La bestia debe morir (15 page)

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Authors: Nicholas Blake

Tags: #Policiaco

BOOK: La bestia debe morir
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—Los suicidas —observó Blount, un poco sentenciosamente— no suelen tragarse la botella junto con el veneno.

—¿Quiere decir que el vehículo del crimen, o como se llame, ha desaparecido? Será mejor que me lo cuente todo, si no le molesta. No sé todavía una palabra acerca de la muerte de George Rattery, salvo que una persona que paraba aquí, Felix Lane, cuyo verdadero nombre es Frank Cairnes, y que, como usted ya sabe, aquí todos le llaman «Felix», y creo mejor que le llamemos Felix Cairnes en adelante... Como decía, esta persona quería matar a George Rattery; pero según él fracasó, y algún otro debe haber ocupado su puesto.

El inspector Blount recibió esta bomba con un aplomo digno de la experiencia. Con gran minuciosidad se quitó las gafas, limpió los cristales y se las volvió a colocar sobre la nariz. Luego dijo:

—¿Felix Cairnes? Sí..., sí... El hombrecito barbudo. Escribe novelas policíacas, ¿verdad? Muy interesante.

Miró a Nigel con amable indulgencia.

—¿Por qué no establecemos las condiciones del partido? —preguntó Nigel.

—¿Usted, eh... eh, representa al señor Cairnes?

El inspector Blount se movía delicada, pero firmemente.

—Sí. Salvo que compruebe que es el culpable, por supuesto.

—Ya veo. Y usted cree que es inocente. Será mejor que ponga de una vez las cartas sobre la mesa.

Nigel resumió la confesión de Felix. Cuando llegó al plan de Felix para ahogar a George Rattery, Blount, por primera vez, no pudo ocultar su agitación.

—Los abogados del muerto acaban de llamar. Dijeron que tenían en su poder algo que nos interesaría. Sin duda debe de ser el diario que usted menciona. Lo cual perjudicará enormemente a su... cliente, señor Strangeways.

—No lo sabremos hasta haberlo leído. No estoy muy seguro de que no le salve.

—Bueno, lo envían con un mensajero especial, así que lo sabremos bastante pronto.

—No discutiré hasta entonces. Ahora, cuénteme un cuento.

El inspector Blount cogió una regla de encima del escritorio, y observó la corrección del filo cerrando un ojo. Luego se sentó rígidamente, y habló con notable precisión.

—George Rattery fue envenenado con estricnina. No puedo decir nada más sobre esto hasta después de la autopsia, que terminará a mediodía. Él, la señora Rattery, Lena Lawson, la anciana señora Rattery, su madre, su hijo Philip —un niño— comieron juntos. Todos comieron las mismas cosas. El finado y su madre tomaron whisky en la comida; los demás, agua. Ningún otro se sintió enfermo. Se levantaron de la mesa a las ocho y cuarto, primero las mujeres y el niño; después de un minuto el finado. Con la excepción del niño, todos se fueron a la sala. Después de diez o quince minutos, George Rattery sintió unos dolores violentísimos. Las mujeres, ¡pobres!, no supieron qué hacer; le dieron un vomitivo a base de mostaza, lo cual agravó el ataque; los síntomas, por supuesto, son horribles. El médico de la casa había salido a causa de un accidente de automóvil; cuando consiguieron otro era muy tarde. El doctor Clarkson llegó poco antes de las diez —había asistido a un parto—, y le aplicó el acostumbrado tratamiento de cloroformo; pero Rattery ya estaba perdido. Murió cinco o diez minutos después. No le molestaré con más detalles; me he cerciorado personalmente de que el veneno no fue administrado en lo que comieron o bebieron durante la cena. Los síntomas del envenenamiento por estricnina rara vez tardan más de una hora en presentarse; como todos se habían sentado a comer a las siete y cuarto, Rattery no pudo haber tomado el veneno antes de la comida. Queda el intervalo de un minuto entre el momento en que los demás salieron del comedor y el momento en que Rattery llegó a la sala.

