Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—Lorenzo —pronunció Geneviéve, y Nahueltruz entrevió cierto fastidio en su voz—, anoche me confesaste que ella y tú fueron amantes y no hice un escándalo ni una patética escena de celos. Lo único que exijo es que seas sincero conmigo y me cuentes la verdad acerca del vínculo que te une a ella. Creo merecerlo.
Nahueltruz se quitó la servilleta de las piernas y la dejó a un costado del plato. Apoyó las manos sobre el borde de la mesa como si fuera a ponerse de pie, pero no lo hizo. Levantó la vista hasta encontrar la de Geneviéve.
—Es cierto —admitió—, mereces la verdad.
No sólo le contó acerca de su amorío con Laura en ese último viaje sino que se remontó al día en que se conocieron, en el verano del 73, en el patio de la familia Javier. No le mencionó, sin embargo, que era indio, simplemente dijo que había sido “pobre”. En opinión de la mayoría de los europeos, los negros de África y los nativos de América eran seres inferiores, incluso algunos afirmaban que no poseían alma. Aunque conocía la naturaleza bondadosa de Geneviéve, no sabía cómo reaccionaría al enterarse de que desde hacía años se acostaba con un ser inanimado.
En un momento del relato, Geneviéve notó que los ojos de Nahueltruz se volvían brillantes y la voz, forzada. La afectó profundamente ser testigo de su quebranto porque ella sólo albergaba una imagen de él, la de hombre fuerte, duro y frío. Se puso de pie y lo abrazó.
—Oh, mon amour, ma vie, mon bien aimé!
—exclamó—. ¡Cuánto has sufrido! ¡Qué injusta ha sido la vida contigo!
—No quiero tu lástima, Geneviéve —dijo Nahueltruz—. Sólo quiero que me digas si me aceptas como esposo.
—No hablemos de eso ahora. Dejemos pasar unos días hasta recuperar la calma. Hablemos entonces.
Nahueltruz regresó a su departamento de la calle Mont Thabor y vio a Geneviéve en contadas ocasiones, con motivo de reuniones sociales. Aunque Geneviéve seguía siendo dulce como de costumbre, Nahueltruz percibía que el entendimiento y la confianza se habían quebrado, y se arrepintió de haberle confesado la verdad. Semanas más tarde, luego de una función en el Palais Garnier, la escoltó hasta su departamento en la Place Vendóme y volvió a pedirle que se casaran. Geneviéve, que había pensado incesantemente y se sentía preparada para tocar el tema, le pidió que tomara asiento y le sirvió una copa de coñac.
—Cuando te marchaste a Sud América —comenzó—, creí que nunca regresarías. Sabía que habías dejado a alguien muy importante allí e intuí que volvías a buscarla.
—Pero aquí estoy, regresé —se defendió Guor—. Vine a buscarte. Ella ya no cuenta para mí.
—No, Lorenzo —pronunció Geneviéve, con aire resignado—, tú no regresaste para buscarme a mí sino para paliar tu dolor. Y ella aún cuenta en tu vida. Tanto, que me pides que me case contigo sólo para tratar de olvidarla.
—Geneviéve, por favor —suplicó Guor—. No es así.
—Lorenzo, por favor, déjame hablar —pidió ella, y apoyó su mano sobre los labios de él—. Escúchame bien porque diré esto una sola vez, tan doloroso es para mí. En realidad, es lo más doloroso que me ha tocado decir. Y lo haré movida por el inmenso amor que siento por ti. Vuelve a Sud América, busca a esa mujer y cásate con ella.
—¿De qué hablas? ¿Es que acaso no escuchaste lo que te conté, de sus traiciones, de sus bajezas?
—Ella tuvo un amante creyéndote muerto. Tú me tuviste a mí sabiendo que ella vivía.
—Ella se acostó con mi peor enemigo, el que tanto daño le hizo a mi familia.
