—De acuerdo. ¿Los cito a todos para otro día?
—Sí, hazlo, por favor. Diles que me ha surgido un imprevisto. Tengo que hacer un par de llamadas importantes, que no me moleste nadie.
Se levantó y cerró la puerta que daba al pasillo, después sacó un pequeño teléfono móvil y se acercó a la ventana. Al cabo de un par de llamadas logró ponerse en contacto con la persona que andaba buscando.
—Hola Christian, soy Peter.
—Buenos días.
La voz era tenebrosa y armonizaba mal con el mensaje.
—Bueno, lo cierto es que no son buenos para ninguno de los dos. Entiendo que debo felicitarte, por lo que dicen los titulares de los periódicos: uno, libre; el otro, encarcelamiento parcial. No es un mal resultado.
La voz era plana e inexpresiva.
—Esto es un jodido lío, Peter, un auténtico desbarajuste de mierda.
—No lo dudo.
Ninguno de los dos habló y el crepitado de la conexión empezaba a ser molesto.
—Hola, ¿sigues ahí?
Strup pensó que la conexión se había cortado, pero no era así.
—Sí, estoy aquí. Sinceramente, no sé lo que es mejor, que permanezca en prisión o que salga libre, ya veremos. El tribunal de apelación no dará a conocer su decisión hasta el final del día, o tal vez hasta mañana. Esta gente no es precisamente de la que alarga su jornada laboral.
Strup se mordió el labio inferior, cambió el teléfono de mano, se dio la vuelta y se situó de espaldas a la ventana.
—¿Existe alguna posibilidad de parar esta avalancha? Quiero decir, ¿de un modo relativamente decente?
—Quién sabe, de momento estoy preparado para cualquier eventualidad. Como esto reviente va a ser el caso más importante desde la Segunda Guerra Mundial. Espero encontrarme lejos para entonces. Ojalá me hubieras mantenido al margen.
—No pude hacerlo, Christian, que Lavik te escogiera a ti fue una increíble suerte dentro de toda esta desdicha. Alguien en quien podía confiar, confiar de verdad.
No pretendía en absoluto que fuera una amenaza; sin embargo, la voz de Bloch-Hansen se tornó más incisiva.
—Que te quede una cosa muy clara —dijo con determinación y dureza—, mi buena voluntad tiene límites y te lo dejé bien claro el domingo. No lo olvides.
—No tendré ocasión de hacerlo —contestó Strup en un tono seco, para concluir la conversación.
Permaneció de pie, apoyado en la fría ventana. «Esto no es un jodido batiburrillo, es un puto caos», se dijo. Hizo otra llamada que finalizó al cabo de tres o cuatro minutos. A continuación salió a desayunar, aunque no tenía ni pizca de hambre.
Sentada ante una mesa de pino, delante de una ventana con laterales y travesaños de madera y cortinas de cuadros rojos, Karen disfrutaba del desayuno con un apetito bien distinto. La tercera rebanada de pan estaba a punto de desaparecer y el bóxer, tumbado con la cabeza sobre las patas entrecruzadas, miraba a su ama con ojos melancólicos y suplicantes.
—¡Pedigüeño! —le recriminó, y siguió profundizando en la novela que tenía delante.
La emisora P2 la entretenía lo justo, el sonido salía de una vieja radio portátil colocada en la estantería sobre la encimera.
La cabaña estaba ubicada en una loma pedregosa con unas vistas panorámicas que, cuando era niña, creía que llegaban hasta Dinamarca. A los ocho años había evocado aquellos parajes sureños y los veía llenos de hayas y gente sonriendo. La imagen no había desaparecido, ni las burlas de su hermano ni la demostración científica de su padre, que le decía que todo eran imaginaciones suyas, lo habían conseguido. Al cumplir Karen los doce, la imagen había palidecido; el verano que empezó en el instituto, Dinamarca entera se había hundido en el mar. Había sido una de las experiencias más dolorosas en su camino hacia la madurez, tuvo la sensación de que las cosas no eran como ella siempre había creído.
No había tenido demasiados problemas para calentar el lugar, la cabaña estaba muy bien aislada y preparada para el invierno. Estaba provista de electricidad y todavía quedaba mucho del domingo cuando la casa alcanzó una temperatura agradable. No se atrevió a poner en marcha la bomba de agua eléctrica por si se congelaban las tuberías. No importaba, el pozo se encontraba a un tiro de piedra de la cabaña.
Habían transcurrido dos días y se sentía más tranquila de lo que lo había estado desde hacía muchas semanas. El teléfono móvil estaba encendido como medida de seguridad, pero sólo la gente del despacho y Nils disponían del número. Éste la había dejado en paz, pues las últimas semanas habían sido una dura prueba para ambos. Se encogió al recordar su mirada afligida e interrogante, y todos sus desesperados intentos de satisfacerla. El rechazo era ya una costumbre, y se dedicaban a hablar con amabilidad del trabajo, de las noticias y de las cosas cotidianas y necesarias. Ninguna intimidad, ninguna comunicación. A lo mejor sintió cierto alivio cuando ella decidió marcharse una temporada, aunque intentó protestar con lágrimas en los ojos y con preguntas desalentadas. En cualquier caso no había vuelto a dar señales de vida después de que mantuvieran la conversación de rigor para asegurarse de que ella había llegado bien. Estaba contenta de que él respetara su deseo de estar sola, pero no podía evitar sentir cierto fastidio al comprobar que realmente lo conseguía.
