Ningún artista en sus peores pesadillas hubiera podido imaginar la vista que se presentó ante los ojos de Jasker y de
Grimya
cuando salieron del túnel para poner el pie en la red de retorcidas repisas que formaba las paredes de la inmensa fumarola. Por encima de ellos, los muros se alzaban vertiginosamente hacia arriba, agujereados por arcos en forma de bóveda que la roca había formado al solidificarse, cuando el volcán volvió a su estado de letargo. Vetas minerales, fundidas mediante el calor y presiones inimaginables, formaban puentes relucientes entre los arcos; piroxenita, magnetita y horoblenda constituían una enorme tela de araña de tétricos y relucientes colores que vibraban con los espectrales ecos —mucho más potentes aquí, pues no había escombros que los ahogaran— de las erráticas corrientes de aire abrasador que ululaban y silbaban entre su tracería.
Los dedos de Jasker estaban hundidos en el pelaje de
Grimya.
Se aferraba con fuerza a él mientras luchaba por apartarse del terror en el que sus agitados sentidos amenazaban con precipitarlo. Sentía las enormes y ardientes corrientes que ascendían de profundidades inimaginables, como las exhalaciones de un titán dormido, y contuvo un demente y vertiginoso impulso de arrojarse de la repisa a aquellos fuertes vientos, para ser transportado
en
sus corrientes y planear entre las relucientes telas de araña que colgaban sobre su cabeza. Cayó de rodillas —las oraciones que había preparado en silencio para aquel momento las olvidó por completo— y su mano libre se aferró a la caliente piedra de la pared mientras luchaba, o eso le pareció, con todos los músculos de su cuerpo para obligarse a mirar abajo.
Un enorme y borroso espectro de luz se abrió ante él cuando su mirada se dirigió por fin a las profundidades del pozo. Un pausado fuego naranja surcado de blancas lenguas de calor y de los profundos y siniestros tonos rojos del magma ardiente se alzó de un lugar en el que la solidez no tenía significado, donde el calor, las llamas y el lento movimiento de los elementos fundidos eran las únicas leyes que gobernaban. Miraba a lo más profundo de la Vieja Maia; a través de sus huesos y tendones contemplaba su corazón, que latía eternamente. Y mientras clavaba los ojos en aquel lugar inhumano, Jasker sintió en sus propios huesos el murmullo amortiguado y rugiente de la voz de su diosa.
La pared rocosa le había quemado la mano. Se dio cuenta de ello cuando la sensación física se abrió paso por entre el trance en el que había caído. Apartó la mano y se la quedó mirando, sin comprender en un principio el significado de la carne enrojecida y de las ampollas que empezaban a formarse en la base de cada dedo. Cuando recupero la lucidez, pensó al instante en
Grimya;
se volvió y encontró al animal temblando de dolor, las patas bien apuntaladas en el suelo y la boca abierta de par en par mientras jadeaba desesperadamente.
—Jasker... —Su voz se quebró cuando intentó hablarle—. No pu... puedo respirar. Tengo mi... edo. ¡Y do... lor!
—Madre Omnipotente...
Musitó las palabras para evitar que el eco las repitiera en un griterío discordante, e introdujo la mano en su saco para sacar una capa de piel que había guardado junto con sus cosas. Doblada debajo del animal le ofrecería al menos un poco de protección contra el calor. Y agua... Ambos debían beber, antes de que se evaporara la provisión que llevaba. Descolgó rápidamente el odre que colgaba de su hombro. No había traído ningún recipiente, pero consiguió verter en la boca de
Grimya
la suficiente cantidad como para saciar en gran parte su sed. Cuando ella hubo bebido, se llevó el odre a sus labios... Entonces se detuvo, cuando, con repentina e intensa claridad, se dio cuenta de que había estado a punto de cometer un sacrilegio.
Había llegado a un momento decisivo de su vida. Aquél era el momento para el que se había estado preparando durante mucho tiempo, en el que las diferentes tramas de toda su vida se entremezclaban al fin para formar una única hebra. Su juventud en Vesinum; su desarrollo hasta llegar a la edad adulta y el descubrimiento de que tenía vocación; su matrimonio y la breve y dulce satisfacción que le había ofrecido éste; la espantosa muerte de su esposa; la inexorable ascensión del Charchad... Todos aquellos acontecimientos tan dispares lo habían ido conduciendo a aquel lugar y a aquella oportunidad.
Pensó en Índigo, encadenada a un yugo que él, en el interminable tormento de sus últimos años, comprendía perfectamente, y dispuesta a pagar cualquier precio por liberarse de aquella tortura. ¿Podía él hacer menos de lo que había hecho ella? Jasker no necesitaba contestar a su propia pregunta, ya que en aquel instante de revelación creyó ver el propósito para el que la excelsa mano de Ranaya había unido la maraña de sus destinos.
Señora de las Llamas, Madre del Magma, Hermana del Ardiente Sol. Beber ahora sería fallarle, ya que significaría menospreciar el elemento al que estaba dedicada toda su existencia. Debía confiar en Su poder y en Su energía, ya que si aún quedaba esperanza, Ella la tomaría, la moldearía y le insuflaría vida.
