Read Esperanza del Venado Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (14 page)

BOOK: Esperanza del Venado
12.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
OREM VE LA PUERTA PROHIBIDA

¿Y ahora adónde? Durante las largas charlas que habían sostenido mientras descendían el río, Glasin había dicho que existían muchas formas de entrar en la ciudad.

Orem sentía poco deseo de seguir el consejo de Glasin, ¿pero qué otra guía tendría en ese sitio? Glasin no tenía mucho que ganar contándole mentiras de la ciudad. A Orem no le quedaba otra salida que confiar en sus indicaciones. ¿Qué había dicho Glasin? Desde luego, la Puerta de las Meadas, y a conseguir trabajo en tres días, antes de que te echen.

Y bien, no había otro sitio adónde ir, había dicho Glasin, ya que los caminos que pasaban por el Hoyo eran muy peligrosos. ¿Y cuáles serian esos peligros, si el puerto abierto estaba lleno de trampas como las que había conocido?

—No compres nada fuera de las puertas —había dicho el mercader—. Y no compres nada de alguien que te ofrezca cosas en venta. Al momento se darán cuenta de que eres granjero y multiplicarán el precio por diez.

Esa era toda la sabiduría con que contaba Orem ahora; era la única armadura con que protegerse al entrar en el Camino de los Carniceros, donde cuatro grandes filas de carros, animales y hombres aguardaban para pasar por la Puerta de los Puercos.

Los guardias lucían faldones de metal plateado y petos de bronce. Se veía que no eran los soldados que defendían la ciudad, ya que los hombres de Palicrovol vestían malla de acero y llevaban espadas que podían morder ese bronce con la misma facilidad con que una vela atraviesa el papel. Y si bien las murallas de la ciudad eran altas, y las inmensas puertas de madera parecían sólidas, Orem se preguntó cómo era que el rey Palicrovol jamás había podido franquear o trasponer esos muros siendo que su ejército era el más poderoso de todo el mundo. O que ni siquiera, como decían, había podido derribar a un solo soldado de la Reina Belleza. Sin duda la Reina debía tener oculto algún temible ejército y estos guardias vestidos a la antigua usanza eran meras apariencias.

Puras apariencias, salvo que para impedir la entrada a Orem eran tan eficaces como cualquier hombre de cota de malla y espada de acero. Se detuvo a observar; los guardias no permitían que la muchedumbre de mercaderes y carniceros los apresuraran a fuerza de imprecaciones. Cada pase era inspeccionado minuciosamente, y más de un hombre debió hacerse a un lado mientras los demás le pasaban por delante. Y por encima estaban los arqueros, pertrechados en lo alto de las torres del muro, siempre alertas a lo que sucedía abajo. Orem no habría tenido forma de colarse sin ser advertido, aunque hubiese sido su propósito.

—De nada sirve que mires, granjero —dijo una voz a sus espaldas.

Orem se volvió y posó la mirada sobre un hombre con aspecto de comadreja, unos diez centímetros más bajo que él, que le sonreía. Sonrisas como esta, pensó Orem, son las que tienen los puercos cuando acorralan a su presa.

—No soy granjero —repuso Orem.

—En ese caso no pasarás por la Puerta de los Puercos, ¿no es así?

—Estoy buscando la Puerta de las Meadas.

El hombre asintió con la cabeza.

—Allí van a parar todos, niño. Todos. Bueno, cuando te des por vencido en la Puerta de las Meadas, encontrarás aquí al viejo Brasa, que te hará pasar. Te hará entrar en Inwit por el módico precio de cinco monedas de cobre, y un favor lo hará.

Y entonces Brasa desapareció y como era muy bajo Orem le perdió de vista enseguida en el mar de cabezas que se movían en todas direcciones en el Camino de los Carniceros.

Pero por poco amistosa que fuera la ciudad, Orem debía encontrar su camino. Hizo preguntas, y entre las esquivas respuestas consiguió la información necesaria para llegar a la Calle de la Mierda, que atravesaba los hediondos establos hacia el norte, rumbo al Pueblo de los Mendigos.

