Fenris, El elfo (10 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Fenris, El elfo
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El dolor regresó. Ankris se contuvo para no gritar, y gruñó por lo bajo. Se dio cuenta de que sus colmillos habían crecido de nuevo. «Por favor, que haga efecto, que haga efecto...», pensó, desesperado. Pero se sentía más despejado que de costumbre, y notaba que, en lo más recóndito de su mente, la bestia luchaba por salir al exterior y resarcirse de tantos meses de encierro.

Un nuevo espasmo sacudió el cuerpo de Ankris, que echó la cabeza hacia atrás y gimió de dolor.

Y entonces, alguien llamó a la puerta.

—¿An—Kris? —dijo la voz de Shi—Mae desde el exterior—. Yo... he cambiado de idea. No me importa dormir en tu cama. No podía dormir, y me preguntaba si... ¿An—Kris?

Ankris respiró hondo, horrorizado. Aquello no podía estar pasando. Decidió no responder, y deseó con todas sus fuerzas que Shi—Mae se marchara antes de que concluyese la transformación.

—¿An—Kris? —insistió ella—. Sé que estás en casa. ¿Qué pasa? ¿Por qué no abres la puerta?

A Ankris se le escapó un gruñido bajo.

—¡An—Kris! ¿Qué haces? ¿Es que estás con otra?

—Shi—Mae, por favor —murmuró él con voz ronca—. Márchate, por lo que más quieras. Te lo suplico.

—¿Qué sucede? —la voz de ella era ahora preocupada—. ¿Estás bien?

—N—no puedo abrir la puerta, Shi—Mae.

Una nueva convulsión alteró nuevamente sus rasgos. Ankris gimió de dolor. Se miró las manos y las vio cubiertas de vello y con los dedos convertidos en garras.

—Te prometo que mañana te lo contaré todo. Pero ahora confía en mí y vete a casa...

—An—Kris, no pienso marcharme. Si estás enfermo, puedo curarte con mi magia y...

—¡No puedes hacer nada por mí! ¡Vete, te lo suplico!

Las últimas palabras de Ankris terminaron en un prolongado aullido. Hubo un breve silencio y, por un momento, el joven pensó, aliviado, que Shi—Mae se había marchado. Pero entonces se oyó su voz de nuevo al otro lado de la puerta.

—An—Kris, voy a entrar.

Él la oyó susurrar algunas palabras en idioma arcano, el lenguaje de la magia.

—¡Shi—Mae! —logró gritar, con voz ronca—. ¡No! ¡Nooo!

Hubo una explosión, y la puerta salió volando, destruida por una bola de fuego. Cuando Ankris pudo volver a mirar vio, entre el humo, la esbelta figura de Shi—Mae apoyada contra lo que quedaba del quicio de la puerta, respirando con dificultad, cansada por el esfuerzo de conjurar el fuego. La oyó toser y preguntar:

—¿An—Kris? ¿Dónde estás?

Y, aunque una parte de él quiso gritarle que se marchara, que saliera huyendo, su instinto animal lo impulsaba a saltar sobre ella y devorarla. Trató de levantarse, pero el dolor volvió de nuevo y lo hizo caer de rodillas al suelo.

La luz del farol de Shi—Mae bañó la figura de Ankris.

—Por todos los... —susurró ella—. ¿Qué...?

Ankris alzó la cabeza y la luz iluminó sus rasgos.

—¡Vete, Shi—Mae! —aulló.

Ella retrocedió, muda de terror, sin poder apartar la vista de su rostro semianimal.

—¿An—Kris? —lo comprendió de pronto y sus pupilas se dilataron de terror—. No puede ser. No puede ser. No, tú no...

—Vete —gruñó Ankris, y saltó hacia ella.

En pleno salto se consumó la transformación, y la mente racional del elfo quedó sepultada bajo el instinto de la bestia.

Shi—Mae chilló.

