Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—Jesús prometió que, si pedíamos con fe, Él nos daría todo lo que deseamos —le contó en una oportunidad, y abrió su Biblia de hojas muy consultadas y le mostró varios párrafos al respecto—. Jesús nos concederá todo lo que pidamos así tengamos que ganarle por hartazgo, ya verás —aseguró, y hasta el padre Marcos soltó una carcajada.
Laura permaneció en estricto reposo por más de tres semanas. A la sazón, el doctor Javier la autorizó a levantarse por la tarde para que tomara asiento en el patio donde el cálido sol de primavera la fortalecía. La cama la debilitaba, y se mareaba al ponerse de pie, pero ahí estaban todos para ayudarla: doña Generosa, María Pancha, Agustín, el doctor Javier y el padre Donatti, que la visitaba a diario y le llevaba la comunión. «Todos, —pensaba Laura—, excepto él».
Agustín se dijo que no cometería los errores del pasado y, cuando el doctor Javier lo permitió, refirió a su hermana los días de Guor en Río Cuarto con puntos y comas. Le dijo que Nahueltruz había llegado con el ánimo de una fiera descontrolada y dispuesto a matar a Racedo y recuperar los huesos del cacique Mariano Rosas, pero entre él y el padre Marcos Donatti lo habían hecho deponer de su actitud.
—¡Pobre amor mío! —suspiró Laura—. ¡Qué padecimiento!
—Fue duro y a veces creí que no lo lograríamos, pero lo convencimos de dejar el asunto en nuestras manos. Nosotros ya habíamos comenzado a hablar con el coronel Racedo para persuadirlo de devolver los restos de Rosas, y prometimos a Nahueltruz que lo conseguiríamos.
—¿Lo consiguieron? —se esperanzó Laura.
—No aún. Racedo es testarudo y quiere donar los huesos a un museo de Ciencias Naturales en Berlín.
—¡Qué hombre tan cruel! Cree que profanando la tumba del padre, se vengará del hijo. Cree que esparciendo sus restos por el mundo, conseguirá hacerlo pagar por la muerte de ese canalla que era su tío. ¡Qué remedio más inútil!
—A veces me abruma tanto la injusticia con la que convivo a diario, las muertes, la venganza, el odio, la mentira, que temo que llegue a acostumbrarme. A veces, en contra de mis propias creencias, pierdo la esperanza.
Laura le acarició la mejilla y lo compadeció, y Agustín dejó descansar su rostro en la concavidad de su mano.
—¿Cómo lo persuadieron de que no acabara con Racedo?
—En realidad —dijo Agustín—, creo que Nahueltruz no tenía intenciones de hacerlo. Si él hubiese estado decidido, ni yo ni el padre Donatti habríamos podido con su voluntad de hierro. Sí, le hablamos, y le hablamos mucho, pero sinceramente creo que él llegó hasta aquí movido por un sentido del deber y no por verdadero convencimiento. Él se culpa por haber abandonado a su pueblo, ya lo sabes de memoria, y gran parte de sus actitudes y acciones nacen como consecuencia de esa culpa. Matar a Racedo y recuperar los restos de su padre, por ejemplo, eran de estas acciones. Cuando encontró que nosotros lo desaprobábamos y escuchó nuestras razones, se dejó convencer. Eso es, se dejó convencer. Y creo que se sintió aliviado. En el fondo, él desea acabar con esta historia de muerte y venganza que tiende a perpetuarse. Creo que está dispuesto a poner un hasta aquí.
—¿Qué ha sido de él? ¿Sigue en Río Cuarto?
—No. Viajó a Mendoza «para atender unos negocios», según dijo, y yo no me atreví a sonsacarlo. No he vuelto a saber de él, pero antes de partir hacia Mendoza me confesó que le urgía regresar a París.
Laura bajó la vista para ocultar las lágrimas que sin remedio le inundaron los ojos.
