El consumo de alcohol, que aumentó a tal velocidad que ya a los veinticinco años se decía que era alcohólico —cosa que médicamente no era correcta—, le impidió licenciarse con los resultados que hubieran correspondido a un talento original. Se licenció en Derecho con un expediente medio y encontró trabajo en el Ministerio de Agricultura. Permaneció allí durante cuatro años, antes de establecerse por su cuenta tras dos años de prácticas en un juzgado del norte de Noruega, un tiempo que recordaba con horror y que no consideraba más que un mal necesario en el camino hacia la habilitación y la libertad que sentía haber estado siempre buscando.
Después encontró a otros tres abogados que tenían un espacio libre en el despacho que compartían y que llegaron a la conclusión de que era un hombre retraído y difícil, con una furia incontrolable. Sin embargo, lo aceptaron tal y como era, en gran medida porque, a diferencia de los demás, siempre y sin excepción estaba al día en el pago del alquiler y el resto de los gastos comunes, aunque sus compañeros lo atribuyeran más bien a su ínfimo gasto de dinero que a sus capacidades de ganarlo. Hans A. Olsen era simple y llanamente tacaño. Tenía debilidad por los trajes grises; poseía tres. Dos de ellos tenían más de seis años, y se notaba. Ninguno de sus colegas lo había visto jamás vestido de otra manera. Usaba el dinero en una sola cosa: alcohol.
Para sorpresa de todos, durante un breve periodo había florecido. El asombroso giro de su vida se manifestó en que se lavaba el pelo con más frecuencia, en que empezó a usar un after shave de lujo —que durante un rato ocultaba el olor gris y desaliñado de su cuerpo, que también impregnaba su despacho— y en que una mañana apareció con unos zapatos italianos que, en opinión de la secretaria, eran muy elegantes. La causa de la transformación fue una mujer que estaba dispuesta a casarse con él. La ceremonia tuvo lugar a las tres semanas de que se conocieran, cosa que en realidad implicaba unas cincuenta cervezas en el Gamla.
La mujer era más fea que el demonio, pero quienes la conocían decían que era buena, inteligente y cálida. Era diácono, pero eso no había supuesto ningún impedimento en el corto camino hacia su divorcio y ruptura definitiva.
Sin embargo, Hans A. Olsen tenía un punto fuerte: los criminales se entusiasmaban con él. Se esforzaba por sus clientes como pocos. Al tener sentimientos tan fuertes hacia ellos, detestaba a la Policía, la odiaba sin restricciones y nunca lo ocultaba. Su furia incontrolable había irritado a incontables miembros de la Policía judicial durante el transcurso de los años y como consecuencia sus clientes permanecían en prisión preventiva durante mucho más tiempo que la media. Olsen odiaba a la Policía, y ésta lo odiaba a él. Como es natural, eso afectaba a los prisioneros a los cuales representaba.
En aquel momento, Hans A. Olsen estaba muerto de miedo. El hombre que tenía ante él lo apuntaba con una pistola que sus escasos conocimientos sobre armas le impedían identificar. Pero parecía peligrosa, y había visto suficientes películas como para reconocer el silenciador.
—Has cometido una enorme tontería, Hansa —dijo el hombre de la pistola.
Hans A. Olsen odiaba el sobrenombre de Hansa, aunque fuera consecuencia natural de que siempre se presentara con la «a» intercalada.
—Sólo quería comentar el asunto contigo —gimoteó el abogado desde el sillón orejero en el que le habían ordenado que se sentara.
—Tenemos un acuerdo inviolable, Hansa —dijo el otro tipo, con la voz exageradamente controlada—. Aquí no se retira nadie. Y nadie va a dar el chivatazo. Tenemos que ir sobre seguro. Tienes que recordar siempre que no se trata sólo de nosotros. Sabes lo que está en juego y nunca antes has tenido inconvenientes. Lo que me dijiste ayer por teléfono, Hansa, eran puras amenazas. No podemos aceptar las amenazas. Si se derrumba uno, se derrumban todos, y no nos lo podemos permitir, Hansa. Tú lo entiendes.
—¡Tengo documentos!
Fue un último intento desesperado de aferrarse a la vida. De pronto se extendió por la habitación el olor inconfundible de los excrementos y la orina.
—No tienes ningún documento, Hansa. Los dos lo sabemos. En todo caso, tengo que correr el riesgo.
El disparo sonó como una tosecilla medio ahogada. La bala alcanzó al abogado en medio de la nariz, que se deformó por completo en el momento en que el proyectil se abrió paso por su cabeza y formó un cráter del tamaño de una castaña en la parte trasera. Rojo y gris salpicaron el pequeño tapete de ganchillo que cubría el respaldo del sillón; grandes manchas llegaron hasta la pared que estaba un metro por detrás.
El hombre de la pistola se quitó el guante de plástico de la mano derecha, se dirigió hacia la puerta y desapareció.
