La décima sinfonía (19 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: La décima sinfonía
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A Daniel no le dio tiempo a reaccionar a la propuesta porque en ese momento fueron interrumpidos por un individuo de aspecto cadavérico y modales parsimoniosos, que resultó ser el secretario personal del millonario.

—¿Sí, Jaime? —preguntó Marañón.

—Acaba de llegar, don Jesús. La han dejado abajo, ya montada.

—Perfecto. Tenía miedo de que se hubiera extraviado el envío y estuviera muerta de risa en el almacén de algún aeropuerto de mala muerte. Ven, Daniel, acompáñame. Para que veas que no solo de música vive el hombre.

• • •

Bajaron por una escalera exterior al espacioso sótano de la mansión y Daniel se topó de bruces con un auténtico museo medieval de la tortura. No conocía el nombre de ninguno de los aparatos que el multimillonario tenía allí expuestos, excepto quizá el garrote, por ser genuinamente español y haberlo visto en la inolvidable película de Berlanga
El verdugo
. Marañón no perdió el tiempo mostrándole los distintos artefactos que había ido coleccionando a lo largo de los años y fue derecho hasta su nueva adquisición, una silla de interrogatorios de la Santa Inquisición por la que había pujado por teléfono en una sala de subastas en San Gimignano, Italia. Marañón se quedó contemplándola, embelesado, como si fuera un cuadro de Tiziano. Puso una mano sobre el respaldo y luego dijo:

—¿Qué te parece?

—Es espeluznante.

—Sobrecogedora, diría yo. Mi mujer detesta la sola idea de tener aquí abajo esta auténtica galería del horror. Una vez hasta me amenazó con divorciarse de mí si no accedía a liquidar la colección. Ya sabes cómo son las mujeres: cuando comienzan a distanciarse de uno, empieza a parecerles odioso todo lo qué antes les hacía gracia.

Marañón dio un par de golpecitos con su anillo sobre el respaldo de la silla inquisitorial.

—Para mí esto es el equivalente de la máquina del tiempo de H. G. Wells. Me basta mirarla para olvidarme de que estoy en este siglo de mierda y sumergirme de lleno en el siglo XVIII. Esperabas que dijera la Edad Media, ¿verdad? Nuestra mente solo puede asociar algo tan primitivo y tan brutal a una época de oscurantismo y de tinieblas. Pues aunque te parezca mentira, sillas como la que ves aquí fueron empleadas en países tan ilustrados como Inglaterra y Alemania incluso hasta finales del siglo XIX.

La silla de interrogatorios era en realidad un gran sillón de madera con brazos, de alto respaldo, tapizado por dentro por mil trescientos clavos, distribuidos uniformemente por toda la superficie. A la altura de las espinillas y de los antebrazos, tenía sendas barras metálicas, conectadas a un torno de rosca, mediante las cuales era posible oprimir las piernas y los brazos del reo contra las puntas de metal, para atravesarle la carne. El asiento, que también estaba forrado de primitivos clavos de hierro, disponía de varios orificios para poder alimentar el interior de brasas incandescentes, con objeto de provocar severas quemaduras a la víctima, pero sin llegar a hacerle perder la consciencia.

—Aunque como puedes ver, los clavos no están demasiado afilados, he podido averiguar que este artefacto era un modelo de eficacia. ¿Me permites?

Marañón apartó a Daniel a un lado y para su sorpresa, fue a sentarse en la silla inquisitorial. No dio la menor muestra de dolor ni de fastidio y una vez instalado en ella, introdujo brazos y piernas por debajo de las barras metálicas y continuó hablando como si se hubiera subido al taburete de una cafetería.

—Lo que inflige dolor en el reo no son tanto los clavos como la idea de gradualidad; por eso están los tornos. La amenaza psicológica de que la tortura puede ser infinitamente mayor a medida que brazos y piernas van siendo comprimidos contra esta auténtica alfombra de púas es mucho más efectiva que la ejecución misma del daño físico, pues no hay mayor tormento que el de la propia imaginación. Aun así, tengo curiosidad por saber hasta qué punto eran efectivas estas barras. ¿Tienes la bondad, por favor?

Marañón, que tenía ya brazos y piernas inmovilizados bajo las varas de metal, hizo un gesto con la cabeza en dirección al torno, situado a un costado de la silla. Al ver que Daniel vacilaba, soltó una carcajada.

—Vamos, solo una vuelta. Es imposible que puedas lastimarme con una sola vuelta, fíjate en la holgura que hay.

Daniel comprobó que, efectivamente, había aún bastante espacio entre las extremidades de Marañón y el felpudo de clavos y decidió que podía complacer sin violentarse el capricho del millonario. Al girar el torno, el chirrido de los oxidados engranajes resonó contra las paredes de piedra del sótano como los gastados goznes de la cancela de un calabozo.

—Un poco más —pidió Marañón.

—Yo creo que ya es suficiente. Además, debo marcharme ya. Tengo una clase dentro de media hora.

