Authors: Laura Gallego García
No, ya no pertenecía a aquel lugar. Su hogar se encontraba en su cabaña, en el bosque que rodeaba la ciudad de los elfos, con sus lobos, con Shi—Mae.
Sin embargo, todavía no se había atrevido a confesarle la verdad. Justificaba sus viajes al Anillo diciendo que regresaba a visitar a sus padres, y hasta aquel momento había logrado poner toda clase de excusas para no tener que encontrarse con ella una noche de luna llena.
A pesar de todo, Ankris empezaba a pensar que podría llegar a ser feliz algún día.
Una tarde, cuando ambos estaban juntos en el bosque en uno de sus lugares favoritos, sentados sobre la hierba junto a un arroyo, Shi—Mae apoyó la cabeza en su pecho, suspiró y dijo:
—¿Qué me has hecho?
—¿Cómo? —el chico la miró sin comprender.
—Yo debía casarme con un joven de buena familia —explicó ella en voz baja—. Heredar el ducado, perpetuar la noble sangre de mi estirpe. Y había buenos candidatos, no creas. Pero entonces llegaste tú y...
El corazón de Ankris empezó a latir más fuerte. Ella lo notó y sonrió.
—Nunca pensé que diría esto —susurró—. Pero me he enamorado de ti, chico—lobo.
Ankris se quedó sin aliento. Se miraron, y él vio en sus ojos que lo que decía era cierto. Se besaron. Cuando se separaron, él le dirigió una triste sonrisa.
—¿Y qué se supone que haré yo cuando te cases con un joven de buena familia, Shi—Mae?
En los ojos de ella apareció un destello de rebeldía.
—Me casaré con quien yo quiera, ¿qué te has creído?
—¿Y me quieres a mí?
Shi—Mae titubeó. Se abrazó a él, y Ankris advirtió que estaba temblando.
—Eres tan diferente a todos los elfos que conozco... Me di cuenta enseguida, la noche en que nos conocimos. Hay... algo extraño en ti, algo fascinante que me atrae y que hace que los demás sean espantosamente aburridos comparados contigo. Sí, Ankris, te quiero a ti, y te querré siempre, te lo juro. Pero mi padre jamás aprobaría nuestra relación.
—Entonces escapémonos juntos —propuso Ankris, dejándose llevar por el entusiasmo—. Iremos lejos, donde no nos encuentren. Viviremos en el bosque y...
—¿Y vas a llevar a una chica como yo a vivir en el bosque como una salvaje? —sonrió ella—. ¿Tienes idea de a todo lo que tendría que renunciar? Sí, puedo vivir sin lujos, pero no puedo vivir sin la magia.
—Ah. Tu examen —recordó Ankris.
—No es un examen cualquiera, es la Prueba del Fuego, ¿comprendes? Es el último grado antes de llegar a ser investida como hechicera de primer nivel. Y no lo conceden a cualquiera. Por eso todos los que se presentan deben saber que se juegan no solo la túnica roja que los señalará como magos consagrados, sino también... la vida.
Ankris se estremeció. Shi—Mae le había contado que la Prueba del Fuego era un examen muy peligroso para los aprendices que se presentaban a él; nadie sabía exactamente en qué consistía porque a los magos que lo habían superado no les gustaba hablar de ello, pero se sabía que algunos habían llegado a morir en el intento.
—No comprendo por qué es tan importante para ti, Shi—Mae. ¿Cómo puedes pensar siquiera en arriesgarte de esa manera?
—Cuando empiezas no es más que un juego; pero luego se convierte en algo apasionante, y cada vez deseas saber más y más... Pero hay otra cosa. Verás, de pequeña me llevaron lejos a estudiar. Estuve en la Escuela del Lago de la Luna; pero cuando llegué al tercer grado, mis resultados eran tan brillantes que mis Maestros decidieron cambiarme de Escuela y enviarme a la Torre a estudiar.
—¿La Torre? —repitió Ankris.
Shi—Mae asintió.