—Encontrarás las torres de la Puerta de las Meadas con mucha facilidad si mantienes la vista en alto y no te apartas de la pared a tu derecha —dijo un hombre con sangriento delantal de carnicero.

Pero la Calle de la Mierda no tardó en hacerse más angosta y alejarse del flujo de tráfico. Cuanto más se alejaba menos señales había: después de todo, ¿quién sabría leer en un sitio así? El Pueblo de los Mendigos estaba compuesto de gente que no había encontrado trabajo con su pase de pobres y que no podía seguir permaneciendo dentro de los muros de la ciudad. Era un sitio humilde, con modestas tiendas de madera que gradualmente cedían paso a construcciones hechas de tablas, habitadas a pesar de la roña y del deterioro, e incluso éstas parecían buenas al lado de los cobertizos que brotaban en cada espacio libre que dejaban las viejas edificaciones entre si. Los tinglados

se internaban en las calles; la gente que escudriñaba desde las sombras del lado este de la calle parecía hambrienta. Orem comenzó a temer a los ladrones, ya que en este sitio cinco monedas podían ser motivo suficiente para acabar con la vida de un semejante.

No tardó en perderse. Lo único que seguía sin variar era el muro, alto y gris, extendiéndose más allá del pueblo infecto, que ya triplicaba las dimensiones de Banningside. Orem no se atrevía a pedir orientación a ninguna de las personas que encontraba por el camino. Se mantenía lo más lejos posible de las casuchas. Y

cuanto.más andaba, menos personas veía, hasta que ya no hubo nadie a su alrededor cuando divisó las dos altas torres gemelas que flanqueaban un portal.

Las calles cercanas al portal estaban totalmente vacías. Las casuchas estaban tapiadas, o, lo que era más inquietante, abandonadas, con las puertas abiertas y sin techos, como si hubieran quedado a medio terminar. No se veía persona alguna; ni siquiera el golpeteo de una puerta quebraba el silencio. Sabia que este sitio no podía ser la Puerta de las Meadas, por donde los pobres ingresan en la ciudad de Inwit. Pero eso no le detuvo, ya que sabia ante qué puerta debía de estar, y lo que más deseaba era poder verla.

Se detuvo al pie de las torres del portal, y levantó la vista. La calle se había convertido en una plaza, para desaparecer luego. Allí donde las inmensas puertas de madera debían haber estado abiertas, se alzaban casas escarpadas que se reclinaban contra las torres.

Cubrían el espacio de tal forma que sólo en lo alto se vislumbraba el maderamen de las puertas. La visión era de lo más extraña: por momentos parecía que el portal sostenía los edificios; y al instante eran las casas las que soportaban el peso de las puertas, para impedir que cayeran sobre Orem y lo aplastaran.

—¡Hey, niño!

Orem se quedó atónito, ya que había creído estar solo.

—¡Hey! ¿Qué haces aquí?

Allí, a la sombra de uno de los edificios tapiados, había dos guardias. El bronce parecía menos bruñido que en los petos de los guardias que controlaban la Puerta de los Puercos. Pero les hacia más amenazadores, no menos.

Sin pensarlo, Orem decidió que sin duda era el mejor momento para aparentar ser lo que realmente era: el hijo de un granjero perdido en las afueras de la ciudad.

—Estoy buscando la Puerta de las Meadas —dijo Orem—. Es la primera vez que vengo aquí. ¿Han cerrado las puertas?

Los guardias se miraron, y luego sonrieron. En su gesto había sorna, y Orem se sintió incómodo.

—No. No es la Puerta de las Meadas. Tenlo por seguro. Uno puede saber que está en la Puerta de las Meadas por el hedor de los ladrones y granjeros que llegan por el río esperando hacerse ricos en la ciudad. —Los guardias se le acercaron, y ahora Orem vio que había más de una docena; habían estado ocultos en las sombras o, sospechaba, dentro de los edificios que no estaban totalmente tapiados.

—Yo no espero hacerme rico —dijo Orem, tratando de mostrarse atemorizado y lográndolo mejor de lo que esperaba.

