Fenris, El elfo (24 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Fenris, El elfo
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—Te equivocas. Me arrebató a mi presa, y no quiero que vuelva a interponerse en mi camino. Tengo un contrato que cumplir.

—¿Me has estado buscando todo este tiempo? —jadeó Fenris, tratando de mantener a la bestia bajo control.

—Soy el mejor en mi oficio —dijo el Cazador lúgubremente—. He amasado una pequeña fortuna matando a licántropos, vampiros, demonios y similares, pero tú eres la única presa que se me ha escapado. Aquel día, en el bosque, te subestimé. Quizá porque te recordaba indefenso y moribundo bajo la lluvia, cuando aquel condenado mago me robó a mi presa, y no pensé que encontraría resistencia. Me sorprendiste como a un novato, me tuviste en tu poder, me perdonaste la vida. No lo he olvidado.

»Cuando recobré el conocimiento y vi que te habías marchado, pensé que me sería fácil volver a encontrarte, ahora que el mago ya no podía ocultarte de mí con sus hechizos. Pero eres hábil borrando tus huellas. Te perdí la pista.

»He pasado más de veinte años buscándote sin descanso, pero parecías haber desaparecido de la faz de la tierra. Si he llegado hasta aquí, hasta este lugar maldito, ha sido porque buscaba el límite del mundo, convencido ya de que lo habías traspasado.

—¿Quiénes son esos que has traído contigo?

—Llegué aquí hace unos meses y no te encontré, pero descubrí una tribu entera de hombres—lobo. Como comprenderás, en todo este tiempo he aprendido a odiaros con toda mi alma. Ya no necesito que me ofrezcan dinero para matar licántropos, ahora los cazo por placer. Pero en este caso eran muchos, así que regresé al mundo civilizado para reclutar algunos aliados —sonrió—. Imagina mi sorpresa cuando te vi entre esos bárbaros esta tarde, elfo. Apenas podía creer mi buena suerte. Aunque debería haber imaginado que tú estabas detrás de todo esto.

Fenris rechinó los dientes.

—Cometí un error al perdonarte la vida, pero no volveré a hacerlo —gruñó—. Deja en paz a mi gente.

Y saltó sobre él con un ladrido colérico. Nunca supo si fue la bestia solamente, o también el elfo, quien decidió atacar, aun sabiendo que se jugaba la vida.

El Cazador disparó y la flecha se clavó en el pecho de Fenris, pero este estaba demasiado furioso e ignoró deliberadamente el dolor. El hombre y el lobo chocaron con violencia y cayeron al suelo. Durante unos confusos momentos, lucharon cuerpo a cuerpo en una igualada batalla. El Cazador seguía siendo un hombre fuerte y resistente, estaba acostumbrado a enfrentarse a situaciones semejantes y, además, había soltado la ballesta para defenderse con un cuchillo de hoja de plata. Fenris, gravemente herido, sintiendo que las flechas alojadas en su cuerpo lo mataban poco a poco, peleaba con furia asesina, tratando de desgarrar la garganta de aquel hombre que, tanto tiempo después, regresaba del pasado para martirizarlo y destruir lo que más amaba. Las garras del lobo se clavaron en el cuerpo del hombre en más de una ocasión, pero también la daga de plata logró hundirse en el peludo cuerpo de Fenris, sacudiéndolo con un dolor mucho más intenso y lacerante de lo que se creía capaz de soportar.

Se apartaron un tanto y se observaron el uno al otro, jadeantes.

—No has perdido facultades, Cazador —dijo Fenris.

—Tú, en cambio, ya no eres el mismo de antes —gruñó el Cazador—. Ahora eres más bestia que elfo.

Fenris sonrió de manera siniestra.

—Eso no es verdad —dijo—. ¿Cuántos lobos parlantes habías visto antes?

