Demasiado débil para protestar, Duffy esgrimió entonces un irónico “Buenos días” que, no obstante, no consiguió impedir la perorata que el médico se lanzó a dar sobre el cáncer al grupo que, indiferente a su desnudez, rodeaba su cama.
Cuando, finalmente, el médico se dignó dirigirle la palabra, preguntó distraídamente: “¿Ha tenido gases?”
Pero, cuando ella trató de afirmar su humanidad con un tajante —“¡No! ¡Eso no lo hago hasta la tercera cita!”—, el doctor pareció ofenderse, como si le hubiera defraudado.
Lo que Duffy necesitaba en ese momento era que el doctor afirmase sencillamente su individualidad con un gesto que la tratara con un poco de dignidad. Necesitaba un momento de “yo-tú” y lo único que recibió fue una ducha fría de “yo-ello”.
Todo nos sentimos, como Duffy, inevitablemente angustiados cuando esperamos conectar con alguien que, por una u otra razón, no asume su parte y, a causa de ello, nos sentimos desamparados, como el bebé cuya madre se niega a prestarle atención.
Ese tipo de sufrimiento tiene un fundamento neuronal, porque nuestro cerebro registra el rechazo social en la corteza cingulada anterior (o CCA), la misma región que se activa cuando experimentamos un daño físico y también provoca, por lo que sabemos —entre otras muchas cosas—, una angustiosa sensación de dolor corporal.
La investigación dirigida por Matthew Lieberman y Naomi Eisenberger en UCLA sugiere que la corteza cingulada anterior opera como una especie de alarma neuronal que detecta el peligro del rechazo y alerta a otras partes del cerebro a reaccionar en consecuencia. En ese sentido, ambos opinan que forma parte de lo que ellos denomina un “sistema de identificación social “que parece asentarse en los mismos circuitos cerebrales que avisan al cerebro de un posible daño físico.
El rechazo evoca una amenaza primordial importante para el cerebro. En este sentido, Lieberman y Eisenberger nos recuerdan que la integración en un grupo era esencial para la supervivencia del hombre prehistórico, porque la exclusión podía implicar su sentencia de muerte, como hoy en día sigue ocurriendo cuando un mamífero humano se ve en la obligación de sobrevivir en medio de la naturaleza. Según afirman estos investigadores, el centro del dolor pudo haber desarrollado esta sensibilidad a la exclusión social como una señal de alarma que muy probablemente estimula la necesidad de recomponer la relación amenazada.
Este descubrimiento da sentido a las metáforas que solemos emplear para referirnos al dolor generado por el rechazo —como tener el “corazón roto “o los “sentimientos heridos”—, lo que indica la naturaleza física del sufrimiento emocional. El lenguaje humano parece reconocer esta equiparación entre el dolor físico y el sufrimiento social, porque son muchos los idiomas en los que los términos utilizados para describir el sufrimiento social se derivan del mismo léxico que se emplea para hablar del dolor físico.
También es muy elocuente el hecho de que los simios que tienen lesionada la corteza cingulada anterior no puedan llorar de angustia cuando se ven separados de sus madres, un fracaso que, en plena naturaleza, podría poner en peligro su vida. Del mismo modo, las madres de estos simios que presentan lesiones en la corteza cingulada anterior ya no responden a los gritos de aflicción de sus hijos cogiéndoles en brazos para protegerles y, en el caso de los seres humanos, se ha descubierto que el llanto del bebé activa la corteza cingulada anterior de su madre y no se desconecta hasta que ésta responde.
Quizás nuestra necesidad primordial de conexión explique la proximidad de los centros del tallo cerebral asociados a las lágrimas y la risa, que afloran espontáneamente en los momentos de mayor conexión social, como nacimientos, muertes, bodas y reencuentros largamente esperados. De este modo, la angustia de la separación y la alegría del vínculo social reflejan el poder primordial de la conexión.
Cuando esta necesidad de proximidad no se ve adecuadamente satisfecha pueden presentarse diversos tipos de trastornos emocionales. Los psicólogos han acuñado el término “depresión social” para referirse al malestar concreto causado por las relaciones problemáticas y amenazadoras. El rechazo —o el miedo al rechazo— también es una de las causas más comunes de ansiedad. La sensación de inclusión no depende del número ni de la frecuencia de los contactos sociales, sino de lo reconocida y aceptada que se sienta, aunque sólo sea por unas pocas personas clave.
No es de extrañar, por tanto, que las amenazas de abandono, separación o rechazo discurran a través de los mismos circuitos cerebrales porque, en un tiempo, fueron auténticas amenazas —hoy simbólicas— a nuestra supervivencia física. Es precisamente por ese motivo que, cuando esperamos ser tratados como un “tú” y nos tratan como un “ello”. nos sentimos especialmente mal.
¿Empatía o proyección?
—En cuanto lo vi reconocí vagamente —comenta un psicoanalista respecto a su primera entrevista con un nuevo paciente— la emergencia de una de las muchas versiones de ansiedad a las que soy susceptible.