—Perdónala, Lorenzo. ¿Cómo puedes tener un corazón tan duro y resentido amándola como la amas? ¿Por qué insistes en forjar tu propia infelicidad uniéndote a quien no amas?
—Yo te amo, Geneviéve.
—Si tú me amaras como la amas a ella yo dejaría todo, y escucha bien porque digo
todo,
mi ballet, que es mi vida, mi teatro, mis amigos, mi adorada París, y me marcharía contigo adonde quisieras llevarme. Pero tú no me amas de ese modo. Me tienes gran cariño, me deseas tal vez, pero no me amas. Y yo, Lorenzo —dijo, y su acento sufrió una inflexión, repentinamente endurecido—, estoy acostumbrada a ser la primera, ¡la reina! No soportaría ocupar el segundo lugar en tu corazón.
Nahueltruz la miró con ojos desorbitados, los labios entreabiertos como buscando infructuosamente una palabra que la convenciera. Por fin, chasqueó la lengua y se puso de pie. Caminó al mueble con bebidas y se sirvió otra copa que bebió de un trago. Geneviéve lo seguía con la vista y se compadecía de él.
—Está embarazada —dijo Nahueltruz.
—¿Quién?
—Ella, pues.
—¿Laura Riglos, embarazada? ¿Cómo lo sabes?
—El padre Agustín Escalante me escribió para decirme. Él dice que es hijo mío.
—¡Y por supuesto que lo es! No seas necio.
—Bien podría serlo de otros dos, de Roca o del lord inglés.
—Ah, Lorenzo —se molestó Geneviéve—, nunca pensé que tuvieras una naturaleza tan rencorosa.
J.A.R.
El verano avanzaba lentamente. La estridencia de las cigarras les advertía a diario que el calor sería insoportable. A menudo caían chaparrones que tornaban las calles intransitables y el ambiente se volvía húmedo y asfixiante. En esta canícula, Laura padecía de hidropesía en ocasiones y de lipotimia en otras. El doctor Javier le prohibió la sal para la primera afección, en tanto para la segunda le mandó consumir ingentes cantidades de agua azucarada y respirar amoníaco si presentía que se hallaba a las puertas de un vahído. Laura estaba muy gruesa, lo que llevaba a suponer que el niño sería grande, contingencia que preocupaba al doctor Javier.
—Podría serlo —rezongaba María Pancha—, si tenemos en cuenta el tamaño del padre.
Estos escrúpulos, sin embargo, no se los comunicaban a Laura para no inquietarla. Más allá de sus días de pies hinchados o los de baja presión, estaba de mejor ánimo. Seguía cosiendo y tejiendo para su hijo y, cuando el sol bajaba, caminaba del brazo de doña Generosa hasta el convento de San Francisco. También escribía, no sólo la correspondencia sino sus folletines largamente postergados,
La gente de los carrizos
y
Siete locos en un barco,
la historia para niños. Mario Javier le había pedido en reiteradas cartas que los terminara porque los lectores se impacientaban. También le contaba acerca de la situación política en la capital, que día a día se complicaba. En la última carta le mencionaba las elecciones de diputados del 1° de febrero que habían transcurrido pacíficamente. Días después, los rifleros anunciaron que el día 15 desfilarían por las calles de Buenos Aires. Desde el ministerio de Guerra y Marina, a cargo de Pellegrini, se ordenó a los jefes que depusieran su actitud provocadora y beligerante, pero recibieron por respuesta que sólo acataban órdenes de Tejedor. El desfile de rifleros se confundió con el jolgorio del carnaval y, aunque se registraron escaramuzas, no pasaron a mayores. El gobierno, atrincherado en la Casa Rosada, custodiado por un regimiento completo, debió tolerar insultos y algunas pedradas y huevazos sin poder responder a la afrenta porque los leales a Tejedor eran, definitivamente, más numerosos que los soldados de la Nación. Al día siguiente, Carlos Pellegrini ordenó regresar a las mejores formaciones que todavía operaban en el sur pues, en su opinión, acabarían con Tejedor y sus estúpidas ideas localistas de una sola manera: con las armas. «En cuanto a la editora, —terminaba Mario—, el día 15, durante el desfile de rifleros, sufrió un corto ataque que los soldados del Séptimo Regimiento supieron sofocar hábilmente a pesar de ser menos. El saldo es algunos vidrios rotos, que ya mandé reparar, y algunos puntos en la frente de Blasco que fue quien recibió la primera piedra. Al enterarse, la señorita Pura estaba inconsolable. Blasco ahora se encuentra muy bien y le envía su afecto».