Los periódicos comentaron el asesinato del abogado Hans A. Olsen como correspondía. En vida no llegó nunca a los titulares, a pesar de repetidos y furibundos intentos. Su cadáver fue mencionado en un total de seis primeras páginas. Habría estado orgulloso. Las declaraciones de sus colegas iban acompañadas del respeto debido y, aunque la mayoría pensaba que fue un mierda, la prensa dibujó la imagen de un caballero del gremio altamente valorado y respetado. Fueron varios los que encontraron motivos para criticar a la Policía, que una vez más carecía de pistas en un caso serio de asesinato. La mayoría parecía estar de acuerdo en que el abogado había sido expedido al más allá por un cliente descontento; dada la considerable limitación de su carpeta de clientes, la caza del criminal debería resultar breve y sencilla.
La subinspectora Hanne Wilhelmsen no creía en esa teoría. Sentía la necesidad de airear unas ideas bastante desordenadas con el adjunto Håkon Sand.
Se habían buscado un sitio al fondo de la cafetería. La mesa se hallaba junto a una ventana con magníficas vistas sobre las zonas menos opulentas de Oslo. Cada policía se había pedido una taza de café y ambos habían derramado parte del líquido sobre el platillo, de manera que, al beber, las tazas goteaban. Sobre la mesa destacaba un alargado paquete de chocolatinas Smil.
Hanne fue la primera en hablar.
—Para serte franca, Håkon, creo que los dos asesinatos están relacionados.
Lo miró, no sabía cómo iba a ser recibido el globo sonda y aguardaba expectante. Sand mojó un trozo de chocolate en el café, se lo metió en la boca y se relamió concienzudamente los dedos. Resultaba guarro. Miró de frente a la mujer.
—No hay un solo rasgo en común entre los dos casos —dijo, algo desanimado—. Las armas son distintas, es distinto el lugar de los hechos, las personas son diferentes y los momentos no coinciden. ¡Esa teoría tuya te va a dar problemas!
—Pero, escúchame: no te ciegues con las diferencias. Veamos lo que vincula los dos casos. —Estaba emocionada y usaba los dedos para enumerar los argumentos—. En primer lugar: los asesinatos fueron cometidos con sólo cinco días de diferencia. —No hizo caso de la sonrisa levemente desdeñosa de Sand y del modo en que arqueaba las cejas—. En segundo lugar: aún no tenemos explicación para ninguno de los asesinatos. Es cierto que hemos identificado al hombre del río Aker, Ludvig Sandersen: un drogadicto de toda la vida con una ficha policial tan larga como mi brazo. Hace seis semanas que salió en libertad tras su última temporada en la cárcel, pero ¿sabes quién era su abogado?
—Ya que lo preguntas en ese tono triunfal, apuesto a que era nuestro difunto amigo Olsen.
—¡Bingo! Ahí, al menos, tenemos algún tipo de vinculación —continuó en un tono más bajo—. Y no sólo era cliente de Olsen, ¡sino que tenía una cita con él el día en que el abogado fue asesinado! La agenda de Olsen la tiene Heidi, que es la responsable de ese caso. Ludvig Sandersen tenía cita el viernes a las dos, y habían reservado dos horas para él. Una conversación larga, por tanto. Si es que tuvo lugar. En realidad eso no lo sabemos. Supongo que su secretaria nos lo puede confirmar.
Sand se había comido la mayor parte del chocolate a toda velocidad, mientras que a la subinspectora no le había dado tiempo a tomar más de dos pedazos. Estaba haciendo una pequeña cigüeña con el papel dorado, mientras esperaba una respuesta.
De pronto empezaron los dos a hablar, y ambos se interrumpieron a sí mismos con una sonrisa.
—Tú primero —dijo Sand.
—Hay una cosa más. —El tono de la voz se había vuelto llamativamente bajo, a pesar de que la cafetería estaba casi vacía y de que el cliente más cercano se encontraba a más de siete metros de distancia—. No pienso poner esto sobre el papel, ni mencionárselo a nadie. Sólo a ti. —Por un momento la subinspectora se metió los dedos en las orejas, y luego colocó los codos sobre la mesa—. Hace algún tiempo estuve interrogando a un tipo en relación con un caso de violación. Lo habíamos detenido por pura rutina, tiene un historial que le cuesta una visita nuestra cada vez que tenemos un caso sexual sin resolver. No tardamos en descartar su implicación en el aquel caso, pero parecía muy nervioso, joder. En aquel momento no le di importancia, siempre están nerviosos por las cosas que tienen sobre sus espaldas. Pero el tipo estaba asustado de verdad. Antes de que le dijéramos lo que queríamos, nos insinuó bastante a las claras que quería llegar a un acuerdo. Dijo algo, ya no lo recuerdo literalmente, sobre que sabía de un abogado que estaba implicado en el tráfico de drogas a gran escala. Ya sabes cómo es esta gente: mienten más que delinquen, y tienen pocos reparos si eso los puede sacar de un apuro. Por eso, en aquel momento, no le di ninguna importancia. —Wilhelmsen había bajado muchísimo el tono de la voz, por lo que el hombre tuvo que inclinarse por encima de la mesa y ladear la cabeza para enterarse de lo que decía, un observador casual podría creer que tenían una cita romántica—. Esta noche me he despertado porque no me podía quitar a este tipo de la cabeza. Lo primero que he hecho esta mañana ha sido buscar el caso de violación y comprobar su nombre. Adivina quién era su abogado.
