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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (50 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Y si es posible, con una jarra de cerveza, pero esta vez fría. Ya entré en calor por dentro —alcanzó a decirle Ludvik antes de que se fuera.

Capítulo IV

Media hora más tarde, Sokolny estaba sentado en una silla de respaldo tallado situada en la cabecera de la mesa en la habitación de la torre, observando a sus hombres. Además de Michel y Ludvik, en la habitación se hallaban Feliks Labunik, su castellano, Marek Lasicek y cuatro hombres más. Sus rostros transmitían seriedad, casi conmoción, y el conde leyó en muy pocos de ellos el valor y la resolución necesarios para hacer frente a los husitas. El alemán estaba dispuesto a enfrentarse con ellos, pero el conde ya contaba con que eso sucedería. Marek también se mostraba combativo; en cambio, Labunik permanecía sentado en su silla, tan pálido y caído como si un ángel del Señor acabara de anunciarle su próximo final.

El conde miró a todos fijamente, uno por uno, como si intentase despertarles el orgullo guerrero.

—Hasta el día de hoy, mi hermano y mis buenos amigos han logrado protegernos, aunque nosotros nunca hemos podido hacer prácticamente nada por ellos. Pero esas épocas se terminaron. Prokop el Pequeño y Vyszo ansian nuestra sangre, y no descansarán hasta hacernos sangrar. Pero no vamos a entregarnos a ellos de forma voluntaria. Quien quiera matarnos deberá pagar un alto precio por ello.

Labunik exhaló el aire de sus pulmones.

—Vuestras palabras son muy nobles y valientes. ¿Pero qué podemos hacer con nuestros pocos hombres contra los asesinos incendiarios de los taboritas?

—Podemos defender nuestras murallas —lo reprendió Michel—, y si Dios nos ayuda, los enviaremos a casa con las cabezas ensangrentadas.

—Así regresan al año siguiente y nos linchan —se le escapó a Labunik.

El conde lo midió con una mirada irritada.

—¿Acaso piensas quedarte cruzado de brazos esperando a que los taboritas estén a las puertas del castillo? ¡Para eso mejor ponte una soga al cuello y sal a su encuentro con la mortaja puesta! Yo tengo intenciones de agriarles mi final todo lo que me sea posible. Por eso enviaré un mensaje al rey Segismundo pidiéndole ayuda. Y estoy seguro que no nos la negará.

Sokolny notó que, al oír sus últimas palabras, los hombres se incorporaban e incluso Labunik recuperaba los colores.

—Si vais a enviar un mensaje al rey, será mejor que lo hagáis cuanto antes, ahora que el frío retiene al enemigo en sus cuarteles.

—Esa es mi intención, Feliks. Hoy mismo decidiremos quiénes formarán parte del grupo que partirá mañana de Falkenhain para elevar mi petición al emperador. —Sokolny vio que Michel levantaba la mano y se volvió hacia él con un gesto de disculpa—. Sé que quieres regresar con tu gente para revelar el enigma de tu origen, Frantischek. Pero te necesito aquí. Tus conocimientos y tu experiencia, que ni tú mismo sospechas dónde pudiste haber adquirido, son demasiado valiosos para mí. Feliks y Marek serán mis mensajeros.

Marek Lasicek le sonrió a Michel.

—Alégrate, nemec, de poder permanecer en el castillo calentito mientras que nosotros tenemos que abrirnos paso hacia el oeste a través de las alturas heladas de los bosques de Bohemia.

Michel no estaba para bromas, ya que un viaje a las tierras del emperador borraría las sombras que cubrían su pasado, de eso estaba seguro. Sin embargo, aceptó la decisión del conde. Puede que Labunik fuese un excelente administrador, pero no era un guerrero; Marek buscaba guerreros como él, pero sin embargo no tenía experiencia en preparar un castillo para defenderse del ataque de un ejército muy superior. En cambio, él mismo había demostrado sus conocimientos en reiteradas ocasiones, llamando la atención de Sokolny sobre los puntos débiles de Falkenhain tantas veces que ahora el conde no quería prescindir de él. Por un momento, Michel deseó saber menos sobre el arte de la guerra y más sobre su origen, si bien esas consideraciones eran ociosas en vista de la situación.

Sokolny impartió un par de órdenes más a Labunik y a Marek y los envió a escoger a los hombres que los acompañarían. Luego se retiró para escribirle una carta al rey de Bohemia y emperador alemán y ponerlo al tanto de la situación desesperante que estaba atravesando. Michel pensó en acompañar a Labunik y a Marek, pero finalmente decidió quedarse solo. Fue a buscar su abrigo y sus botas gruesas, que había dejado en la antesala de la cocina, y estaba a punto de salir otra vez al patio para regresar a lo alto de la torre cuando Janka, la hija de Sokolny, apareció y le cogió de la mano.

—Me alegro de que te quedes aquí, Frantischek.

