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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (4 page)

BOOK: La clave de las llaves
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Todavía no me habían traído la cerveza que había pedido para entretener la espera, cuando llegó Mónica.

—Hola, papá —me llegó por la espalda su voz despierta, su beso en la mejilla, el olor de colonia de bebés.

En aquel momento, me di cuenta de que había estado ensimismado, permitiendo que me rondaran inconcretos augurios referentes a prostitutas asesinadas y reyes asesinos.

—Tendríamos que elegir otra mesa, porque…

Venía acompañada.

A su lado, había un chico que parecía más joven que ella, encorvado y descolorido. Era muy pálido, de piel anormalmente blanca en esta época en que se valora tanto el bronceado, y su cabello también parecía haber perdido color, no era ni castaño ni rubio, como si se lo hubieran lavado con algún producto inadecuado que, de propina, se lo hubiera vuelto áspero y rebelde al peine. El jersey que vestía también era de un azul desteñido, y los pantalones vaqueros daban pena; le iban largos y tenían los bajos deshilachados de arrastrarlos por el suelo.

—Te presento a Esteban.

—¡Ah, el famoso Esteban! —dije, con falso entusiasmo de hipócrita experto.

Mientras permitía que le estrechara la mano, flàccida y sudada, el chico miraba obsesivamente hacia el pasillo que conducía a los lavabos, como si mi proximidad le provocara urgentes necesidades físicas. La ausencia de química entre los dos a primera vista era evidente.

Nos trasladamos a otra mesa. Ahora, lo que tenía delante era la publicidad de papel de fumar El Toro. Mónica iba de simpática y desenvuelta, en un intento de transmitir la imagen de qué bien nos lo estamos pasando. Yo le seguía la corriente de manera un poco forzada, un poco histérica. Y Esteban se empeñaba en contemplar cualquier cosa excepto mis ojos, sin duda en busca de la salida más próxima por donde huir cuando las cosas se pusieran feas.

Yo pedí la Pobola de Can Lluís, que consiste en un arenque con uvas y pan con tomate, y Mónica, después de arrugar la nariz ante mi elección, optó por unos higos con anchoas. Después, coincidimos en el conejo con caracoles. Esteban, siempre a la suya, como si estuviera solo a la mesa, pidió por el foie tibio de pato y las cigalas de Arenys, los platos más caros de la carta. Tuve la sospecha de que lo hacía a propósito, para ponerme a prueba, o para castigarme por ser el padre de Mónica.

Durante el primer plato hablamos de esto y aquello, de todo y nada. Para responder a «¿Cómo te van los estudios?», mi hija me describió a todos los profesores y todos los amigos y amigas de la facultad, uno por uno, lo que significaba que el tema que nos reunía era sumamente delicado. A continuación, adoptó su actitud de angustia vital, puso su mano sobre la mía y me preguntó, trascendental: «Y tú, papá, ¿cómo estás?». Desde que había muerto Marta, años atrás, me trataba como se trata a los que dan señales evidentes de estar pensando en el suicidio. Le dije que estaba bien, pero no se conformó y prolongó la conversación sobre mi salud física y mental durante tanto rato que, al final, yo ya estaba aterrorizado. ¿Qué era aquello tan terrible que tenían que decirme?

Por fin, salió.

Era que ella y Esteban muy pronto vivirían juntos y formarían una feliz pareja de hecho y de derecho.

Yo me quedé sin respiración y sin apetito.

—… Esteban vendrá a mi piso —puntualizaba mi hija, como para remarcar que no era tan grave. Ya hacía tiempo que se pagaba el alquiler de un piso gracias a trabajos esporádicos que hacía para un par de editoriales y también gracias a la ayuda económica que me comprometí a pasarle mientras ella terminaba su carrera de psicología.

Me volví hacia el chico para que se explicase, pero Mónica continuaba en su papel de portavoz.