—Vamos, Laura, no te pongas así o no seguiré contándote. Ya sabes lo que dice María Pancha, que si lloras tanto echarás a perder al niño. Tendré un sobrino llorón y flojo o una sobrina caprichosa como tú. Vamos. El Señor es misericordioso y sabe de tus aflicciones. Jamás te abandonará.
—Lo que más me duele es que él me odie tanto, que piense tan mal de mí.
—Sabes que no te odia, no puede odiarte. Te ama demasiado para eso.
—¿Te dijo algo? ¿Te dijo algo acerca de mí? —preguntó, nuevamente esperanzada.
Y aunque Agustín se había propuesto decirle la verdad, no encontró el valor para repetir las declaraciones de Guor respecto a ella. Tan duras habían sido que Agustín lo amenazó con romper su amistad si no moderaba su lenguaje.
—No, Laura —mintió—, no mencionó tu nombre siquiera una vez.
Agustín tampoco le dijo que, días atrás, había recibido carta de Nahueltruz fechada en Buenos Aires donde le anunciaba su inminente partida hacia Francia. Y también se guardó de decirle que, de inmediato, le había escrito a su vieja dirección en París para avisarle que, en pocos meses, tendría un hijo.
A pesar de que doña Generosa había conseguido transmitirle su fe, Laura llegó a convencerse de que Nahueltruz había desaparecido para siempre de su vida. Cuando ese convencimiento se arraigó en su corazón, restableció contacto epistolar con Buenos Aires. Eugenia Victoria fue de las primeras. A ella, como de costumbre, le contó la verdad. También les escribió a Eduarda, a tía Carolita y a sus primas Iluminada y María del Pilar, pero a ellas les dijo que pasaría una temporada junto a su hermano. Por último, se animó a escribirle a Magdalena, que ya había regresado de Río de Janeiro. En todas las respuestas, le comentaron acerca del súbito regreso de Guor a París, que ni siquiera había esperado al matrimonio Beaumont. Para sorpresa de Laura, su madre le contestó en un tono de maternal comprensión que le hizo desear tenerla a su lado, pero no se atrevió a pedírselo por temor a generar un conflicto con su esposo, el doctor Pereda. Anhelaba que su madre quisiera a su hijo a pesar de que fuera ilegítimo. Necesita que todos lo quisieran para paliar la falta de padre y la crueldad de una sociedad que lo condenaría. Al verla angustiada, María Pancha le enumeraba casos de hijos ilegítimos a los que nadie menospreciaba; citaba a modo de ejemplo a Faustina, la hija natural de Sarmiento, o a la innumerable prole de Justo José de Urquiza, en general todos bien casados y aceptados (una de las Urquiza era la esposa del renombrado porteño Benjamín Victorica).
—Pero ellos —se obstinaba Laura— han tenido la suerte de que sus padres los reconocieran. Llevan el apellido paterno. Ese no será el caso de mi hijito.
—Tu hijo llevará el apellido paterno y no será ilegítimo —insistía doña Generosa—, porque así se lo estamos pidiendo a Nuestro Señor. Debes tener fe, Laura. Con fe, moverás montañas.
También le escribió a Julio Roca sin mayores esperanzas de obtener respuesta porque imaginaba que el general y su familia ya habrían dejado la capital. Envió el sobre a la casa de la calle Chavango a nombre del coronel Artemio Gramajo. María Pancha le preguntó por qué le había escrito.
—Porque lo quiero, María Pancha. Porque le debo la vida de Nahueltruz y otros favores. Además, le prometí que sería su amiga y que
siempre
estaría dispuesta a ayudarlo. No quiero que nadie nunca vuelva a llamarme traidora. Este es un momento difícil en la vida de Julio y quizás me necesita.
Laura, no obstante, sabía que, en parte, lo hacía movida por un sentimiento de venganza. A veces imaginaba lo reconfortante que sería lastimar a Nahueltruz del modo en que él la había lastimado a ella. Al padre Donatti, a quien había confesado toda su historia, también le mencionó este perverso deseo.
