Esta capacidad de entender lo que puede estar ocurriendo en la mente de otra persona es una de las principales competencias de que dispone el ser humano a la que los neurocientíficos han denominado “visión mental”.
La visión mental (a la que, en ocasiones, también se denomina “teoría de la mente’) consiste en la capacidad de darse cuenta de lo que sucede en la mente de otra persona para poder experimentar así sus sentimientos y deducir sus pensamientos. Se trata de la capacidad esencial de la exactitud empática. Aunque, de hecho, no podamos leer la mente de otra persona, sí que podemos realizar inferencias considerablemente exactas partiendo de los indicios proporcionados por su rostro, su voz y sus ojos.
Si carecemos de esta capacidad, no podemos amar, cuidar ni cooperar con los demás —por no mencionar cuestiones tales como competir o negociar— y nos sentimos incómodos en las interacciones sociales más sencillas. A falta de visión mental, pues, nuestras relaciones están vacías y nos relacionamos con los demás como si fueran meros objetos despojados de sentimientos y pensamientos. Este es, precisamente, el problema con el que se ven obligados a lidiar día tras día quienes padecen de síndrome de Asperger o de autismo, es decir, las personas que padecen “ceguera mental”.
La visión mental se desarrolla durante los primeros años de vida del niño. Cada uno de los hitos que jalonan el proceso de desarrollo de la empatía permite que el niño vaya aproximándose cada vez más al modo en que los demás piensan y sienten y cuáles podrían, en consecuencia, ser sus intenciones. Este es un proceso que discurre, a medida que el niño va madurando, a través de una serie de estadios que van desde el simple reconocimiento de uno mismo hasta la conciencia social más sofisticada (‘Sé que sabes lo que a ella le gusta’). Veamos ahora las pruebas que suelen utilizarse para determinar el progreso de la visión mental del niño:
Marcar con un signo la frente de un bebé de unos dieciocho meses de edad y colocarle luego ante un espejo. Los menores de dieciocho meses todavía no han aprendido a reconocerse a sí mismos y, en consecuencia, tocarán la marca de la imagen del espejo, mientras que los que hayan superado esa edad se llevarán, en cambio, la mano a la frente. La conciencia social requiere, a fin de cuentas, de una sensación de identidad que nos permita distinguirnos de los demás.
Muéstrele a un niño de año y medio, aproximadamente, dos bocados muy diferentes como, por ejemplo, galletas y rebanadas de manzana y, a continuación, observe cuál de ellos prefiere. Luego deje que el niño le vea saborearlos, evidenciando un claro disgusto por la comida que a él más le apetezca y mostrando una clara preferencia por la otra. Finalmente coloque la mano del niño entre ambos y pídale que le ofrezca uno de ellos. En tal caso, observará que los niños de menos de dieciocho meses le darán la comida que ellos eligieron, mientras que los mayores le darán la que usted eligió, porque ya han aprendido que los gustos de los demás pueden diferir y también pueden pensar de manera diferente a la suya.
Esconda un regalo en algún lugar sin ocultarse de la mirada de niños de tres y de cuatro años. Saque luego al mayor del cuarto y asegúrese de que el otro vea cómo vuelve a esconder el regalo en un nuevo escondite. Después pregúntele dónde cree que buscará el otro el regalo cuando regrese al cuarto. El niño de tres le dirá que adivinará la nueva posición, mientras que el de cuatro —que ya ha comprendido que la comprensión de alguien puede ser diferente a la suya— responderá que lo buscará en el escondite original.
El último experimento se refiere a los niños de tres y de cuatro años y a un muñeco llamado Mono Malo. Luego, el Mono Malo muestra a cada uno de los niños varios pares de pegatinas y le pregunta cuál es la que más le gusta quedándose, en todos los casos, con la que el niño prefiera y dándole la otra (por ello, precisamente, se llama Mono Malo). En torno a los cuatro años de edad, el niño “entiende” el juego del Mono Malo y aprende a decir lo contrario de lo que realmente quiere, para poder quedarse así con su pegatina preferida. Los niños pequeños, sin embargo, todavía no entienden las malas intenciones del muñeco y siguen respondiendo inocentemente la verdad, sin conseguir su pegatina preferida.
La visión mental requiere del concurso de varias habilidades básicas, diferenciarse de los demás, entender que los demás pueden percibir las situaciones desde una perspectiva diferente a la nuestra (y pensar también, en consecuencia, de manera diferente a nosotros) y comprender, por último, que sus objetivos no tienen porqué coincidir con los nuestros.
Cuando el niño domina estas importantes lecciones sociales — habitualmente a eso de los cuatro años de edad— su empatía puede ser tan exacta como la de un adulto. Esta madurez acaba con parte de su inocencia, porque entonces entiende perfectamente la diferencia existente entre lo que imagina y lo que realmente ocurre. A los cuatro años de edad aproximadamente el niño ha establecido ya los rudimentos de la empatía que empleará —aunque posteriormente desde niveles más elevados de complejidad psicológica y cognitiva— a lo largo de toda su vida.
