de olvido y de perdón.

—El triunfo más difícil, don Pedro, contestó Portocarrero, es el que alcanzamos sobre nosotros mismos; y ese no lo obtiene el hombre, sin un auxilio superior. Don Francisco añadió, volviéndose al Licenciado, de la Cueva, disponed el día, el sitio, la hora y la forma de la satisfacción que debo dar a don Gonzalo.

—Todo está ya arreglado, dijo Francisco de la Cueva; en la galería alta de las Casas consistoriales lo reunirá la nobleza, y en presencia de ella y del pueblo, confesaréis vuestra falta y pediréis a Ronquillo que os perdone.

—Se hará como decís, contestó Portocarrero, con serenidad.

Dicho esto, don Francisco saludó cortés, pero fríamente, y salió del gabinete.

—Y bien, Portocarrero, dijo don Pedro, después de un momento de silencio; ¿cómo estáis hoy?

—Perfectamente, don Pedro, contestó Portocarrero; la lanza que arrojó Ronquillo, casual o intencionadamente, no me dio de lleno en la cara, por fortuna; causándome tan sólo un ligero rasguño en la frente.

—Que me place, dijo don Pedro; no logró ese bellaco su torcida intención, que era sin duda desfiguraros el rostro, lo que habría sido una desgracia para un caballero tan favorito de las damas como vos. Y a propósito, Portocarrero, ¿sabéis que se dice en la ciudad que amáis a doña Leonor, mi hija, y que han atribuido a un afecto particular que ella os profesa, el desmayo que le causó vuestra herida?

Portocarrero, quedó aturdido con aquel ataque franco e inesperado. Amaba a la hija de su amigo con una de esas pasiones profundas, silenciosas e inextinguibles de que son capaces únicamente las almas elevadas. Por desgracia, cuando don Pedro conoció y comenzó a amar, que todo fue uno, a doña Leonor, a quien había conocido en México, antes de que la joven viniese por primera vez a Guatemala, el Adelantado tenía contraído un compromiso serio con don Francisco de la Cueva, hermano de doña Francisca, su primera esposa, ofreciéndole la mano de su hija. Muerta doña Francisca en Veracruz, Alvarado volvió a España, y el Comendador mayor de Castilla y Secretario del Rey, don Francisco de los Cobos, protector decidido del Adelantado y por cuya influencia se había enlazado don Pedro con doña Francisca, que pertenecía a la ilustre familia de los duques de Alburquerque, se empeñó en facilitar el matrimonio de Alvarado con la Emperatriz, hermana de su difunta esposa. Verificose aquel enlace, que estrechó aún más los lazos que existían ya entre el Adelantado y don Francisco de la Cueva, hermano de sus dos mujeres. Amaba éste a doña Leonor, habiéndola conocido en la Nueva España, y doña Beatriz protegía decididamente aquella inclinación, considerando el matrimonio de don Francisco con la hija de su marido y de la princesa Jicotencal, tan ventajoso al uno como a la otra. Sin atreverse doña Leonor a resistir abiertamente a la voluntad de su padre y de su madrastra, rehusaba el enlace proyectado, manifestando el deseo de tomar el velo en algún convento de monjas en Castilla. El verdadero motivo, empero, de aquella negativa, era la decidida inclinación que profesaba a Portocarrero, a quien había jurado amor eterno, aunque sin atreverse a declararlo a Alvarado, sabiendo, como sabía, su resolución, y temerosa, por otra parte, de disgustar a la imperiosa y altiva doña Beatriz.

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