Marañón tenía la cabeza apoyada contra el respaldo de la silla y había cerrado plácidamente los ojos, como mecido por aquel artefacto infernal. De repente abrió los párpados y dijo con una sonrisa.

—Espera, voy a hacer que te acompañen. ¡Jaime!

El secretario apareció como un perro obediente a la llamada de su amo y empezó a girar el torno para liberar a Marañón. Este, al ver que la presión de las barras disminuía, dijo con frialdad:

—En el otro sentido.

El asistente vaciló durante un instante y luego comenzó a oprimir los brazos y las piernas del
reo
sin mayores aspavientos. Cada golpe del torno, que estaba visiblemente oxidado, producía un inquietante gemido metálico, como si fuera la silla y no la persona sentada en ella, la que estuviera soportando la tortura. Marañón había vuelto a apoyar la cabeza contra el respaldo y en su rostro era imposible detectar la menor emoción, ni de placer ni de dolor. Hasta que llegó un momento en que aquel viejo mecanismo aherrumbrado se negó a seguir dando vueltas y al secretario le fue imposible continuar. Marañón dio por terminado el experimento y volvió la cabeza hacia Daniel, aunque sus palabras estaban destinadas, en realidad, al secretario, al que no se dignaba mirar.

—Hay que engrasar el mecanismo de cabo a rabo. Está bien, Jaime, ya puedes liberarme.

Al cabo de tres vueltas de torno, los brazos y las piernas de Marañón empezaron a recuperar la movilidad. Solo Daniel se percató de la gota de sangre que, escurriéndose desde el reposabrazos, fue a estamparse silenciosamente contra el suelo, dejando en él un borrón tan oscuro como las manchas del moho que corroían los húmedos muros del sótano.

28

Después de haber despachado a la policía, Otto Werner salió de sus oficinas en la Escuela Española de Equitación dispuesto a comprarse un libro que acababa de descubrir en internet:
La Amada Inmortal y otras mujeres de Beethoven
. Tan intrigado estaba por conocer la identidad de la persona que se había colado sin permiso en sus dependencias, para robar aún no se sabía qué misterioso objeto, como por saber a cuál de las innumerables amantes del compositor podía estar dirigida la carta que había sido hallada bajo el entarimado de la Escuela. Lo primero era misión de la policía, lo segundo tal vez podría llegar a establecerlo él mismo, después de haber dado un minucioso repaso a las relaciones sentimentales que Beethoven había mantenido a lo largo de su vida.

Werner, que no era ningún experto en Beethoven, sí conocía, como decenas de miles de aficionados al cine, las dos películas que se habían hecho sobre el músico en los últimos años y que tenían como eje argumental las tormentosas relaciones del genio con el otro sexo.
La Amada Inmortal
, en la que Gary Oldman daba vida al gran músico, aventuraba la hipótesis de que el amor de su vida había sido su cuñada, y que por lo tanto la enfermiza obsesión de Beethoven por obtener la custodia de su sobrino podía llegar a explicarse por el hecho de que se trataba en realidad del hijo que había tenido con la mujer de su hermano, antes de que este falleciera; hijo de quien la madre intentaba apartarlo. Aunque completamente indemostrable, la hipótesis era al menos verosímil, pues aunque no se sabe si llegaron a ser amantes o no, lo cierto es que Beethoven mantuvo una relación afectiva muy intensa de amor-odio con su cuñada, que existió realmente y que se llamó Johanna Reiss.

La otra película,
Copying Beethoven
, en la que Ed Harris era el encargado de dar vida al compositor, iba todavía más allá, en el sentido de que introducía un personaje completamente ficticio en un episodio de la vida del genio sobre el que había abundante información, como es el estreno de la Novena Sinfonía. En la película, una tal Anna Holz, estudiante de composición en el Conservatorio de Viena, mantenía una relación platónica con Beethoven, al tiempo que le ayudaba a preparar las
particelle
o partituras individuales que los distintos instrumentistas necesitan colocar en su atril el día de la ejecución de la obra.

Antes de comprar el libro, Werner estuvo consultando algunos otros que le hacían compañía en la sección de biografías musicales y que versaban más o menos sobre el mismo tema. En
El reverso tenebroso de Beethoven
, por ejemplo, el ensayista hablaba de sus relaciones con las prostitutas y con las mujeres de sus amigos. El libro decía que así como sus relaciones afectivas con el otro sexo habían decaído bastante en los últimos años de su vida, su libido en cambio no había disminuido con la edad ni como consecuencia de los múltiples y frecuentes achaques, que a veces le mantenían postrado en cama durante días. A su amigo y alumno Ferdinand Ries, que se encontraba en Londres, le escribió en cierta ocasión una carta, con motivo de un inminente viaje a la capital inglesa, que luego nunca llegó a realizar, en la que le advertía que vigilara bien a su esposa, pues aunque ya todos le consideraban un viejo, él era en realidad un «viejo joven». En los cuadernos de conversación que utilizaba para comunicarse con sus semejantes cuando la sordera se volvió galopante, Beethoven revelaba detalles de su vida privada de los que jamás hubiésemos tenido noticia de haber tenido intacto el oído.