—La Torre es una Escuela de Alta Hechicería situada en un remoto valle. Y es el lugar más increíble que he conocido. Está repleto de Magia de la Tierra, poderosa y antigua. Así, mientras la Escuela del Bosque Dorado recoge desde sus cien torreones la Magia del Cielo, sutil y delicada, apta para hechizos más complejos y elaborados, la Torre posee una magia más tosca y simple, pero mucho más poderosa.
»Y este lugar está dirigido por una gran Archimaga humana. La llaman la Señora de la Torre. Su fama ha llegado a cada rincón de los Siete Reinos y su poder no tiene rival.
»La admiré desde el primer momento y quise ser como ella. Si una humana es capaz de llegar a ser Archimaga y conseguir todo lo que ella ha logrado... ¿qué no podría conseguir yo? Pero entonces llegó un mensaje de mi padre diciendo que podíamos regresar a casa, que el Reino de los Elfos tenía una nueva heredera y nuestro exilio, por tanto, había terminado. Y obedecí; sin embargo, jamás he podido olvidar mi corta estancia en la Torre, y tampoco a la que iba a ser mi Maestra. Mi sueño siempre ha sido llegar a ser como ella, la Señora de la Torre, e incluso superarla en magia y saber. ¿Tú no tienes un sueño, Ankris?
—Sí —el muchacho se puso serio de pronto—. Llevar una vida tranquila, ser feliz a tu lado, formar una familia.
—¿Y ya está? ¿Esa es toda tu ambición?
—Dadas las circunstancias, creo que no es poca cosa —murmuró Ankris.
Shi—Mae creyó que se refería al hecho de que ambos pertenecían a clases sociales diferentes.
—No te preocupes, creo que puedo arreglar eso. Solo dame un poco de tiempo.
Aunque Ankris se mostró intrigado, Shi—Mae no dio más detalles.
Días más tarde entró en la cabaña con un pesado volumen que dejó caer sobre la mesa.
—¡Lo he encontrado! Mira esto. Puede ser la solución a nuestros problemas.
—¿Qué es? —Ankris se acercó y leyó el lomo del libro—.
¿Genealogía de los elfos?
—Sabía que tu nombre me resultaba familiar —declaró Shi—Mae, pasando las páginas—. No he tenido mucho tiempo para trabajar en esto porque he estado ocupada preparando la Prueba del Fuego, pero por fin lo he encontrado. Aquí dice que hace algunos milenios el Conde An—Halian, hijo menor de la Casa Condal de los Robles, abandonó el Reino de los Elfos y corrió diversas aventuras por el mundo. Cuando por fin regresó, se negó a vivir en el palacio de su familia y se unió a los Centinelas que vigilan las fronteras de nuestro reino. Su padre, furioso, no quiso saber más de él. ¿Cómo se llama tu padre?
—Anthor.
—An—Thor, querrás decir. Y tú eres An—Kris. La primera sílaba de tu nombre indica tu apellido familiar. Mi padre es Shi—Yun, y yo soy Shi—Mae. Todos los nombres de nuestra familia empiezan igual.
—¿Quieres decir que desciendo de condes?
—No exactamente. Verás, no creo que el tuyo sea un apellido tan extraño, así que podría ser solo una casualidad. Pero, en cualquier caso, nos aprovecharemos de ello. El viejo Conde de los Robles perdió a su único hijo varón cuando era niño. Le encantará saber que tiene un joven pariente lejano al que no conocía. Y en cuanto a mi padre, creo que le caes bien y, además, siempre hace lo que yo quiero. La única excusa que podría ponerme es que no eres de noble cuna, pero ya ves, podemos arreglar eso.
—¿Y si no es verdad que desciendo de An—Halian?
—¿Pero es que no lo entiendes? ¡Eso es lo de menos!
—¿Entonces... es que pretendes engañar a todo el mundo?
—¿Y por qué no? ¿Qué mal hay en eso? Podría ser cierto, ¿no?