Michel la miró sorprendido y se preguntó cómo había podido enterarse tan rápidamente de los planes que se habían discutido en la habitación de la torre. Por lo visto, la costumbre de espiar conversaciones detrás de las puertas estaba bastante difundida en Falkenhain. Michel sonrió con benevolencia, ya que comprendía a la gente. Rara vez llegaban noticias al castillo, y las que llegaban generalmente eran tan malas que alimentaban los miedos y pesadillas de sus habitantes.

Michel le sonrió a Janka e intentó tranquilizarla.

—No os preocupéis, señora. Seguro que el emperador nos enviará ayuda.

Ella se rio con amargura.

—¿Realmente lo crees? ¿A cuántas ciudades que permanecieron fieles a él en Bohemia ha ayudado hasta ahora? ¿Acaso no terminaron todas arrepintiéndose bajo los manguales de los taboritas de haber llamado a Segismundo su rey? ¿Qué te hace creer entonces que a él puede interesarle lo que suceda con un castillo tan pequeño e insignificante como Falkenhain?

Antes de que Michel atinara a responderle, Janka lo abrazó y presionó su boca contra los labios de él. Michel se resistió, asustado.

—¡No debéis hacer eso, señora!

—No quiero morir sin haber conocido el amor —exclamó la joven, inflamada de pasión.

—Y ciertamente no moriréis sin conocer el amor, señora, creedme. Muy pronto hallaréis un caballero noble y valeroso con quien seréis muy feliz.

—¿Un hombre noble? ¿Tal vez alguien como Feliks?

Su voz dejaba traslucir desprecio.

Michel sabía que Labunik se hacía ilusiones de terminar convirtiéndose en el yerno de Sokolny a falta de más candidatos, y hasta entonces él también esperaba que así fuera, ya que no se consideraba un candidato adecuado para pedir la mano de Janka Sokolna. Aun cuando el conde hubiese estado dispuesto a entregar la mano de su hija a un aventurero sin nombre, cuya única virtud era su destreza con la espada, el matrimonio no figuraba entre sus planes. Si bien experimentaba cierta simpatía por Janka, su corazón permanecía en silencio al verla. En sus pensamientos no había lugar más que para una sola mujer, y esa mujer se llamaba Marie.

—¡Señora, no deberíais permanecer en la puerta con semejante frío! Regresad mejor a vuestros aposentos. Y dispensadme, debo ir a supervisar a los guardias.

Michel le hizo un gesto y salió. Mientras se dirigía hacia la torre atravesando la noche en ciernes y subía las escaleras con cautela, se dijo que por el momento los husitas no constituían su mayor problema.

Capítulo V

Ese año el invierno no quería ceder, pero los grupos de guerra de los husitas siguieron cayendo sobre tierras alemanas a pesar de la nieve y del hielo. Si bien las noticias que le llegaban al emperador no eran más graves que las de años anteriores, a Segismundo, desgastado por la edad y por los años de luchas en vano, le parecían un mal presagio. Ya no tenía fuerzas para sobrellevar otra campaña más, pero al mismo tiempo sabía perfectamente que los príncipes del imperio estaban aguardando una mínima muestra de debilidad para negarle el apoyo de forma definitiva, y el primero de todos era el burgrave de Núremberg, que se autodenominaba orgullosamente príncipe elector de Brandeburgo, a pesar de que privilegiaba su patria franca por encima de las tierras arenosas de su electorado. La razón por la cual Segismundo le guardaba rencor a Friedrich era que, durante los primeros años del levantamiento bohemio, éste le había denegado su adhesión, participando en cambio en las luchas entre los duques bávaros. A él no le interesaba cuál de los Wittelsbacher gobernara en Landshut, en Munich o en Ingolstadt; lo que le importaba era la corona de Bohemia, que quería legar a su yerno y, a través de él, a algún nieto.

Para gran desilusión de Segismundo, la unión entre su hija Isabel y Alberto II de Habsburgo aún no había sido bendecida con un hijo, y Segismundo tomaba este hecho como un símbolo de su propia decadencia. Esa sensación lo había impelido a peregrinar a Bamberg en pleno invierno para rezar frente a la tumba del canonizado emperador Enrique II del Sacro Imperio Romano Germánico y de su esposa Kunigunde y rogarles que le otorgaran la energía necesaria como para poder volver a llevar con dignidad la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, que lo atormentaba como una corona de espinas. El viaje lo había agotado tanto que al llegar había temido que su fin estuviera cerca, y ahora llevaba varias semanas en la sólida residencia de caza que el obispo de Bamberg le había puesto a disposición para que se recuperara.

Segismundo se levantó de la silla con gran dificultad, se ciñó más sobre el cuerpo el abrigo con adornos de piel de marta cibelina y se asomó por la ventana. Los primeros rayos tibios de sol habían comenzado a derretir la nieve, aunque aún no se podía prever si el invierno lucharía contra su derrota, haciendo soplar una vez más su viento helado desde el este, o si por fin daría paso a la primavera. De repente, a Segismundo le pareció descubrir una similitud entre él y el invierno: si bien ambos continuaban luchando, en su interior sabían que habían sido derrotados.

