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Authors: Josep Montalat

Goma de borrar (25 page)

BOOK: Goma de borrar
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—Hola, cariño, ya estoy aquí. Vengo con Cobre —anunció, recogiendo de nuevo las bolsas.

De pronto, en el interior de la casa sonó el inconfundible ruido de un disparo, seguido de otro a los pocos segundos. Después, al tiempo de este segundo estallido, se oyeron otros dos disparos, mucho más potentes que los primeros. A Sindy se le cayeron las bolsas y se quedó petrificada donde estaba. Cobre, por el contrario, ya con el primer disparo había abandonado las bolsas en el suelo y corría a toda pastilla de regreso por el jardín. Al oír las otras detonaciones, instintivamente, hizo unos amagos de agacharse, pero todo ello sin dejar de correr en dirección a Gaspar, que se había protegido detrás de la baja tapia.

—¿Qué pasa? —preguntó el vasco a su amigo.

—No sé. ¡Vámonos! ¡Arranca el coche y larguémonos! —le respondió Cobre, asustado.

En aquel momento, oyeron gritar a Sindy. Los dos se giraron en dirección a la puerta abierta de la casa. Después escucharon el conocido ruido de unas persianas que se alzaban y sus miradas se dirigieron al otro lado de la vivienda, donde vieron de refilón que dos hombres saltaban al jardín de la casa vecina y huían corriendo.

—¡Vámonos! —dijo Cobre, yendo hacia el coche.

Se oyó entonces otro grito de Sindy. Gaspar estaba parado en la acera mirando hacia la casa.

—¡Larguémonos, joder! —le pidió otra vez Cobre, ya junto a la puerta del coche.

—No. Vamos a ver qué ha pasado —respondió el vasco, dirigiéndose hacia el interior del jardín.

—¿Estás loco? Venga ¡Larguémonos ya! —insistió Cobre, muy nervioso.

—No seas cobarde, debemos saber qué ha pasado —replicó Gaspar.

Cobre le siguió a regañadientes. Entraron lentamente en la casa y fueron hacia el salón. Allí vieron a Sindy sollozando abrazada al cuerpo inerte y completamente ensangrentado de Johan, que estaba sentado, medio caído sobre el sofá. Cobre no pudo reprimir vomitar ahí mismo, al ver que la cabeza del holandés estaba abierta, con su cerebro esparcido por todos lados, como diminutos quesitos El Caserío sin envoltorio, y en pequeñas y rosadas porciones, valga la repugnancia. Gaspar, de pie, observaba boquiabierto la espeluznante escena.

—¡Joder! —dijo el vasco, girando ahora también su rostro, reprimiendo el asco.

—¿Está muerto? —le preguntó Cobre.

—Creo que bastante —respondió mientras su amigo se reponía del vómito, apoyado en la pared del pasillo.

—Hay que avisar a una ambulancia —dijo Cobre.

—Y a la policía también —añadió Gaspar.

Sindy pareció reaccionar y se apartó del cuerpo de su marido.

—No, policía no —dijo mirando seriamente al vasco. Luego se levantó en busca de la mirada de Cobre.

—¿Por qué no? —preguntó Gaspar.

—Cobre, por favor, no avises a la policía. Llévate esto y escóndelo para que no lo encuentren —dijo la chica, señalando las dos bolsas, manchadas en sangre, presumiblemente de cocaína, que había sobre la mesa.

Cobre se quedó mirando los dos paquetes de plástico. Junto a los pies de Johan, reconoció la caja de madera en la que guardaba la droga, la báscula de precisión y otros útiles del holandés. Desvió luego su mirada hacia Gaspar.

—A mí no me metas en esto —comentó el vasco cruzando el salón.

—¿A dónde vas? —le preguntó Cobre.

—Voy a echar un vistazo —respondió Gaspar, entrando en la habitación de donde habían salido los dos individuos.

—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó entonces Cobre a la chica.

