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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (13 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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No sólo en la balsa de Glasin cundía la excitación.

—¡Bahía Clake! —gritaba una mujer en una barcaza cercana.

—¡Isla del Bote! —anunciaba otro.

Y entonces doblaron la curva del río y allí, sobre la ladera izquierda estaba Inwit, un alto muro de piedra lleno de brillantes estandartes y por debajo, los muelles del Puerto del Granjero, y por detrás, se elevaba la muralla del Pueblo del Rey… no, Pueblo de la Reina, y más alto que todo lo demás, el Viejo Castillo. Glasin nombró todos los lugares hasta que casi perdió su turno antes de amarrar en uno de los últimos embarcaderos de Puerto del Granjero.

11
LA PUERTA DE LAS MEADAS

De cómo el Reyecito ingresó en la ciudad por vez primera cruzando la Puerta de las Meadas, con un pase de pobre, sin que nadie adivinase quién era.

ENTRE LADRONES

El marinero más cercano ató la cuerda a un poste del embarcadero, y Orem se disponía a saltar a la costa cuando vio que Glasin le miraba con el ceño fruncido y le ordenó estarse quieto. Aguardaron, y pronto varios hombres con pantalones del sur, de colores chillones, se aproximaron para echar un vistazo, a ellos y a la embarcación.

—Nave enclenque —dijo uno.

Glasin apartó la mirada de él y se dirigió a otro.

—Puro roble —dijo desafiante.

—¿Atada con tripa y rocío? —replicó el hombre.

—Sólo sirve para leña —adujo un tercero—. Y para poder cargar algo encima hay que dejarla secar tres días. Te la cambio por un carro.

—Un carro y veinte monedas de cobre —dijo otro.

Glasin hizo un gesto desdeñoso y les volvió la espalda.

—Un carro y un burro —dijo el hombre que la había llamado nave enclenque.

Glasin se volvió hacia él con el ceño fruncido.

—Por eso y cuatro monedas de plata te llevas balsa y tienda.

—¡De plata! ¿Y para qué quiero una tienda?

Glasin se encogió de hombros.

Otro hombre asintió. El tercero se marchó, sacudiendo la cabeza. El primero, el que tenía ojo de águila, se quedó con la mirada bien abierta aun cuando el otro casi había cerrado trato, y levantó la mano.

—Dios envía ladrones por el río disfrazados de mercaderes —comentó—. Dos monedas de plata, el burro y el carro, pero por Dios que puedes quedarte con la tienda.

Glasin miró al otro comprador, pero no quiso subastar más. La operación se cerró. O

casi.

Ojo de Águila miró a Orem.

—¿Vendes al niño? —preguntó.

¿Si lo vendía? Orem estaba aterrado. ¿Cómo podía suponer que era un esclavo? No tenía anillos en el rostro, ¿o si? ¡No tenía marcas! Pero allí estaba el hombre preguntando y el mercader no decía que no. Pensaba, de pie.

—Soy un hombre libre —dijo Orem, pero Ojo de Águila no pareció detenerse a escucharlo.

No quitaba los ojos de Glasin. Finalmente, el mercader sacudió la cabeza.

—Soy un hombre de Dios, y este niño es libre.

El comprador no dijo más, arrojó las dos monedas bruñidas a Glasin, quien las asió firmemente para que no cayeran por entre los troncos al río. El comprador hizo un gesto y aparecieron cuatro hombres, uno con un burro de triste aspecto y un carro mientras los demás rápidamente descargaron la balsa, pusieron en el carro todo lo que cupo y dejaron el resto sobre el puerto. Cuando terminaron, el hombre asintió, hundió un clavo rojo en el poste y se alejó.