—Se trata del padre de mi hijo —expresó—, y sin embargo no puedo evitar odiarlo. No quiero odiarlo —aseguró con pasión—, pero el daño que me ha causado me ha vuelto rencorosa.
—No pienses sólo en el daño que
él
te ha causado sino en el que
tú
le has causado a él. No sólo
tú
tienes que perdonarlo a él sino
él
a ti. ¿Y cómo piensas obtener el perdón si primero no eres capaz de perdonar? Otorgar el perdón, Laura, es una acción que primeramente beneficia a quien lo concede. Inmediatamente te inunda la paz del Señor y las angustias comienzan a desvanecerse. Como decía San Francisco «es perdonando que se es perdonado».
—Yo quiero perdonarlo, pero me resulta difícil —aceptó sin mayores bríos.
Laura recobró el espíritu la mañana en que el doctor Javier le aseguró que habían superado el mayor riesgo. Debía ser en extremo prudente, pero dejaría la cama para llevar una vida normal y ordenada. Hacía días que no la atormentaban las náuseas matinales y le había perdido el asco a la carne y a la leche. Doña Generosa cumplía a pie juntillas las indicaciones de su esposo y la alimentaba «como si fueran a comerla en Navidad», según se quejaba Laura. Lo cierto era que las comidas nutritivas y variadas le devolvieron las fuerzas y los colores al semblante, no se mareaba al caminar y no se cansaba ni la agobiaba la somnolencia dondequiera que estuviese.
Las amigas de doña Generosa le tomaron gran afecto. Al tanto del apuro en que se hallaba, sola y con un hijo en camino, ninguna preguntaba por el padre del niño y, en cambio, hablaban de la ropita del ajuar, de posibles nombres, de cómo amamantarlo, de cómo cambiarlo, de cuándo resultaba conveniente darle el primer baño y demás. Laura las escuchaba con interés y anotaba algunos consejos.
La vida en Río Cuarto distaba mucho de la de Buenos Aires. No había teatros ni salones relucidos; tampoco tiendas de ultramarinos ni clubes afamados. La gente era más sencilla y se comportaba con soltura. Se vivía de manera distendida sin prestar atención a la parafernalia de aspectos que debían atenderse en la gran capital. Aunque menos almidonados que los porteños, los riocuartenses eran igualmente aficionados al cotilleo, y la presencia Laura, una dama tan distinguida como misteriosa, alborotó las conversaciones en pulperías y tertulias vespertinas. Cada día se tejía una historia y a menudo se recordaba aquella que la había tenido por amante del indio Nahueltruz Guor, el que había asesinado al viejo coronel Racedo. En los últimos meses, cuando el embarazo se volvió notorio, Laura salía sin cubrirse el vientre, lo que provocó escándalo entre las señoras, y las hablillas recrudecieron. Aunque sabía que la criticaban, Laura no percibía un ambiente hostil, más bien se sentía admirada, quizás envidiada. Las señoras se esforzaban por saludarla a la salida de misa y las más jóvenes le copiaban sus vestidos y tocados.
Para sorpresa de María Pancha, pero en especial de la propia Laura, doña Generosa logró que tejiera una mantita de cuna. Enemistada con las labores, Laura no sabía lo gratificante que resultaba elaborar una prenda que después abrigaría a un ser querido. Su entusiasmo la llevó a comprar en la tienda de Ricabarra toda clase de avíos: agujas, lana de distintos tipos y colores, botones, puntillas, galones, cintas, hilo para bordar, un bastidor, telas y tijeras. Se pasaba horas tejiendo, cosiendo y hasta bordando. Leía de noche y poco, y escribía solo la correspondencia. El doctor Javier la instaba a caminar media hora por día, bien temprano por la mañana o al atardecer, cuando el sol de verano menguaba su inclemencia; debía hacerlo de manera pausada y lenta, deteniéndose si se cansaba. Doña Generosa, María Pancha y ella aprovechaban para ir caminando hasta la misa de siete en el convento de San Francisco oficiada por el padre Agustín, que luego las recibía en la sacristía donde bendecía a su sobrino apoyando la mano en el vientre de Laura. De regreso, se habían habituado a detenerse en la panadería porque Laura vivía antojada de unos bollos fritos rellenos de crema pastelera que disfrutaba especialmente en el desayuno. Si no se sentía cansada, volvía a salir por la tarde; acompañaba a doña Generosa a visitar a alguna amiga o pariente o simplemente iban de compras con María Pancha. Cuando Laura expresó su deseo de acompañar a Agustín a El Tala, la tierra que el gobierno le había entregado al cacique Ramón “Platero” Cabral a cambio de su sumisión, el doctor Javier se mostró inflexible.