Ankris se despertó en el bosque, acurrucado bajo un árbol. La luz del sol se filtraba entre las hojas de los árboles y le acariciaba el rostro. El joven parpadeó, confuso y desorientado. Entonces, de pronto, recordó lo que había pasado la noche anterior y se levantó de un salto. Miró a su alrededor, pero todo parecía estar en orden.

—¿Shi—Mae? —murmuró.

Lo último que recordaba era haber saltado sobre ella para devorarla. Regresó corriendo a la cabaña, sin querer siquiera imaginar qué habría ocurrido si sus peores pesadillas se hubieran hecho realidad. Cuando llegó allí, sin aliento, descubrió la puerta destrozada, y recordó que Shi—Mae la había echado abajo con su magia. Eso lo tranquilizó un tanto. Ella no era una niña desvalida, sabía defenderse...

Aunque Shi—Mae no estaba allí, tampoco había rastros de sangre en el suelo. Ankris aprovechó para vestirse mientras pensaba en su siguiente movimiento.

Lo primero que haría sería acudir a la casa del Duque y ver si Shi—Mae se encontraba bien.

Por el camino se le ocurrió que, si Shi—Mae había dicho que la había atacado, la guardia del Duque lo apresaría inmediatamente. Pero debía correr el riesgo. Necesitaba saber si ella estaba a salvo.

Halló el palacio del Duque extrañamente silencioso y vacío. El chambelán le informó de que Shi—Mae no había regresado a casa. El Duque había partido de mañana, serio y pálido, y no había dicho a nadie adónde iba.

Temiéndose lo peor, Ankris regresó al bosque y rastreó la zona en busca de Shi—Mae, pero no la encontró. Tardó un poco en decidirse a acercarse a la horrible cueva donde, tiempo atrás, había descubierto a las víctimas de su lado bestial. Si había matado a Shi—Mae...

Emprendió el camino, rogando para sus adentros no encontrarla allí. Sin embargo, cuando apenas le faltaba un trecho para alcanzar la cueva, comprendió que no tendría valor para asomarse a su interior. Se detuvo y respiró hondo, tratando de pensar. Aunque él se encontraba físicamente bien, eso no significaba que Shi—Mae no hubiese tratado de defenderse. Sabía que mientras se hallaba transformado había pocas cosas que pudieran herirlo. Pero Shi—Mae, pensó de nuevo, era una maga y sabía controlar el fuego. Lo había demostrado la noche anterior...

De pronto, Ankris lo recordó. ¡La Prueba del Fuego! ¿Cómo había podido olvidarlo?

Evidentemente, si Shi—Mae seguía viva, solo había un sitio donde podía estar: la Escuela del Bosque Dorado.

No le permitieron ver a Shi—Mae. El joven hechicero que recibió a Ankris le explicó pacientemente que la muchacha estaba realizando la Prueba del Fuego y, por supuesto, no se la podía molestar. Ankris insistió, pero fue en vano. Los magos parecían estar acostumbrados a que los preocupados familiares de los aprendices que se presentaban a la prueba tratasen de obtener información sobre los jóvenes. Ankris vio al Duque caminando intranquilo, arriba y abajo, en una sala de espera, pero no se atrevió a entrar a saludarlo. Dio media vuelta y salió del edificio.

Ellos no lo comprendían. No se trataba solo de la Prueba del Fuego. La noche anterior, Shi—Mae había sido atacada por un licántropo. Por su prometido, para más datos. Necesitaba verla a toda costa, hablar con ella, saber cómo se encontraba, aunque, por lo visto, ella estaba viva y lo suficientemente bien como para presentarse al examen, lo cual no dejaba de ser un alivio.

Rodear el inmenso edificio le llevó más tiempo del que había supuesto, pero finalmente descubrió una posible entrada. Unas enredaderas trepaban por el muro norte de la escuela y llegaban hasta un saliente al que, con un poco de esfuerzo, podría llegar a encaramarse. No sería difícil para él trepar desde allí hasta la ventana más cercana.

