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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (78 page)

BOOK: Espacio revelación
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—No creo que esté yendo a un lugar muy seguro —comentó Khouri, antes de preguntarse si, en aquellos momentos, Cerberus realmente era más peligroso que la nave.

—No, lo sé. No creo que ni siquiera él sea consciente del peligro que está corriendo… ni él ni el resto de nosotros.

—Sin embargo, no estamos hablando de cualquiera. Estamos hablando de Sylveste. —Le recordó que su marido siempre había parecido tener suerte en la vida y que sería muy raro que esa fortuna lo abandonara ahora, justo cuando casi tenía al alcance de la mano lo que siempre había deseado—. Con la suerte que tiene, creo que hay muchas posibilidades de que encuentre la forma de salir de ésta.

Estas palabras parecieron tranquilizar ligeramente a Pascale.

A continuación, Khouri le explicó que Hegazi estaba muerto y que la nave parecía estar intentando matar a todos los que quedaban a bordo.

—Sajaki no puede estar aquí —dijo Pascale—. Es imposible. De otro modo, Dan no habría encontrado la forma de llegar a Cerberus. Necesitaba que uno de vosotros lo acompañara.

—Eso es lo que piensa Volyova.

—¿Entonces, por qué estamos aquí?

—Supongo que Ilia no confía en sus convicciones.

Se encontraban en un pasillo de acceso parcialmente inundado. Khouri abrió la puerta que conducía a la clínica, a la vez que apartaba de una patada a una rata-conserje. La clínica tenía un olor extraño. Lo percibió al instante.

—Pascale, aquí ha ocurrido algo extraño.

—Yo… ¿qué es lo que se supone que debo decir? ¿Te cubriré? —Pascale sostenía en sus manos la pistola de baja potencia, aunque no parecía tener demasiada idea de qué debía hacer con ella.

—Sí —dijo Khouri—. Me cubrirás. Buena idea.

Entró en la clínica, precedida por el cañón de su rifle de plasma.

Mientras entraba, la habitación percibió su presencia e intensificó la iluminación. Había visitado a Volyova en este lugar después de que la Triunviro hubiera resultado herida y creía conocer la geometría aproximada de la estancia.

Miró hacia la cama que debería estar ocupando Sajaki. Sobre ella flotaba un elaborado despliegue de herramientas médicas servo-mecánicas articuladas, que descendían de forma radial desde un punto central, como una mano de acero mutada con demasiados dedos que parecían acabar en garras.

No había ni un solo centímetro de metal que no estuviera cubierto de sangre coagulada, como la cera de una vela.

—Pascale, no creo…

Pero también ella había visto qué yacía en la cama que había debajo de toda aquella maquinaria: los restos de lo que antaño podría haber sido Sajaki. No había ni un sólo centímetro de cama que no estuviera tintado de rojo. Resultaba difícil saber dónde acababa el Triunviro y dónde empezaban sus restos eviscerados. La imagen le recordó al Capitán, excepto en que su plateada falta de límites aquí era de color escarlata. Era como la adaptación del mismo tema básico que hace un artista en un medio diferente y más carnal: las dos mitades de un mismo y morboso díptico.

El pecho de Sajaki estaba hinchado y se alzaba sobre la cama, como si aún estuviera pasando por él una fuerte corriente eléctrica. También estaba hueco: la sangre se reunía en un profundo cráter que se extendía desde el esternón hasta el abdomen, como si el terrible puño de acero le hubiera arrancado lo que faltaba… y quizá eso era lo que había ocurrido. Quizá, el hombre dormía cuando ocurrió. Para confirmar esta teoría examinó su rostro, lo poco de su expresión que pudo descifrar bajo aquel velo de sangre.

No. Era evidente que el Triunviro Sajaki había estado despierto.

Sintió la presencia de Pascale bastante cerca.

—No deberías olvidar que no es la primera vez que veo la muerte —dijo—. Vi cómo asesinaban a mi padre.

—Nunca has visto nada como esto.

—No —respondió—. Tienes razón. Nunca había visto nada similar.

El pecho de Sajaki explotó y algo salió despedido de él… algo que en un principio estaba tan bien escondido en aquella fontana de sangre que no supieron qué era hasta que aterrizó en el resbaladizo suelo carmesí y huyó precipitadamente, azotando a sus espaldas la cola. Instantes después, tres ratas más asomaron sus hocicos desde el torso de Sajaki y, olfateando el aire, contemplaron a Khouri y Pascale con sus ojos negros. Entonces, también ellas abandonaron el cráter de la caja torácica y, tras aterrizar en el suelo, siguieron los pasos de su compañera hasta que se desvanecieron en los recovecos más oscuros de la sala.

—Salgamos de aquí —dijo Khouri.

Mientras hablaba, el puño de dedos de acero se movió con tanta rapidez que la mujer sólo pudo gritar. Las garras se enredaron en su chaqueta, desgarrándola. Khouri intentó liberarse con todas sus fuerzas.