A fines de febrero, Eugenia Victoria le escribió para darle una noticia que, luego de dejarla atónita, la puso contenta: lord Leighton le había pedido a Esmeralda Balbastro que fuera su esposa, y ella había aceptado. De ese modo, Laura comprendió la demora por parte de los hermanos Leighton en regresar a Inglaterra. La bella Esmeralda lo había cautivado. «Tuvieron oportunidad de tratarse durante la visita de los Leighton a La Armonía, —explicaba Eugenia Victoria—. Día a día nos dábamos cuenta de que el entendimiento entre ellos se acentuaba. Si salíamos a caminar, lord Leighton y Esmeralda lo hacían apartados, mientras conversaban incesantemente; si nos reuníamos en torno a un juego de mesa, ellos se sentaban en la sala, ajenos a nuestra diversión; e igualmente durante las comidas, en los paseos en carricoche, a la salida de misa (aunque lord Leighton es anglicano, participaba de nuestras misas). Lo cierto es, querida Laura, que buscaban estar juntos en toda ocasión. Si me preguntas, creo que hacen una excelente pareja. Esmeralda, dueña de esa belleza y estilo, no tendrá inconvenientes para encajar en la corte inglesa; a él se lo ve feliz y orgulloso con Esmeralda del brazo. Partieron rumbo a Londres dos días atrás, con lady Verity como
chaperone.
Se casarán en la catedral de esa ciudad, Saint Paul se llama, que, para nuestro desconsuelo, pertenece a la Iglesia de Inglaterra. Esmeralda no presentó mayores reparos en cambiar de religión. Quien lo tomó a mal fue mi madre; la llamó “apóstata” y no fue a despedirla al puerto».
—¡Ay, tía Celina! —suspiró Laura, mientras doblaba la carta y la guardaba-—. ¡Qué poco te importa la felicidad de los tuyos!
Las cartas provenientes de Buenos Aires se iban acumulando y eran el vínculo que Laura se permitía con aquel otro mundo al que, se decía, tendría que enfrentar sola y con un hijo en brazos cuando decidiera regresar. Los miedos no la abandonaban por completo y a veces analizaba la posibilidad de establecerse en Río Cuarto, donde contaba con el amor incondicional de su hermano y de los Javier. Pero siempre terminaba desechando la posibilidad: Río Cuarto no resultaba suficiente para su ánimo inquieto y tampoco lo sería para el de su hijo, a quien le inculcaría la avidez por aprender y superarse. Ella quería brindarle lo mejor. Y lo mejor estaba en Buenos Aires. Cierto que debería aprender a vivir con el estigma de ser el hijo de una madre soltera usualmente envuelta en las murmuraciones y el escándalo; eso significaría un inconveniente desde el inicio. Laura Escalante no solía tener miedo, pero desde que supo que se convertiría en madre, se había llenado de aprensiones que no tenían que ver con su bienestar sino con preservar a su hijo del dolor.
—Tu hijo —decía María Pancha— vendrá a este mundo a vivir su propia historia, y todo tu dinero, tu poder y tus cuidados no bastarán para torcer el destino que Dios le ha impuesto. Será feliz o infeliz de acuerdo a la voluntad divina. No tiene sentido que te aflijas.
—Mi hijo jamás será infeliz —se encaprichó Laura, y lanzó un vistazo furibundo a su criada, que no se inmutó.
—Lo será si tiene que serlo, y a ti no te quedará otra que sufrir.