«¿Adónde iba usted cuando le vi por la calle cerca del Haarmarkt?», le pregunta uno de sus interlocutores en uno de dichos cuadernos. Y Beethoven, en un latín horripilante contesta «
Culpam trans genitalium
», es decir, «atribúyale la culpa a la carne».

Pero no solo echaba canitas al aire con las rameras vienesas, sino que algunos de sus amigos le ofrecían, a modo de tributo carnal al genio, la posibilidad de pasar la noche con sus esposas. En la más importante biografía sobre el músico escrita hasta la fecha, el erudito Maynard Solomon aseguraba que Karl Peters, un amigo de Beethoven, le escribió en cierta ocasión en su cuaderno de conversación: «¿Le agradaría acostarse con mi esposa?». Y continúa Solomon: «Y aunque no consta la respuesta de Beethoven, sí figura una frase del tal Peters en el sentido de que iría a buscar a su mujer».

Werner se quedó admirado de la cantidad de teorías sobre la vida erótico-sentimental de Beethoven que plasmaban sus diferentes biógrafos. En
El gran sublimador
se decía que Beethoven había muerto virgen y que toda su energía sexual la había canalizado a través de la música. El autor sostenía que el músico carecía de
sex-appeal
, ya que era corto de estatura, tenía la cara picada de viruelas y solía ir con algodones sobresaliéndole de los oídos, empapados en un líquido amarillo. Llevaba una melena negra muy descuidada, que le caía todo el rato sobre el rostro, y sobre todo, hacía gala de un descuido en el vestir y de una falta de higiene que a las mujeres les provocaba un profundo rechazo. Otro volumen decía que Beethoven era homosexual y que había estado enamorado de su sobrino, otro más afirmaba que Beethoven era negro y que estaba excepcionalmente dotado. A Werner también le llamó la atención un ensayo que, por el título, parecía ser una biografía de Frank Sinatra,
Fly me to the moon
, pero que resultó ser un trabajo muy documentado sobre Giulietta Guicciardi, la condesa que inspiró a Beethoven la más conocida de sus sonatas, la
Claro de luna
. En la portada aparecía una mujer muy parecida a Valeria Golino, la actriz que había dado vida a la italiana en la película
La Amada Inmortal
. Werner se enteró de que había sido alumna de piano de Beethoven, que tenía diecisiete años cuando la conoció, que aceptó su propuesta de matrimonio, pero que el padre se opuso, porque no le veía futuro a Beethoven: no tenía empleo fijo, y lo de su sordera ya empezaba a saberse en Viena.

Cuando estaba a punto de dirigirse a la caja para pagar
La Amada Inmortal y otras mujeres de Beethoven
, Werner vio salir de la sección de audiolibros al guía Jake Malinak. Se acercó a él y antes de dirigirle la palabra, vio que se disponía a adquirir el mismo ensayo que él, solo que en versión hablada.

—Otto —llamó Malinak—, ¿eres tú?

El veterinario se quedó estupefacto ante el hecho de que el ciego hubiera detectado su presencia.

—Sí, Jake, soy yo. ¿Cómo lo sabes?

—Te pasas el día entre caballos y yo tengo el olfato bastante desarrollado —bromeó Malinak—. ¿Has comprado algo?

—No te lo vas a creer, pero tengo en la mano el mismo libro que tú. Se ve que el hallazgo de esa carta ha despertado en ambos un súbito interés por Beethoven.

—Si de verdad te interesa llegar a saber quién es esa misteriosa mujer a la que va dedicada la nota manuscrita del músico, conozco a una persona que nos puede ser de gran ayuda.

29

El inspector Mateos estaba esperando a Daniel en su despacho cuando este llegó al Departamento, a las cinco menos cuarto de la tarde.

El policía se había sentado en su sillón y había entreabierto la ventana para que el humo del cigarrillo saliera por la rendija, pero como no había encontrado cenicero por ninguna parte, estaba echando la ceniza en el celofán que previamente había retirado de la cajetilla. Cuando vio a Daniel, se levantó, cambió de mano el cigarrillo y le dio un apretón que le dejó la mano dolorida durante cinco minutos.

—Gracias por atenderme, confío en entretenerle el menor tiempo posible.

—No se preocupe —dijo Daniel, que estuvo tentado de recordarle la prohibición de fumar en todo el edificio. Pero no lo hizo, e inmediatamente sintió vergüenza de sí mismo por no tener el valor de decirle a un policía que apagara el cigarrillo.

—¿Podemos hablar aquí mismo?

—Sí, claro, es mi despacho. Aquí no nos va a molestar nadie. Lo malo es que no tengo nada para ofrecerle, ni siquiera un cenicero.

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