Geralt se limpió la cara de salpicaduras de sangre.
—Más tranquila, Ciri.
—Si estoy muy tranquila.
Otros tres. El brillo de la hoja, un grito, muerte.
La sangre resbalaba espesa hacia abajo, chorreaba por las escaleras.
Un rufián, con una brigantina con remaches de latón, fue a su encuentro armado de una larga pica. Tenía la mirada extraviada por los narcóticos. Ciri, con una rápida parada oblicua, desvió el asta, Geralt tajó. Se limpió la cara. Siguieron bajando, sin mirar atrás.
El segundo descansillo ya estaba al lado.
—¡Matadlos! —gritaba Skellen—. ¡A por ellos! ¡Mueeerteee!
Pasos y voces en las escaleras. El brillo de la hoja, un grito, muerte.
—Bien, Ciri. Pero con calma. Menos euforia.
Y
no te apartes de mí.
—Nunca más me apartaré de ti.
—No golpees desde el hombro si puedes hacerlo sólo desde el codo. Atenta.
—Estoy atenta.
El brillo de la hoja, un grito, sangre. Muerte.
—Bien, Ciri.
—Quiero ver el cielo.
—Te quiero mucho.
—Y yo a ti.
—Cuidado. Esto resbala.
El brillo de la hoja, un alarido. Les precedía la sangre que chorreaba por las escaleras. Iban hacia abajo, siempre hacia abajo, por las escaleras de la ciudadela de Stygga.
Otro rufián que venía a por ellos se resbaló en un escalón manchado de sangre. Cayó de bruces a sus pies, se desgañitó implorando piedad, cubriéndose la cabeza con las manos. Pasaron de largo, sin reparar en él.
Hasta el tercer descansillo nadie más tuvo la osadía de cruzarse en mi camino.
—Preparad los arcos —gritaba Stefan Skellen al pie de las escaletas—. ¡Y también las ballestas! ¡Boreas Mun tenía orden de traerlas! ¿Dónde se ha metido?
Boreas Mun —cosa que Antillo no tenía por qué saber— estaba ya muy lejos de allí. Cabalgaba derecho hacia oriente, con la frente pegada a las crines del caballo, galopaba todo lo deprisa que podía, exigiéndole el máximo al animal.
De los soldados que tenían orden de acudir con arcos y ballestas sólo se presentó uno, dispuesto a disparar.
Y a éste las manos le temblaban sin parar y los ojos le lloraban por el fisstech. La primera flecha apenas arañó la balaustrada. La segunda ni siquiera dio en las escaleras.
—¡Más arriba! —ordenaba Antillo—. ¡Sube un poco más, idiota! ¡No tires desde tan lejos!
El ballestero se hacía el sordo. Skellen juró por todos los demonios, le quitó la ballesta y subió a toda prisa un tramo de escaleras. Apoyó una rodilla en el suelo y apuntó. Inmediatamente Geralt cubrió con su cuerpo a Ciri. Pero la chica, en un santiamén, se coló por delante de él y, en el momento en que rechinaba la cuerda de la ballesta, ya estaba en guardia. Giró la espada hasta la cuarta superior y rechazó la saeta con tanta fuerza que estuvo un buen rato dando vueltas en el aire antes de caer a tierra.
—Muy bien —rezongó Geralt—. Muy bien, Ciri. Pero, como me vuelvas a hacer esto, te la ganas.
Skellen arrojó la ballesta. Y de pronto se dio cuenta de que estaba solo.
Todos sus hombres se apiñaban al pie de las escaleras. Ninguno tenía prisa por subir. Cada vez eran menos, algunos se habían marchado de allí a toda prisa. A buscar las ballestas, sin duda.
Y el brujo y la brujilla, tranquilamente, sin precipitarse pero sin aflojar tampoco el paso, seguían bajando, bajando, por las escaleras cubiertas de sangre de la ciudadela de Stygga. Muy juntos, hombro con hombro, tentando e hipnotizando con los veloces movimientos de las hojas.
