Ensayo sobre la lucidez (11 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la lucidez
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Así terminó la larga y chispeante conversación entre el ministro del interior y el alcalde, después de que hubieran expresado, uno y otro, puntos de vista, argumentos y opiniones que, con toda probabilidad, habrán desorientado al lector, que ya dudaba de que los interlocutores pertenecieran de hecho, como antes pensaba, al partido de la derecha, ese mismo que, como poder, va practicando una sucia política de represión, ya sea en el plano colectivo, sometida la capital al vejamen de un estado de sitio ordenado por el propio gobierno del país, como en el plano individual, duros interrogatorios, detectores de mentiras, amenazas y, quién sabe, torturas de las peores, aunque la verdad manda decir que, si las hubo, no somos testigos, no estábamos presentes, lo que, bien mirado, no significa mucho, porque tampoco estuvimos presentes en la travesía del mar rojo a pie seco, y toda la gente jura que sucedió. En lo que al ministro del interior se refiere, ya se habrá notado que en la coraza de guerrero indómito que, en sorda competición con el ministro de defensa, se fuerza por exhibir, hay como una falla sutil, o, hablando popularmente, una raja por donde cabe un dedo. De no ser así no habríamos tenido que asistir a los sucesivos fracasos de sus planes, a la rapidez y facilidad con que el filo de su espada se mella, como en este diálogo se acaba de confirmar, pues, habiendo sido las entradas de león, las salidas fueron de cordero, por no decir algo peor, véase por ejemplo la falta de respeto demostrada al afirmar taxativamente que dios es sordo de nacimiento. En cuanto al alcalde, nos alegra verificar, usando las palabras del ministro del interior, que ha visto la luz, no la que el dicho ministro quiere que los votantes de la capital vean, sino la que los dichos votantes en blanco esperan que alguien comience a ver. Lo más natural del mundo, en estos tiempos en que a ciegas vamos tropezando, es que nos topemos al volver la esquina más próxima con hombres y mujeres en la madurez de la existencia y de la prosperidad que, habiendo sido a los dieciocho años, no sólo las risueñas primaveras de costumbre, sino también, y tal vez sobre todo, briosos revolucionarios decididos a arrasar el sistema del país y poner en su lugar el paraíso, por fin, de la fraternidad, se encuentran ahora, con firmeza por lo menos idéntica, apoltronados en convicciones y prácticas que, después de haber pasado, para calentar y flexibilizar los músculos, por alguna de las muchas versiones del conservadurismo moderado, acaban desembocando en el más desbocado y reaccionario egoísmo. Con palabras no tan ceremoniosas, estos hombres y estas mujeres, delante del espejo de su vida, escupen todos los días en la cara del que fueron el gargajo de lo que son. Que un político del partido de la derecha, hombre entre los cuarenta y los cincuenta años, tras haber pasado toda su vida bajo la sombrilla de una tradición refrescada por el aire acondicionado de la bolsa de valores y amparada por la brisa vaporosa de los mercados, haya tenido la revelación, o la simple evidencia, del significado profundo de la mansa insurgencia de la ciudad que está encargado de administrar, es algo digno de registro y merecedor de todos los agradecimientos, tan poco habituados estamos a fenómenos de esta singularidad.