El Cazador lanzó un grito de guerra, y Fenris, un ladrido de furia, y los dos chocaron nuevamente. Un rayo lanzado por el mago un poco más allá iluminó el cielo y cayó sobre los árboles cercanos, prendiéndoles fuego, pero ninguno de los dos prestó atención a aquel hecho. Fenris no había olvidado cómo el Cazador lo había perseguido implacablemente aquella noche de lluvia. Por su parte, su contrario no podía dejar de recordar que aquel elfo larguirucho le había burlado en dos ocasiones, y que en la segunda lo había humillado.

La garra derecha de Fenris rasgó el pecho del Cazador, produciéndole una profunda herida. Pero este clavó su cuchillo de plata en su costado. Fenris dejó escapar un gañido, y los dos se separaron nuevamente. El elfo—lobo sabía que estaba herido de muerte, pero las heridas del Cazador también eran profundas y no se repondría de ellas.

—Sabía que sucedería esto, elfo —dijo el Cazador—. Era nuestro destino encontrarnos de nuevo. Sabía que moriría matándote.

—Entonces, ¿por qué has venido? —jadeó Fenris.

El Cazador sonrió.

—Porque quería verte muerto.

Fenris gruñó, enseñando todos los dientes.

—No te daré esa satisfacción.

Trató de avanzar hacia él, pero las patas le temblaron y cayó al suelo. El efecto letal de la plata sobre su organismo lo estaba destrozando por dentro.

—Ya estás muerto, elfo. Despídete de la vida.

Fenris vio el cuerpo caído de Ronna por el rabillo del ojo y supo que no podía morir, no ahora, ni allí, ni mucho menos de aquella manera. Apretó los dientes.

—Nunca.

Con sus últimas fuerzas, se lanzó sobre él y lo arrojó al suelo. Su memoria le trajo el recuerdo de Ronna cayendo al suelo desde su lomo, abatida por la flecha. Aquel hombre no solo la había asesinado, sino que además le impedía acudir a su lado. La bestia exigió ser liberada, y Fenris, gustosamente, le cedió el control de su cuerpo de lobo.

Fue vagamente consciente, entre el dolor y la rabia, de que sus dientes desgarraban la carne del Cazador. Cuando sintió que su corazón dejaba de latir, reprimió a la bestia a duras penas y retrocedió un poco. Lentamente, volvió a la realidad. El Cazador yacía muerto, en el suelo, en un charco de sangre. Fenris, abatido, no pudo evitar pensar que toda su vida había sido un cúmulo de sangre, muerte, dolor y tristeza. Sintiendo que la vida se apagaba dentro de su ser, se arrastró como pudo hasta el cuerpo de Ronna y se echó junto a ella. Logró arrancarse el puñal que el Cazador le había clavado en el costado y lo reconoció al instante: era la daga de plata de su padre.

Sonrió amargamente. Él mismo había enterrado aquella daga junto al cuerpo de Novan, pero parecía claro que el Cazador, siguiendo su rastro, había encontrado la tumba y la había excavado, tratando de averiguar, seguramente, si el cuerpo inhumado en ella pertenecía al elfo que iba rastreando.

Acudieron a su memoria las palabras de Novan: «... esa daga que algún día te matará», le había dicho. «Cuánta razón tenía», pensó Fenris. «Y también Fenlog, cuando anunció que hoy tenía una cita con mi destino. Pero él no era mi destino, sino el Cazador, y esta daga que lleva escritos mi origen y mi muerte».

A su alrededor, los hombres—lobo y las gentes de su clan habían logrado derrotar a los mercenarios, a costa de muchas bajas. Fuego, muerte, sangre y desolación. «Es la historia de mi vida», pensó Fenris. «Llevo la desgracia allá donde voy. Sin duda merezco morir». Incluso la bestia se sentía tan agotada y abatida que no pareció rebelarse ante estos amargos pensamientos. Con su último aliento, Fenris aulló a la luna llena. Aulló por Ronna, por Novan, por Log, por Shi—Mae y, probablemente, también por el Cazador.