Skellen se retiró. Y ya no paró en su retirada. Hasta la planta baja. Cuando se vio rodeado por su gente, cayó en la cuenta de lo lejos que había llegado. Maldijo impotente.
—¡Muchachos! —gritó, pero le salió un gallo—. ¡Valor! ¡Sus y a ellos! ¡Todos! ¡Adelante, mis valientes! ¡Seguidme!
—Id vos solo —dijo uno entre dientes, llevándose a la nariz la mano con fisstech. Antillo, de un puñetazo, le blanqueó con el narcótico la cara, la manga y la pechera del caftán.
El brujo y la bruja dejaron atrás un nuevo descansillo.
—Cuando lleguen aquí abajo, será más fácil rodearlos —les animaba Skellen—. ¡Ánimo, muchachos! ¡Valor! ¡A las armas!
Geralt miraba detenidamente a Ciri. Y a punto estuvo de estallar al ver en sus cabellos grises unos mechones blanquecinos, brillantes como la plata. Se controló. No era el momento de enfadarse.
—Con cuidado —dijo tranquilamente—. No te alejes de mí.
—Nunca me pienso alejar de ti.
—Ahí abajo la cosa va a estar muy peliaguda.
—Ya lo sé. Pero estamos juntos.
—Estamos juntos.
—Estoy aquí cerca —dijo Yennefer, que bajaba detrás de ellos por las escaleras, rojas y resbaladizas con tanta sangre.
—¡Todos! ¡A por ellos! —gritaba Antillo.
Algunos de los que habían ido a buscar las ballestas ya habían regresado. Sin ellas. Muy asustados.
Desde los tres pasillos que conducían a las escaleras les llegaba el estruendo de unas hachas echando abajo las puertas. Se oyeron unos golpes, un chasquido metálico y el eco de unos pasos pesados. Y, de pronto, por los tres pasillos empezaron a afluir soldados con cascos negros, con corazas y capas con una salamandra de plata. Los mercenarios de Skellen, intimidados por sus gritos y amenazas, fueron arrojando, uno tras otro, las armas al suelo. A los más indecisos los apuntaron con ballestas, con las puntas de bisarmas y picas, los apremiaron con gritos aún más inquietantes. Todos acabaron por obedecer, aunque se veía que los soldados negros se morían de ganas de apiolar a alguien y sólo buscaban un pretexto. Antillo estaba al pie de una columna, con las manos cruzadas sobre el pecho.
—¿Salvación in extremis? —preguntó Ciri entre dientes. Geralt negó con la cabeza.
Las ballestas y los dardos también les apuntaban a ellos.
—¡Glaeddyvan vort!
No tenía sentido resistirse. Los soldados negros pululaban como hormigas al pie de las escaleras y, aparte de eso, ellos estaban ya muy, pero que muy cansados. Pero no arrojaron las armas. Las depositaron cuidadosamente en los escalones. Y después se sentaron. Geralt notaba el calor de Ciri a su lado, podía sentir su aliento.
Sorteando los cadáveres y los charcos de sangre, mostrando a los soldados negros sus manos inermes, llegó también Yennefer. Se dejó caer en el escalón, junto a ellos. Geralt notó también su calor, por el otro lado. Lástima que no pueda ser así siempre, pensó. Pero sabía que no era posible.
Fueron amarrando a los hombres de Antillo y llevándoselos de allí. Cada vez había más soldados negros, con aquellas capas con una salamandra. De pronto empezaron a aparecer entre ellos oficiales de alto grado, reconocibles por sus blancos penachos y los ribetes plateados en sus corazas. Y por el respeto con el que todos los demás les abrían paso.
A uno de esos oficiales, cuyo casco tenía más adornos de plata que ningún otro, le mostraban un respeto excepcional. Todo el mundo le hacía reverencias.
Este oficial se detuvo ante Skellen, que seguía junto a la comuna. Antillo —pudo verse claramente, aunque fuera a la luz vacilante de las teas y de los cuadros que ardían en cestones de hierro—palideció y se quedó blanco como una pared.