Orem caminó por la orilla y se detuvo cerca de los bultos del mercader. No es que éste se lo hubiese pedido; en verdad, Glasin debía haber olvidado que él seguía allí ya que no le prestó atención alguna. Sencillamente, Orem no sabia adónde ir ni qué hacer. El amplio espacio que daba al río estaba cubierto de carros, hombres y algunas mujeres que gritaban y maldecían. En los demás embarcaderos descargaban otras balsas, y no bien había puesto pie en tierra, Orem vio que los hombres de Ojo de Águila desataban la balsa del varadero y la internaban en el río.

—La llevan a Isla del Bote —explicó el mercader—. La parten en tablones y con ellos construyen embarcaciones más grandes. Los grandes barcos llegan a Isla del Bote y zarpan de allí. La mitad de mis ganancias proviene de la balsa. El burro solo me dará el doble que la madera en el norte, y el carro vale por todo mi cargamento cuando estoy de compras en los mercados rurales. Ahora, chico, hablemos de negocios.

Orem no comprendía.

—Si te quedas y cuidas de mis cosas, si no dejas que se lleven nada por mucho que te ofrezcan, te daré cinco monedas de cobre cuando regrese.

—¿Adónde vas?

—Al mercado, a conseguir un puesto. Si voy ahora, mientras todos los demás mercaderes de la mañana todavía están cargando los carros, conseguiré un buen lugar,

¿ves? Pero ¿podré confiar en ti?

Orem le miró enfurecido. Preguntarle a un hombre si se podía confiar en él era como preguntarle a una doncella soltera si era virgen. Era un asunto importante, pero preguntarlo equivalía a un insulto grosero.

—Muy bien, entonces —concluyó el mercader—. Regresaré. No hables con nadie, no hables.

Orem asintió y el hombre se alejó de inmediato a grandes zancadas y se perdió entre la multitud.

A su alrededor, Orem veía cómo los demás mercaderes peleaban, comerciaban y despreciaban las mercancías de los demás. Había unos cuantos marineros que cuidaban mercancías de pie, al igual que Orem. Sospechaba que a ellos se les pagaba mucho más que unas pocas monedas de cobre. No importaba. Había aprendido el valor abstracto de las monedas en la Casa de Dios, pero jamás en su vida se había visto obligado a aprender cuánto se podía vivir con determinado dinero. Y aunque lo hubiera aprendido, en Inwit los valores cambiaban. En Banningside con seis monedas de cobre una familia numerosa podía mantenerse durante un mes. Aquí era diferente.

Pero había otras diferencias. Orem no era tan ingenuo como para no darse cuenta de lo que estaba sucediendo cuando un hombre de pantalones dorados dio una pesada bolsa a otro que hacia guardia.

El cuidador volvió la espalda mientras acercaban dos vagones a los bultos del mercader ausente y cargaban en ellos las mercancías. Orem aguardó a que dieran la voz de “al ladrón”, aguardó a que la multitud diera la alarma, mas nada sucedió. Ni siquiera Orem abrió la boca: temía delatar a un ladrón en un sitio donde los crímenes se cometían tan abiertamente. Presumió que el soborno seria sólo la mitad de la transacción; en los hombres de rudo aspecto que hacían la carga había cierto aire de violencia, y se preguntó qué habría ocurrido si el cuidador se hubiese resistido. ¿Habría terminado nadando para salvar su vida? Pronto vio que se le acercaba un hombre de pantalones rojos y brazaletes de oro.

—Aquí tengo una bolsa de monedas de cobre —dijo en voz baja— que le daré a un niño de mirada distraída para que se dedique a contemplar el río. Veinte monedas de cobre, niño.

Orem no sabia qué decir. Sin duda era una buena oferta, y le daba una idea de lo mezquino que había sido Glasin con su paga. Se le ocurrió pensar que Glasin confiaba mucho en él, o bien que lo creía un tonto sin ninguna noción del dinero.

El hombre extraía conclusiones del silencio de Orem.

—Entonces me iré a cincuenta monedas de cobre. Cincuenta, pero te advierto, niño, que los peces del río son voraces y que tratamos de saciarlos con la carne de los obstinados…

Allí estaba: el soborno y la amenaza. Y él, que no era más que un niño de quince años.