Sintió un fuerte escalofrío que la hizo estremecerse y derramó un poco de té en el platillo. El perro levantó la cabeza al notar el movimiento brusco; ella le lanzó un trozo de queso que el animal atrapó en el aire.
—No tienes bastante con un trozo —le dijo como para ahuyentarlo, sin que el perro mostrara signo alguno de perder la esperanza de cazar al vuelo otro pedazo, con su hocico lleno de babas.
De repente pegó un salto y subió el volumen de la radio. Debía de haber un mal contacto porque el sonido se distorsionaba cuando giraba la tecla del volumen.
¡Lavik en la cárcel! Dios mío, eso tenía que ser una victoria para Håkon. Habían dejado en libertad a otro hombre, de 52 años, aunque ambas decisiones iban a pasar por un control y una revisión posteriores. Seguro que se referían a Roger. ¿Por qué habrían dejado en libertad a uno y mantenido en la cárcel al otro? Ella había estado convencida de que, o bien los encarcelaban a los dos, o bien los soltaban a ambos.
El noticiero no aportó nada más.
La mala conciencia empezó a manifestarse, le había prometido a Håkon que lo llamaría antes de marcharse de la ciudad. No lo había hecho, no tuvo fuerzas, tal vez lo llamase esta noche, pero sólo quizá.
Acabó la comida y el bóxer recibió dos trozos de queso adicionales. Iba a fregar los cacharros antes de salir para recorrer los dos kilómetros hasta el quiosco de prensa. No era mala idea seguir el asunto por los periódicos.
—¿Dónde diablos se ha metido esta mujer? —Estrelló el auricular contra el escritorio; el teléfono quedó destrozado—. Mierda —dijo algo sorprendido y mirando cariacontecido el teléfono; luego acercó el auricular al oído y el tono seguía ahí, una goma elástica serviría como reparación provisional—. No lo entiendo —prosiguió más calmado—. En el bufete dicen que no estará localizable durante una temporada y en casa no contesta nadie.
«Y definitivamente no llamaré a Nils», pensó sin decirlo. ¿Dónde estaba Karen?
—Tenemos que encontrarla —dijo Hanne en un comentario superfluo—. Es urgente tener otra entrevista con ella, y lo mejor sería tenerla hoy. Si tenemos suerte, el tribunal de apelación no estudiará el caso hasta mañana, y para entonces podríamos brindarles otro interrogatorio, ¿no?
—Pues sí —murmuró Håkon.
No sabía qué pensar. Karen había prometido avisarlo cuando se marchara. Él había mantenido su parte del acuerdo, no la había llamado ni había intentado dar con ella. Qué raro que ella no hubiera mantenido su parte, si es que realmente estaba fuera. Las posibilidades eran múltiples, tal vez estuviera reunida con toda discreción con un cliente. Tampoco había que tomárselo tan a pecho. No obstante, una sensación creciente de intranquilidad lo hostigaba desde el domingo. El consuelo que le proporcionaba saber que al menos se encontraba en la misma ciudad que Karen se había marchitado y había acabado desapareciendo del todo.
—Tiene un móvil con número secreto. Utiliza todo tu peso policial para hacerte con él. La operadora de móviles, su despacho, lo que sea. Procura traerme ese número, no debería ser tan difícil.
—Voy a seguir buscando al hombre sin bota, me da igual lo que digas —afirmó Hanne, que volvió a su propio despacho.
El hombre mayor de pelo gris estaba asustado. El miedo encarnaba un enemigo hasta ahora desconocido y luchaba enérgicamente contra él. Había estudiado los periódicos con lupa, pero era imposible hacerse una idea clara de lo que sabía la Policía. El artículo que apareció en la tirada dominical del Dagbladet era en sí suficientemente aterrador, pero no podía ser cierto. Jørgen Lavik había jurado y perjurado su inocencia, eso sí que rezumaba de los rotativos, con lo cual era imposible que hubiese hablado. Nadie más sabía quién era, así que no había, ni podía haber, peligro alguno.
El miedo no se dejó convencer, se le agarró con sus zarpas ensangrentadas al corazón y le provocó un intenso dolor. Durante un instante respiró de manera entrecortada para intentar recobrar el control de sí mismo. Cogió una cajita con pastillas del bolsillo interior de su chaqueta, sacó torpemente una píldora y se la colocó bajo la lengua. Le alivió, recuperó el ritmo respiratorio y consiguió correr un tupido velo sobre la parte más agobiada de su persona.
—Por Dios, ¿qué te pasa? —La secretaria, que iba siempre como un pincel, se había asomado estupefacta a la puerta y se abalanzó sobre su jefe—. ¿Va todo bien? Tienes el rostro completamente gris.
