A las dos horas de haber salido del juzgado, el inspector Mateos recibió una llamada del conserje del hotel Palace para comunicarle que Olivier Delorme ya estaba de vuelta en Madrid. El policía pidió al instante que le pusieran con la habitación de Delorme y este, en un tono muy educado y con pronunciado acento francés, le dio la dirección del lugar en el que iba a permanecer toda la mañana y donde, con mucho gusto, le atendería.
De camino a la cita con Delorme, el subinspector Aguilar, que tenía serias dificultades para estar más de un minuto seguido sin pronunciar palabra, empezó a darle conversación a su jefe:
—Delorme se gana la vida fabricando mesas de billar. ¿No te parece llamativo el hecho de que un hombre con la cabeza totalmente rasurada se dedique al billar? ¿Será una forma de hacer publicidad de su negocio?
Mateos sonrió por la ocurrencia del subinspector y luego le aclaró:
—Las razones por las que una persona se afeita la cabeza voluntariamente son muy variadas. Algunos lo hacen cuando empiezan a perder pelo, para disimular la caída del cabello. Pero hay otras personas que se la afeitan, simplemente, por seguir una moda. ¿Te acuerdas de finales de los noventa? Varios artistas de cine, como Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger, se rasuraron el cráneo y su gesto fue imitado por miles de fans en todo el mundo.
—¿Habrá una conexión entre la cabeza afeitada de Thomas y la de Delorme?
—No lo creo, sería demasiado autoincriminatorio, ¿no crees? Lo más probable es que Delorme se la haya afeitado, o bien por las razones que te he mencionado, o simplemente para introducir un cambio en su vida, ya que algunas personas le dan la misma importancia al rasurado que a un cambio de vestuario.
—¿Y si hace meditación trascendental? He leído que algunos monjes del Tíbet se la rasuran como señal de humildad y sumisión a su dios.
—¿Qué has averiguado del negocio de Delorme? —preguntó Mateos para poner fin al coloquio sobre alopecia, que le estaba poniendo ya nervioso por recordarle que sus propias entradas avanzaban a un ritmo galopante.
—La relación calidad-precio de las mesas que fabrica este tipo —respondió Aguilar— es tan satisfactoria, que su firma, Billards Delorme, aunque radicada en París, recibe encargos desde todos los puntos de Europa. Por eso nos ha citado en un club de billar, jefe, porque acaban de hacerle un cuantioso pedido. El Club Isidro Ribas, con doce mesas de billar francés y dieciséis de billar americano, es el más importante de la ciudad. He hablado con uno de los socios y me ha dicho que han decidido sustituir sus viejas mesas, algunas de las cuales tenían más de veinte años de antigüedad, por los nuevos modelos que Delorme les ha ofertado. Así que nos vamos a encontrar a nuestro hombre supervisando el montaje y el nivelado del nuevo material.
Cuando Mateos y Aguilar entraron en el club se encontraron con una gigantesca superficie enmoquetada y despejada en su mayor parte, en la que eran perfectamente apreciables, por la diferencia de color, las marcas de las mesas que habían sido ya desmontadas. Vieron enseguida a Delorme, con su brillante cabeza rasurada, al fondo del local, acompañado de dos operarios, que enfundados en un mono azul, estaban llevando a cabo los últimos ajustes de las dos únicas mesas que habían tenido tiempo de instalar en lo que llevaban de mañana.
Un fuerte olor a pegamento para moqueta, que contaminaba todo el local, hizo que Mateos lamentara en el acto haber concertado la cita con el francés en semejante lugar, pero no había ya tiempo de dar marcha atrás, porque Delorme se había percatado de la presencia de los policías y comenzó a hacerles señas de que se acercaran hasta donde él estaba.
Como su jefe no había mostrado la placa al saludar al francés, Aguilar consideró oportuno, y hasta reglamentario, exhibir la suya a modo de identificación, pero lo hizo justo en el momento en que Delorme intentaba saludarle. El subinspector entonces se cambió la placa de mano para corresponder al saludo, pero este ya había desistido por completo del mismo, de modo que le dejó con el brazo en el aire. Para salir del paso, se erigió en voz cantante y dijo, usurpando la fórmula que solía emplear Mateos:
—Le agradecemos mucho que nos haya recibido. Vamos a procurar molestarle lo menos posible.
Su interlocutor no dio muestras de haberle escuchado, ya que se volvió enojado hacia uno de los operarios y le regañó en francés con gran virulencia por estar haciendo, al parecer, un nivelado de la mesa demasiado superficial. El empleado se lo tomó tan a pecho que lanzó de mala manera sobre el tapete verde el nivel de burbuja que tenía en la mano y se marchó en dirección a la calle, blasfemando de manera tan brutal que esta vez Mateos no necesitó los servicios de traducción simultánea de su ayudante.