La primera parte fue sencilla. Pero, cuando sus dedos rozaron la piedra del edificio, algo parecido a una descarga sacudió su cuerpo y lo hizo soltarse. Ankris reaccionó a tiempo, volviendo a sujetarse a la enredadera para no caerse. Después de varios años de noviazgo con una estudiante de hechicería, había aprendido lo suficiente como para deducir que la Escuela estaba protegida por un conjuro. Apretó los dientes y sacudió la cabeza. Nadie iba a impedirle ver a Shi—Mae. Nadie.

Respiró hondo y saltó hacia la pared. Se sujetó a la cornisa con las dos manos y el hechizo de protección lo golpeó de nuevo. Ankris se sobrepuso al dolor y, tratando de ignorarlo, subió hasta el siguiente saliente y prosiguió la ascensión.

Cuando llegó hasta la ventana tenía todo el cuerpo dolorido, pero, aparte de eso, estaba bien. Se coló en el interior de la Escuela, con precaución, y miró a su alrededor. Se encontraba en un pasillo alfombrado y de paredes cubiertas por ricos tapices. Ante él había una serie de puertas, pero todas estaban cerradas. No parecía haber nadie cerca.

Sin saber muy bien dónde empezar a buscar, Ankris echó a andar pasillo abajo, con cautela.

Recorrió el edificio y, por fortuna, nadie llegó a verlo. Seguía poseyendo las habilidades que habían llamado la atención del Capitán de los Centinelas cuando era niño, y podía ser sigiloso como una sombra y extraordinariamente rápido si hacía falta. Se topó con varios aprendices e incluso con algún mago, ataviado con túnica roja, pero en todas aquellas ocasiones logró ocultarse a tiempo tras una cortina o en el interior de una habitación vacía. Algo le decía que debía dirigirse al corazón de la escuela, y por ello avanzó cada vez más hacia el interior, alejándose de las ventanas.

Por fin, su audacia fue recompensada. Cuando atravesaba un enorme y elegante salón, oyó un revuelo un poco más abajo y se ocultó tras un tapiz. Enseguida entraron en el salón dos magos que acompañaban una camilla que levitaba a varios palmos del suelo. Sobre la camilla había una muchacha elfa gravemente herida, que presentaba diversas quemaduras en el rostro y en las manos. Ankris los vio desde su escondite cuando pasaron ante él, y se contuvo para no gritar.

La joven era Shi—Mae.

Se disponía a seguir a la comitiva cuando alguien más entró en la sala. Ankris, devorado por la impaciencia, volvió a esconderse, justo a tiempo de evitar que lo descubriesen los dos magos que acababan de cruzar la puerta.

—Ha sido un día duro —comentó uno de ellos—. Sigo sin estar convencido de que fuera buena idea dejar que se presentase a la Prueba antes de tiempo.

—Ciertamente —respondió una voz femenina—. Por fortuna, es una joven muy talentosa. Me pregunto, sin embargo, por qué hoy estaba tan alterada.

Ankris frunció el ceño. La persona que acababa de hablar tenía una voz suave y serena, pero de acento muy extraño, tosco y hasta cierto punto desagradable, comparado con la melodiosa voz de los elfos.

—De modo que vos también lo habéis notado. He estado a punto de suspender la prueba.

—Eso no habría sido propio de vos, Archimago. Por mucho que apreciemos a nuestros aprendices, es necesario que los tratemos a todos por igual. Cuando uno de ellos decide someterse a la Prueba del Fuego no hay vuelta atrás.

—Tenéis razón —suspiró el Archimago—. Bajaré a decirle al Duque que su hija ha superado la Prueba del Fuego y que estará bien en cuanto le hayamos aplicado los hechizos de curación pertinentes. ¿Deseáis acompañarme?

—Preferiría esperaros aquí, si no es molestia. Hoy me siento un tanto fatigada. Los conjuros rejuvenecedores funcionan solo hasta cierto punto.

—Olvidaba que vos ya no sois joven, de acuerdo con los cánones de vuestra raza. Me temo que llevo demasiado tiempo sin salir de esta Escuela, y a menudo suelo olvidar que las décadas no transcurren igual para los humanos. Aguardad aquí, pues. No tardaré.

