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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (6 page)

BOOK: La clave de las llaves
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—Se fue de casa en coche…

—El coche ha aparecido esta misma mañana, en un aparcamiento, cerca de El Corte Inglés de Diagonal. Aún lo están revisando, pero no parece que haya señales de nada.

—Eso está muy lejos de donde encontraron el cuerpo —reflexioné en voz alta—. El cliente debió de recogerla en su coche. Debieron de quedar en un lugar concreto.

—Posiblemente —Como quien dice: «¿Y qué?»

A continuación, para romper aquel largo silencio durante el cual los dos éramos conscientes de que estábamos esperando las fotocopias del expediente, Palop me preguntó por la gente de la agencia, por el «loco de Biosca, ¿aún está tan pirado?», por Octavio, por mis hijos. Recordó que yo ya tenía nietos y me acabó preguntando la edad. Cuando se la recordé, me dijo que me conservaba muy bien, me preguntó si hacía gimnasia o algo por el estilo y, a continuación, previsiblemente, me habló de su salud, de que fumaba demasiado y que su trabajo ya lo aburría. Tenía ganas de jubilarse. Y, de repente, por sorpresa:

—Te aconsejo que no te metas en esto, Esquius. Déjalo. Huele mal. —Pero añadió—: Pero, si no lo dejaras, si te empeñaras en seguir adelante, tenme informado. Y cuenta con mi ayuda…

Se abrió la puerta y entró Soriano a tiempo de escuchar el remate de la frase:

—… Extraoficialmente, claro.

—El expediente… —dijo el inspector jefe de Homicidios.

—Dáselo a Esquius.

Inconscientemente, la mano se le cerró con más fuerza sobre la carpeta. Como un niño de tres años que tiene miedo de que un amigo le robe un juguete.

—Esto es confidencial.

—El Esquius es de confianza. Está haciendo una tesis doctoral y lo necesita.

Alargué el brazo y la carpeta roja se posó sobre la palma de mi mano. En la mano, en lugar de en la boca y después, con un enérgico impulso, tráquea abajo, que era realmente lo que le apetecía hacer a Soriano. Me puse en pie y cualquiera habría pensado que nos disponíamos a partirnos la cara.

—¿Esquius investigará estos asesinatos?

Se le entendía todo. Tendría que haber añadido: «¿… cuando no los investigamos ni siquiera nosotros?»

—¿Quiere decir que hay algo que investigar, Soriano?

El inspector estaba muy nervioso y ofendido. Como si Palop le hubiera ordenado que archivara el caso y ahora lo traicionara encargándomelo a mí, un huelebraguetas. Dijo:

—Mire: si a ese tío no le paramos pronto los pies, continuará matando. —Se me ocurrió que había oído aquel discurso en miles de películas y series de televisión. Podría haber continuado hablando con él, a coro. Pero me abstuve—. El hecho de que apague cigarrillos en la lengua de las víctimas es una firma. O la advertencia de un sicario que está ajustando cuentas o la marca de un asesino en serie. Yo creo que es un asesino en serie porque las dos putas eran demasiado distintas entre sí para estar implicadas en un mismo tema. Han sido elegidas al azar. Se trata de un caso de asesino en serie y los casos de asesinos en serie no son para los aficionados.

—Bravo —dije, mientras le daba un golpecito amistoso en el hombro—. Con eso me está diciendo que usted tampoco cree que el asesino sea ese Gavilán que buscan, ¿verdad?

Se puso colorado.

—¿Me permite? —Ejercí una cierta presión para que se apartase de la puerta y me dejara pasar—. Gracias, Palop. Te tendré informado.

Salí y los dejé discutiendo.

Escena 2

Cuando llegué a casa, volvía a pensar en Mónica, que me había pedido doce mil euros para pagarle un DJ a su novio músico. Doce mil euros, dos millones de pesetas, una sala de grabación, un DJ… Al abrir la puerta, tuve la fantasía de que veía a la Mónica de seis años corriendo alborotada por el pasillo, perseguida por su hermano Oriol. La vocecita de niña mimada, con aquel sonsonete delicioso: «¡Papá, papá, mira qué me hace Ori!». De pequeña, se negaba a llevar faldas porque su hermano, dos años mayor, se divertía bajándole las bragas. Aún hoy es muy raro ver a Mónica con falda. Aunque supongo que, si se lo pidiera Esteban, no tendría inconveniente en ponerse una falda hawaiana para asistir a un oficio religioso.

Fui al dormitorio, dejé la chaqueta sobre la cama y cambié los zapatos por las zapatillas. Me pareció que escuchaba la voz de Marta: «No la dejes ahí de cualquier manera. No es tan difícil colgarla en el armario».

De vez en cuando, me daba el coñazo.

Sentado en el sillón, delante de la tele, busqué el número del móvil de Sisteró en la agenda. Lo marqué en mi móvil porque las llamadas de móvil a móvil son más baratas que las de fijo a móvil. Quienes nos encontramos con la perspectiva de tener que dar doce mil euros a nuestra hija, tenemos que hacer economías.

—¿Sisteró? Soy Esquius, Ángel Esquius, no sé si te acuerdas de mí.