Shi—Mae le habló de un futuro para los dos, un futuro en el que no les faltaría de nada, en el que él sería un apuesto noble y ella una poderosa Archimaga. El muchacho, que la quería sinceramente, se dejó llevar por su ilusión y sus fantasías y olvidó deliberadamente las advertencias del brujo. Aquel hermoso porvenir que se abría ante él era demasiado brillante como para dejarlo escapar. Y el hecho de que Shi—Mae estuviera incluida en él hacía que mentir sobre sus orígenes no supusiera ningún obstáculo.
—Me han dicho que te vas a casar —dijo el brujo—. Nada menos que con la hija de un Duque. La misma de la que, si no recuerdo mal, quedaste prendado cuando no eras más que un mocoso y la viste pasar en su carruaje, camino del exilio.
—Así es.
—Desde luego, eres obstinado si la has conseguido a pesar de todo. ¿Le has contado la verdad?
—Todavía no, pero...
—¿Y hasta cuándo vas a esperar? ¿Vas a confesárselo la noche de bodas? Te advierto que he oído que ahora en la capital está de moda casarse en una noche de plenilunio.
—Creía que te alegrarías por mí —replicó el joven ácidamente.
—¿Se lo has dicho a tus padres, Ankris?
—An—Kris —corrigió él, separando exageradamente las sílabas.
—Tu parentesco con los Condes de los Robles no ha sido probado todavía, An—Kris —pronunció el nombre con cierta sorna, pero el joven no se alteró.
—Sí, he hablado con mi madre. Mi padre no quiere verme. No lo he visto desde la noche en que escapé de casa.
—Siempre había odiado con todas sus fuerzas a los licántropos. Tú has ido a la Escuela de los Centinelas. Sabes que os enseñan a disparar a un licántropo en cuanto lo tenéis a tiro. No le hizo gracia darse cuenta de que aquel hombre—lobo al que no pudo matar le había ganado la partida, convirtiéndote a ti, su único hijo, en uno de ellos.
Hubo un breve movimiento en la ventana, pero ninguno de los dos lo advirtió.
—Toma —el brujo le tendió una botellita que estaba menos llena de lo habitual—. Se me han acabado las flores de anagálide y no podré preparar más hasta el verano, cuando broten de nuevo. No olvides que tendrás que venir antes de lo previsto. Siete meses esta vez. ¿Me has entendido?
Ankris asintió, guardándose la redoma en la bolsa. Cuando se disponía a salir de la cabaña, el brujo llamó su atención de nuevo.
—Ah... An—Kris...
—¿Sí?
—Felicita a la novia de mi parte —dijo el brujo con sorna.
—Mañana me presento a la Prueba del Fuego —dijo Shi—Mae.
Ankris la miró con cierto temor.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—Sí. Pero estoy nerviosa. ¿Puedo quedarme aquí esta noche?
—No.
La réplica fue demasiado cortante y Ankris se arrepintió enseguida de haber sido tan brusco. «Esta noche es luna llena», quiso decirle. «Me transformaré en un lobo gigantesco y salvaje y voy a tener que tomar un narcótico para perder el sentido y no asesinar a nadie». Se estremeció. No podía decírselo así, pero tendría que confesárselo en algún momento, antes de la boda. No ahora, sin embargo. Nada debía turbarla en la víspera del examen más importante de su vida.
—No —dijo con más suavidad—. No quiero distraerte. No me lo perdonaría si algo saliera mal. Además, debes descansar, y si te quedases aquí, no dormirías. Esta cama es muy incómoda.
Aunque a muchos les parecía extraño, Ankris seguía viviendo en su cabaña en el bosque. Pronto él y Shi—Mae tendrían su propia casa en la ciudad, pero por el momento él quería seguir fiel a sus costumbres, al menos hasta la boda.
Ella se relajó un tanto.
—Tienes razón —dijo.
—Quiero darte una cosa —dijo entonces Ankris.
Sacó del cajón un pequeño estuche forrado de terciopelo y se lo tendió.
—Pensaba dártelo como regalo por aprobar el examen, pero no puedo esperar y, además, puede que te dé suerte —explicó, con algo de timidez, mientras Shi—Mae lo abría, ilusionada.