Después se dejó caer junto al cuerpo de Ronna y cerró los ojos. Sintió que todavía palpitaba en ella un hálito de vida, pero no tenía fuerzas para levantarse de nuevo y tratar de salvarla. La voz de Novan seguía resonando en su mente, pero era cada vez más ininteligible. Fenris tardó un poco en darse cuenta de que aquello que estaba recordando eran las palabras de un hechizo. Casi sin darse cuenta, mientras su memoria seguía recordando, obsesivamente, aquel conjuro que había oído pronunciar alguna vez, su boca comenzó a repetir las palabras, rogando por un milagro que salvase la vida de Ronna.

Después, el dolor inundó todo su ser y Fenris perdió el sentido.

Despertó ya transformado en elfo, y miró a su alrededor, desorientado. Rua le estaba curando las heridas con cataplasmas de hierbas.

—¿Qué ha pasado?

—Hemos vencido —sonrió la anciana.

En un claro de un bosquecillo de coniferas se había reunido lo que quedaba de la Tribu del Lobo. Pálidos, cansados, hambrientos y heridos en muchos casos, los miembros del clan mostraban en sus rostros una expresión serena y aliviada. Había sido duro, pero todo había acabado ya y estaban listos para iniciar una nueva vida. Fenris descubrió entre ellos a algunos de los hombres—lobo de Fenlog, casi todos muy jóvenes.

—La bendición del Primero les ha sido retirada —dijo Rua al advertir su mirada—, pero ellos se han arrepentido de lo que hicieron y han pedido que se los acepte de nuevo en el clan.

—¿Y lo habéis hecho?

Rua se encogió de hombros.

—Te aceptamos a ti, ¿no?

Fenris sonrió, pero enseguida se puso serio de nuevo. Vaciló antes de atreverse a preguntar:

—¿Y Ronna? ¿Está...?

—No. Ha sobrevivido, y ahora duerme.

Fenris se sintió tan aliviado que no fue capaz de decir nada.

—Fue algo muy extraño —siguió diciendo Rua—, porque tanto ella como tú teníais heridas mortales, pero cuando llegamos a socorreros estaban casi cerradas, y el cuerpo de mi hija había expulsado, por sí solo, la flecha que lo había atravesado. La bendición del Primero os ha protegido.

Fenris sonrió, preguntándose si esa era la razón por la cual todavía estaban vivos. No podía olvidar que, aunque lo hubiesen aceptado en la tribu, en realidad él no estaba emparentado con ellos.

—Quiero verla —dijo.

Se levantó y tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol, porque todavía se encontraba débil. Cojeando, siguió a Rua hasta el otro extremo del claro. Allí, tendida en el suelo, Ronna descansaba cubierta por un manto de pieles. Fenris se inclinó junto a ella y le acarició el pelo. La mujer abrió los ojos, lo vio y sonrió.

—Hola —dijo él suavemente—. ¿Cómo te encuentras?

—Me has salvado la vida —respondió ella en voz baja.

—No he sido yo...

—Sí, has sido tú. Me estaba muriendo, sentía que me marchaba para no volver, pero entonces apareciste tú y me tendiste la mano, y me trajiste... de vuelta.

—Solo fue un sueño.

—No lo fue —lo miró fijamente—. Realmente, ¿eres tú... Fenris, el Primero?

—Sabes que no. Pero ahora descansa, Ronna.

Ella sonrió y cerró los ojos de nuevo. Fenris la miró. El rostro de Ronna seguía pareciéndole muy hermoso, pero ni siquiera él podía ignorar la huella que el sufrimiento y la tristeza habían dejado en ella a lo largo de los últimos años. Y en ese mismo momento supo qué era lo que debía hacer.