No habrá pasado sin reparo, por parte de lectores y oyentes especialmente exigentes, la escasa atención, escasa por no decir nula, que el narrador de esta fábula está dando a los ambientes en que la acción descrita, por otro lado bastante lenta, transcurre. Excepto el primer capítulo, donde es posible observar unas cuantas pinceladas distribuidas adrede sobre el colegio electoral, y aun así limitadas a puertas, ventanas y mesas, y también si exceptuamos la presencia del polígrafo o máquina de atrapar mentirosos, el resto, que no ha sido poco, ha pasado como si los figurantes del relato habitasen un mundo inmaterial, ajenos a la comodidad o a la incomodidad de los lugares donde se encuentran, y únicamente ocupados en hablar. La sala donde el gobierno del país, más de una vez, accidentalmente con asistencia y participación del jefe de estado, se ha reunido para debatir la situación y tomar las medidas necesarias para la pacificación de los ánimos y la tranquilidad de las calles, tiene sin duda una mesa grande alrededor de la cual se sientan los ministros en cómodos sillones de piel, y sobre ella es imposible que no haya botellas de agua mineral con sus correspondientes vasos, rotuladores de varios colores, marcadores, informes, volúmenes de derecho, blocs de notas, micrófonos, teléfonos, la parafernalia de costumbre en lugares de este calibre. Habría lámparas en el techo y apliques en las paredes, habría puertas forradas y ventanas con cortinajes, habría alfombras en el suelo, habría cuadros en las paredes y algún tapiz antiguo o moderno, infaliblemente el retrato del jefe del estado, el busto de la república, la bandera de la patria. De nada de esto se ha hablado, de nada de esto se hablará en el futuro. Incluso ahora, en el más modesto aunque si bien amplio despacho del alcalde, con balconada a la plaza y una gran vista aérea de la ciudad en la pared mayor, tendríamos para llenar de sustanciales descripciones una o dos páginas, aprovechando al mismo tiempo la pausa para respirar hondo antes de enfrentarnos a los desastres que nos esperan. Mucho más importante nos parece observar las arrugas de aprensión que se dibujan en la frente del alcalde, tal vez piense que ha hablado demasiado, que le ha debido de dar al ministro del interior la impresión, si no la certidumbre, de haberse pasado a las huestes del enemigo y que, con esta imprudencia, habrá comprometido, quizá sin remedio, su carrera política, dentro y fuera del partido. La otra posibilidad, tan remota como inimaginable, sería la de que sus razones hubiesen empujado hacia la buena dirección al ministro del interior y le hicieran reconsiderar de arriba a abajo las estrategias y las tácticas con que e1 gobierno piensa acabar con la sedición. Lo vemos mover la cabeza, señal segura de que, después de haber examinado rápidamente tal posibilidad, la abandona por estúpidamente ingenua y peligrosamente irreal. Luego, se levantó del sillón donde había permanecido sentado tras la conversación con el ministro y se aproximó a la ventana. No la abrió, se limitó a descorrer un poco la cortina y miró afuera. La plaza tenía el aspecto habitual, gente que pasaba, tres personas sentadas en un banco a la sombra de un árbol, las terrazas de los cafés con sus clientes, las vendedoras de flores, una mujer seguida, por un perro, los quioscos de prensa, autobuses, automóviles, lo mismo de siempre. Voy a salir, decidió. Regresó a la mesa y llamó al jefe de su gabinete, Necesito dar una vuelta, le dijo, comuníqueselo a los concejales que estén en el edificio, pero, sólo en el caso de que pregunten por mí, en cuanto al resto, queda en sus manos, Le diré a su conductor que traiga el coche a la puerta, Hágame ese, favor, pero avísele de que no voy a necesitarlo, yo mismo conduciré, Volverá hoy al ayuntamiento, Espero que sí, le avisaré si decido lo contrario, Muy bien, Cómo está la ciudad, Nada importante que reseñar, no han llegado al ayuntamiento noticias peores que las de costumbre, accidentes de tráfico, algún que otro embotellamiento, un pequeño incendio sin consecuencias, un asalto frustrado a una entidad bancaria, Cómo se las han arreglado, ahora que no hay policía, El asaltante era un pobre diablo, un aficionado, y la pistola, aunque era auténtica, estaba descargada, Dónde lo han llevado, Las personas que le quitaron el arma lo entregaron en un cuartel de bomberos, Para qué, si ahí no hay instalaciones para mantener retenido a nadie, En algún sitio lo tenían que dejar, Y qué ha sucedido después, Me han contado que los bomberos se pasaron una hora dándole buenos consejos y luego lo pusieron en libertad, No podían hacer otra cosa, No, señor alcalde, realmente no podían hacer otra cosa, Dígale a mi secretaria que me avise cuando el coche esté en la puerta, Sí señor. El alcalde se recostó en el sillón, a la espera, otra vez tiene marcadas las arrugas de la