Esta maduración intelectual aumenta la capacidad del niño para moverse en el mundo que le rodea, desde el ámbito de las relaciones con los hermanos hasta el patio de recreo, que no dejan de ser escuelas para la vida. Estas mismas lecciones irán perfeccionándose a lo largo de los años en niveles diferentes a medida que el niño vaya ampliando su sofisticación cognitiva, sus redes sociales y la amplitud de sus contactos.
La visión mental constituye un requisito esencial de la capacidad de bromear y entender los chistes del niño. Las bromas, las mentiras y la posibilidad de ser malos también requieren la misma comprensión del mundo interno de los demás. La ausencia de estas competencias, por otra parte, aleja al niño autista de quienes poseen un repertorio normal de competencias sociales.
Las neuronas espejo pueden ser esenciales para la visión mental. Aun entre los niños normales, la capacidad de imaginar la perspectiva de otra persona y de empatizar con ella correlacionan muy positivamente con la actividad de las neuronas espejo. La imagen proporcionada por la RMNf revela una pobre activación de las neuronas espejo de la corteza prefrontal de los adolescentes autistas mientras ven e imitan expresiones faciales.
La visión mental puede funcionar mal aun entre los adultos normales. Consideremos lo que algunas universitarias del Amherst College denominan “echar un vistazo a la bandeja”. Cuando las chicas entran en el Valentine Dining Hall a comer, su mirada se dirige a las demás mujeres, pero no para ver con quien podrían sentarse ni el modo en que están vestidas, sino la comida que tienen en su bandeja, lo que las ayuda a abstenerse de aquello que más les gusta, pero a lo que creen que deben renunciar.
Catherine Sanderson, la psicóloga que descubrió este hecho, también ha señalado que el hecho de “echar un vistazo a la bandeja” se asienta en una distorsión de la visión mental que lleva a las mujeres a ver a las demás mucho más delgadas y obsesionadas por su aspecto corporal cuando, de hecho, no existe, en ese sentido, el menor dato objetivo.
Este conjunto distorsionado de creencias conduce a las mujeres que “echan un vistazo a la bandeja” a emprender una dieta y, a un tercio aproximado de ellas, a tomar laxantes o inducirse el vómito, un hábito que puede llegar a convertirse en un trastorno alimenticio que pone en peligro la propia vida. En este sentido, cuanto más distorsionadas son las creencias sobre las actitudes de las demás, más radical es la dieta a la que se someten.
Estas ilusiones perceptuales se derivan parcialmente de centrar la atención en un conjunto de datos distorsionados, lo que lleva a las universitarias a centrarse en las mujeres más atractivas o más delgadas, confundiendo los casos extremos con la norma y comparándose, en consecuencia, con éstos.
Los varones, por su parte, no son impermeables a este tipo de errores aunque, en su caso, se presentan en un dominio relativamente diferente, el de la bebida. En este sentido, los más propensos a beber toman como referencia el criterio de los que más beben, una percepción errónea que les lleva a concluir que, para adaptarse, deben beber más de la cuenta.
Quienes, por el contrario, interpretan más adecuadamente este tipo de datos evitan el error de tomar los casos extremos por la norma. Para ello, comienzan valorando lo semejante a ellos que son los demás y, si consideran que son similares, simplemente asumen que esa persona piensa y siente lo mismo que ellos. La adecuada vida social depende del libre flujo de este tipo de juicios instantáneos. Todos somos, en cierto modo, lectores de la mente.
El cerebro “masculino”
En su infancia, Temple Grandin fue diagnosticada autista. Según dice, se interesaba por muy pocas cosas y sus compañeros la llamaban “la grabadora”, porque repetía incansablemente una y otra vez las mismas frases.
Uno de sus juegos favoritos consistía en acercarse a otro niño y decirle “He subido al tiovivo de Nantasket Park y me ha gustado mucho”. Luego preguntaba “¿A ti también te gusta?”
Y, cuando los demás niños le respondían, Grandin repetía su respuesta una y otra vez palabra por palabra, como si fuese una cinta magnetofónica.
El comienzo de la adolescencia supuso, para Temple, “una oleada de ansiedad incontenible “(otro de los síntomas del autismo), en la que su especial sensibilidad al modo en que los animales perciben el mundo —que ella asimila a la hipersensibilidad de los autistas— le sirvió de gran ayuda.
Mientras visitaba el rancho de recreo que su tía poseía en Arizona, Temple advirtió que el ganado de un rancho cercano pasaba por una “manga de compresión” de barras de metal en “uve” que iba estrechándose progresivamente a medida que las vacas avanzaban. En un determinado momento, un compresor de aire cerraba la “uve” y permitía que el veterinario hiciera su trabajo.