Los cargadores de aire torvo aguardaban en los vagones vacíos. ¿Qué oportunidad tendría Orem si lo arrojaban al río? Se llevarían las mercancías quisiese o no; conque

¿por qué no aceptar las monedas?

Pero en cien monedas de cobre no había poema alguno. Ni nombre, ni lugar.

—¿Qué, eres sordo? Bueno, ¿sabes qué significa esto? —Y el hombre mostró una daga en la mano. Durante un instante Orem estuvo tentado de probar un truco que el sargento le había enseñado largo tiempo atrás. Pero no, ya hacia demasiado tiempo de eso. El era muy pequeño, y no sabia si contaría con la fortaleza o la rapidez necesarias para hacerlo

con un hombre tan fuerte. ¿Quién podía decir de qué era capaz un hombre vestido con pantalones? Pero le había preguntado si era sordo y se le ocurrió una idea.

—¡Oh, generoso señor! —gritó Orem a todo pulmón—.!Oh, sabio y gentil es usted! —No tenía los pulmones del viejo Yizzer en la puerta de la Casa de Dios, pero su voz era sonora de tanto cantar los salmos y las oraciones—. ¡Oh, señor, su rostro es afable y Dios conoce sus nombres más ocultos! ¡Dios y yo conocemos sus nombres secretos y los diremos! —Y entonces Orem extendió la mano y posó ligeramente la palma sobre el filo de la daga. Fue un dolor agudo que hizo aflorar la sangre, pero Orem sabia lo que eso significaría por la magia que solía observar en la granja de su padre. Levantó la mano y dejó que la sangre manara por el brazo hasta tocar las mangas—. ¡Yo enunciaré sus nombres!

Fue suficiente. Si. El hombre salió disparado y se escuchó el roce de sus pantalones mientras las piernas entrechocaban una con otra. Con todo, Orem no sabia si había hecho bien; era algo terrible simular tener magia. Era algo terrible derramar sangre sin propósito, pagar un precio sin petición; pero era lo que se le había ocurrido allí en ese momento. El hombre se marchó. Volvió la mirada hacia Orem, pero él y sus rudos sirvientes se alejaban. Para Orem fue algo esclarecedor. Si, se dijo para sus adentros una y otra vez. Si, era un sitio profundo y elevado, pero incluso aquí siguen temiendo a la magia. En la propia ciudad de la Reina Belleza no saben distinguir un mago sordo de un niño perdido y desesperado.

Pero no sólo el supuesto ladrón se había atemorizado. Los demás mercaderes lo miraban con ojos sospechosos. Sólo el cuidador más cercano pareció comprender. Hizo un guiño y trazó un círculo en sus pantalones. ¿Pero el círculo era para felicitarlo o para defenderse del poder que pretendía tener? Orem se inclinó por lo primero. Y también comprendió que los cuidadores portuarios debían cobrar sumas muy elevadas, ya que ningún ladrón se molestaba en acercarse cuando el que hacia guardia era uno de ellos.

Con cien monedas de cobre no los tentarían, y rodeados de cientos de hombres de blusa verde, Orem supuso que ni aun el más desesperado osaría arrojar a nadie al río, herido o no. La vida en Inwit era más abiertamente delictiva, pero había protecciones y una buena forma de protegerse era estar en compañía de hombres leales. Orem se preguntó al pasar qué tal se vería ataviado con las verdes ropas de los cuidadores portuarios.

Glasin regresó casi al mediodía, sonriendo.

—Conseguí lugar en el Gran Mercado —comentó— y no he tenido que dar dinero a nadie. —

Orem sintió el aliento a cerveza. El mercader había confiado en él, sin duda, para permitirse un alto antes de regresar por sus mercancías—. Tengo demasiada carga para que quepa en un solo viaje. Quédate una hora más y te daré otras tres monedas de cobre. —El hombre le miró con una ceja alzada.