Ankris oyó el susurro de una túnica alejándose y contuvo el aliento. Se estaba preguntando si valía la pena correr el riesgo de asomarse, cuando, súbitamente, el tapiz que lo ocultaba desapareció sin dejar rastro, y él se encontró, cara a cara, con una mujer humana vestida con una refulgente túnica dorada.

Los dos se miraron. Por lo que Ankris sabía, la túnica dorada era el símbolo de los Archimagos, los hechiceros más poderosos. Ankris no sabía quién era aquella mujer humana ni qué hacía allí, pero lo que sí estaba claro era que no había logrado engañarla ni ocultarse de ella.

—Disculpad, señora —murmuró—. No... no pretendía espiaros. Sé que no debería estar aquí, pero... estaba buscando a alguien y...

—Esta Escuela está protegida por un hechizo muy poderoso —dijo ella con suavidad—. ¿Cómo has entrado?

—Trepando por el muro.

Los ojos de ella se ensombrecieron levemente.

—Deberías estar muerto.

Ankris bajó la cabeza. Estaba tan cansado y tan asustado que no tuvo fuerzas para inventar una mentira convincente.

—Yo... no soy un elfo como los demás.

—Ya lo sé. Mírame.

Ankris obedeció. La Archimaga era mucho más baja que él, pero su majestuosa presencia lo cohibió hasta el punto de hacerle sentirse un niño pequeño e indefenso ante ella.

—No eres como los demás, joven elfo, por dos motivos. Uno lo conoces; el otro, no. Puedo sentir la bestia que late en tu interior, pero te aseguro que no es eso lo que te ha ayudado a trepar por el muro de esta Escuela.

—¿Qué... qué queréis decir?

—No tardarás en descubrirlo. Pero ahora, querido muchacho, debes marcharte. Pronto regresará el Archimago, y dudo que él sea tan benevolente como yo. Antes de despedirme, sin embargo, te diré una cosa: si en algún momento de tu vida no tienes ningún lugar adonde ir, ven a la Torre, en el Valle de los Lobos —hizo una pausa, y luego añadió—: Pregunta por Aonia, la Señora de la Torre. Te estaré esperando.

Ankris, sorprendido, abrió la boca para decir algo, pero la Señora de la Torre hizo un gesto con la mano y, de pronto, todo comenzó a dar vueltas...

Aquella tarde acudió a casa del Duque para hablar con Shi—Mae. Aún seguía confuso con respecto a lo de aquella mañana. Después de su incursión en la Escuela del Bosque Dorado había despertado en el bosque, aturdido, y ya no estaba seguro de haber vivido aquella experiencia realmente. Desde luego, pensaba preguntarle a Shi—Mae si la Señora de la Torre, la poderosa Archimaga, a quien ella tanto admiraba, había estado presente en su examen; pero no era aquel el principal motivo por el que quería hablar con ella. Por encima de lo que hubiese ocurrido en la Escuela, Ankris deseaba saber qué había sucedido la noche anterior, en el bosque, cuando el lobo que llevaba dentro se había apoderado de él.

En contra de lo que esperaba, Shi—Mae accedió a hablar con él sin poner reparos. Cuando se presentó en la sala donde Ankris la esperaba, el muchacho no pudo evitar un estremecimiento; ella ya estaba completamente repuesta de las quemaduras —no cabía duda de que los magos curanderos habían hecho un buen trabajo—, y lucía la túnica roja que la señalaba como hechicera. Pero en sus ojos había algo parecido a un soplo de hielo.

—Vayamos al jardín trasero —dijo ella—. Me debes una explicación.

Y Ankris comprendió que, aunque Shi—Mae tuviese miedo de él, el orgullo podía más que el temor.

Al salir del edificio se cruzaron con un elfo que miró a Ankris con cierta antipatía, pero este no se percató de ello. Estaba demasiado pendiente de la vital conversación que iba a mantener con Shi—Mae.

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