—Stefan Skellen —dijo el oficial con una voz potente que retumbó en la bóveda del vestíbulo—. Tendrás que rendir cuentas ante un tribunal. Se te acusa de traición.
Se llevaron a Antillo, aunque no le ataron las manos como a un vulgar plebeyo.
El oficial se volvió. De un tapiz que colgaba en lo alto se desprendió un fragmento llameante que cayó dando vueltas como un gran pájaro de fuego. El resplandor se reflejó en los ribetes plateados de su coraza y en la visera del casco, que le llegaba hasta la mitad de las mejillas y que tenía —como las de todos los soldados negros— la forma de una monstruosa mandíbula dentada.
Ahora nos toca a nosotros, pensó Geralt. No se equivocaba.
El oficial se fijó en Ciri. Sus ojos brillaban a través de las aberturas del casco, observándolo todo sin perderse un detalle. Su palidez. La cicatriz de la mejilla. La sangre en la manga y en la mano. Los mechones blancos en los cabellos.
Después el nilfgaardiano volvió los hacia el brujo.
—¿Vilgefortz? —preguntó con su voz sonora.
Geralt negó con la cabeza.
—¿Cahir aep Ceallach?
Otro gesto negativo.
—Cuánta sangre —comentó el oficial, mirando hacia las escaleras—. Una auténtica carnicería. En fin, quien a hierro mata... Además, le has ahorrado trabajo al verdugo. Has recorrido un largo camino, brujo.
Geralt no contestó. Ciri se sorbió los mocos haciendo ruido y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Yennefer la reprendió con la mirada. Tampoco ese detalle se le escapó al nilfgaardiano, y sonrió.
—Has recorrido un largo camino —repitió—. Vienes del fin del mundo. Por ella y para ella. Aunque sólo sea por eso, algo se te debe. ¡Señor de Rideaux!
—¡A sus órdenes, majestad!
El brujo no se sorprendió.
—Tened la bondad de buscar por aquí un cuarto discreto donde pueda conversar tranquilamente, sin que nadie nos moleste, con don Geralt de Rivia. Además, aseguraos de que estas damas dispongan de toda clase de servicios y atenciones. Naturalmente, bajo una estricta y permanente vigilancia.
—Así se hará, majestad.
—Por aquí, don Geralt.
El brujo se levantó. Miró a Yennefer y a Ciri, con ánimo de tranquilizarlas, y para advertirles de que no hicieran ninguna tontería. Su advertencia sobraba. Estaban terriblemente cansadas. Y resignadas.
*****
—Has recorrido un largo camino —volvió a repetir, quitándose el casco, Emhyr var Emreis, Deithwen Addan yn Carn aep Morvudd, el Fuego Blanco que Baila sobre los Túmulos de sus Enemigos.
—No sé si el tuyo, Duny —respondió Geralt con calma—, no habrá sido aún más largo.
—Vaya, me has reconocido. —El emperador sonrió—. Y eso que se supone que sin barba, y con esta forma de proceder, estoy muy cambiado. Muchas de las personas que me conocían de Cintra han estado después en Nilfgaard y han sido recibidas en audiencia. Y hasta ahora nadie me había reconocido. Y tú, en cambio, me habías visto sólo una vez, y hace de eso dieciséis años. ¿Hasta tal punto se te había quedado grabada en la memoria mi imagen?
—No te habría reconocido, es verdad que has cambiado mucho. Sencillamente, hice mis conjeturas sobre quién podrías ser. Hace ya tiempo de eso. No sin ayuda ajena, y basándome en determinados indicios, adiviné cuál podía ser el papel del incesto en la familia de Ciri. En su sangre. En alguna de mis peores pesadillas soñé incluso con el incesto más terrible, con el más abominable de todos los posibles. Y mira, aquí te tengo, en persona.