—Sí, por favor. Llévatelo todo y guárdamelo unos días si puedes. Que no lo encuentre la policía —dijo ella, con cara de súplica—. Te daré una parte.

Esta última frase lo motivó. Formuló una rápida operación matemática:
Cocaína(x)=0,7x4+0,5x3+x2–0,40x2C4x4,
que resolvió a ojo de buen cubero. No dijo nada a Sindy, y fue hacia la puerta de salida. Fuera no vio ni un alma. Por lo visto, nadie más había oído los disparos. Regresó al salón.

—¿Y los vecinos?

—No están. Los de la casa de al lado se fueron la semana pasada. Los del otro lado no vienen hasta septiembre.

Cobre se dirigió a la habitación a la que había ido su amigo. Lo vio observando por la ventana por la que habían huido los dos hombres que habían dejado a Johan con la boca abierta y los párpados cerrados.

—Tu camello tocó por lo menos a uno de ellos —le dijo el vasco, haciéndole reparar en la sangre que había en el suelo.

Cobre levantó sus zapatos de una pequeña mancha de sangre que sin darse cuenta había pisado.

—Hay que avisar a la policía, enseguida —dijo Gaspar, yendo hacia el salón.

—Espera —lo detuvo Cobre cogiéndole del brazo—. Tengo que ayudar a Sindy. Quiere que me lleve la cocaína. Tú no tienes por qué meterte en esta movida, sólo acompáñame a buscar mi coche y yo lo hago todo. Luego vete al hotel con Susana, yo mismo avisaré a la policía más tarde.

—¿Por qué vas a meterte en este lío?

—Lo has oído. Me ha pedido este favor.

—Te puede meter en un buen marrón. ¿Te fías de ella?

—Sindy es muy buena chica. Johan le pegaba. Ahora necesita un poco de ayuda —respondió Cobre, buscando una buena razón para darle.

—Creo que no deberías hacerlo, pero tú mismo. Venga, vámonos. Te dejo en tu casa —dijo su amigo, saliendo de la habitación.

Cobre lo siguió de vuelta al salón y habló con la holandesa.

—Sindy, espérame aquí. Mejor, no toques nada. Voy a buscar mi coche y regreso a por la coca. Cierra la puerta y no abras a nadie hasta que regrese.

—Gracias, Cobre —respondió la chica más calmada—. Eres un buen amigo —añadió siguiéndolo hasta la puerta.

Ellos subieron en el coche de Gaspar en dirección a la casa de Gunter. Por el camino hablaron.

—Tú no tienes por qué meterte más —le dijo Cobre—. Cuando haya recogido la coca iré a avisar a la policía. Diré que estaba solo.

—Gracias, pero ya estoy metido en esto. La policía rápidamente descubriría que había alguien más y podría ser peor. Las huellas de mis zapatos ensangrentados están por toda la casa —dijo el vasco, señalando sus pies.

—Jondia, es verdad —advirtió Cobre, mirándose sus propias suelas. Lo siento, tío.

—Tampoco es culpa tuya. Fui yo quien te pidió que cambiaras la hora de la cita.

—¿Entonces, qué hacemos?

—Coges tu coche, metes la coca dentro y lo escondes en algún sitio. Luego, juntos, para justificar las huellas que hemos dejado en el mío, vamos a avisar a la policía. Habrá pasado como mucho media hora. Supongo que se puede justificar.

—Vale, lo hacemos así.

—¿Hay teléfono en la casa de Johan? —preguntó Gaspar.

—Sí. ¿Por qué?

—Tendremos que romper el cable para explicar que fuimos a avisar a la policía en coche y no haberlo hecho por teléfono, que sería lo lógico —respondió el vasco, ya llegando a la casa de Gunter.

—Jondia, bien pensado.

Cobre entró en la vivienda a recoger las llaves de su coche. Al poco rato apareció de nuevo y sin demorarse subió a su «Seat Panda» y lo arrancó. Gaspar lo siguió con su vehículo de vuelta a la casa de Johan. Al llegar aparcó delante del Porsche y dejó que su amigo aparcase en el mismo sitio de antes. Abrió el maletero y lo dejó abierto.

