El joven era poco locuaz. Aunque la sed perentoria provocada por todas aquellas horas en una celda con un calor excesivo le había soltado la lengua, estaba claro que aquella necesidad de comunicarse había sido sólo temporal. Cuando aplacó su sed, volvió al silencio total.
Estaba sentado en una silla muy incómoda. En aquel despacho de ocho metros cuadrados que, además, albergaba un pesado armario archivador doble de tipo «estatal», tres filas de horrendas estanterías metálicas llenas de carpetas de anillas ordenadas por colores y un escritorio, apenas cabían dos sillas. El tablero de la mesa estaba fijado a la pared y presentaba una importante inclinación. Así se había quedado cuando al médico de la comisaría se le ocurrió encasquetarle a los empleados un ergoterapeuta. Por lo visto, las mesas de despacho inclinadas eran buenas para la espalda. Nadie entendía por qué. La mayoría había constatado que los problemas de espalda empeoraban porque la gente se pasaba el día hurgando por los suelos para recuperar las cosas que rodaban y caían del tablero inclinado. Con una silla de más resultaba imposible moverse sin tener que desplazar los muebles.
El despacho pertenecía a Wilhelmsen. Su belleza saltaba a la vista; acababa de ascender a subinspectora. Tras licenciarse en la Academia de Policía como la mejor de su promoción, había empleado diez años en la jefatura de Policía de Oslo para destacar como la policía perfecta para una campaña publicitaria. Todos hablaban bien de Hanne Wilhelmsen, toda una hazaña en un lugar de trabajo donde el diez por ciento de la jornada laboral se invertía en hablar mal de los demás. Se inclinaba ante los superiores sin que la tacharan de pelota, a la vez que tenía el valor de defender sus propias opiniones. Era leal con el sistema, pero también aportaba propuestas de mejora que casi siempre eran lo bastante buenas como para que acabaran llevándose a cabo. Wilhelmsen poseía esa intuición que sólo tiene uno de cada cien policías, un olfato que indica cuándo se debe engañar y tentar a un sospechoso, y cuándo se le debe amenazar y pegar un puñetazo en la mesa.
Era respetada y admirada, y se lo merecía. Aun así, nadie en la gran casa gris la conocía de verdad. Ciertamente acudía siempre a la cena anual de Navidad, a la fiesta estival y algún que otro cumpleaños, y una vez allí bailaba de maravilla, hablaba del trabajo, sembraba hermosas sonrisas a su alrededor y se iba a casa diez minutos después de que se fuera el primero, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, nunca bebía hasta emborracharse y, por consiguiente, nunca metía la pata; pero, más allá de eso, nadie conseguía intimar con ella.
Hanne Wilhelmsen se sentía bien consigo misma y con el mundo, pero había cavado un profundo foso entre su vida profesional y su yo privado. No tenía un solo amigo en la Policía. Wilhelmsen amaba a otra mujer, un defecto en aquella perfección que estaba convencida de que, si se llegara a saber, estropearía todo lo que había tardado tantos años en construir. Un movimiento de su larga melena morena bastaba para atajar cualquier pregunta acerca del anillo en su dedo anular, la única alhaja que llevaba y que le había regalado su pareja cuando se fueron a vivir juntas a los diecinueve años. Corrían rumores, los rumores siempre corren. Pero es que era tan bella y tan femenina… Y aquella médica a quien conocía alguien a quien alguien conocía, y que otros habían visto con Hanne en varias ocasiones, era también muy guapa, se podría incluso decir que extremadamente coqueta. No podía ser verdad. Además, las pocas veces que vestía de uniforme, Hanne Wilhelmsen llevaba falda y eso no lo hacía casi nadie, los pantalones eran mucho más prácticos. Sin duda los rumores eran malintencionados.
Así pues, vivía su vida con la certeza de que lo que no está confirmado nunca es del todo cierto, y de que por eso era más importante para ella que para cualquier otro inquilino de la casa gris hacer siempre un buen trabajo. La perfección la protegía como un escudo. Eso era lo que quería y, puesto que carecía por completo de codazos, pisotones y ambiciones, y no tenía otro afán que hacer una buena labor, tampoco los celos y la envidia iban a quebrantar su solidez.
Sonrió a Sand, que se había sentado en la silla sobrante.
—¿No confías en que haga las preguntas pertinentes?
—Descuida. Éste es tu juego, lo sé. Pero tengo la sensación de que estamos tocando algo. Como te dije, si no te importa demasiado, me gustaría estar presente. —Al momento añadió—: No va en contra del reglamento.
Håkon Sand conocía su necesidad de seguir el reglamento hasta lo humanamente posible, y la respetaba. No era habitual que alguien de la fiscalía estuviera presente durante el interrogatorio de un sospechoso, aunque desde luego tampoco iba contra las normas. Ya lo había hecho en otras ocasiones, sobre todo para aprender cómo se hacía, y algunas veces porque estaba especialmente involucrado en el caso. Por lo general, los agentes no solían oponerse. Al contrario, si el fiscal de la Policía se hacía imperceptible y no se entrometía en el interrogatorio, a la mayoría de los agentes les parecía hasta divertido.