Lo consiguió, pero no antes de que el puño hubiera localizado el soporte de su pistola y se la hubiera arrancado brutalmente de las manos. Khouri cayó de espaldas contra el suelo, sintiendo que su chaqueta se empapaba de la sangre de Sajaki y sabiendo que parte del líquido vital más brillante que manchaba ahora al puño había salido de su propio cuerpo.

La máquina quirúrgica levantó el arma y la acunó para que la vieran, como si fuera un trofeo de caza recién adquirido. Entonces, uno de sus manipuladores más hábiles serpenteó hasta ella y empezó a examinar sus controles, acariciando la carcasa de cuero con misteriosa fascinación. Muy despacio, los manipuladores empezaron a moverla, hasta que el cañón apuntó a Khouri.

Pascale levantó su arma y destruyó el conjunto de la maquinaria. Trozos de metal ensangrentados y chamuscados cayeron sobre los restos de Sajaki. El rifle de plasma se abalanzó hacia el suelo, ennegrecido y humeante, mientras unas chispas azuladas danzaban sobre su destrozada carcasa.

Khouri se levantó, ignorando la mugre que la cubría.

Su destrozado rifle de plasma zumbaba con furia; las chispas danzaban con creciente fiereza.

—Va a estallar —dijo Khouri—. Tenemos que salir de aquí.

Se volvieron hacia la puerta y tardaron un segundo en averiguar qué les estaba bloqueando la salida. Debía de haber cientos de ellas, amontonadas sobre el limo de la nave y actuando de forma conjunta sin importarles perder la vida en el intento. Detrás había más ratas, cientos y miles de ellas, apilándose por todo el pasillo. Era un inmenso maremoto de roedores, desbordándose en la entrada de la clínica y preparado para abalanzarse sobre ellas en un tsunami voraz.

Khouri desenfundó el arma que le quedaba, la diminuta pistola de agujas que había escogido por su precisión. Empezó a disparar a la masa de ratas mientras Pascale las remojaba con el lanzarrayos, que tampoco estaba preparado para este tipo de ataque. Cada vez que disparaban, las ratas explotaban y ardían, pero siempre había más… y estaban empezado a abrirse paso hacia la clínica.

Un resplandor iluminó el pasillo, seguido por una serie de explosiones tan seguidas que estuvieron a punto de convertirse en un sólido rugido. El ruido y la luz se aproximaban. Las ratas volaban por los aires, propulsadas por las explosiones. El hedor a roedor asado resultaba abrumador; era peor que el olor que inundaba la clínica. Lentamente, la oleada de ratas empezó a disminuir y a dispersarse.

Volyova estaba de pie en el umbral. Su pistola eructaba humo y el cañón era del color de la lava. A sus espaldas, el arma de Khouri guardó un siniestro silencio.

—Ahora sería un buen momento para escapar —dijo Volyova.

Corrieron hacia ella, pisoteando a las ratas muertas y a aquellas que todavía buscaban refugio. Khouri sintió que algo la golpeaba en la columna. Era un viento muy caliente. Advirtió que perdía el contacto con el suelo y entonces, durante unos instantes, voló.

Treinta y dos

Aproximación a la Superficie de Cerberus, 2566

Esta vez la confusión fue más breve, pero el lugar en el que despertó era el más extraño que había visto en su vida.

—Descendemos hacia la cabeza de puente de Cerberus —informó el traje, con un tono monótono y carente de presunción, como si fuera un destino completamente normal.

Los gráficos se desplazaban por la ventana frontal del traje, pero como sus ojos eran incapaces de enfocar correctamente, Sylveste le pidió que enviara las imágenes a su cerebro. Así estaba mejor. Los falsos contornos de la superficie (ahora tan enormes que llenaban la mitad del cielo) estaban cubiertos de lilas y su sinuosa geología ficticia dotaba al planeta de pliegues similares a los de un cerebro. La iluminación natural era escasa (excepto por las balizas gemelas de color rojo oscuro de Hades y, mucho más allá, de Delta Pavonis), pero el traje compensaba la falta de luz desplazando fotones infrarrojos a su alrededor.

Algo asomó en el horizonte, centelleando en verde debido a los infrarrojos.

—La cabeza de puente —dijo Sylveste, sobre todo para oír una voz humana—. La veo.

Advirtió que era diminuta. Era como la punta de una astilla insignificante que estropeaba la piedra de una estatua de Dios. Cerberus medía dos mil kilómetros de diámetro; la cabeza de puente apenas cuatro de longitud, que en su mayor parte estaban enterrados bajo la corteza. En cierto sentido, la pequeñez del artefacto en relación al planeta era la mejor prueba del talento de Ilia. Puede que fuera pequeño, pero seguía siendo una espina clavada en Cerberus. Desde el lugar que ocupaba Sylveste era obvio que la corteza que rodeaba a la cabeza de puente estaba inflamada, forzada hasta más allá de su tolerancia innata. Alrededor del arma y durante varios kilómetros, la corteza había renunciado a cualquier pretensión de parecer real y había revertido a lo que Sylveste asumía que era su estado normal: una rejilla hexagonal cuyos bordes se difuminaban en la roca.