—Mejor me esperas aquí vigilando que no venga nadie. Cojo la caja y vengo —anunció al vasco.

—Vale, pero date prisa —pidió Gaspar, quedándose en la acera.

Cobre entró rápidamente en el jardín en dirección a la puerta. Al llegar al umbral hizo sonar el timbre.

—Sindy, abre. Soy yo —dijo, nervioso de que alguien los viese y sabiendo que el plan dependía de la velocidad con que se hiciera el transporte de la droga.

La holandesa abrió y lo dejó pasar, luego la chica miró en dirección a la calle, donde vio su Panda aparcado.

—Gracias por el favor que me haces. De veras, gracias —dijo la chica con ojos llorosos, siguiéndolo por el pasillo en dirección al salón.

Cobre tuvo que volver a reprimir las arcadas. Cogió el paquete de plástico que permanecía abierto sobre la mesa y lo precintó con cuidado con la cinta adhesiva roja. Entretanto, Sindy había cogido la otra bolsa y la había guardado dentro de la caja de madera. Cobre le pidió que cogiera ella misma la caja para no dejar las huellas de sus pies al lado de Johan. Sindy la cogió y se la dio. Cuando la tenía en sus brazos observó que en el suelo se perfilaba, rodeado de sangre, el espacio donde había estado la caja, y le dijo a la holandesa que pasara sus pies por el lugar para borrar aquel indicio. Observó cómo lo hacía y luego le pidió que le abriera la puerta. Fuera, Gaspar le hizo una seña indicándole que podía salir, así que caminó por el jardín en dirección a su coche mientras la chica, desde el umbral, contemplaba el traslado. Poco antes de llegar a la acera, Cobre vio aparecer a dos niñas en bicicleta que acababan de girar la curva de la calle pedaleando hacia ellos.

—Jondia —dijo al verlas, todavía con la caja ensangrentada en sus brazos.

—Date prisa —le dijo el vasco, al verlas.

Avanzó más rápido y dejó apresuradamente la caja en el maletero abierto del Panda. Gaspar vio que Sindy, vestida con su vestido azul claro completamente manchado de sangre, seguía en la puerta, atenta al traslado y ajena al imprevisto paseo de las chiquillas.

—Sindy, guapa, tu vestido estampado en rojo es muy bonito pero quizás un poco atrevido para esas crías que vienen por ahí en bicicleta —le dijo, con toda la naturalidad que le fue posible, al tiempo que con su mano bajada le indicaba que entrase.

Sindy interpretó correctamente las señas y entró en la casa cerrando la puerta tras ella. Entretanto, las niñas pasaron tranquilamente delante de ellos. Cobre disimuló haciendo ver que limpiaba el cristal trasero del Panda con lo primero que encontró en sus bolsillos: el fajo de billetes que tenía preparado para la compra de la cocaína.

Gaspar saludó a las chiquillas con la mano y ellas con unas sonrisas le devolvieron el saludo, al tiempo que seguían pedaleando lentamente. Luego, mirando a su amigo se percató de lo que estaba haciendo con los billetes, restregándolos por el cristal del vehículo.

—Eso que estás haciendo es lo contrario al blanqueo de dinero. Quizás debieran darte un premio por ello.

—No estoy para bromas —respondió Cobre, guardando los billetes en el bolsillo—. Sígueme, dejaré el coche en casa y luego vamos a avisar a la policía. Nos viene de camino —añadió, subiéndose rápidamente al coche.

Gaspar también subió a su vehículo, y lo siguió en dirección a la casa de Gunter. Al poco de llegar, Cobre vio por el retrovisor que Gaspar le estaba haciendo señales con las luces, pese a lo cual él siguió la marcha. Su amigo insistía con las luces, por lo que finalmente detuvo su Panda. Se bajó y fue al coche del vasco.

—¿Qué pasa? —le preguntó a través del cristal bajado de la ventanilla.