Observando atentamente a su paciente mientras le escuchaba, no tardó en descubrir que lo que tan nervioso le ponía eran sus pantalones, con la raya perfecta y sin la menor arruga.
—Mi paciente —prosiguió irónicamente el psicoanalista— parecía un modelo del catálogo Eddie Bauer, mientras que yo parecía recién salido de la última página del suplemento de tallas grandes y prendas defectuosas.
Estaba tan nervioso que, sin perder el contacto visual, se echó hacia delante, para poder estirar mejor las perneras de sus pantalones “chinos “completamente arrugados. Poco después, el paciente relató un recuerdo muy intenso de la expresión de desaprobación severa y silenciosa de su madre que evocó en el analista el recuerdo de la continua insistencia de su madre en que se planchara los pantalones.
El psicoanalista cita ese ejemplo para ilustrar el papel que desempeña la empatía en la terapia, esos momentos en los que, según dijo, el terapeuta se siente “perfectamente conectado “con su paciente y experimenta exactamente los mismos sentimientos que él. Desafortunadamente, sin embargo, parte de lo que el analista siente procede de su propio bagaje emocional y constituye una proyección de su realidad interior sobre la de su paciente. En este sentido, la proyección ignora la realidad interior de la otra persona y, cada vez que incurrimos en la proyección, solemos creer con demasiada facilidad que el otro siente y piensa lo mismo que nosotros.
Esta tendencia se vio advertida hace ya muchos años por el filósofo David Hume que, en el siglo XIX, advirtió lo que denominó la “asombrosa tendencia” del ser humano a atribuir a los demás «las mismas emociones que observamos en nosotros y encontrar en todas partes las ideas que más presentes se hallan en nosotros», en nuestra propia mente. En la auténtica proyección, no obstante, no hacemos más que proyectar nuestro mapa del mundo sobre el mapa del otro, sin ningún tipo de ajuste o sintonía. Las personas demasiado ensimismadas y perdidas en su mundo interior no tienen mucha más alternativa que proyectar su propia sensibilidad sobre los demás.
Hay quienes sostienen que cada acto de empatía conlleva una forma sutil de proyección, porque el hecho de sintonizar con alguien provoca en nosotros sentimientos y pensamientos que fácil, aunque erróneamente, solemos atribuirles. El reto del analista consiste en discernir las proyecciones —lo que, técnicamente hablando, se denomina “contratransferencia”— de la auténtica empatía. En la medida en que el terapeuta sabe diferenciar los sentimientos internos que reflejan los sentimientos del paciente de aquellos otros que proceden de su propia historia, puede registrar con más facilidad lo que realmente siente el paciente.
Si la proyección convierte al otro en un “ello”. la empatía nos permite verlo como un “tú”. porque establece un feedback que nos ayuda a “ajustar” nuestra percepción a su realidad. Mientras controla sus propias reacciones, el terapeuta puede comenzar advirtiendo que lo que parece un sentimiento propio no se origina en él, sino en su paciente y su significado acabará tornándose consciente en la medida en que aflore una y otra vez, al tiempo que va construyendo la relación cliente-terapeuta. Luego puede compartir esa sensación interior, devolviendo la experiencia a su paciente, mientras la empatía va perfeccionando la sintonía.
Nuestro anhelo de bienestar depende, en buena medida, de que los demás nos consideren un “tú”. una necesidad de conexión que posiblemente refleje la necesidad primordial de supervivencia. Es por ello que el eco neuronal de esa necesidad acrecienta actualmente nuestra sensibilidad a la diferencia existente entre “ello” y “tú” y nos lleva a experimentar el rechazo social de un modo tan profundo como el sufrimiento psicológico. Si ser tratados como un “ello” nos inquieta, igualmente inquietante es tratar de ese modo a los demás.
LA TRÍADA OSCURA
Mi cuñado, Leonard Wolf, es un hombre amable y compasivo, un estudioso de Chaucer y un experto en la literatura y la cinematografía de terror. Esos intereses le llevaron, hace ya unos cuantos años, a escribir un libro sobre un asesino en serie de la vida real que, antes de ser atrapado, había estrangulado a diez personas, incluidos tres miembros de su propia familia.
Para ello, Leonard visitó al asesino en prisión en varias ocasiones. Cuando finalmente logró acopiar el coraje necesario, le formuló la pregunta que más le desconcertaba:
—¿Cómo pudo hacer una cosa tan espantosa? ¿Acaso no sintió compasión por sus víctimas?
—¡Oh no! —replicó entonces el asesino con toda naturalidad—. Tuve que desconectar esa parte de mí porque, de haber experimentado su sufrimiento, jamás hubiera podido hacerlo.
La empatía es el principal inhibidor de la crueldad, por ello la represión de la tendencia natural a experimentar lo que los demás sienten nos permite tratarlos como si no fueran más que una cosa.