—¿De dónde vienes, niño?

—De una granja. De la granja de mi padre. Remontando el río, cerca de Banningside.

Ahora los guardias se mostraron más alerta, y Orem advirtió que las manos se habían posado sobre las hachas.

—Hay una persona ilegal cerca de Banningside —habló uno de los guardias.

—¿Persona ilegal? —El Rey, Por supuesto. Y durante un momento terrible Orem temió que lo tomaran por espía. Sabia que a los espías los desollaban vivos y los obligaban a comer su propio corazón. ¿Debía pretender que ignoraba que Palicrovol había estado en el lugar? No, no le creerían. Era imposible no saber que un inmenso ejército se acercaba marchando por una zona rural.

—Lo único que sé es que los sargentos estaban reclutando soldados, y yo no quería ingresar en el ejército.

El guardia que parecía estar al frente lo miró de arriba a abajo y luego se echó a reír.

—Si tú corrías peligro de ser reclutado, entonces los rebeldes deben estar en peor situación de lo que pensábamos…

Ante la risa, Orem intento algo parecido, esperando unirse a su camaradería. Pero el gesto les ofendió. El comandante no lo cogió de las ropas sino del pellejo de su cintura, y el pellizco hizo salir un grito involuntario de la garganta de Orem.

—¿Sabes cuán cerca estás de la muerte?

—No, señor.

Un guardia había abierto la bolsa de Orem. No había más que el botellín, aún lleno del agua de la fuente de su padre, y el último mendrugo de pan, que para entonces estaba duro como la roca. Sus monedas de cobre estaban en un sitio mejor.

—Se ve que es un ricachón —dijo el guardia, mientras le arrojaba nuevamente el bolso.

Orem se atrevió a formular una pregunta.

—¿Por qué está cerrada la puerta?

—Mejor será que no sepas nunca la respuesta a esta pregunta.

Entonces, en voz baja, habló un guardia de cabello blanco con cara de haber cometido todos los pecados posibles y de no sentirse satisfecho aún.

—Es un idiota campesino. Se ve a la luz del día.

—Digo que lo interroguemos —dijo otro.

—Digo que esa mierda te la tragues. Todos los espías saben cómo entrar en la ciudad, y no vienen al Hoyo a media tarde.

El comandante empujó a Orem, pellizcándolo de nuevo al hacerlo.

—Vete de aquí, niño, y no regreses. Si quieres ir a la Puerta de las Meadas, sigue el muro hacia el norte y mantente siempre pegado a la pared.

—O regresa a tu hogar —dijo el de cabello cano—. En Inwit no hay nada para ti. ¿No sabes que esta ciudad devora a los niños y despelleja vivos a los hombres fuertes?

Orem sonrió como si no comprendiera y se alejó de ellos.

—Gracias, señores. Buenos días a todos. Jamás volveré a pasar por aquí.

—Tu nombre, niño —gritó el comandante—. ¡Y no mientas!

—¡Orem ap Avonap!

El de cabello gris se echó a reír.

—¡Vaya nombre! ¡Sólo un granjero podía pensar en algo así!

Los demás guardias se miraron y también rieron de él. Pero no dejaron de observarlo hasta que se perdió de vista y Orem llegó a sospechar que uno lo siguió gran parte del trayecto que hizo hacia el norte.

A Orem le enojó que se rieran de él, pero lo que más le irritó fue que él se había ganado sus risotadas. Un tonto, eso era lo que había sido, y no fue una mera pose, en absoluto.

LA RUTA DE MENDIGOS DE LOS MUERTOS EN VIDA

Cuanto más al norte iba, menos muerto parecía el lugar; un niño jugueteaba en la calle, luego un mendigo se revolcaba en sueños, y por fin comenzó a ver basura en las aceras, y la cloaca que corría por el centro de la calleja empezó a oler a desperdicios fétidos. El Pueblo de los Mendigos volvía a vivir, ahora que se alejaba del Hoyo, y los rostros que antes le habían parecido amenazadores esta vez eran una visión reconfortante. Orem comenzó a ver no ya su extravagancia, no ya su carácter mugriento y sombrío sino su debilidad y su dolor. La mayoría llevaba ropas elegantes, pero tan gastadas y sucias que el color otrora brillante había quedado reducido a un opaco tono de gris o marrón. En los

ojos también había cierta opacidad, como si algo en el Pueblo de los Mendigos extraviara la mente, como si la gente transcurriera los días sin nunca terminar de despertar.