—¿El detective privado? ¡Claro que me acuerdo! Eres el único detective privado que conozco. ¿Qué es de tu vida?

—Nada nuevo.

—Lo que no tiene interés para un detective privado es apasionante para el resto de los mortales. ¿Qué me cuentas? ¿Tienes un titular para un pobre periodista?

—No, aún no. Sólo una pregunta que tendrías que responder. Pura curiosidad. Me parece que tú lo sabrás…

—Dispara.

—¿Habría manera de saber dónde estaba el rey el jueves pasado, o sea, hoy hace una semana?

—¿Quién dices?

—El rey. El rey, el rey de España.

Casi escuché cómo se desplegaban dos antenas telescópicas en su cabeza,
clink, clink.

—Vaya. ¿A qué viene esa pregunta?

—Simple curiosidad, ya te lo lie dicho.

—¡Vamos, vamos! Los detectives privados nunca preguntáis por simple curiosidad.

—Que sí, hombre, te lo digo en serio. Es una apuesta. Dice un colega mío que la gente pública está controlada por todo el mundo las veinticuatro horas del día. Yo digo que no. Y él asegura que el rey, por ejemplo, aunque nos parezca tan inalcanzable, puede ser localizado por cualquiera en cualquier momento.

—No me creo ni una palabra. ¿Es un tema de seguridad?

—No.

—¿Has tenido noticia de que alguien haya querido matar al rey…?

—Que no, Sisteró, de verdad. Sólo quiero saberlo para ganarme una cena. —Y impaciente, ya—: ¿Puedes decirme dónde estaba el rey la noche del jueves cuatro al viernes cinco?

—Pues… Espera… —Pensaba. O a lo mejor estaba tecleando en su ordenador. Comentaba, entretanto—: Es difícil, casi imposible. Si no estaba en un acto oficial, con público, o en el extranjero, no creo que podamos saberlo. Dicen que el rey tiene un 12 % de agenda pública y un 88 % de vida privada. A ver… No estaba en el extranjero en viaje oficial… Y no, no tengo noticia de que hubiera ninguna inauguración, audiencia real, ni acto oficial… No, no…

—¿Puede ser que estuviera en Barcelona?

—¿Quién lo ha visto? —saltó el periodista.

—Nadie, cono, Sisteró. Te prometo que esto es pura especulación. ¿Puede ser que el rey venga a Barcelona y nadie lo sepa?

—Hombre, lo sabrá el piloto de su avión, y los controladores aéreos del aeropuerto del Prat, y el personal del palacio de Pedralbes, y el personal de la Delegación del Gobierno, y el personal de la Generalitat… Y seguramente también en el Ayuntamiento…

—Pero, si quiere hacer un viaje de incógnito… Dicen que el rey hace salidas de incógnito…

—Hombre…

—Si viene en coche, por ejemplo…

—Pues lo sabrá su chófer…

—¿Y si va en moto? ¿No dicen que le gusta mucho hacer salidas en moto, en solitario?

—¡Joder, Esquius! ¡Si va en moto, sólo lo sabrá él, claro!

—Y enmascarado con un casco integral… ¿Verdad? Nadie lo reconocería.

—Demasiado arriesgado. Imagina que tiene un accidente.

—Arriesgado o no, dicen que a veces lo ha hecho —insistí—. Imagina que viene a Barcelona en moto y no va a dormir al palacio de Pedralbes…

—¿Y dónde quieres que vaya, si no?

—¡Estamos especulando! Imagina que tiene un amigo por aquí, o una amiga… Una fiesta nocturna, sorpresa… Una orgía, por ejemplo.

—¡Esquius! ¿Dónde fue la orgía?

—Sólo es una suposición, Sisteró…

—Ahora mismo haré cuatro preguntas.

—Y, cuando tengas las respuestas, ¿me las dirás?

Tardó en responder.

—Tú no me estás diciendo todo lo que sabes.

—Si me dices las respuestas, estás invitado a Casa Tito de Cadaqués, el mejor restaurante de la Costa Brava.

—Te tomo la palabra.

—Bueno… Ah, espera, una última pregunta…

—A ver con qué me sales, ahora.

—¿El rey fuma?

Uno, dos, tres, cuatro segundos de demora.

—No. Yo diría que no. No se le ha visto nunca fumar en público. Pero ya lo preguntaré.

—Bueno, gracias. Ah, para terminar…

—Tengo el número de tu móvil. Te perseguiré. Tendrás que pagarme una cena en Cal Tito.

A veces, tendría que morderme la lengua. O quemármela con un cigarrillo. O, como mínimo, elegir restaurantes donde no tenga marisco. Cualquier gasto, sumado a una inversión inicial y a fondo perdido de doce mil euros, suponía un gasto temerario para mi economía. Corté la comunicación y me quedé pensativo, hundido en mi sillón.