Los dorados ojos de
Grimya
brillaron por la sorpresa que le produjo ver a Jasker echar la cabeza atrás y lanzar una carcajada, un violento repiqueteo de júbilo que las ardientes ráfagas de aire arrebataron y lanzaron a lo alto del pozo de la gran fumarola, para que resonara a través de sus bóvedas. La mano del hechicero se cerró sobre el odre y lo arrojó a las profundidades. Observó con atención cómo caía girando sobre sí mismo, una partícula insignificante en el estremecido aire, describiendo una espiral mientras descendía muy despacio, chisporroteando a medida que el agua se convertía en vapor, en átomos, en nada, al aceptar la diosa de los volcanes la ofrenda y transformarla en fuego.
Jasker rió de nuevo, y
Grimya
vio cómo un tembloroso haz de luz surgía de él para flotar sobre el gigantesco pozo. La luz estalló y adoptó la forma de una reluciente salamandra, que escupió llamas escarlata y lanzó un desafío sobrenatural en dirección a la sencilla y resonante bóveda. Una segunda criatura hizo entonces su aparición a su lado, y luego una tercera; resplandecían a la vibrante luz de la fumarola. Una cuerda de fuego de un color azul blanquecino apareció en las manos del hechicero; la sostuvo bien tensada, las palmas ardiendo a su contacto, luego se volvió hacia la aterrorizada loba que permanecía junto a él.
—Grimya.
—La voz de Jasker estaba anormalmente tranquila, pero el animal percibió la soterrada nota de locura que
se
abría paso tras aquella fachada. Los ojos del hechicero parecían mirar, agraves de ella, a otro mundo—. Tienes que encontrar a Índigo otra vez, y unir tu mente a la suya. Debes convertirte en el medio a través del cual yo pueda canalizar mi poder, y entre los dos debemos traspasarle ese poder a ella. ¿Comprendes?
Un prolongado escalofrío sacudió el cuerpo de la loba.
—Com... prendo —susurró con voz ronca.
—Ayúdame,
Grimya.
Cuando la energía empiece a crecer quizá no pueda controlarla. No me falles, pequeña, ¡encuentra a Índigo rápido y reza para que pueda oírte!
La cuerda que sujetaba entre las manos llameó lívida cuando se volvió de nuevo de cara a la fumarola, y las salamandras que danzaban en el aire sobre sus cabezas lanzaron un salvaje grito.
Grimya
cerró los ojos, con las orejas pegadas a la cabeza y el cuerpo convulsionado. Mientras jadeaba con una mezcla de dolor y temor, luchó por dirigir su mente hacia Índigo. Su conciencia huyó del pozo, voló por los túneles y sobre las rocas y laderas de la Vieja Maia, buscando, registrando; y, de repente, sintió la temblorosa oleada de otra conciencia lejana que centelleaba por un instante en su camino. Se puso en tensión, concentrándose con más fuerza, y la sensación le llegó de nuevo; esta vez más fuerte, pero distorsionada, como si hubiera perdido la capacidad de concentrarse.
«¡Índigo!»
Su silenciosa proyección mental se mezcló en su cabeza con el ronco canturreo que emanaba ahora de la garganta de Jasker al iniciar éste su conjuro. Una luz ardiente centelleó contra los párpados de
Grimya y,
poco a poco, el canturreo empezó a transformarse en palabras de sílabas vibrantes y arrastradas.
«¡Índigo!»,
gritó mentalmente
Grimya. «¡Escúchame! ¡Escúchame!»
De las profundidades, un penetrante y lejano tronar respondió a la insistente salmodia de Jasker. Las salamandras empezaron a entonar un contrapunto, en una octava tan alta que incluso
Grimya
apenas podía oírla. Llena de frenesí, la loba se esforzó por captar y mantener la esquiva conexión con la conciencia de Índigo, que se agitaba trémula fuera de su alcance.
«¡Índigo!»
Lanzó toda la energía que su mente pudo reunir en la llamada, mientras su cuerpo se estremecía por la tensión del esfuerzo. De repente, una pared pareció derrumbarse ante ella, y un poderoso torrente de temor, rabia y desesperación se estrelló contra su conciencia desde el exterior y convirtió sus pensamientos en un caos.
En el corazón de la Vieja Maia el trueno gritó con un vozarrón siniestro. Jasker permanecía con los brazos levantados, el cuerpo envuelto en un resplandor azul blanquecino procedente de la cuerda de fuego que seguía brillando en sus manos. A sus pies, la luz naranja empezaba a adquirir un profundo y violento tono carmesí. La temperatura se elevaba y el viento soplaba en violentas ráfagas por el pozo y rugía por entre las brillantes vetas de mineral, ahogando la letanía del hechicero, mientras que las antiguas fuerzas de Ranaya empezaban a encresparse en su interior.
Y
Grimya,
sin darse cuenta, su mente encadenada y perdida en la de Índigo, aulló a través de la distancia que las separaba al ver, en aquel momento, adonde había ido a parar su amiga y aquello a lo que se enfrentaba.