Sacó de la cajita una fina cadena de oro que brillaba bajo el sol del atardecer. De la cadena pendía un colgante de oro en forma de corazón, con las iniciales A.K. y S.M.
—Oh, An—Kris... —murmuró ella, con un brillo especial en la mirada—. Es precioso. Te habrá costado una fortuna.
Cualquiera de las joyas de Shi—Mae costaba al menos diez veces más que aquel sencillo colgante, pero Ankris seguía sin poseer más dinero que el que había ahorrado cuando trabajaba para el Duque, y ella lo sabía. Después de la boda, la dote de Shi—Mae bastaría para que pudieran vivir holgadamente durante dos siglos por lo menos, pero, aunque ella le había dicho que no era decoroso que un noble trabajase, él ya había manifestado su firme intención de encontrar un empleo.
Mientras tanto, sin embargo, todo lo que poseía seguía estando en aquella cabaña.
—Hacía mucho tiempo que deseaba hacerlo —dijo Ankris con ternura, mientras le abrochaba el colgante en torno al cuello—. Desde la primera vez que te vi.
—¿Te refieres a la noche de los lobos, en el bosque?
—No —sonrió él—. Mucho antes.
Cuando Shi—Mae se marchó, dejándolo solo, Ankris se preguntó si él mismo sería capaz de dormir, a pesar del somnífero. Su prometida era una aprendiza muy hábil, pero no sería considerada maga hasta que no superase la Prueba del Fuego. Llevaba años estudiando el Libro del Fuego, su último manual básico de hechizos, y Ankris había sido testigo de lo que era capaz de hacer. Pero la Prueba del Fuego seguía siendo un examen muy arriesgado, incluso para los aprendices más prometedores.
Con un suspiro, Ankris se sentó junto a la ventana a contemplar cómo el cielo se oscurecía poco a poco. Oyó los aullidos de los lobos en la lejanía. «Esta noche no, amigos», pensó, con una sonrisa. Aún pensando en Shi—Mae, se levantó para coger el frasco con el narcótico, mientras empezaba a sentir a la bestia despertando en su interior. «Cuando Shi—Mae sea hechicera, antes de la boda, se lo contaré. No es necesario que me vea transformado. Siempre puedo venir a la cabaña las noches de plenilunio y...».
Sus pensamientos se quedaron congelados un horrible instante.
El frasco estaba prácticamente vacío.
Horrorizado, recordó que, siete meses atrás, el brujo le había advertido de que la redoma llevaba menos cantidad aquella vez porque la cosecha de anagálide había sido inferior a la del año anterior. Debería haber regresado al Anillo semanas atrás, pero se le había olvidado por completo.
«El mes pasado casi me sorprendió el anochecer antes de llegar a la cabaña y, con las prisas por tomarme el somnífero, no me di cuenta de que el frasco estaba casi vacío», pensó el joven aterrado. «Y jamás se me habría pasado por la cabeza ausentarme de la ciudad ahora que Shi—Mae va a presentarse a la Prueba del Fuego». Presa del pánico, bebió lo que quedaba en el frasco, apenas unas gotas, y aguardó un buen rato con la botella en alto, esperando que cayeran unas gotas más. Cerró los ojos con desesperación. «Que sea suficiente, que sea suficiente...».
Por si acaso, decidió atrancar puertas y ventanas. Dado que el somnífero funcionaba tan bien, hacía tiempo que había dejado de hacerlo. Se dirigió a la puerta, tambaleándose, y logró clavar algunas tablas. Repitió la operación con las dos ventanas y, cuando estaba asegurando la última tabla, un agudo dolor lo atravesó como si de mil puñales de fuego se tratase. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo y jadeó. Era más doloroso de lo que recordaba, y pensó, con horror, que tal vez eso se debía a que el narcótico no estaba actuando con la misma eficacia que de costumbre. Cerró los ojos y se tumbó en el suelo, encogiéndose sobre sí mismo. Fuera era ya de noche. La luz de la luna llena se filtraba por los resquicios de las ventanas.