—Tiene que irse de casa de su madre. Ha decidido independizarse. Allí, es imposible dedicarse a la creación.

—¿A la creación?

—Sí, su madre es… No sé cómo decirte… —Pedía ayuda al novio, porque siempre se hace un poco cuesta arriba describir a la suegra como una bruja en presencia del hijo, pero Esteban estaba concentrado en el minucioso descuartizamiento de una cigala gigante y no era capaz de prestar atención a tantas cosas al mismo tiempo. Mónica eligió la prudencia—: Su madre es muy suya, muy especial, no sé cómo decirte. —Sus ojos decían: «¡Un horror!»—. De manera que, si quiere estudiar y componer tranquilo, Esteban tiene que salir de su casa. Y yo, en el piso, tengo sitio.

—¿Componer? —me interesé. Me temblaba la mano, como si el tenedor pesara demasiado—. ¿Has dicho dedicarse a la creación?

—Ah, sí. Esteban es músico. Compositor. Es especialista en theremin…

—¿Celemín
?

—No: Theremin, con te y hache. Es un instrumento fabuloso que inventó Leon Theremin en 1929…

—¡Diecinueve! —apuntó Esteban, con la boca llena, asqueado ante tanta ignorancia—. ¡1919!

—El primer instrumento electrónico de la historia —continuaba Mónica con una ilusión y un entusiasmo que sólo podían ser producto del amor—. ¿Sabes la música que ponían en las películas de ciencia-ficción cuando salían los platillos volantes? Uuuiiiiiiiiuuu… Iiiiiuuu —Recordé perfectamente aquel ruido inquietante que me había provocado más de una cefalea—. Pues eso se hace con el theremin. Es el origen de los primeros sintetizadores. Es el único instrumento, aparte de la voz humana, que suena sin tocarlo con las manos. Sólo acercando los dedos a unas antenas que emiten una frecuencia…

No sé quién estaba más incómodo, si Esteban o yo. Mónica parecía la persona más feliz del mundo. No sé de quién habrá heredado semejante capacidad de fingimiento.

—Creí —aventuré, como en broma— que trabajabas en una ferretería. —De repente, me parecía mucho más prometedor un futuro como dependiente de ferretería que como músico. Especialmente, como músico experto en un instrumento del que no había oído hablar en mi vida.

—Sí, bueno —replicó Mónica, anunciando otro relato interesantísimo—. Pero lo dejó. Era un trabajo horrible. Un caso de acoso sexual. El dueño iba a por la chica de la caja y Esteban tuvo que pararle los pies. —Tan orgullosa de su héroe, pobrica. Yo no me imaginaba a Esteban parándole los pies a nadie—. Y, como no tenía contrato, ni seguro social ni nada, ahora se encuentra con una mano delante y otra detrás.

—¿Y la víctima ya denunció ese acoso sexual? —dije, con intención de subir el nivel del examen.

Esteban soltó una risita breve, destinada a subrayar mi conmovedora ingenuidad.

—Todos son unos hijos de puta —resumió, para dejar las cosas claras.

—Pero estará buscando trabajo —supuse, insinuando que no me gustaría nada que un mocoso desteñido viviera a expensas de mi hija.

—¡Claro! —exclamó Mónica. ¿Cómo me atrevía a pensar lo contrario?— A él no le importa trabajar mientras no pueda vivir de su vocación…

—Ah, bueno —dije. Y, recordando una conversación reciente—: Un amigo mío tiene una empresa de mensajería y siempre necesitan gente para los repartos. Puedo llamarle ahora mismo y…

Esteban me miró a la cara por primera vez, con el horror del acusado que acaba de escuchar una sentencia de pena de muerte.

—Yo no sé ir en moto —declaró—. No sé ir ni en bicicleta.