Acarició su cabello nuevamente, se levantó y recorrió el improvisado campamento. Rasloc, con una aparatosa venda en la cabeza y apoyándose en una rama que hacía las veces de bastón, iba de un lado para otro, intentando poner orden en el lugar. «Será un buen líder», pensó Fenris, sonriendo con orgullo. Aquel valiente muchacho había sido para él como el hermano menor que nunca había tenido; lo conocía desde que era un bebé, pero sabía que ahora había llegado el momento de dejar que volase solo.

Al caer la tarde, se acercó de nuevo a Ronna, pero ella dormía y decidió que no quería despertarla. Depositó con cuidado el puñal de plata junto a ella.

—Si esta daga ha de matarme algún día, Ronna, quiero que la guardes tú —susurró—. Y quiero que seas feliz junto a un hombre que pueda vivir la vida contigo y curar las heridas de tu corazón.

Se incorporó, sonriendo con ternura, pero con un brillo de tristeza en la mirada.

—Hasta siempre, querida Ronna —murmuró—. Nunca te olvidaré, pero juro también que no volveré a amar a una mujer humana.

Porque había sido demasiado doloroso para ella, pensó. Porque Ronna le había entregado toda su vida, mientras que para él su relación había pasado en un suspiro.

Y no era justo. No habían puesto en juego las mismas cosas. Ronna le había dedicado toda su juventud y él ni siquiera había podido darle la familia que ella tanto deseaba.

«Pero aún estás a tiempo, Ronna», pensó.

Se levanto y se alejó hacia lo mas profundo del bosque. Nadie le prestó atención porque todos tenían algo que hacer. «Mejor», se dijo Fenris. «Eso lo hará más fácil».

Cuando ya se había internado en la espesura, oyó una voz a su espalda.

—Te marchas, ¿verdad?

Se volvió. Era Rua.

—¿Cómo lo has sabido?

—Porque sé que quieres a mi hija. Y la abandonas para darle una oportunidad de ser feliz. ¿Crees que es lo correcto?

—No es lo que quiero —confesó Fenris—, pero sé que es lo que debo hacer.

La anciana asintió gravemente.

—Cuenta la leyenda —dijo entonces— que, en tiempos de necesidad, Fenris vino y nos salvó de los lobos. Y después se fue sin despedirse, pero nos entregó su bendición y nos hermanó con los animales que antes habían sido nuestros enemigos. ¿Recuerdas la historia, muchacho?

—Eso pasó hace mucho tiempo.

—Pero la historia vuelve a repetirse. Dentro de un par de generaciones, la Tribu del Lobo recordará tu nombre y te convertirás en una leyenda.

Fenris inclinó la cabeza y sonrió con pesar, pero no dijo nada. Entonces Rua le tendió algo.

—Toma. Era de ese hombre. No sé qué es, pero quizá signifique algo para ti.

Fenris lo cogió. Era un pergamino.

—Tal vez. Muchas gracias, Rua.

—Buen viaje, Fenris. Y que los lobos aullen por ti las noches de luna llena.

La anciana desapareció en la oscuridad del bosque. Fenris se guardó el pergamino sin mirarlo y prosiguió su camino.

No se detuvo hasta que estuvo muy lejos. Sospechaba que Ronna y Rasloc saldrían en su busca y no quería volver a encontrarse con ellos; sobre todo, no quería volver a mirar a Ronna a los ojos, porque sabía que, si lo hacía, no sería capaz de abandonarla de nuevo.

Una noche juzgó que podía permitirse encender un fuego y descansar unas cuantas horas más. Entonces, sentado junto a la hoguera, desenrolló el pergamino y le echó un vistazo.

Era el contrato del Cazador. El documento estaba ya viejo y ajado, pero el escudo de la Casa del Río seguía allí, y también se leía claramente la descripción del licántropo que había de matar, un joven elfo de ojos ambarinos y cabello de color de cobre, cuyo nombre era An—Kris de los Robles, o Ankris del Paso del Sur.

Fenris respiró hondo y sintió un nudo en la garganta.

La firma que había estampada al pie del pergamino no era la de Shi—Mae, sino la de su padre, el Duque del Río.

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