—El teléfono. No hemos arrancado la línea del teléfono.

—¡Jondia! Es verdad —exclamó Cobre, dándose un golpe con la mano en su frente—. ¿Qué hacemos?

—La estamos liando.

—Bueno, lo siento por toda la movida, pero ya casi estamos en casa. Ahora no perdamos el pánico —equivocó la frase con los nervios—. Dejo mi coche y volvemos a arrancar el puto teléfono. No vamos a perder en total más de diez minutos. Luego vamos directos a la policía —propuso, mientras se dirigía al Panda.

Circularon de nuevo uno detrás del otro, a gran velocidad, hasta la casa del alemán. Cobre aparcó el coche un poco más allá de la entrada y fue hacia el de su amigo.

—Supongo que ya no viene de un minuto. Gunter ha salido con el Mercedes. Voy a esconder la caja en la casita del jardín.

Gaspar protestó, pero Cobre ya había abierto el maletero del Panda. Sacó la caja y con ella en brazos dio la vuelta a la casa atravesando el jardín. Al poco rato, regresó.

—Ya está. Vámonos —dijo, subiéndose ahora en el coche de su amigo.

Al llegar a la casa de Johan no vieron a nadie fuera y respiraron aliviados. Entraron rápidamente en el jardín. Nerviosos, pulsaron el timbre.

—Sindy, abre. Somos nosotros —anunció Cobre en voz alta.

Nadie abría. Esperaron un rato más, insistiendo frenéticamente con el timbre hasta que, por fin, la chica les abrió la puerta vestida con un albornoz.

—¡Joder! —exclamó Gaspar.

—Ya era hora, Sindy. Nos hemos olvidado de arrancar el cable del teléfono —dijo Cobre, entrando en la casa.

Su amigo también entró pero se quedó mirando a la holandesa.

—¿Qué hace así vestida? Se supone que acaban de asesinar a su marido y que nosotros hemos avisado enseguida a la policía. Y ella tranquilamente en bata —hizo notar el vasco, haciendo un ademán con sus brazos.

Cobre, que ya se iba en dirección al teléfono, se giró para ver a qué se refería.

—Pero Sindy, ¿qué haces así vestida?

—Estaba a punto de darme un baño —respondió la holandesa tranquilamente.

—¡Jondia, Sindy! ¡Quítate enseguida esa ropa! ¿No ves que nos vas a meter en un buen lío con tanta movida?

Sindy se abrió la bata y la dejo caer al suelo delante de ellos.

—¡Joder! —exclamó sorprendido Gaspar, viéndola desnuda.

Cobre entonces descubrió lo que sucedía.

—¡Jondia, se ha pinchado! —anunció, dándose un golpe con la mano en la frente.

—¿Qué? —preguntó Gaspar, mirando a su amigo y luego a Sindy, sin entender lo que estaba pasando.

—Se ha metido un pico de heroína. Está completamente colocada —le explicó Cobre, recogiendo la bata del suelo y poniéndosela sobre sus hombros.

—¡Joder, tío! Pues menos mal que dijiste que era una buena chica. ¿O quizás dijiste que estaba buena la chica?

Ella los contemplaba con una sonrisa tonta en su rostro. Cobre la miró a los ojos.

—Sindy, ahora no la jodas; debes vestirte otra vez con lo que antes llevabas puesto —le dijo con voz tranquila, buscando en sus pausadas palabras la poca paciencia que le quedaba.

—Sindy, guapa ¿dónde está el bonito vestido azul que llevabas? —le preguntó Gaspar, como si le hablase a un niño pequeño.

—Por favor, debes colaborar un poco. Vamos a buscar tu vestido, ¿vale? —dijo Cobre, cogiéndola por los hombros y haciéndola avanzar hacia el interior de la casa, mientras Gaspar se adelantaba.

—¡Está aquí! —anunció el vasco.

Cobre llegó a la puerta del baño conduciendo a la holandesa delante de él y vio el vestido tirado sobre el bidé.

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