Orem empezó a compadecerlos, y casi a perder su temor, cuando un hombre de rostro tan vacío como el de los demás fue hasta otro que había cerca de Orem y con toda calma le atravesó un ojo con su daga. La victima cayó sin proferir sonido, mientras la sangre manaba de la herida Por su rostro y se vertía en el camino. Orem sintió más angustia que temor, ya que si un hombre con semejante rostro de muerto era capaz de asesinar, ya que si los muertos podían extender la mano y arrastrar a los vivos a sus sepulturas, ¿qué posibilidad tenía él de conservar la vida en dicho lugar?

Sobre el puerto, un ladrón había podido robar sin que los testigos de su delito molestaran, pero aquí el código era otro. Mientras el asesino despojaba a su victima, cinco o seis hombres se agruparon a un lado y con la misma calma comenzaron a apedrear al criminal. El asesino esquivó las pedradas indiferente y finalmente renunció a tratar de quitarle la camisa al moribundo. Y mientras se alejaba de la victima, los hombres le atraparon, le patearon, le arrojaron al suelo, y le golpearon en silencio, sin decir palabra. El ladrón al principio trató de cubrirse, pero por fin no opuso resistencia a los golpes. No estaba inconsciente; Orem lo veía con claridad. Ni los hombres que lo zurraban estaban movidos por el odio. Simplemente le pateaban y le azotaban, hasta que uno de ellos saltó en el aire y dio con ambos pies en el cuello y la cabeza del asesino. El cuello se partió y la quijada pendió inerte mientras los huesos crujían. Pero los ojos no parecían más muertos que antes. Los hombres que habían matado al asesino lo dejaron tendido en la calle al lado de su victima. Las ratas ya se acercaban, y nadie se molestó en cubrir los cadáveres. Orem creyó haber visto cuanto había que ver sobre la rueda de la vida en ese lugar. No había nacimiento allí: sólo muerte, sólo el mordisqueo de las ratas.

El cuchillo se alzaba en el ojo de la victima. En un impulso, Orem se dirigió al cuerpo y tendió la mano para tomar el arma; y en ese mismo momento una mano larga y delgada también se tendió hacia el cuerpo. Orem pensó por un instante que era alguien que le disputaba la posesión del arma. Pero no: era una vieja mujer que sostenía una vasija y que trataba de recoger lo que quedaba de sangre. Una bruja, entonces, capaz de aprovechar incluso la sangre inmerecida. Mientras daba un paso atrás y la dejaba hacer Orem se preguntó qué clase de magia inmunda podía hacerse con los muertos encontrados.

Terminó. Levantó la vista y le sonrió. Se inclinó y besó el cuchillo. Orem pensó entonces en dejarlo allí: ¿quién sabia qué podía significar ese beso? Pero luego lo pensó mejor. Incluso un niño instruido como monje podía valerse de una daga si se presentaba la necesidad y en semejante sitio no tenía intención de someterse pasivamente a lo que esos cadáveres en movimiento quisieran decidir por él. De modo que dio un paso adelante y levantó el cuchillo, dejando salir un último borbotón del ojo del muerto. Limpió el cuchillo en las ropas del hombre a falta de lugar mejor, y luego lo puso en su bolsa.

BOOK: Esperanza del Venado
12.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Lugares donde se calma el dolor by Cesar Antonio Molina
Dorothy Parker Drank Here by Ellen Meister
I and My True Love by Helen Macinnes
Return (Lady of Toryn trilogy) by Charity Santiago
Lord of the Darkwood by Lian Hearn
Flame's Dawn by Jillian David
Unexpected by Lori Foster