«¡Es demasiado tarde!»
Cuando llegaron al final del desfiladero. Índigo no pudo hacer otra cosa que mirar fijamente con embotada estupefacción las enormes puertas que impedían seguir adelante. La fila de prisioneros se detuvo tambaleante, pero ella instintivamente intentó seguir adelante, sus reflejos paralizados a todo lo que no fuera la indiscutida aceptación de lo que parecía una caminata interminable; un capataz se dio cuenta de ello cuando las cadenas que sujetaban sus tobillos se tensaron, gritó una furiosa orden para que se detuviera y la correa de un látigo restalló contra su pecho indefenso. Pero la muchacha no sintió el dolor, se limitó a parpadear como un animal que saliera poco a poco de un estado de hibernación y volvió a ocupar su lugar en la fila.
¿Cuánto tiempo habían estado arrastrando los pies hasta llegar a aquel punto? Su sentido del tiempo estaba destrozado; podrían haber transcurrido minutos u horas desde aquella última visión del rostro triunfante de Quinas a la luz de la antorcha. El recuerdo de todo lo que había visto y oído desde entonces no era más que un revoltijo de imágenes fortuitas en su cabeza. Recordaba un camino ancho cuya superficie parecía estar cubierta de cenizas que los pies de los prisioneros levantaban convirtiéndolas en sucias nubes de polvo a cada paso que daban; y había visto una turbulencia resbaladiza y oleosa que, estaba segura, debía de ser el río, ya que corría paralelo al sendero. Luego se había producido un sonido terrible y atronador, que cada vez era más fuerte y la aturdía; finalmente, se transformó en el rugido de los hornos de fundición, cerca de los cuales discurría la carretera. Había sentido el calor de sus imponentes fuegos y había visto las nubes de vapor que se alzaban de los pozos de enfriamiento para espesar y saturar la oscuridad. Había hombres moviéndose entre toda aquella confusión abrasadora y llena de humos y vapores, diminutas figuras empequeñecidas por su entorno; los que vieron pasar a aquellas criaturas condenadas desviaron la mirada rápidamente.
Luego, mientras los hornos quedaban atrás, el valle había empezado a estrecharse hasta que no hubo más edificios, ni más máquinas, ni más hombres. El camino de cenizas desapareció e iniciaron una penosa caminata por un empinado desfiladero que ascendía hacia las montañas circundantes por entre dos elevadas cumbres. Ahora, la única luz era el frío resplandor verdoso que iluminaba el cielo sobre sus cabezas, creando anormales sombras cambiantes sobre las piedras. La imprecación lanzada por un capataz para apresurar a los prisioneros resonó extrañamente e hizo que Índigo pensara por un momento que otras voces les gritaban desde los riscos. Entonces, algo enorme, oscuro y anguloso surgió de la noche delante de ellos, y llegaron al final de su camino.
Las puertas, de unos diez metros de altura, sujetas a gigantescas bisagras clavadas en la roca cerraban el desfiladero. No hacía más de cuatro años que habían sido colocadas, pero su superficie de hierro estaba ya ennegrecida y podrida, el metal corroído por el corrompido aire. La barra que las mantenía cerradas prácticamente hubiera soportado cualquier tipo de ataque proveniente del otro lado. Cuando los capataces avanzaron para sacar, con grandes esfuerzos, la barra de sus soportes, la mente lastimada de Índigo comprendió por primera vez lo que debía ocultarse allí detrás.
Volvió la cabeza muy despacio —con un gran esfuerzo era capaz de ejercer un muy limitado control sobre sus músculos— y miró al prisionero que estaba a su lado. Este contemplaba las puertas con lo que parecía una mezcla de reverente temor y resignación; la boca le colgaba entreabierta y un lento hilillo de saliva le resbalaba por la barbilla sin que él pareciera darse cuenta. Delante de él, otro hombre también observaba aquella entrada; el resto concentraba su atención con fijeza en el suelo. Nadie se movía, nadie dejó escapar la menor señal de temor o protesta.
Un fuerte estrépito metálico, que resonó ensordecedor entre los riscos, anunció el sonido de la barra al caer. Mientras el eco se desvanecía y regresaba el silencio, las puertas chirriaron amenazadoras, e Índigo sintió un escalofrío en la base de la espalda. No estaba asustada —la droga la había vuelto incapaz de sentir nada parecido—, pero, por un instante tan sólo, la inquietud se había agitado en su interior como un gusanillo.
Se escuchó un sonoro ruido metálico. El eco retumbó con menos fuerza, ahora, pero aún con la suficiente como para sobresaltarla, y las puertas empezaron a abrirse hacia ellos. Una delgada línea vertical de un violento fulgor verde hizo su aparición y se ensanchó rápidamente, hasta que la joven se vio obligada a desviar la vista; entonces sintió un tirón en las argollas y escuchó el crujir de las piedras bajo el peso de los pies cuando los cautivos empezaron a avanzar hacia la entrada del siniestro valle situado al otro lado.