—¿Café? ¿Oporto? No, claro que no estaba en el oporto. Nadie se bebe el oporto de golpe, y la estricnina tiene un gusto tan amargo que cualquiera la hubiera escupido en seguida, salvo que esperara encontrar un gusto amargo.

—Exactamente. Y la familia no tomó café la noche del sábado; la criada había roto la cafetera.

—Parece suicidio, entonces —El rostro del inspector Blount demostró un poco de impaciencia.

—Mi querido señor Strangeways —dijo—, un suicida no se envenena y luego se va a la sala, en el seno de su familia, para que todos puedan estudiar el efecto del tóxico. En segundo lugar, Colesby no pudo descubrir
cómo
lo había tomado.

—¿Habían lavado ya la vajilla?

—La platería y la cristalería; pero no toda la vajilla. Tal vez Colesby, el encargado de esta comisaría, ha podido haber pasado por alto alguna cosa: yo no pude llegar hasta esta mañana temprano; pero...

—¿Sabe que Cairnes no volvió a la casa después de haberla dejado, temprano, por la tarde?

—¿Cierto? ¿Tiene pruebas?

—Bueno, no —dijo Nigel, algo desconcertado—. No, no las tengo por el momento. Me dijo que, después de la pelea del
dinghy
, Rattery le prohibió volver aquí, ni siquiera para hacer las maletas. De todos modos, es fácil de averiguar.

—Tal vez —dijo Blount, precavidamente. Tamborileó con los dedos sobre el escritorio—. Yo creo, sí..., creo que podríamos dar otro vistazo al comedor.

4

Era una habitación pesada y oscura, abarrotada de muebles victorianos de nogal —mesa, sillas y un alto aparador—, indudablemente concebidos para un cuarto mucho más grande, y que creaban una especie de ambiente congestionado y de conversación aburrida.

Este gusto recargado continuaba en las pesadas cortinas de felpa, el empapelado rojo oscuro, desteñido, pero también repelente, y las pinturas al óleo de las paredes, que representaban respectivamente un zorro comiéndose una liebre semidestripada (muy realista), una milagrosa sarta de pescados —langostas, cangrejos, anguilas, bacalaos y salmones sobre una tabla de mármol—, y un antepasado imponente a quien había dejado en las últimas, sin duda una apoplejía o un hartazgo de comida muy condimentada.

—Gula recordada en tranquilidad —murmuró Nigel, buscando instintivamente a su alrededor una botella de refresco de menta.

El inspector Blount estaba de pie junto al aparador, frotando pensativamente un dedo sobre su superficie de color amarillo ictérico.

—Mire un poco, señor Strangeways —dijo. Le indicaba un círculo pegajoso, en el que podría haber sido apoyado un frasco de medicamento cuyo contenido hubiera chorreado hasta la base.

—Bien. Me asombra —dijo. Lentamente sacó un pañuelo de seda blanca, se limpió el dedo, y apretó el botón de un timbre.

Apareció una mujer, sin duda la criada, muy erguida y displicente, con sus puños almidonados y su gorra blanca, alta y anticuada.

—¿Ha llamado usted, señor? —preguntó.

—Sí. Dígame; Annie...

—Merrit.

Sus labios tinos y contraídos expresaron su opinión sobre los policías que llaman a las criadas por su nombre de pila.

—¿Merrit? Dígame, entonces, señorita Merrit, ¿a qué se debe este círculo?

Sin levantar aparentemente los ojos, que miraban con toda discreción hacia el suelo, como una monja, dijo la mujer:

—Es el tónico del señor, del difunto señor.

—Ah, siiiií... Ajá. ¿Y adónde ha ido a parar la botella?

—No sabría decírselo, señor.