frente. Al contrario de lo predicho por los agoreros, no se había perpetrado durante estos días ni más robos, ni más violaciones, ni más asesinatos que antes. Parece que la policía, a fin de cuentas, no era necesaria para la seguridad de la ciudad, que la propia población, espontáneamente o de forma más o menos organizada, ha decidido encargarse de las tareas de vigilancia. Este caso de la sucursal bancaria, por ejemplo. El caso de la sucursal bancaria, pensó, no significa nada, el hombre estaría nervioso, poco seguro de sí, era un novato, y los empleados del banco comprendieron que de allí no vendría gran peligro pero mañana podrá no ser así, qué estoy diciendo mañana, hoy, ahora mismo, durante estos últimos días ha habido crímenes en la ciudad que obviamente quedarán sin castigo, si no tenemos policía, si los delincuentes no son detenidos, si no hay investigación ni proceso, si los jueces se van a casa y los tribunales no funcionan, es inevitable que la delincuencia aumente, parece que todo el mundo cuenta con que el ayuntamiento se encargue de la vigilancia de la ciudad, nos lo piden, nos lo exigen, dicen que sin seguridad no habrá tranquilidad, y yo me pregunto cómo, pedir voluntarios, crear milicias urbanas, no me digan que vamos a salir a la calle convertidos en gendarmes de opereta, con uniformes alquilados en las guardarropías de los teatros, y las armas, dónde están las armas, y saber usarlas, y no es sólo saber, es ser capaz de usarlas, tomar una pistola y disparar, quién me ve a mí, y a los concejales, y a los funcionarios municipales persiguiendo por los tejados al asesino de medianoche y al violador de los martes, o en los salones de la alta sociedad al ladrón del guante blanco. El teléfono sonó, era la secretaria, Señor alcalde, su coche le espera, Gracias, dijo, salgo en seguida, no sé si volveré hoy, si surge algún problema, llámeme al teléfono móvil, Que todo le vaya bien, señor alcalde, Por qué me dice eso, En los tiempos que corren, es lo mínimo que deberíamos desearnos unos a otros, Puedo hacerle una pregunta, Claro que sí, siempre que tenga respuesta, Si no quiere no responda, Estoy esperando la pregunta, A quién ha votado, A nadie, señor alcalde, Quiere decir que se abstuvo, Quiero decir que voté en blanco, En blanco, Sí señor alcalde, en blanco, Y me lo dice así sin más ni menos, También me lo ha preguntado sin más ni menos, Y eso parece que le ha dado la confianza suficiente para responder, Más o menos, señor alcalde, sólo más o menos, Creo entender que también ha pensado que podía ser un riesgo, Tenía esperanza de que no lo fuese, Como ve, tenía razón en confiar, Quiere decir que no seré invitada a presentar mi dimisión, Descanse, duerma en paz, Sería mucho mejor que no necesitáramos del sueño para estar en paz, señor alcalde, Muy bien dicho, Cualquiera lo diría, señor alcalde, no ganaré el premio de la academia con esta frase, Entonces ya sabe, tendrá que contentarse con mi aplauso, Me doy por más que recompensada, Quedemos así, si ocurre algo, me llama al teléfono móvil, Sí señor, Hasta mañana, si no es hasta luego, Hasta luego, hasta mañana, respondió la secretaria.

El alcalde ordenó sumariamente los documentos esparcidos sobre la mesa de trabajo, la mayoría parecían de otro país y de otro siglo, no de esta capital en estado de sitio, abandonada por su propio gobierno y cercada por su propio ejército. Si los rompiera, si los quemase, si los tirase al cesto de los papeles, nadie le exigiría cuentas sobre lo que había hecho, las personas ahora tienen cosas más importantes en que pensar, la ciudad, mirándolo bien, ya no forma parte del mundo conocido, se ha convertido en una olla llena de comida podrida y de gusanos, en una isla empujada hacia un mar que no es el suyo, un lugar donde se ha declarado un foco de infección peligrosa y que, por precaución, es colocado en régimen de cuarentena, a la espera de que la peste pierda virulencia o, por no tener a nadie más a quien matar, acabe devorándose a sí misma. Le pidió al ordenanza que le trajese la gabardina, tomó la cartera de los asuntos que tenía que repasar en casa y bajó. El conductor, que le estaba aguardando, abrió la puerta del coche, Me han dicho que no me necesita, señor alcalde, Así es, se puede ir a casa, Entonces, hasta mañana, señor alcalde, Hasta mañana. Es interesante cómo nos pasamos todos los días de la vida despidiéndonos, diciendo y oyendo decir hasta mañana, y, fatalmente, en uno de esos días, el que fue último para alguien, o no está aquel a quien se lo dijimos, o ya no estamos nosotros que lo habíamos dicho. Veremos si en este hasta mañana de hoy, al que también solemos llamar día siguiente, encontrándose el alcalde y su conductor particular una vez más, serán capaces ellos de comprender hasta qué punto es extraordinario, hasta qué punto fue casi un milagro haber dicho hasta mañana y ver que se cumplió