Esa presión, pese a lo que podría parecer, no inquieta a las vacas, sino que las tranquiliza como sucede, en opinión de Temple, con el bebé envuelto en pañales. Entonces fue cuando se dio cuenta de que algo así podría ayudarla a tranquilizarse y, con la ayuda de un profesor de instituto, diseñó un aparato al que llamó “máquina de abrazar” y al que todavía recurre de vez en cuando.
Grandin es, en muchos sentidos —y no sólo en su diagnóstico autista— una persona muy especial. La probabilidad de que un niño sea autista es cuatro veces superior a la de las niñas y diez veces superior al síndrome de Asperger. Simon Baron-Cohen ha esbozado la hipótesis de que el perfil neuronal de las personas afectadas por estos trastornos constituye el prototipo del cerebro exclusivamente “masculino”.
El cerebro exclusivamente “masculino” no muestra, en su opinión, indicio alguno de visión mental y sus circuitos neuronales ligados a la empatía permanecen atrofiados. Pero esa deficiencia va acompañada de extraordinarias fortalezas intelectuales, como una asombrosa capacidad de concentración que le permite resolver complejos problemas matemáticos en cuestión de segundos. A pesar, pues, de su ceguera mental, el cerebro hipermasculino posee una sorprendente capacidad para la comprensión de los sistemas, ya sea del mercado de valores, del software o de la física cuántica.
El cerebro exclusivamente “femenino”, por su parte, destaca en los ámbitos de la empatía y de la comprensión de los pensamientos y sentimientos de los demás. Las personas que poseen esta pauta suelen ser excelentes profesionales de la enseñanza y el counseling, psicoterapeutas muy empáticos y capaces de conectar con el mundo interno de sus clientes. Pero quienes, por el contrario, presentan la pauta ultrafemenina tienen tantos problemas con la sistematización que son, por así decirlo, “ciegos a los sistemas”.
Baron-Cohen ha puesto a punto una prueba para determinar la capacidad de experimentar lo que otra persona pueda estar sintiendo. La prueba se llamó “CE” (es decir, “cociente empático”, no “inteligencia emocional” como suele conocérsela hoy en día en muchos idiomas) en la que, hablando en términos generales, la puntuación de las mujeres es más elevada que la de los hombres. Y también sucede lo mismo en otras medidas de la cognición social como la comprensión de lo que puede ser una “metedura de pata” social, la exactitud empática y la intuición de lo que otra persona podría estar pensando o sintiendo. Finalmente y, como ya hemos visto en el Capítulo 6, las mujeres también tienden a puntuar más alto que los hombres en la prueba de BaronCohen de leer los sentimientos de una persona a través de sus ojos.
En lo que respecta al pensamiento sistémico, sin embargo, la balanza se inclina hacia el cerebro masculino. Como señala Baron-Cohen, el rendimiento masculino en las pruebas diseñadas para determinar la capacidad mecánica intuitiva y no perderse en sistemas complejos del tipo “¿Dónde está Wally?” (que requieren de una gran atención para detectar figuras inmersas en complejos dibujos) y para la búsqueda visual en general, los hombres puntúan, por término medio, más alto que las mujeres. Y también hay que decir que las pruebas obtenidas en estas pruebas por las mujeres que sufren de autismo son más elevadas que las de los hombres y peor que cualquier otro grupo en las pruebas que determinan la empatía.
Afirmar la existencia de un cerebro “masculino” y de un cerebro “femenino “resulta un tanto resbaladizo. No en vano el rector de la Harvard University se ha metido en un buen lío por sus comentarios insinuando que las mujeres parecen estar congénitamente peor dotadas que los hombres para el estudio de las ciencias duras. En este sentido, Baron-Cohen niega por igual cualquier intento de emplear su teoría para desalentar a las mujeres o a los hombres de estudiar ingeniería o de dedicarse a la psicoterapia, respectivamente. Según los descubrimientos realizados por Baron-Cohen, los cerebros de los hombres y el de las mujeres se hallan en un rango que los capacita por igual para la empatía como para pensar en sistemas. No olvidemos que muchas mujeres son grandes sistematizadoras y muchos hombres poseen una extraordinaria capacidad empática.
Quizás el cerebro de Temple Grandin sea lo que Baron-Cohen denominaría un cerebro “masculino”. En primer lugar, ha publicado más de trescientos artículos eruditos sobre ciencia animal. Experta puntera en el campo de la conducta animal, Grandin ha desarrollado el equipamiento empleado en la mitad de los sistemas de gestión de ganado de los Estados Unidos y posee una extraordinaria visión mental. Los sistemas de manipulación diseñados por ella evidencian una comprensión muy exacta del mundo animal cuya experiencia profesional le ha permitido mejorar la calidad de la vida de los animales domésticos de todo el mundo.