A otras preguntas, Merrit respondió que la última vez que vio la botella fue el sábado después del almuerzo; cuando recogió las cosas de la mesa, después de la comida, no se fijó si la botella estaba aún allí.

—¿Lo tomaba con un vaso o con una cuchara?

—Una cuchara sopera, señor.

—Y el sábado, después de la comida, ¿lavó usted esa cuchara con las demás? —Merrit se irguió levemente.

—Yo no lavo —dijo con énfasis glacial—.
Recojo
las cosas.

—¿Recogió usted la cuchara con que su señor tomó el tónico? —dijo pacientemente Blount.

—Interesante ejemplo de latín sin lágrimas —comentó Nigel.

—Sí, señor.

—¿Y fue lavada?

—Sí, señor.

—Es una lástima. Déjeme pensar, eh..., eh. ¿Podría usted pedirle a la señora que viniera un momento?

—La anciana señora está indispuesta, señor.

—Quería decir... oh... bien, tal vez sea mejor; sí, pregúntele a la señorita Lawson si puede concederme unos minutos.

—Es fácil ver quién manda en esta casa —observó Nigel cuando la criada hubo salido.

—Muy interesante. Esta sustancia tiene el gusto de un tónico que tomaba yo en otro tiempo, y que contenía nuez vómica.

—¿Nuez vómica? —silbó Nigel—. Eso explicaría por qué no advirtió el gusto amargo. Y se quedó aquí durante un minuto, mientras los demás se dirigían a la sala. Por fin ha llegado usted a alguna parte.

Blount le miró astutamente.

—¿Todavía defiende la teoría del suicidio, señor Strangeways?

—No me parece muy plausible si esta botella fue realmente el vehículo del veneno. ¡Qué extraño que el asesino haya hecho desaparecer la botella! Eliminó toda la posibilidad de que pareciera un suicidio.

—No me negará que los asesinos hacen cosas muy raras.

—Sin embargo, esto parece excluir a Felix Cairnes. Es decir, si...

Nigel se calló de repente, al oír un paso detrás de la puerta. La muchacha que entró resultaba inesperada, pero de ningún modo fuera de lugar en la sombría habitación, como un rayo de sol en una celda. Su pelo rubio claro, su traje blanco de hilo y su brillante maquillaje parecían un desafío a todo lo que aquella estancia representaba, en la vida y en la muerte. Aunque Felix no se lo hubiera dicho, Nigel habría adivinado que Lena era una actriz, por su breve pausa al entrar, por la estudiada naturalidad con que aceptó la silla, que Blount le ofreció. El inspector se presentó, y presentó a Nigel, y expresó sus condolencias a la señorita Lawson y a su hermana. Lena las recibió con una superficial inclinación de cabeza; parecía tan ansiosa como el inspector por hablar de cosas más importantes. «Ansiosa, y sin embargo atemorizada por las posibles consecuencias», pensó Nigel, notando cómo sus dedos jugaban con un botón de la chaqueta, y sus ojos mostraban una especie de candor.

Blount la interrogaba amablemente, pasando de un aspecto del asunto a otro, como un médico que tantea el cuerpo de su paciente, buscando el dolor que ha de revelarle la enfermedad. Sí, Lena Lawson estaba en la habitación cuando se produjo la primera convulsión de su cuñado. No, Phil no estaba allí, por suerte; seguramente se acostó en seguida después de cenar. ¿Qué hizo ella desde el instante en que salieron del comedor? Bueno, se quedó con los demás hasta que George se encontró mal; luego, el señor Rattery le dijo que trajera agua y mostaza; sí, recordaba muy bien que fue la señora Rattery quien sugirió estos remedios, y luego estuvo en el teléfono tratando de conseguir un médico. No. George no había dicho nada, entre sus espasmos de dolor, que pudiera explicar lo sucedido; apenas se movía, y una o dos veces pareció dormirse.

—¿Y durante los ataques?

