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Authors: Josep Montalat

Goma de borrar (11 page)

BOOK: Goma de borrar
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—¿Ves como puedo venderte cinco gramos? —dijo, sonriéndole y pasándole el paquete de cocaína.

—Sí, veo que realmente puedes —opinó Cobre, evaluando el peso del paquete y devolviéndoselo.

—Y es muy buena —añadió Johan mientras dejaba la bolsa sobre la mesa.

—Si es como la que me diste en el Girasol, es realmente muy buena. La mejor que he tomado.

—Tengo otra —y le mostró otro paquete más grande que el anterior, que también sacó de la caja de madera, éste cerrado con un adhesivo rojo.

—Jondia —exclamó Cobre, admirado y también un poco asustado por la cantidad que le estaba mostrando.

—Pero ésta no es tan buena —dijo el holandés.

—Ah, ¿no?

—No. Seguro que es tres veces mejor de lo que puedes encontrar por aquí, pero no como la primera —aclaró, pasándole la bolsa.

 Cobre tomó el paquete en sus manos y por el peso calculó que había el doble que en el otro.

—Jondia. Nunca había visto tanta coca junta —dijo, haciéndose el simpático pero ya bastante asustado, pensando en la posibilidad de que lo pillaran allí dentro con toda esa cantidad de droga sobre la mesa—. ¿Y ésta dices que no es tan buena?

—Mira, voy a enseñarte algo.

El holandés se levantó y se dirigió a la cocina. Regresó con un trozo de papel de aluminio. Se sentó y recortó el papel en tres trozos más o menos del mismo tamaño y los puso sobre la mesa, uno al lado de otro. Por un momento, Cobre pensó que iba a hacerle un juego de trileros, pero no era ése su propósito. De la caja sacó una papela de cocaína como la que le daban a él cuando la compraba a Frank, y espolvoreó un poco sobre uno de los recortes de aluminio. A continuación abrió la bolsa grande desprendiendo el adhesivo de color rojo que lo mantenía cerrado y puso un trozo de la cocaína de esa bolsa sobre otro de los papeles de aluminio. Repitió la misma operación con un tercer trozo, que en este caso sacó de la otra bolsa de plástico, la más pequeña, la que estaba sujeta con un adhesivo de color azul. Seguidamente cogió el encendedor que estaba junto a su paquete de tabaco y levantando el primero de los papeles de aluminio que había preparado, le acercó la llama del mechero por debajo.

—Mira esta cocaína —le hizo prestar atención Johan—. Es más o menos de la calidad que tú debes de comprar por ahí. ¿Ves qué rápido se consume con el calor?

—Sí, es verdad —dijo Cobre, viendo cómo la cocaína desaparecía en humo gris y al final sólo quedaba una mancha negruzca en su lugar.

—¿Has visto? Esta coca es porquería. Para engañar a idiotas.

—Ya —dijo simplemente Cobre.

—Ahora verás —dijo el holandés, cogiendo el segundo papel de aluminio y poniéndole su mechero encendido debajo—. ¿Ves cómo ésta aguanta ahora sin evaporarse? —dijo, mientras seguía con el mechero encendido debajo del aluminio.

—Sí, no se consume tan rápido. Ahora parece que empieza a quemarse un poco.

—Sí, ahora ya se quema —le dijo, todavía manteniendo la llama del mechero debajo—. Se ha quemado, pero su color no es negro como el otro. ¿Lo ves?

—Es verdad, es de un color marrón. Jondia, está muy bien esto —exclamó admirado.

—Pues ahora, con esta última verás —aseguró el holandés poniendo la llama del mechero debajo del último papel de aluminio, en el cual había colocado la cocaína de mejor calidad.

—Está aguantando mucho —advirtió Cobre, encantado con la demostración.