Segismundo se dio la vuelta y regresó arrastrándose a su silla. Sobre una mesita torneada había una jarra de vino y una cazuela con codornices asadas. Perdido en sus pensamientos, cogió una de las aves y comenzó a comer sin apetito. Un sirviente se acercó corriendo con un trapo húmedo para limpiarle las manos, pero Segismundo ni siquiera le miró, sino que continuó meditando en silencio con los restos de la codorniz en la mano.

De pronto se oyeron unos ruidos procedentes de fuera que hicieron sobresaltar al emperador. Un momento después, las puertas de roble macizo se abrieron, permitiendo la entrada de uno de los guardaespaldas.

—Su majestad, el caballero Falko von Hettenheim acaba de llegar, acompañado por algunos señores procedentes de Bohemia.

—¿De Bohemia has dicho?

La noticia logró levantar el alicaído ánimo del emperador, y su corazón se llenó de una tímida esperanza. ¿Acaso sus subditos rebeldes se habrían cansado de derramar sangre y estarían dispuestos a deponer las armas? Si ése era el caso, les concedería generosamente el perdón, aunque exceptuando a sus líderes ávidos de muerte, los dos Prokop y sus peores secuaces, a menos que éstos le trajeran personalmente de regreso la corona de Bohemia, que ya creía perdida. Sin embargo, sus esperanzas se derrumbaron al ver a los dos hombres mal ataviados que llegaron acompañando a Falko von Hettenheim. El líder, que tal vez perteneciera a la nobleza, era un hombre enjuto de entre treinta y cuarenta años cuya sencilla guerrera parecía haber sido cosida por una campesina con algún género áspero, e incluso su auxiliar llevaba el traje de un simple soldado de infantería.

Mientras Labunik y Marek se inclinaban torpemente ante el emperador, Falko von Hettenheim se quedó parado en la puerta. Había engordado durante el invierno y parecía más malhumorado que antes. Su esposa había dado a luz a su sexta hija, y como el emperador le escatimaba la recompensa prometida y hasta ahora no le había dado ni título ni tierras, para su desgracia aún no había podido deshacerse de la hija de Rumold von Lauenstein.

Labunik se sentía tan cohibido en presencia del emperador que apenas si podía abrir la boca.

—Su majestad, yo... nosotros...

Se interrumpió y miró a Marek en busca de ayuda. Éste carraspeó en voz alta y logró articular un par de frases con cierta ilación.

—Su majestad, nos envía mi señor, el conde Václav Sokolny, que ha permanecido fiel a vos y hasta el momento ha podido mantener el castillo de Falkenhain de vuestra parte. Ahora los taboritas quieren atacarnos, y por eso hemos venido a pediros que nos enviéis ayuda.

El emperador examinó su rostro, que expresaba honda preocupación por su señor, y le preguntó por las circunstancias que imperaban en Bohemia. Marek le respondió lo mejor que pudo, y en poco tiempo Segismundo se enteró por boca de aquel muchacho sencillo y honrado mucho más de lo que estaba sucediendo en Bohemia de lo que habían podido informarle sus más estrechos consejeros en todos esos años. Después de escuchar el informe de Marek, el emperador se reclinó, pensativo. Aún ignoraba cómo utilizar esa información y de qué manera podía apoyar al conde Sokolny. Pero entonces su mirada se posó en Falko von Hettenheim, y advirtió la oportunidad de tener un gesto noble.

—¿Qué opináis de la cuestión, Hettenheim?

Falko von Hettenheim encogió los hombros con desprecio.

—No creo que tenga sentido enviar un ejército para salvar un castillo que para colmo está alejado de todas las rutas principales.

Si llegara a desencadenarse una batalla, la canalla bohemia rebelde saldría triunfante, a menos que Dios nos enviase desde el cielo el apoyo de diez mil soldados de infantería completamente equipados, la soldada de varios años por adelantado y todas las provisiones necesarias.

—Puede que Dios haga milagros, pero dudo de que nos envíe sus huestes celestiales —replicó el emperador con una mirada amonestadora—. ¿No sería posible que acudierais en ayuda del conde Sokolny con vuestras huestes? A veces, un puñado de guerreros puede más que un ejército entero.

Falko von Hettenheim tuvo que contenerse para no responderle al emperador con una grosería. Lo último que deseaba era un lugar de residencia en plena área de influencia husita y tener que ponerse a las órdenes de un conde que desconocía y cuyo castillo quedaba tan en el corazón de Bohemia que no había posibilidad alguna de replegarse. Sin embargo, conocía al emperador lo suficiente como para saber que lo único que superaba su orgullo era su tozudez, y que por lo tanto debía ser prudente. Mientras continuaba pensando, una sonrisa maligna se le coló en el rostro. Dio un paso adelante e hizo una profunda reverencia.

—Me encantaría, su majestad, pero creo poder serviros mejor desde otro lugar. Esa tarea no es tanto para alguien con ideas propias, sino más bien para alguien acostumbrado a obedecer órdenes. Por eso, propongo enviar a mi valiente primo Heinrich al castillo de Falkenhain. Él apoyará al emperador con toda su energía.

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