—Olsen.
—Exacto.
Los dos se quedaron mirando la brumosa imagen de la ciudad. Sand tomó aire un par de veces y se relamió pensativamente los dientes. Sabía que resultaba desagradable y se controló enseguida.
—¿Qué tenemos? —dijo sacando un folio en blanco, en el que hizo una lista numerada—. Tenemos un drogadicto muerto. El autor del asesinato, conocido y apresado, se niega a facilitar sus motivos. —El bolígrafo raspaba contra el papel, y el entusiasmo le llevó a desgarrar la hoja—. Lo mataron tan a conciencia que no hubiera sobrevivido ni con siete vidas. Luego tenemos un abogado muerto, al que quitaron de en medio de un modo algo más sofisticado. Sabemos que las víctimas se conocían. Tenían una cita el día que el primero de ellos se quitó las zapatillas para siempre. ¿Qué más tenemos? —Continuó sin aguardar respuesta—: Unos rumores sueltos y poco fiables sobre la presunta implicación en el tráfico de drogas de un abogado cuyo nombre desconocemos. El abogado de la fuente del rumor era nuestro Olsen. —La subinspectora Wilhelmsen se dio cuenta de que a Sand le temblaba un lado de la boca, como un espasmo en la zona de la barbilla—. Creo que no andas tan desencaminada, Hanne. Pienso que quizás estemos rozando algo grande. Pero ¿qué hacemos ahora?
Por primera vez en toda la conversación, Wilhelmsen se reclinó en la silla y tamborileó contra la mesa con los dedos.
—Nos rodeamos de la mayor discreción —declaró—. Ésta va a ser la pista más débil con la que haya trabajado en mi vida. Te mantendré informado, ¿de acuerdo?
La Patrulla Desorden era la oveja negra de la jefatura, y su gran orgullo. Desde que empezaron a trabajar en la patrulla, aquellos policías vestidos con vaqueros, parcialmente melenudos y, por épocas, considerablemente poco aseados, nunca se habían sentido vinculados por los códigos del vestir, cosa que tampoco debían hacer, aunque de vez en cuando se saltaban reglas algo más inviolables. A intervalos irregulares tenían que presentarse en el despacho del jefe de personal o incluso en el de la comisaría principal. Decían que sí a todo y prometían enmendarse, pero al salir les hacían un velado corte de mangas. Sólo unos pocos habían ido tan lejos como para que los trasladaran a un puesto de oficina mortalmente aburrido, al menos durante una temporada. Y es que la Policía amaba a sus agentes en vaqueros. La Patrulla Desorden era efectiva, trabajaba duro y, de vez en cuando, recibía incluso visitas de colegas procedentes de Suecia o de Dinamarca, que llegaban a la jefatura con ideas vagas y se marchaban profundamente admirados.
La semana anterior, durante una visita de la Policía de Estocolmo, un equipo de la televisión sueca los había acompañado durante una noche. Uno de los chicos se llevó al equipo de la televisión a casa de una prostituta que siempre tenía por ahí algunos gramos de alguna cosa que otra. Fue fácil derribar la puerta, no quedaba mucho de los marcos tras repetidas visitas anteriores. Con el cámara a rastras entraron al asalto en el salón a oscuras. Tirado en el suelo había un hombre de mediana edad que llevaba puesto un vestido rojo chillón con un gran escote, y una cadena de perro en torno al cuello. Rompió a llorar en cuanto descubrió a los asaltantes. Los policías lo consolaron y le aseguraron que no iban por él. Pero después de descubrir cuatro gramos de hachís y dos dosis de heroína en una estantería, que por lo demás estaba químicamente exenta de libros y correspondientemente repleta de baratijas de todo tipo de materiales y formas, exigieron al hombre del suelo que se identificara. Entre sollozos, el tipo sacó una cartera de camuflaje. En su tarjeta de identidad, el policía comprobó, reprimiendo una carcajada, que el hombre era oficial del Ejército. Su desesperación era comprensible. Circunstancias como aquélla, aunque no fueran un acto criminal, tenían, sin embargo, que ser comunicadas a los caballeros de la octava planta, la Brigada de Información. Nadie en Desorden supo lo que le pasó más tarde al tipo, pero el equipo de televisión sueco se lo pasó en grande con las grabaciones, que en nombre de la decencia nunca fueron emitidas.
La misión de la Patrulla Desorden se deducía del nombre. Tenían que provocar desorden en el mundillo de la droga, tanto para prevenir como para perseguir la venta, además de limitar el número de nuevos reclutas. No eran «secretas» en sentido estricto, por eso era esencial que no se supiera que eran policías. El lúgubre aspecto que habían adquirido la mayoría de ellos era más un modo de adaptarse al mundillo, que un intento de hacerse pasar por lo que no eran. Sabían casi todo lo que sucedía en el submundo de Oslo; el problema era que rara vez podían demostrar nada, a pesar de que a ese respecto le sacaban una cabeza a la mayoría de los demás departamentos de la jefatura.