—¿Ves? Ahora ya está muy caliente y empieza a hacer burbujas. Ésta es la prueba de que se trata de muy buena coca —dijo Johan satisfecho, todavía con la llama debajo del papel de aluminio. Unos segundos más tarde apagó el mechero—. Y al final... ¿Ves? No es ni negra, ni muy marrón... Es de un color marrón pero mucho más claro.

—Muy interesante —comentó Cobre, sorprendido por el experimento y admirado de cómo aquel tipo, con aquella frialdad y delante de sus estupefactos ojos, había convertido en humo aquellas tres aprovechables rayas de cocaína.

Johan le sonreía. Su fuerte mandíbula se relajaba con esa expresión. Cogió un cigarrillo de su paquete y luego puso el último trozo que había aguantado la combustión en la punta y lo dejó ahí. Encendió el cigarrillo e inhaló el humo.

—Voy a venderte de esta última porque eres amigo de Gunter —comentó, bebiendo y echándose luego atrás en el sofá.

—Gracias —agradeció Cobre, dando también un trago de su gin-tonic.

—Cinco gramos, ¿no?

—Sí, cinco. ¿A cuánto es?

—Para ti, lo mismo que pagas por esta basura —dijo el holandés, incorporándose un poco y dando un pequeño empujón a la papela que había puesto antes sobre la mesa.

—¿Doce, doce mil? —preguntó Cobre.

—Sí, doce —dijo, levantándose del asiento—. ¿Quieres otro gin-tonic?

—No, tendré que irme, estoy trabajando.

—¿Dónde trabajas? —preguntó ya junto a la puerta por donde había entrado la chica.

—Tengo un restaurante con un amigo, aquí en Empuriabrava, El Pollo Feliz. ¿Lo conoces? —le dijo al tiempo que Johan mascullaba algo en holandés, con la puerta de la habitación ligeramente abierta.

—¿Qué restaurante has dicho? —volvió a preguntar, cerrándola.

— El Pollo Feliz. Estamos especializados en pollos al
ast.

—¿El Pollo Feliz? ¿Uno nuevo que hay cerca de Los Arcos?

—Sí, ése.

—No he entrado nunca, pero iremos —afirmó, sentándose de nuevo en el sofá—. Cinco gramos, ¿no?

—Sí, cinco, por favor —respondió Cobre un poco angustiado de estar tanto tiempo en la casa con las dos bolsas de cocaína sobre la mesa, como si fuesen simples paquetes de arroz.

—Vamos a ver —dijo, sacando una balanza de dentro de la caja de madera.

—Bonita balanza —apreció.

—Es una Soehnle, va con pilas, tecnología alemana. Pesa a la perfección —explicó Johan orgulloso—. En este negocio, el peso es importante. En Holanda decimos que hay tres tipos de peso: el peso específico, el peso atómico y el peso de las tiendas —acabó diciendo con una sonrisa.

Cobre se rio, más por cortesía que por la gracia que le había causado. Johan, entretanto, había cogido el paquete grande y la papela y lo había guardado todo de nuevo en la caja de madera, dejando en la mesa sólo la bolsa con la cocaína de mejor calidad. La cogió y sacó con los dedos un pequeño grumo.

—Toma, prepara unas rayas, mientras —dijo dándoselo a Cobre.

Después sacó una pequeña bolsa de plástico vacía con cierre y la puso sobre el plato de la balanza. Graduó el peso de la bolsa hasta dejar la balanza a cero de nuevo. Luego con una cuchara fue sacando cocaína de la bolsa y la fue poniendo en el interior de la bolsita que acababa de pesar. La colocó en la balanza y comprobó lo que indicaba. Cuando se disponía a retirar un poco, apareció en el salón la chica que Cobre había visto esconderse en una habitación. Ahora no iba descalza, llevaba unas zapatillas, pero seguía con la misma camiseta de mangas largas de antes, de un color rojo en su origen, pero ahora muy desteñido, casi rosa, que probaba que no había sido lavada con el detergente que anuncia un payaso. Por su tamaño, ya que le llegaba hasta las rodillas, supuso que la camiseta pertenecía a Johan.