Pero ahora Orem ya tenía idea de lo mucho que ganaba el mercader gracias a sus servicios. Glasin no había tenido que pagarle a uno de los cuidadores de verde, ni había tenido que pagar para conseguir un puesto ni que compartir ganancias con otro mercader que le cuidara los bultos en el Gran Mercado. Y Orem recordó que Glasin había pensado detenidamente en venderlo como esclavo. Glasin bien podría ser el Premio de Corth, pero era muy mezquino. ¿Que pasaría si dejaba en el puerto las mercancías que no necesitaba vender? ¿Y si Orem aguardaba todo el día a que viniera y no regresaba jamás?

—Primero mis cinco monedas de cobre —exigió Orem.

Era un riesgo; un hombre honesto lo habría enviado a paseo en ese mismo instante, enfurecido. Pero Glasin se limitó a reír.

—Entonces seis monedas de cobre por volver a esperar.

Conque pensaba estafarlo.

—Primero las cinco que ya me he ganado.

Y entonces Glasin entrecerró la mirada.

—¿Y si regreso y veo que te has marchado con mis cinco monedas de cobre y mis mercancías? Sólo te pagaré cuando termines la labor.

Orem no pudo tolerar que lo acusaran de ladrón después de haber arriesgado su vida para salvar los petates de Glasin.

—¡Un hombre me ofreció cincuenta monedas de cobre y estuvo a punto de matarme! Lo ahuyenté por ti, y todo por cinco monedas de cobre.

Pero Glasin no le creyó.

—¿A quién ahuyentarías tú? No me engañarás con un cuento tan burdo…

Por costumbre, Orem se volvió a los guardias que había cerca y a!os mercaderes esperando que confirmaran su relato.

—Ustedes me vieron, ¡claro que lo hice! —gritó. Pero ni uno dio señales de haber escuchado.

—¿Por qué habrían de ser tus testigos? —preguntó Glasin—. ¿Qué es lo que podrías pagarles?

—Podría pagarles con mis cinco monedas de cobre —replicó Orem.

—¡Márchate!, entonces. ¡De nada me sirves! ¡Habráse visto, tratar de engañarme!

¡Después de haber dejado subir a mi balsa a un niño tan inútil sin pedirle paga! Aquí tienes tus cinco monedas de cobre, que no te has ganado. ¡Ahora vete, antes de que llame a los guardias y les diga que eres un ladrón! ¡Que te marches digo!

Y entonces, para sorpresa de Orem, los demás mercaderes parecieron prestarle atención.

—¿El niño te está engañando? —gritó uno.

—¡Al agua con él! —dijo otro—. ¡Líbrate de semejante crío!

¿Qué otra cosa podía hacer, si no marcharse? Le enfurecía la injusticia de la situación, pero era natural que los mercaderes se protegieran entre si, tal como los guardias portuarios hallaban seguridad entre ellos. Era natural que se alzaran contra un niño como Orem para defender a otro mercader. Era una compañía nada fiable, ya que no habían abierto la boca ni hecho nada cuando el ladrón se llevó las mercancías de uno de los suyos, pero al fin y al cabo era una compañía. ¿Cuál era la compañía de Orem? ¿Quién le protegería? Nuevamente era como estar en la Casa de Dios, cuando sus enemigos le arrojaron al fuego porque no tenía amigos.

Entonces huyó del mercader, con las monedas en la mano. Pero atemorizado o no, quería estar seguro, y se quedó a observar, y sin lugar a dudas Glasin puso en el carro toda la carga y sólo dejó en el puerto las mercancías podridas. Para proteger comida podrida, Orem habría aguardado todo el día y se habría quedado sin su paga. En Inwit no se conocía el honor. En absoluto. Y eso le infundió aún más temor que la daga del ladrón apuntando a su estómago. Las dagas tienen una sola punta, pero el tajo del traidor proviene de cualquier sitio. Eso es lo que había escuchado y sólo ahora Orem comprendía en qué medida era verdad.

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