—Donde hay indios —pronunció—, hay viruela. Contagiarse es grave, pero, encontrándose en estado, es gravísimo. Si sobrevive, el niño podría nacer privado de la vista o lo que es peor, con daños en el cerebro. Nacería tonto, pues.
El doctor Javier no se caracterizaba por ser alarmista, de modo que, al verlo tan severo, Laura lo obedeció sin chistar. Para ella, no había nada más importante que su hijo. Sentirlo dentro de sí constituía el momento más feliz del día, y si pasaba uno en que no lo hiciera, se angustiaba y recurría al doctor Javier que, con una sonrisa paciente, le decía: «Seguramente duerme». ¿Cómo saber si duerme o si algo malo le ocurre? Al día siguiente, cuando el movimiento tan particular volvía a producirse en su vientre, la paz le regresaba al alma. Hacía cuanto doña Generosa y María Pancha le indicaban, a pesar de que algunas prácticas resultaban fastidiosas y otras sabían muy mal, como la cucharada en ayunas de aceite de hígado de bacalao o el tónico de cáscara de huevo, invento de su tío abuelo Tito. Al igual que con Blanca Montes primero y con Magdalena después, María Pancha se ocupaba de masajear a diario el cuerpo de Laura, en especial sus piernas y su vientre, con un aceite de almendras.
—No es cuestión de que se te arruine la figura —expresaba, mientras sobaba con pericia.
También le enseñó a prepararse los pezones para amamantar porque Laura había manifestado que no quería que una nodriza se ocupase de su hijo.
Laura había evitado el huerto de los Javier. Le traía recuerdos que, en esas circunstancias, se volvían dolorosos e indeseables. Una tarde, sin embargo, se aventuró al patio y caminó hasta adentrarse en el huerto, hasta acariciar incluso el tronco del limonero, testigo de tantos besos y diálogos. Apoyó la mano sobre el grueso nogal y cerró los ojos para evocar las imágenes que llegaron con vivida claridad; retuvo el aliento al experimentar nuevamente la áspera corteza en su espalda y la virilidad de Nahueltruz entre sus piernas. «¿Por qué me haces esto?», le había reprochado él. «¿No te das cuenta de que me vuelves loco? ¿De que soy capaz de tomarte aquí mismo, sobre la acelga y las zanahorias de doña Generosa?». «Sí, sí. A mí no me importa», había sido la respuesta de ella.
—¡Nahuel, amor mío! —gimoteó, y apoyó ambas manos sobre el árbol, mientras dejaba caer la cabeza hacia adelante—. ¿Cómo llegamos a esta instancia tan penosa si nos amamos tanto?
Esa noche, despertó súbitamente a causa de un sueño erótico. Se sorprendió porque jamás pensó que una mujer encinta experimentara deseo sexual. Había creído que las embarazadas pasaban los nueve meses suspendidas en una especie de limbo donde la concupiscencia no tenía cabida, donde la maternidad las salvaba de los arranques pasionales de la carne. Lo cierto fue que el deseo por Nahueltruz la acompañó a lo largo del embarazo y, si bien le provocaba una gran insatisfacción, la ayudó para dejar de lado sus ideas de odio y revancha, a tal extremo que se convenció de escribirle que esperaba un hijo de él. De pronto, las aprensiones de meses atrás se habían desvanecido.