La espeluznante respuesta de ese estrangulador —“Tuve que desconectar esa parte de mí”— alude a la posibilidad de truncar a propósito la empatía y contemplar fríamente el sufrimiento ajeno. Es precisamente por ello uno de los desencadenantes de la crueldad consiste en la represión de la tendencia natural que nos permite conectar con los demás y sentir lo que sienten.
Quienes carecen de la capacidad de establecer contacto con los demás caen típicamente dentro del ámbito del narcisismo, el maquiavelismo y la psicopatía, es decir, lo que los psicólogos han calificado como “la tríada oscura”. Todas ellas comparten, en distinta medida, rasgos —a veces muy ocultos— tan poco atractivos como el rencor, la hipocresía, el egocentrismo, la agresividad y la insensibilidad.
No estaría de más que nos familiarizásemos con estas tres modalidades, aunque sólo fuera para conocerlas mejor, porque la sociedad moderna, que glorifica las motivaciones egoicas e idealiza a los semidioses de la fama y la vanidad, puede estar promoviendo inadvertidamente su florecimiento.
Aunque la mayor parte de las personas que caen dentro de la tríada oscura no satisfacen completamente los criterios del diagnóstico psiquiátrico, en sus polos más extremos se pierden en la enfermedad mental o se convierten en auténticos criminales, especialmente en el caso de los psicópatas. Pero la variedad “subclínica” resulta mucho más habitual y vive entre nosotros y podemos encontrarlos en las oficinas, las escuelas, los bares y cualquier recodo de la vida cotidiana.
El narcisista: Sueños de gloria
El jugador de rugby al que llamaremos Andre se ha ganado a pulso la justificada fama de ser un “engreído” y todo el mundo le adora por hacer las jugadas más espectaculares y difíciles en los momentos más críticos de los partidos más importantes. Y parece que sus esfuerzos son mayores cuanto más ruge el público, más brillan los focos y mayor es el riesgo.
—En los momentos más difíciles —dijo uno de sus compañeros de equipo a un periodista— nos encanta contar con su presencia.
—Pero la verdad es que Andre —se apresuró a agregar— es un tipo realmente insoportable. Siempre llega tarde a los entrenamientos, se pavonea como si fuera Dios jugando al rugby y jamás le he visto hacer un buen placaje.
Además, Andre tiene la costumbre de desaprovechar las jugadas más sencillas, especialmente en los entrenamientos y en los partidos sin importancia hasta el punto de que, en cierta ocasión, casi se pelea con un compañero por no haberle pasado el balón a él sino a otro jugador que, por cierto, acabó marcando un gol.
Andre ilustra una variedad del narcisismo. A esas personas sólo les interesan los sueños de gloria. Los narcisistas se aburre con la rutina y sólo parecen florecer cuando se ven obligados a enfrentarse a un reto difícil, un rasgo que resulta muy adaptativo en aquellos entornos —como los pleitos o el liderazgo— en los que el individuo se ve obligado a moverse en situaciones habitualmente muy estresantes.
Las versiones sanas del narcisismo se originan en la sensación del niño mimado de ser el centro del universo y de que sus necesidades son más importantes que las de los demás. De esa sensación parece derivarse la autoestima que proporciona al adulto una confianza en sí mismo proporcional a su nivel de talento, uno de los ingredientes fundamentales del éxito y en cuya ausencia se repliega y deja de ejercer los dones y las fortalezas que pueda poseer.
Pero, para que el narcisismo sea realmente sano, debe poseer también una buena dosis de empatía. En este sentido podríamos decir que, cuanto mayor sea la capacidad de la persona de tratar a los demás como a sí mismo, más sano tiende a ser el narcisismo.
Son muchos los narcisistas que se sienten atraídos por aquellos trabajos de perfil elevado en los que se hallan sometidos a una intensa presión y en los que pueden desplegar sus mejores talentos y los beneficios también son mayores, a pesar del riesgo que puedan entrañar. En todos estos casos —como sucedía en el de Andre—, el narcisista parece esforzarse más cuanto mayores son las posibles recompensas.
Esta modalidad de narcisismo puede generar auténticos líderes. En opinión de Michael Maccoby, un psicoanalista que se ha dedicado al estudio — y tratamiento— de los líderes narcisistas, se trata de un trastorno cada vez más frecuente en los escalafones superiores del ámbito empresarial y que está directamente relacionado con la competencia, el salario y el glamour.
Estos líderes ambiciosos y seguros de sí mismos pueden ser muy eficaces en el competitivo mundo de la empresa actual. Los mejores de ellos son estrategas dotados y creativos, capaces de formarse una idea global de la situación, enfrentarse adecuadamente a los retos que les presente la vida y transmitir un legado positivo a sus subordinados. En este sentido, los narcisistas más productivos combinan la adecuada confianza en sí mismos con la capacidad de admitir las críticas, al menos, las críticas que proceden de un amigo.