Mónica y Oriol me distraían de mis pensamientos enredando por allí, corriendo, gritando, llorando, riendo. Vi a Ori en el momento en que rompía aquel jarrón antiguo que Marta había heredado del abuelo, la única antigüedad de valor que habíamos tenido en casa, o el día en que Mónica se cortó con mi navaja de afeitar, porque se quería depilar los sobacos, y la vi andando como un autómata por el pasillo, los brazos levantados y el costado izquierdo empapado de sangre. O el día en que nos telefonearon diciendo que Ori había tenido un accidente con la bici y había perdido el conocimiento.

Por un momento, la casa adquirió el aspecto de años atrás. El embaldosado colorido del suelo, que el
parquet
había ocultado, las altas puertas de madera de teca con los cristales translúcidos, y los muebles rústicos de pino que tanto gustaban a Marta.

Se me ocurrió, imprudente, que no es necesario que la gente haya muerto para que sus fantasmas llenen una casa.

Y, como respuesta a este pensamiento temerario, apareció Marta apoyada en la puerta de la cocina, en aquella postura impertinente con que subrayaba y recriminaba mis meteduras de pata. «¿Por qué no piensas las cosas dos veces antes de hablar?»

Porque ella sí que había tenido que morir antes de que su fantasma me llenara la casa.

En el mismo momento en que la vi, la sala de estar sufrió una perturbadora mutación. Creció rápidamente, de tal manera que, si me lo hubiera propuesto, habría tardado horas en llegar a la puerta desde donde me observaba Marta. Los muebles se hicieron inmensos, el techo altísimo, había que ser un gigante para poder colgar de él la lámpara.

O a lo mejor es que yo me hice pequeño, pequeño, muy pequeño, insignificante, apabullado por el desconsuelo.

Fui al lavabo y me cuide mucho de cerrar la tapa después de utilizarlo. No quería que Marta me volviera a reñir.

Me trasladé a la cocina. Por el camino, conecté el equipo de música y empezó a sonar un CD de Diana Krall que últimamente me hacía compañía. Me gustaban especialmente sus versiones de
I've got you under my skin
y, en seguida,
I can't give you anything but love, babe
. Mis gustos musicales son amplios, heterogéneos y dispersos y terminan justo donde empiezan los intérpretes de theremin. Maquinalmente, conecté el horno. Mientras se calentaba, del frigorífico saqué los pimientos y berenjenas escalibados y el solomillo. Del congelador, las alcachofas empanadas. Me serví un vasito de vino de una botella de Enate que tenía empezada, y, después de poner a freír las alcachofas, corté una rodaja de queso de cabra, la coloqué sobre una porción de escalibada y metí el conjunto en el horno, programado para que me avisara a los diez minutos. Deposité las alcachofas fritas sobre un plato con papel, para que absorbiera el aceite, y pasé el solomillo por la plancha, vuelta y vuelta.

Una vez puesta la mesa, dispuse ante los manteles individuales el contenido de la carpeta que me había dado Palop. Diligencias previas, actas de inspecciones oculares, ampliatorias, actas de declaración, levantamientos de cadáver, informes de autopsias, informes de la Policía Científica, informe del Instituto Nacional de Toxicología y, sobre todo, encuadernadas bajo el título de Informe Fotográfico, muchas fotografías. O, mejor dicho, fotocopias de las fotografías originales. Me quedé como un pasmarote, petrificado, absorto delante de aquel horror.

La joven Mary Borromeo.

Yo tenía una foto en el bolsillo donde se exhibía llena de vida y de sensualidad. De repente, a la luz cruda de un flash en la oscuridad, podía verla echada boca arriba, en una postura que recordaba un paso de sirtaki o de ballet clásico, los brazos abiertos, separados del cuerpo, casi en cruz, y el rostro vuelto hacia la derecha en dirección contraria a la parte inferior del cuerpo, donde las rodillas dobladas señalaban a la izquierda. Tenía el cabello corto adornado por una especie de diadema o aguja, y diría que no estaba ni un poco despeinada. Las lentejuelas del vestido rojo que la envolvía reflejaban chispas de luz en el objetivo. Era un vestido demasiado corto y con un escote excesivo para la época del año. Llevaba un collar de cuentas oscuras, verdes o quizá azules, amatistas o zafiros. Y un reloj de diseño sencillo y seguramente barato pero de buen gusto. No había impudicia en la postura, sino que transmitía una gran placidez. Lo único que rompía la armonía y llenaba la foto de patetismo era la expresión de la boca y de los ojos, muy abiertos, como si la muerte la hubiera sorprendido en el momento de darse cuenta de algo tan asombroso como obvio. Era cara de «¿Pero cómo es posible?» o «¿Cómo no se me había ocurrido antes?».

Me senté y empecé a cenar concentrándome en el estudio de aquellos documentos, tratando de ignorar los fantasmas que se sentaban alrededor de la mesa, Mónica diciendo que no le gustaba la escalibada, Ori exigiéndonos que nos calláramos, porque no le dejábamos escuchar la televisión, Marta recriminándome que leyera en la mesa.

Más fotografías.

Primer plano de la boca, de labios finos, sin pintar: sobre la lengua, como detalle repugnante, un cigarrillo. El informe decía «marca Gran Celtas, con boquilla», y yo añadía «el más barato del mercado».

Y un chal rojo, caído de cualquier manera, arrugado.

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