Como respondiendo a una señal, ambos se giraron hacia el detenido. Wilhelmsen posó el codo derecho sobre la mesa y dejó que sus largas uñas lacadas de blanco juguetearan con el teclado de una antiquísima máquina de escribir eléctrica. Era una IBM de cabeza redonda, moderna quince años atrás. Ahora le faltaba la «e». Estaba tan desgastada que, cuando se pulsaba, sólo salía una mancha de la cinta de color. Tampoco pasaba nada, se entendía que la mancha debía leerse como una e.
—Me parece que este día va a ser muy largo si te empeñas en quedarte así, sin decir nada. —La voz era suave, casi condescendiente—. A mí me pagan por hacer esto, y al fiscal adjunto Sand también. Tú, en cambio, te vas a quedar ahí. Tarde o temprano, quizá te dejemos ir. ¿Tal vez pudieras contribuir a que sea más pronto que tarde?
Por primera vez, el joven mostró signos de estar desconcertado.
—Me llamo Han van der Kerch —dijo al cabo de unos minutos de silencio—. Soy holandés, pero tengo residencia legal en el país. Estudio.
Sand obtuvo la explicación a aquel lenguaje perfecto que, no obstante, no era del todo noruego. Se acordó de su héroe de juventud, el patinador Ard Schenk, y de cómo, con trece años, comprendió que aquel hombre hablaba un noruego perfecto para ser extranjero. Y se acordó de cuando era niño y estudiaba historia de la literatura; se acordó de El holandés Jonas, de Gabriel Scott, un libro que le había encantado y que hizo que más tarde apoyara siempre al equipo naranja durante los torneos internacionales de fútbol.
—No quiero decir más.
Se hizo el silencio. Sand esperaba la próxima jugada de Wilhelmsen, fuera lo que fuera.
—En fin, está bien. Es tu elección y estás en tu derecho. Pero como sigas así nos vamos a quedar aquí bastante tiempo. —Había colocado una hoja en la máquina de escribir, como si ya en ese momento supiera que iba a tener algo que escribir—. Bien, pues vas a oír una teoría que tenemos nosotros.
Las patas de la silla rasparon el linóleo cuando la echó hacia atrás. Ofreció un cigarrillo al holandés y ella se encendió otro. El joven parecía agradecido. Håkon Sand estaba menos satisfecho, movió la silla y entreabrió la puerta para que se formara corriente. La ventana ya estaba entornada.
—El viernes encontramos un cadáver —dijo Hanne en voz baja—. Presentaba unas lesiones tremendas. Probablemente no quiso morir, no de una manera tan brutal. Tuvo que salpicar mucha sangre. Tú estabas bastante manchado cuando te encontramos. En la Policía podemos ser lentos, pero todavía estamos en condiciones de sumar dos y dos. Por lo general, nos sale cuatro, y creemos que ahora nos ha salido cuatro.
Se alargó para coger un cenicero que estaba sobre la estantería a sus espaldas. Era un recuerdo bastante cutre del sur de Europa, fabricado en cristal de botella marrón. En el canto, el cenicero tenía una figura de fauno de sonrisa malvada y un enorme falo erguido, que seguro no era del estilo de Hanne Wilhelmsen, pensó Sand.
—Bueno, lo diré de un modo claro y conciso. —Su voz sonaba ahora más incisiva—. Mañana dispondremos un análisis previo de la sangre de tu ropa. Si la sangre pertenece a nuestro amigo desfigurado, tendremos pruebas de sobra para encerrarte. Luego iremos a buscarte, sin previo aviso, para interrogarte una y otra vez. Tal vez pase una semana sin que tengas noticias nuestras, pero, de repente, estaremos allí otra vez, puede que después de que te hayas dormido, y seguiremos con el interrogatorio durante unas horas. Como te negarás a hablar, te devolveremos a tu celda y vuelta a empezar. Para nosotros también es bastante agotador, claro está, pero al menos podemos turnarnos, para ti es peor.
Sand empezó a dudar de que Hanne Wilhelmsen mereciera realmente su fama de defensora a ultranza del reglamento. Sin duda, sus métodos interrogatorios no aparecían en el decálogo policial, y más dudosa aún era la legitimidad de usar dichos métodos como amenaza.
—Tienes derecho a un abogado de oficio —le recordó Sand, como para nivelar eventuales irregularidades cometidas por la subinspectora.
—¡Nada de abogados! —gritó el joven, y pegó una última calada al pitillo antes de aplastarlo con fuerza en el cenicero—. No quiero abogado. Me apaño mejor sin ellos. —Dirigió una mirada de soslayo, casi suplicante, hacia el paquete de tabaco sobre la mesa. Hanne asintió con la cabeza y le alcanzó un cigarro y una cajetilla de cerillas—. Así que creéis que he sido yo. Bueno, tal vez sea cierto.
Lo era. El hombre había saciado ya sus necesidades primarias, es decir, una ducha, un desayuno, algo de beber y un par de cigarrillos, y su comportamiento daba a entender que había soltado ya todo lo que tenía que decir. Se reclinó en la silla, deslizó el trasero hacia delante y se quedó casi tumbado con la mirada perdida.