—Eres demasiado dura a veces.
—No dura —corrigió María Pancha—, me gusta ver las cosas como son.
Alejandro Roca, hermano mayor del general, se presentó una tarde en casa de los Javier y pidió hablar con la señora Riglos. Laura lo recibió en la salita donde pasaba mayormente el tiempo enfrascada en sus labores. A pesar del calor, se echó encima el rebozo para cubrirse apenas el vientre. En cuanto la vio, Alejandro Roca notó su estado, pero se cuidó de mencionarlo.
—Señor Roca, siéntese donde guste. ¿Qué desea tomar? Aquí tengo una jarra con horchata recién preparada.
—Un vaso de horchata me sentaría de maravillas con este calor —aseguró el hombre, mientras se abanicaba con su
canolier.
Laura le pasó el vaso y Roca sorbió un largo trago.
—¡Ah, qué refrescante! —expresó—. Muy sabrosa además.
Laura le estudió el rostro y nada le recordó al de Julio; incluso la mirada de Alejandro resultaba indulgente, sin visos de los destellos taimados que tanto caracterizaban la de su hermano. Doña Generosa le había comentado que don Alejandro era un soltero incurable, que ayudaba financieramente al general en sus quijotadas políticas, pero que no participaba en ellas; se dedicaba exclusivamente al campo. Lucía muy atildado, y Laura dedujo que el corte de su traje y los zapatos de cuero bruñido y polainas sólo podían encontrarse en las tiendas de Buenos Aires.
—Vengo en calidad de mensajero de mi hermano Julio —habló Alejandro—, como usted habrá imaginado. Hoy recibí un sobre con carta de él y otro para usted.
Le pasó la misiva, y Laura la recibió con mano ávida, al tiempo que deseaba que don Alejandro no notara su entusiasmo. Últimamente se emocionaba con facilidad.
—Me pidió que yo mismo se la entregara —explicó, buscando llenar el silencio que había caído sobre la muchacha—. En estos tiempos tan convulsionados, mi hermano debe extremar las medidas para preservar su intimidad. Sabemos que interceptan su correspondencia como en las épocas de la Mazorca y que está rodeado de espías.
—Lo siento —dijo Laura—. Parece que vivimos sumidos en la peor tiranía, ¿verdad?
—Exactamente, como en la peor tiranía. Incluso el sobre que me envió a mí llegó a nombre de mi capataz, mientras el remitente era el amanuense de mi hermano. ¡Ya ve lo que debemos hacer para preservar un derecho inalienable como es el de la correspondencia privada!
—Resulta evidente que no estamos en estado de derecho con Tejedor y sus malandrines queriendo imponer sus ideas retrógradas —opino Laura.
—Me temo, señora Riglos, que esta contienda terminará en el campo de batalla.
Alejandro se puso de pie y, cuando Laura hizo el ademán de imitarlo, él le indicó que no se molestara. Laura hizo sonar la campanilla y apareció María Pancha.
—En caso de escribir una respuesta —expresó Roca antes de partir—, envíela con alguno de confianza a mi casa. Aquí le dejo la dirección —y le entregó una tarjeta personal—. Yo se la haré llegar a Julio.
Se despidieron cordialmente, y Laura no distinguió en la mirada de don Alejandro la condena merecida por haber aceptado carta de un hombre al que no la unía ningún vínculo de sangre. Apenas quedó sola, rasgo el sobre y leyó.
«Rosario, 28 de febrero de 1880
Mi querida Laura, recibir tu carta fue de las pocas cosas gratas que me acontecieron en los últimos meses. Entenderás, pues, que la mano viene dura. Pero, como te digo, tu carta fue un bálsamo. Tardé en recibirla porque Demetrio no fue a la casa de Chavango por mucho tiempo. Fuiste ingeniosa al enviarla a esa dirección y a su nombre. Por mi parte, ya le mando indicaciones a mi hermano Alejandro para que se encargue de tu respuesta, en caso de tener el honor de que la escribas.