—Apenas te tienes en pie —dijo fríamente Emhyr—. Y las impertinencias forzadas te hacen vacilar aún más. Puedes sentarte en presencia del emperador. Te concedo ese privilegio... de por vida.
Geralt se sentó con alivio. Emyhr se quedó de pie, apoyado en un armario entallado.
—Le has salvado la vida a mi hija —dijo—. En varias ocasiones. Te lo agradezco. En mi nombre y en el de la posteridad.
—Me dejas sin palabras.
—Cirilla —Emhyr ignoró la ironía— irá a Nilfgaard. A su debido tiempo será emperatriz. Exactamente del mismo modo en que han sido y serán reinas decenas de muchachas. Es decir, sin conocer apenas a su esposo. A menudo, sin tener de él un buen concepto sobre la base del primer encuentro. A menudo, decepcionadas por los primeros días... y las primeras noches de matrimonio. Cirilla no será la primera.
Geralt se abstuvo de hacer comentarios.
—Cirilla —prosiguió el emperador— será feliz, como lo son la mayoría de las reinas a las que me acabo de referir. Eso vendrá con el tiempo. El amor, que no le voy a exigir de ninguna manera, lo proyectará sobre el hijo que engendraré en ella. Archiduque, y futuro emperador. Emperador que engendrará a un hijo. Un hijo que será el soberano del mundo y que salvará al mundo de la destrucción. Eso es lo que dice la profecía, cuyo contenido preciso sólo yo conozco... Por descontado —prosiguió el Fuego Blanco—, Cirilla nunca sabrá quién soy yo. Ese secreto morirá. Con los que lo conocen.
—Está claro. —Geralt asintió con la cabeza—. No puede estar más claro.
—No puedes dejar de advertir —dijo tras una pausa Emhyr— la mano del destino en todo lo ocurrido. En todo. También en tus actos. Desde el comienzo mismo.
—Más bien, lo que veo es la mano de Vilgefortz. Porque fue él quien te encaminó entonces hacia Cintra, ¿verdad? ¿Cuando eras el Erizo encantado? Fue él quien hizo que Pavetta...
—Estás dando palos de ciego —le interrumpió abruptamente Emhyr, echándose hacia atrás la capa con la salamandra—. No sabes nada. Ni debes saberlo. No te he pedido que vinieras para contarte mi vida. Ni para darte explicaciones. Lo único que te has ganado es la certeza de que la chica no va a sufrir ningún daño. No estoy en deuda contigo, brujo, no hay nada que...
—¡Sí lo estás! —le interrumpió abruptamente Geralt—. Rompiste el acuerdo que sellamos. Faltaste a la palabra dada. Eso son deudas, Duny. Quebrantaste un juramento como príncipe, tienes una deuda como emperador. Más los intereses imperiales. ¡De diez años!
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. Porque eso es todo lo que me corresponde, nada más. ¡Pero tampoco menos! Tenía que presentarme a recoger a la niña cuando cumpliera seis años. No respetaste el plazo acordado. Quisiste robármela antes de que hubiera transcurrido ese tiempo. Pero el destino, del que tanto hablas, se ha burlado de ti. Durante los diez años siguientes intentaste luchar contra ese destino. Ahora ya es tuya, tienes a Ciri, a tu propia hija, a la que en su momento, de forma vil y miserable, privaste de unos padres, y en la que ahora pretendes, de forma vil y miserable, engendrar unos hijos incestuosos. Sin exigirle su amor. Con mucha razón, por lo demás. No eres digno de su amor. Entre nosotros, Duny, no sé cómo vas a ser capaz de mirarla a los ojos.
—El fin justifica los medios —dijo sordamente Emhyr—. Lo que haga, lo haré por la posteridad. Por la salvación del mundo.
—Si tiene que salvarse de ese modo —el brujo levantó de pronto la cabeza—, mejor que desaparezca este mundo. Créeme, Duny, es mejor que desaparezca.
—Estás pálido —dijo casi con dulzura Emhyr var Emreis—. No te excites tanto, que parece que estás a punto de desmayarte.