—En fin —la subinspectora Wilhelmsen parecía tener controlada la situación—. Tendré que seguir —dijo, y empezó a hojear la finísima carpeta colocada al lado de la máquina de escribir—. Encontramos el cuerpo en un estado lamentable, sin rostro, totalmente desfigurado y sin documentación. Pero nuestros chicos de la patrulla, perfectos conocedores del paisaje de estupefacientes de esta ciudad, han tenido indicios suficientes con sólo analizar la ropa, el cuerpo y el pelo. Opinan que se trata de un ajuste de cuentas, y no creo que la suposición sea disparatada. —Wilhelmsen cruzó los dedos y colocó las manos detrás de la cabeza, antes de masajearse la nuca con los pulgares mientras clavaba la mirada en el holandés—. Creo que mataste a ese tipo. Mañana lo sabremos con seguridad, cuando lleguen los resultados del instituto anatómico forense. Pero los técnicos no pueden desvelarme la razón del crimen, ahí necesito tu ayuda. —El envite surtió poco efecto; el hombre no contrajo ni un solo músculo de la cara, se limitó a mantener su sonrisa lejana, llena de menosprecio, como si quisiera remarcar que seguía siendo dueño de la situación, aunque en realidad no lo era—. Te seré sincera, creo que te conviene ayudarme —prosiguió infatigable la subinspectora—. Quizá lo hicieras por tu cuenta, tal vez fuera un encargo, puede incluso que te presionaran para hacerlo, lo cual significa que nos encontramos ante una serie de circunstancias que pueden ser de vital importancia para tu futuro.
La mujer detuvo el flujo constante de palabras, encendió otro cigarrillo y miró a los ojos del detenido, que seguía sin dar señales de querer hablar. Wilhelmsen suspiró elocuentemente y apagó la máquina de escribir.
—No me toca a mí decidir tu condena, si es que eres culpable. Pero cuando tenga que testificar en el juzgado sería muy importante para ti que yo pudiera decir algo bueno y positivo sobre tu disposición a cooperar con nosotros.
Sand volvió a experimentar esa sensación de cuando era pequeño y le dejaban ver la serie policíaca en televisión. Nunca se atrevía a ir al baño por si se perdía algo emocionante.
—¿Dónde lo encontrasteis?
La pregunta del holandés pilló completamente por sorpresa a Sand y pudo advertir por primera vez una leve inseguridad en el rostro de su compañera.
—En el sitio donde lo mataste —contestó ella de un modo exageradamente lento.
—Contesta a mi pregunta. ¿Dónde encontrasteis al tipo?
Ambos policías vacilaron.
—A la altura de la cabeza del puente Hundremann, al otro lado del río Aker. Pero eso ya lo sabes —dijo Hanne, mientras mantenía sus ojos clavados en él para no perderse un solo matiz de su rostro.
—¿Quién encontró el cuerpo? ¿Quién lo denunció a la Policía?
La vacilación de Wilhelmsen se convirtió en un vacío que Sand tuvo que rellenar.
—Fue una paseante, una abogada, amiga mía, por cierto, y seguro que fue una experiencia bastante jodida.
Wilhelmsen estaba furiosa, pero Sand se percató demasiado tarde de lo que había hecho. Cuando empezó a hablar, no se dio cuenta que ella le estaba avisando con la mano de lo que estaba ocurriendo. Se sonrojó fuertemente bajo la intensa mirada de reproche de la subinspectora.
Van der Kerch se levantó.
—Pues ahora sí que quiero un abogado —dijo, como si fuera una declaración—. Quiero a esa mujer; si conseguís que venga, me pensaré si hablo o no. Prefiero pasar diez años aislado en la cárcel de Ullersmo que tener a otro defensor.
Se dirigió por iniciativa propia hacia la puerta, franqueando las piernas de Sand como si fuesen un obstáculo, y esperó educadamente a que le acompañaran de vuelta a su celda. Wilhelmsen lo siguió sin mirar al todavía muy ruborizado fiscal adjunto.
Se habían acabado el café; no estaba muy bueno, y eso que estaba recién hecho. Sand explicó que era descafeinado. En un horroroso cenicero de color naranja había seis colillas.
—Después tenía un cabreo de la hostia conmigo, y con razón. Creo que va a pasar algún tiempo hasta que me permitan volver a estar presente en un interrogatorio. Pero el tío es firme, dijo que te quería a ti o a nadie. —El fiscal adjunto no parecía ahora menos cansado que cuando Karen Borg llegó, se frotó las sienes y se revolvió el pelo ya seco—. Le pedí a Hanne que le pusiera al chico todo tipo de reparos y objeciones, pero dice que es inquebrantable. La he cagado y la cosa mejoraría algo si consiguiera que me ayudaras en esto.
Karen suspiró, durante seis años de su vida prácticamente no hizo otra cosa que hacerle favores a Håkon. Sabía que tampoco esta vez iba a ser capaz de negarse, pero pensaba ponérselo muy difícil.