—¿Conoces a Sindy? —le preguntó el holandés.

—No —respondió él, dejando la cocaína que estaba cortando con su Gillette sobre la tapa de un libro, al tiempo que se levantaba para saludarla.

Ella le sonrió pero no hizo ningún ademán de acercarse. A Cobre le pareció que estaba borracha.

—Está colocada. Heroína —explicó Johan.

—Hola, Sindy —la saludó Cobre, volviendo a sentarse.

—Hola —respondió la chica sonriéndole, mientras cogía un cigarrillo del paquete de su compañero y lo encendía.

Johan la atrajo hacia él, tirando de la camiseta, que se le subió mostrando unos perfilados muslos. Cobre supuso que tendría unos treinta años. Era muy atractiva y bajo la camiseta se le marcaban unos bonitos pechos, libres del sujetador. El holandés ahora la tenía apretada a su lado, rodeándole una pierna con su fuerte brazo derecho, justo por debajo de donde terminaba la ropa. Ella se mantuvo así a su lado, fumando tranquilamente, sonriendo a Cobre. Johan sacó el brazo de su muslo y con la mano le subió la camiseta hasta descubrirle su sexo, poblado con pelo rubio y en el que se dibujaba con claridad su ranura. Cobre desde luego no se esperaba ver ese espectáculo, y aficionado como era a las «almejas», se quedó completamente embobado al vislumbrar aquel rubio bivalvo que se le mostraba.

—Heroína. Heroína y mucho sexo. Es lo único que quiere —dijo entonces Johan como de pasada, manteniendo la camiseta levantada—. Ahora está en su paraíso particular. Cuando has llegado se estaba preparando un chute aquí en la mesa y ha entrado dentro de la habitación a esconderse. Con la heroína ha perdido su timidez, le gusta que la veas así. ¿Eh, Sindy? —acabó preguntando, sin que ella respondiera nada.

Cobre con la presión sanguínea a 18-25, no sabía qué hacer y permaneció atontado mirando lo que se le estaba mostrando. La chica ahora acariciaba con una de sus manos el pelo de Johan sin perder su sonrisa de bienestar. El holandés quitó la mano que le sujetaba la camiseta y la puso en la parte trasera de su cuerpo.

—Es bonita —comentó Cobre por decir algo.

—Bonita, sí, es muy bonita —reaccionó Johan, apartando la mano de sus glúteos—. Y una putilla. La heroína le causa un efecto anormal y luego lo único que quiere es sexo. Me cuesta todo lo que gano vendiendo esto, sólo para que no sea una desgraciada —dijo, señalando la cocaína de la mesa.

—¿Y no puede desengancharse?

—Lo he intentado todo, pero no quiere o no puede. La heroína es una droga complicada. Mira su cara de felicidad.

—Sí, parece feliz —dijo, viendo cómo le sonreía la chica y se sentaba en el brazo del sofá en el que estaba su compañero—. ¿Entiende lo que decimos?

—Sí, lo entiende todo. Habla bien el español, no tiene un pelo de tonta. ¿Verdad, Sindy? —dijo, besándola en la boca al tiempo que le acariciaba uno de sus pechos. Luego cogió el cigarrillo de la chica y dio una calada—. Bueno, tendrás que irte, supongo —añadió Johan.

—Sí, debo volver al restaurante —respondió él, un poco cortado y aguantando una erección.

—Acabo enseguida —dijo el holandés siguiendo con la medición de la cocaína.

—¿Cómo te llamas? —habló por primera vez Sindy con una agradable voz, pero con mucho más acento extranjero que Johan.

—Cobre, me llaman Cobre.

—¿Es toda para ti? —preguntó, señalando la cocaína puesta sobre la balanza.

—Sí —respondió, mintiendo.

—¿Para una fiesta?

—Bueno, para salir por la noche.

—Ya está —dijo Johan, presionando el cierre de la bolsita de plástico.