Delorme dijo a modo de disculpa:
—He tenido que contratar personal nuevo porque tengo mucho trabajo. Esa es la razón por la que no les pude atender el otro día: tuve que viajar a París para traerme a estos dos nuevos montadores. No quiero que piensen que trataba de evitarles; como comprenderán, soy el primer interesado en que se atrape al asesino de Ronald.
A pesar del marcado acento francés, hablaba correctamente el castellano, aunque con una voz bastante más aguda de lo que uno hubiera esperado de un hombre de su corpulencia.
—Algunas de las preguntas que tenemos que hacerle son de carácter personal, señor Delorme —dijo Mateos—. Espero que lo entienda.
—Quiero colaborar con la policía, pregúntenme lo que quieran.
—¿Por qué lleva la cabeza afeitada? —preguntó Aguilar dejando estupefacto a Mateos, que no solo no había pensado comenzar por ahí el interrogatorio, sino que ni siquiera tenía previsto abordar el tema.
El francés encajó la pregunta con naturalidad.
—A Ronald le gustaba. ¿Por qué? ¿Es importante para resolver el caso?
—¿Sus útiles de afeitado están donde tienen que estar? ¿No le ha desaparecido nada?
—Nada en absoluto —dijo el francés con rotundidad, al comprender por dónde iban los tiros.
Mateos miró a su ayudante de tal forma que este entendió perfectamente lo que se esperaba de él, y dio un paso atrás como para indicar que no volvería a entrometerse.
—La relación entre usted y el señor Thomas…
—Ronald era mi pareja, si es lo que desea saber.
—¿Desde hace cuánto tiempo?
—La semana que viene íbamos a celebrar nuestro primer aniversario.
—¿Qué hacía usted en Madrid la noche del crimen, señor Delorme? ¿Estaba en la ciudad por trabajo o por placer?
—Por ambas cosas —dijo el francés—. Acompañé a Ronald a este viaje, en parte por asistir al estreno de la reconstrucción de la sinfonía y en parte porque coincidía que tenía este pedido tan fuerte en España. Pero su muerte me ha dejado tan desquiciado que ahora no sé si voy a ser capaz de llevar a cabo el trabajo. Ya ve cómo acabo de perder la paciencia con ese muchacho. Le he gritado injustamente, porque lo cierto es que se trata de un operario muy cualificado.
—Al entrar, pensé que se trataba de personal del club, porque este local no es suyo, ¿no?
—No, yo estoy aquí para instalar las mesas, pero siempre trabajo con mis propios operarios.
A Mateos le dio la impresión de que Delorme tenía los ojos humedecidos y que podía echarse a llorar en cualquier momento. Estuvo a punto de darle una palmada amistosa en el hombro pero le pareció que era poco profesional y en su lugar dijo:
—Si quiere ir a limar asperezas con su empleado, podemos volver dentro de un rato.
Delorme miró el reloj y asintiendo con la cabeza le respondió:
—Gracias, vuelvan dentro de media hora. Voy a pedirle excusas a François.
• • •
Cuando Mateos y Aguilar regresaron al club de billar, después de tomar un café, pudieron comprobar que Delorme había conseguido, efectivamente, congraciarse con su empleado, al que trataba de explicarle algo que tenía que ver con el taco que estaba blandiendo en la mano.
—¿Juegan ustedes? —les preguntó Delorme a los policías cuando se acercaron.
Mateos hizo un gesto negativo con la cabeza mientras que Aguilar estuvo tentando de decir que sí, porque lo cierto es que su padre le había enseñado los rudimentos del juego, aprovechando la circunstancia de que en un par de embajadas en las que había estado destinado había mesa de billar. Sin embargo, prefirió no irritar a Mateos exhibiendo sus conocimientos billarísticos y se limitó a decir:
—Yo soy mejor al futbolín, la verdad.
—¿No les importa que hablemos mientras pruebo la mesa? Voy muy retrasado.
—En absoluto —respondió Mateos—. Soy un pésimo jugador, pero me encanta ver rodar las bolas sobre el tapete verde.
Delorme colocó dos de las tres bolas en uno de los rincones y luego empezó a realizar una serie de tiros con la tercera bola, que tenían como finalidad comprobar la respuesta de las bandas y su correcta angulación respecto de la superficie de juego. En un momento dado, y como si el comportamiento de la bola jugadora no fuera de su agrado, la cogió con la mano, se la acercó a la boca, la humedeció con el aliento y finalmente la frotó con una gamuza hasta dejarla tan reluciente como su propio cráneo. Luego la devolvió al tapete verde y continuó efectuando pruebas de rodadura sobre la mesa. Mateos y Aguilar permanecieron en un silencio reverente durante casi un minuto, admirando la maestría con la que su interlocutor hería con el taco la bola de billar, para imprimirle los efectos más sorprendentes: repeticiones múltiples de banda,
massés, renversés…
ninguno de los lances del billar parecía tener secretos para Delorme.
—Cómo me gustaría saber hacer todo eso —dijo Mateos.