La preocupación parecía sincera; aquella mujer idolatraba a su jefe. Además, sentía un terror obstinado ante la piel gris y húmeda desde que su marido había fallecido en la cama junto a ella cinco años antes.
—Ya estoy mucho mejor —aseguró él, que se desembarazó de la mano que la mujer había posado sobre su frente—. Es cierto, muchísimo mejor.
La secretaria salió atolondrada a por un vaso de agua. Cuando regresó, el viejo había recobrado parte de su color facial natural. Se bebió el agua con avidez y con una sonrisa ajada pidió más. La mujer se precipitó por otro vaso que desapareció con la misma premura.
Después de haberse asegurado repetidas veces de que todo iba bien, la secretaria se retiró con reticencias a la antesala. Inquieta, frunció el ceño y dejó la puerta entreabierta, con la esperanza de que el hombre al menos diera alguna señal antes de morir. El hombre gris se levantó con firmeza y cerró la puerta tras ella.
Tenía que hacer de tripas corazón y recomponerse. Tal vez debiera tomarse unos días libres. Lo más importante era mantenerse completamente neutral con todo lo que estaba cayendo. No le podían pillar, lo más sensato era mantener el tipo mientras se lo pudiera permitir. Pero debía, «tenía» que averiguar lo que sabía la Policía.
—¿Cuánto se puede ganar en realidad con las drogas?
La pregunta resultaba llamativa, puesto que la formulaba una investigadora que llevaba muchas semanas trabajando con un caso de estupefacientes. Pero Hanne Wilhelmsen nunca tenía miedo de plantear preguntas banales y, en los últimos tiempos, había empezado a preguntárselo seriamente. Si hombres más o menos respetados, con unos ingresos muy por encima de lo que ella consideraría altos, estaban dispuestos a arriesgarlo todo para ganar unos cuartos de más, tenía que tratarse de grandes cantidades de dinero.
Billy T. no se sorprendió en absoluto. Las drogas eran una cosa difusa y poco clara para la mayoría de la gente, incluso dentro de la Policía. Para él, en cambio, el concepto era bastante tangible: dinero, muerte y miseria.
—Este otoño, las Policías encargadas de los asuntos de drogas en los países nórdicos han requisado once kilos de heroína a lo largo de seis semanas —dijo—. Hemos arrestado a unos treinta correos en todos estos países, y ha sido gracias a la investigación de la Policía noruega. —Parecía orgulloso de lo que contaba, y probablemente tenía razones para estarlo—. Un gramo proporciona un mínimo de treinta y cinco dosis. En la calle, cada dosis cuesta unas 250 coronas. Así que te puedes hacer una idea de las sumas de las que estamos hablando.
Hanne apuntó las cifras en una servilleta, pero ésta se desgarró.
—¡En torno a ocho mil setecientas coronas por gramo! Eso son… —con los ojos cerrados y la boca moviéndose en silencio, renunció a la servilleta e hizo una serie de cálculos mentales, luego abrió los ojos— 8,7 millones por kilo, casi cien millones por los once kilos. ¡Once kilos! ¡Eso no ocupa más que un cubo lleno! Pero ¿hay mercado para tanto dinero?
—Si no hubiera mercado, no lo importarían —comentó Billy T. en tono seco—. Y la introducción en el país es desesperantemente sencilla con el tipo de fronteras que tenemos nosotros, ya sabes, incontables entradas de barcos y aterrizajes de aviones, además del tráfico de los coches que entran por los pasos fronterizos. Es evidente que es imposible llevar a cabo un control demasiado efectivo. Pero, por suerte, la distribución es más problemática. La lleva un mundillo completamente podrido, y a eso nosotros le sacamos partido. En las investigaciones sobre drogas dependemos de los chivatazos. Aunque gracias a Dios, chivatazos tenemos un montón.
—Pero ¿de dónde sale todo?
—¿La heroína? En su mayor parte de Asia. De Pakistán, por ejemplo. El sesenta o setenta por ciento de la heroína noruega viene de allí. Por lo general, el material ha pasado por África antes de llegar a Europa.
—¿África? Eso es un rodeo, ¿no?
—Sí, geográficamente tal vez sí, pero allí hay muchos correos dispuestos. Pura explotación de africanos muertos de hambre que no tienen nada que perder. ¡En Gambia tienen escuelas para aprender a tragarse la droga! «Gambian swallow school». Esos chicos son capaces de tragar grandes cantidades de la sustancia. Primero fabrican bolas de unos diez gramos cada una, las envuelven con papel de plata y calientan el plástico para sellar el paquete. Luego llenan un condón de bolas de esas, lo impregnan de alguna sustancia y se lo tragan entero. No te creerías lo que son capaces de tragar. Entre uno y tres días más tarde, sale por el otro lado. Entonces hurgan un poco en la mierda y, ¡hala!, ¡somos ricos!
Billy T. lo contaba con una mezcla de asco y entusiasmo. Casi había terminado de comer, una enorme cantidad de pan integral con fiambre. Todo lo que había comprado en la cantina eran dos botellas de medio litro de leche y un café. Se lo estaba comiendo todo en un tiempo récord.