—Pero podrías aprender, sacarte el carnet y…

—Papá —dijo Mónica. Un «Papá» que equivalía a un «no digas más tonterías»—. Lo que Esteban busca es un trabajo tranquilo y a tiempo parcial, compatible con sus proyectos. Se bajó de Internet los planos del theremin y se ha fabricado uno… Y ha compuesto un concierto para theremin que es fabuloso, papá, tienes que oírlo. Tope tribalismo contemporáneo, ¿entiendes?, primitivismo urbano tomando el pulso a la tierra. Se ha hecho una maqueta…

Con un movimiento mecánico y brusco, Esteban sacó del bolsillo una casete y lo depositó sobre la mesa, cerca de mi mano.

—Ah, ¿lo has traído? —exclamó Mónica con voz desmayada y mirada recriminatoria, como si no considerase muy oportuno haber llevado aquello, fuera el que fuese. Recuperó la sonrisa con dificultad y volvió a su papel de intermediaria—. Bueno, pues sí, tú mismo podrás escucharlo.

La casete era el concierto. Lo cogí y me lo metí en el bolsillo. Mi movimiento habría sido idéntico si se hubiera tratado de la prueba de un crimen espantoso.

—Es maravilloso —aseguró Mónica, recuperando los ánimos—. Piensa que los Beach Boys utilizaron el theremin en su
Good Vibrations…

—Lo de los Beach Boys no era un theremin, era un tannerin — la interrumpió Esteban, con el tono severo de un teòlogo rebatiendo una herejía.

—Ay, perdona, Esteban, qué burra soy —se excusó, humilde y sumisa, mi hija. ¿Aquélla era la Mónica que yo conocía, la que se rebelaba en casa contra la autoridad familiar, la que no admitía recriminaciones ni imposiciones de ninguna clase? Continuó ella—: Bueno, los Beach Boys utilizaron el tannerin, que es una especie de theremin electrónico, pero tanto los Led Zeppelin, como Paul McCartney como muchos otros sí que lo usaron. —«Puede que lo utilizaran, sí, pero son unos aprendices, a mi lado», decía Esteban con los ojos y con una sonrisa torcida que se había dibujado en su rostro—. Y, bueno, también ha estado preparando los exámenes de arquitectura, Esteban, quiero decir, porque su madre —hizo girar los ojos para recalcar: «¡esa madre capadora de genios!»—, su madre se empeña en que termine la carrera de arquitectura, ella no quiere que sea compositor… Y, bueno, en cuanto pueda buscará trabajo…

O sea, que no estaba buscando trabajo. Y, después de la noticia feliz de su unión domiciliaria, y del cotilleo familiar contra la suegra, y el cataclismo laboral del acoso sexual, habíamos llegado a nuestro destino fatal: las dificultades económicas y el sablazo.

—… Pero, lo que te estaba diciendo… Ahora, él ha hecho esta maqueta, y la ha llevado a unas cuantas discográficas, y al Liceu, y a algunas productoras de cine y de teatro, porque sería una banda sonora estupenda para cualquier película…

—Las discográficas… —intervino Esteban sin mirarme—. Son todos unos cabrones y unos desgraciados, que sólo van a la pela, al éxito fácil…

—… Pero, claro, él se ha hecho esta maqueta en su casa, con su ordenador, y no tiene el nivel de calidad necesario para que el profano entienda bien su música, ¿entiendes? Y ahora lo que necesitaría, o sea, lo que tiene que hacer es grabar el disco con un DJ, un
disc-jockey
profesional que le haga las mezclas. —Yo la miraba con cara de póquer, como si no me imaginara ni remotamente dónde quería ir a parar. Y ella se lanzó. Mónica siempre ha sido valiente y descarada—: Eso quiere decir alquilar una sala de grabación en el Poble Nou. Y seis mil que costaría el local y seis mil que quiere cobrar el DJ… Con doce mil nos arreglaríamos.

—¿Doce mil?

—Doce mil euros.

—Eso equivale a dos millones de pesetas.