—No se deje engañar por las apariencias. No soy más que un jugador mediocre; si tuviera talento me hubiera dedicado profesionalmente a este juego. Aunque le parezca increíble, gracias a la entrada de la televisión en este tinglado, si uno es bueno, se puede vivir razonablemente bien jugando al billar. Díganme, ¿en qué puedo ayudarles?
—El conserje del hotel nos ha informado de que la noche del crimen usted regresó temprano al hotel. ¿Puedo saber por qué no se quedó a la fiesta?
—Me parecía… ¿cómo decirlo?… banalizar el concierto que había habido antes, que fue muy hermoso. ¿Quién tiene ganas de escuchar música de salsa después de oír a Beethoven? Y además está el hecho de que a Sophie le dolía un poco la cabeza y me pidió que la acompañara al hotel. Pueden preguntarle a ella, si lo desean.
—No es necesario. Las cintas de las cámaras de seguridad de la casa nos han contado ya quién se fue con quién y a qué hora.
—¿En serio? ¿Y aparece Ronald en esas filmaciones?
—Desde luego. Se le ve salir solo de la casa a la media hora de que concluyese el concierto.
—Tal vez estuviese molesto por el hecho de que su anfitrión contratara a una orquestina después de su concierto y se marchó por eso.
—¿Usted no habló con él esa noche?
—Hablé antes del concierto. Sophie y yo fuimos al camerino a desearle suerte. Pero luego ya fue imposible comunicarse con él, estaba fuera de cobertura.
—¿No tiene idea de adónde pudo ir?
—Ni la más remota. Que yo supiera, no conocía a nadie en la ciudad.
—¿Por qué supone que mataron a su compañero?
—Me figuro que tiene que ver con esa cosa que llevaba tatuada en la cabeza, ¿no?
—¿Quién le ha hablado del tatuaje? En la prensa no se ha publicado nada.
—Ha sido Sophie. Hablo con ella con frecuencia.
—¿Sabe por qué se hizo tatuar su compañero la partitura o al menos quién le hizo el trabajo?
—No tengo ni idea. Ronald nunca me dijo que se hubiera tatuado nada en ninguna parte del cuerpo.
—La noche del crimen, ¿qué hizo al llegar al hotel?
—Fui directamente a mi habitación.
—¿Y pudo conciliar el sueño sabiendo que su compañero estaba, por así decirlo, desaparecido?
—En realidad no me dormí hasta muy tarde. Estuve leyendo durante un buen rato, porque como apunta usted, estaba inquieto y luego Sophie apareció en mi habitación.
—¿Sobre qué hora fue eso?
—Sobre las doce y media.
Mateos y Aguilar intercambiaron una mirada de extrañeza.
—¿Está usted seguro de la hora?
—Pudo ser la una de la madrugada, pero no más tarde.
—¿La invitó a su habitación?
—No, ya le he dicho que se presentó ella en la mía, sin avisar.
—¿Quiere ser más explícito?
—No era nada sexual. Sophie y yo congeniábamos muy bien y había ciertos asuntos de los que necesitaba hablar conmigo.
—¿En relación con su padre?
—No, eran asuntos del corazón. Que, como comprenderá, no voy a compartir con usted.
—Claro, claro —refunfuñó Mateos, un poco molesto por el hecho de que Delorme se hubiera puesto a la defensiva frente a una pregunta que él no había pensado formular.
—Todo esto es muy extraño, señor Delorme, ya que los príncipes Bonaparte, a los cuales usted sin duda conoce…
—Tengo ese dudoso honor, en efecto.
—Ellos aseguran que Sophie permaneció en su habitación hasta las tres de la mañana.
—Eso no es cierto.
—¿No llamaron en ningún momento al servicio de habitaciones del hotel? Sería magnífico que alguna camarera pudiera corroborar su versión.
—Lo siento, pero tendrá que fiarse de mi palabra.
—¿Hasta qué hora estuvieron hablando usted y Sophie?
Delorme, que se había puesto en cuclillas para mirar la mesa desde el nivel de la banda, se incorporó bruscamente y dijo:
—Hasta las tres, aproximadamente. Me pone nervioso esta conversación, inspector. Tengo la impresión de que usted sospecha de Sophie.
Mateos se dio cuenta de que estaba a punto de perder a Delorme si continuaba haciéndole preguntas sobre la hija de Thomas y cambió rápidamente de tercio:
—Señor Delorme, estamos convencidos de que el tatuaje que le costó la vida a su compañero es una clave. Una clave, que una vez descifrada, nos llevará a descubrir dónde se encuentra el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven.
—¿El manuscrito de la Décima Sinfonía? No entiendo lo que quiere decir. Ronald trabajaba en la reconstrucción del primer movimiento con los facsímiles de los bocetos de Beethoven, que están en el Departamento de Música de la Biblioteca Estatal de Berlín.
—No deseo ofender la memoria de su compañero —dijo el policía—, pero mucho me temo que Thomas hizo pasar por una restauración musical lo que en realidad era una partitura original de Beethoven. ¿Thomas nunca le comentó nada acerca de un manuscrito inédito?