Las pestañas de Lena cubrieron sus ojos, pero sin ocultar del todo el estremecimiento de temor que pasó por ellos.

—¡Oh, gemía horriblemente, quejándose del dolor que sentía! ¡Era horrible! Se había tirado al suelo. Se curvaba como un arco; una vez atropelló un gato con un automóvil y, ¡oh, por favor, no puedo...!

Escondió la cara entre las manos y empezó a sollozar. Blount le palmeó la espalda paternalmente; pero una vez que ella se hubo serenado insistió con dulzura.

—Y durante esos ataques, ¿no dijo nada, no mencionó algún nombre, por ejemplo?

—Yo... yo estuve fuera de la habitación casi todo el tiempo.

—Vamos, señorita Lawson. Debe comprender que no hay ninguna necesidad de ocultar algo que sin duda oyeron otras dos personas, además de usted. Lo que un hombre pueda haber dicho torturado por el dolor no puede condenar a nadie, no existiendo muchas otras pruebas.

—Bueno, entonces —le espetó con rabia la muchacha—, dijo algo sobre Felix, señor Lane. Dijo: «Lane, ya lo intentó antes.» Algo así. Y le maldecía horriblemente. No significa nada. Él odiaba a Felix. Estaba aturdido, fuera de sí por el dolor. No puede usted...

—No se preocupe, señorita Lawson. El señor Strangeways la tranquilizará al respecto, supongo —Blount se frotó la mandíbula y dijo confidencialmente—: ¿Usted no sabe, por casualidad, qué razones podía tener el señor Rattery para suicidarse? ¿Dificultades financieras? ¿Enfermedad? Me han dicho que tomaba un tónico.

Lena le miró, rígida y helada, con el ardor insensato de una máscara trágica en sus ojos. Durante un segundo o dos no pudo hablar. Luego dijo apresuradamente:

—¿Suicidio? Por un momento me ha desconcertado usted. Quiero decir que todos habíamos pensado que había comido alguna cosa en malas condiciones, o algo así. Sí, debe de haber sido un suicidio, supongo; aunque no puedo imaginarme por qué.

Nigel sintió, sin saber cómo, que el evidente pánico de la muchacha no había sido producido por la palabra suicidio. Su intuición se justificaría después.

—Y ese tónico que él tomaba —dijo Blount— contenía nuez vómica, según creo.

—Yo lo ignoraba.

—¿Después del almuerzo tomó su cucharada habitual?

La muchacha frunció el ceño.

—No lo recuerdo con certeza. Siempre lo hacía; de modo que supongo que si no lo hubiera hecho después del almuerzo, yo lo hubiera notado.

—Correcto. Sí..., sí. Si me permite, es una observación muy sutil —dijo Blount felicitándola. Se quitó las gafas y jugó con ellas como si estuviera indeciso—. Mire, señorita Lawson: estoy pensando en la botella. Ha desaparecido. Es muy extraño, ¿sabe?, porque creemos, creemos solamente, que ese frasco puede tener... eh... relación con el fallecimiento. La nuez vómica es un veneno, ¿sabe?, del grupo de la estricnina, y el señor Rattery podría haber agregado un poco más de veneno a su dosis, si hubiera querido suicidarse. Pero si lo hizo así, no pudo, sin embargo, hacer desaparecer la botella.

La reprimida agitación de Blount hizo resurgir su casi desaparecido acento de Glasgow. Ahora Lena se había serenado, o no tenía nada que ocultar. Habló con voz indecisa:

—¿Usted quiere decir que si hubieran encontrado el frasco sobre el aparador después de la muerte de George, esto hubiera probado que se trataba de un suicidio?

—No, no precisamente eso, señorita Lawson —dijo Blount, con tono benévolo. Luego los labios perdieron su amabilidad, se inclinó hacia delante y habló con fría deliberación—: Quiero decir que la desaparición del frasco lo configura como asesinato.

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