—Esto también —dijo Cobre, señalando las tres rayas que había preparado.

—No, ella no toma cocaína. Júntala con las otras dos.

Cobre reunió la parte de cocaína prevista para Sindy con las otras dos rayas y luego empezó a hacer un rulo con uno de los billetes que tenía preparados para la compra.

—No, espera —dijo Johan al tiempo que se levantaba y se iba hacia la cocina.

Regresó con una pajita para tomar bebidas. La cortó en dos trozos con unas tijeras que sacó del cajón y le dio un trozo.

—Si quieres un consejo, utiliza siempre algo limpio para tomar la coca. Limpieza ante todo —recomendó—. Y mejor sobre un espejo o en una superficie lisa y limpia.

—Vale, me lo apunto, gracias.

Cobre se colocó el libro con la raya frente a él y con la pajita esnifó con placer. Le pasó el libro al holandés y él hizo lo propio con la otra raya, mientras Sindy miraba cómo lo hacía.

—Ahora querrá su ración de sexo —dijo Johan.

—Sesenta mil, ¿no? —preguntó Cobre, incorporándose un poco, sacando el dinero del bolsillo de su pantalón.

—Dame cincuenta mil. Te los dejo a diez. No hago este precio por menos de diez gramos, pero ya lo sabrás para la próxima vez.

Cobre puso los billetes en la mesa, acercándoselos. Sindy, en broma, cogió uno de cinco mil pesetas y él lo reclamó. La chica lo devolvió.

—Será casi todo para ella, de todas formas —dijo el holandés, levantándose.

Cobre también lo hizo y se situó fuera de los sofás, a su lado.

—Bueno, gracias —dijo, extendiéndole la mano.

—Ya sabes, tienes mi número. Cuando quieras más, me llamas —dijo entonces Johan estrechándole la mano.

—Sí, gracias —repitió Cobre mientras lo seguía hacia la puerta.

Se giró a decir adiós a Sindy y la vio detrás de él.

—Adiós, Sindy —le dijo, mientras el holandés abría la puerta cerrada con llave.

Fue a darle un beso de despedida en la mejilla, pero ella juntando sus labios se lo dio en la boca. Su compañero no vio el detalle y Cobre, nervioso, volvió a darle la mano justo pasado el umbral.

—Hasta luego —le dijo Johan desde la puerta.

Mientras conducía de vuelta al restaurante, Cobre hizo unos cálculos. Iba a venderle a David sus dos gramos por doce mil pesetas, en vez de las diez mil que le había costado cada gramo. También pensó que no sería difícil vender otro gramo a alguien por catorce mil, teniendo en cuenta la buena calidad, con lo cual se ganaría ocho mil pesetas. Buen negocio, pensó.

Luego, con el efecto de la cocaína, algunas neuronas más hicieron contacto y se desvió hacia su apartamento. Subió y recortó la contraportada de un Penthouse en seis cuadrados de unos siete centímetros de lado cada uno. Repartió la cocaína a partes iguales en cinco de estos recortes. Cerró en forma de papela dos de ellos, los que le pareció que contenían más cantidad y luego los guardó en su cartera. De los otros cuadrados, fue sacando un poco de cada uno y la fue poniendo en el sexto cuadrado. Una vez terminada esta operación cerró también este último recorte de la revista en forma de papela. Con un bolígrafo escribió «1/2», y se la puso junto a las otras dos que se había guardado en la cartera. Este medio gramo, había pensado, sería para venderlo por seis mil pesetas, que añadidas a las cuatro mil pesetas que ganaba con los dos gramos de David y el sobrecoste añadido a la papela que colocaría a alguien sumaban catorce mil. Ahora sí le parecía haber hecho un buen negocio por una hora de su tiempo.

Nada más llegar al restaurante dio las dos papelas de cocaína a David. Su amigo le preguntó por qué había tardado tanto. Haciéndose el ofendido, le dijo que la próxima vez fuera él si creía que había estado perdiendo el tiempo.

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