En unos minutos se encontraría sobre el extremo abierto del cono. A pesar de que seguía sumergido en el aire líquido del traje, Sylveste ya sentía que la fuerza de la gravedad tiraba de sus entrañas. Era débil, apenas una cuarta parte de la normal en la Tierra, pero una caída desde su ubicación actual sería fatal… con o sin la protección del traje.

Algo compartió su volumen de espacio inmediato. Sylveste pidió al traje que realzara la imagen y pudo ver un traje idéntico al suyo, centelleando contra la noche. Se encontraba ligeramente por encima de él, pero seguía la misma trayectoria, dirigiéndose a la entrada circular de la cabeza de puente. Sylveste tenía la impresión de que eran dos bocados de comida marina navegando a la deriva, a punto de ser absorbidos por el embudo de la cabeza de puente y digeridos en el núcleo de Cerberus.

Ya no hay vuelta atrás
, pensó.

Las tres mujeres se alejaron a todo correr por un pasillo alfombrado de ratas muertas y los restos ennegrecidos y rígidos de algo que antaño podrían haber sido ratas, aunque no invitaban a un análisis detallado. El trío se protegía con una gran arma, una pistola capaz de eliminar a cualquier criado que la nave enviara en su contra. Las pequeñas pistolas que llevaban encima podrían hacer el mismo trabajo, pero sólo si se usaban con habilidad y cierto nivel de suerte.

De vez en cuando, el suelo se movía bajo sus pies, de forma alarmante.

—¿Qué es eso? —preguntó Khouri, que cojeaba debido a las heridas que había sufrido durante la explosión de la clínica—. ¿Qué significa?

—Significa que Ladrón de Sol está experimentando —respondió Volyova, deteniéndose cada dos o tres palabras para recuperar el aliento. Sentía un gran dolor en el costado; era como si todas las heridas que había sufrido en la expedición a Resurgam se estuvieran abriendo de nuevo—. De momento se ha enfrentado a nosotras con los sistemas menos potentes, como los robots y las ratas, pero sabe que si logra conocer bien la unidad, si aprende a utilizarla dentro de sus márgenes de seguridad, podrá aplastarnos modificando la propulsión durante unos segundos. —Dio unas cuantas zancadas más, jadeando—. Así es como maté a Nagorny. Aunque Ladrón de Sol controla la nave, no la conoce tan bien como yo, así que está intentando ajustar la unidad lentamente, comprendiendo cómo funciona. Cuando lo consiga…

—¿Hay algún lugar en donde podamos estar seguras? —preguntó Pascale—. ¿Algún lugar al que no puedan llegar las máquinas ni las ratas?

—Sí, pero ninguno en el que la aceleración no pueda aplastarnos.

—¿Intentas decir que tenemos que salir de la nave?

Volyova se detuvo, comprobó el pasillo en el que se encontraban y decidió que era uno desde los que la nave no podía oír su conversación.

—Escuchad —dijo—. No os hagáis ilusiones. Si abandonamos la nave, dudo que encontremos jamás una forma de regresar. Sin embargo, tenemos la obligación de detener a Sylveste, si realmente existe alguna posibilidad de hacerlo… y aunque perdamos la vida en el proceso.

—¿Cómo podemos llegar hasta Dan? —preguntó Pascale. Era obvio que para ella seguía siendo importante detenerlo, llegar hasta él y disuadirlo de seguir adelante. Volyova decidió que era mejor no decirle nada de momento, aunque la verdad es que no era eso lo que tenía en mente.

—Creo que tu marido se llevó uno de los trajes pues, según mi brazalete, todas las lanzaderas siguen a bordo de la nave —explicó—. Además, él no habría sabido pilotarlas.

—A no ser que contara con la ayuda de Ladrón de Sol —dijo Khouri—. Escuchad, ¿no podríamos seguir moviéndonos? Sé que no tenemos ninguna dirección concreta en mente, pero me sentiría mucho mejor que estando aquí parada.

—Debe de haberse llevado un traje —dijo Pascale—. Eso sería muy de su estilo… pero no podría haberlo hecho solo.

—¿Es posible que haya aceptado la ayuda de Ladrón de Sol?

Ella sacudió la cabeza.

—Olvídalo. Ni siquiera creía que existiera. Si hubiera tenido alguna sospecha de que lo estaba manipulando, empujando hacia algo… No; no lo habría aceptado.

—Quizá no tuvo más opción —dijo Khouri—. Asumiendo que se llevara un traje, ¿tendríamos alguna forma de alcanzarlo?

—No antes de que llegara a Cerberus. —No había ninguna necesidad de engañarse. Volyova sabía lo rápidamente que se podía recorrer un millón de kilómetros en el espacio si uno era capaz de tolerar una aceleración constante de diez g.—. En nuestro caso, sería demasiado arriesgado utilizar los trajes, de modo que tendremos que ir hasta allí en una de las lanzaderas. Será mucho más lento, pero habrá menos posibilidades de que Ladrón de Sol logre infiltrarse en la matriz de control.

—¿Por qué?

—Por claustrofobia. Las lanzaderas están unos tres siglos menos avanzadas que los trajes.

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