—Sí, no es tanto, ¿verdad? Y te los devolveremos en cuanto Esteban ligue el contrato, que seguro que le cae. Seguro que nos cae, que ahora que viviremos juntos, yo también soy parte implicada.

La miraba fijamente y pensaba que ella era capaz de pedírmelo porque sabía que yo no empezaría a pegar gritos ni puñetazos sobre la mesa. Y la verdad es que tenía ganas de hacerlo, pero llega un día en que descubres que te has pasado toda la vida actuando de una manera, asumiendo un estilo y un tipo de reacciones y que, cuando querrías cambiar, ya es demasiado tarde. En aquel momento, pensé que no me apetecía nada entregarle doce mil euros a aquel holgazán devorador de cigalas, pero temí ser incapaz de formular una negativa contundente. Me sentí un poco estafado por mi hija, que probablemente sabía que yo no podría negarle aquel dinero, y esa sensación aumentaba la ebullición de mis jugos vitales. Después, miré al chico descolorido, de mirada furtiva, y me lo imaginé partiéndose de risa mientras contemplaba sus manos mugrientas rebosantes de billetes de banco. ¡Mis billetes de banco!

—Bueno, permitiréis que me lo piense — murmuré.

Nunca había decepcionado tanto a mi hija.

—¿Quieres decir que no?

Perdí un poquito de estribos.

—Quiero decir que no lo sé, que tengo que ir a casa y revisar mis extractos bancarios, y ver si puedo prescindir de esa fortuna por unos días.

—Una fortuna… —hizo Mónica, como si le pareciera ridículo el uso de aquella palabra en aquellas circunstancias. Decepcionada, como si hasta entonces hubiera creído que yo era Papá Noel y de pronto descubriera que en realidad era el señor Scroggs.

Esteban le puso una mano sobre la suya, en un gesto de consuelo que se entendía sin palabras: «Ya te decía yo que no le sacaríamos un euro ni con sacacorchos. Tu padre es tan plasta como me imaginaba». Y con la mirada le recriminaba que le hubiera hecho pasar a él, un genio, por una experiencia tan humillante e inútil.

—Llámalo como quieras —dije—. No sé si tengo tanto dinero de sobras.

Pero eso significaba que, si lo tuviera (y lo tenía, y Mónica lo sabía), sí que estaba dispuesto a concederles el crédito. Me sentí derrotado.

Y la comida me costó más de lo que había previsto.

ACTO SEGUNDO
Escena 1

Mientras conducía mi Golf hacia la Jefatura de Vía Laietana, escuché la casete que Esteban me había dado, y me estremecí. Nunca me había sentido tan viejo, tan desfasado y alejado del mundo que me rodeaba. El iiiiiiuuuuuuuuuiiiiiiiiuuuuuu de platillo volante anacrónico se me metió en el cerebro y me deprimió. A partir de aquel momento, supe que nunca, durante el resto de mi vida, podría olvidar la imagen de Esteban destrozando cigalas mientras que, a su lado, la encantadora Mónica me pedía doce mil euros con exquisita ingenuidad. El concierto para theremin y batería me llegó al alma, me trastornó. No sé si era aquello lo que quería conseguir el compositor pero me dejó fuera de combate.

Apabullado por la indignación y por la certeza de que les acabaría dado el dinero, me imaginaba al Esteban ese delante de un bosque de antenas, moviendo las manos como un director de orquesta que se ha hinchado a anfetaminas, y con el rostro perlado de sudor e iluminado por una luz verdosa que venía de abajo y proyectaba sombras de película impresionista en las paredes y el techo. Me lo imaginaba líder de una secta que tenía como tótems los theremins y como objetivo principal vaciar las cuentas de los padres de sus acolitas. Era como soñar despierto y tener pesadillas al mismo tiempo.

Cuando llegué a Jefatura, no estaba en condiciones de entrevistarme con un policía y menos para sacarle información si él no me la quería dar.

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