como certeza lo que no había sido nada más que una problemática posibilidad. El alcalde entró en el coche. Iba a dar una vuelta por la ciudad, ver a la gente que pasaba, sin prisa, aparcando de vez en cuando y saliendo para andar un poco, mientras escuchaba lo que se decía, en fin, tomar el pulso de la ciudad, midiendo la fuerza de la fiebre que se estaba incubando. De lecturas antiguas recordaba que un cierto rey de oriente, no estaba seguro de si era rey o emperador, lo más probable es que se tratara de un califa de la época, salía de su palacio disfrazado alguna que otra vez para mezclarse con el pueblo llano, con la gente menuda, y oír lo que de él se decía en el franco parlatorio de las calles y de las plazas. Tal vez no tan franco porque en aquella época, como siempre, no debían de faltar espías que tomaran nota de las apreciaciones, de las quejas, de las críticas y de algún embrionario plan de conspiración. Es regla invariable del poder que resulta mejor cortar las cabezas antes de que comiencen a pensar, ya que después puede ser demasiado tarde. El alcalde no es el rey de esta ciudad cercada, y en cuanto al visir del interior, ése se exilio al otro lado de la frontera, a esta hora, probablemente, estará en conferencia de trabajo con sus colaboradores, iremos sabiendo cuáles y para qué. Por eso este alcalde no necesita disfrazarse con barba y bigote, la cara que lleva puesta en el sitio de la cara es la suya de siempre, quizá un poco más preocupada que de costumbre, como se puede notar por las arrugas de la frente. Hay personas que lo reconocen, pero son pocas las que lo saludan. No se crea, sin embargo, que los indiferentes o los hostiles son sólo aquellos que, en principio, votaron en blanco, y por consiguiente verían en él un adversario, también hay votantes de su propio partido y del partido del medio que lo miran con manifiesta sospecha, por no decir con declarada antipatía, Qué está haciendo aquí éste, pensarán, por qué se mezcla con el populacho de los blanqueros, cuando debería estar en su trabajo mereciéndose lo que le pagan, a lo mejor, como ahora la mayoría es otra, está cazando votos, pues si es así, va de cráneo, que elecciones no va a haber tan pronto, si yo fuese gobierno disolvía este ayuntamiento y nombraba una comisión administrativa decente, de absoluta confianza política. Antes de proseguir este relato, conviene explicar que el empleo de la palabra blanquero, pocas líneas antes, no fue ocasional o fortuito ni producto de un error con el teclado del ordenado y ni mucho menos se trata de un neologismo inventado a toda prisa por el narrador para cubrir una falta. El término existe, existe de verdad, se encuentra en cualquier diccionario, el problema, si problema es, radica en el hecho de que las personas están convencidas de que conocen el significado de la palabra blanco y de sus derivados, y por tanto no pierden tiempo acudiendo a cerciorarse a la fuente, o padecen del síndrome de intelecto perezoso y se quedan ahí, no van más allá, hacia el hermoso encuentro. No se sabe quién fue en la ciudad el curioso investigador o el casual descubridor, lo cierto es que la palabra se extendió rápidamente y en seguida con el sentido peyorativo que la simple lectura parece provocar. Aunque no nos hubiésemos referido antes al hecho, deplorable en todos sus aspectos, los propios medios de comunicación social, en particular la televisión estatal, ya están usando la palabra como si se tratase de una obscenidad de las peores. Cuando aparece escrita y sólo la vemos no nos damos tanta cuenta, pero si la oímos pronunciar, con ese fruncir de boca y ese retintín de desprecio, es necesario estar dotado de la armadura moral de un caballero de la tabla redonda para no echar a correr, escapulario al cuello y túnica de penitente, dándonos golpes de pecho y renegando de todos los viejos principios y preceptos, Blanquero fui, blanquero no seré, que me perdone la patria, que me perdone el rey. El alcalde, que nada tiene que perdonar, puesto que ni es rey ni lo será, ni siquiera candidato en las próximas elecciones, ha dejado de observar a los transeúntes, ahora busca indicios de indolencia, de abandono, de deterioro, y, por lo menos a primera vista, no los encuentra. Las tiendas y los grandes almacenes están abiertos, aunque no parece que estén haciendo demasiado negocio, los coches circulan sin más impedimentos que algún que otro embotellamiento de poca monta, ante la puerta de los bancos no hay filas de clientes inquietos, de esas que siempre se forman cuando hay crisis, todo parece normal, ni un solo robo por el método del tirón, ni una sola pelea con tiros y navajas, nada que no sea esta tarde luminosa, ni fría ni cálida, una tarde que parece haber venido al mundo para satisfacer todos los deseos y calmar todas las ansiedades. Pero no la preocupación o, siendo más literarios, el desasosiego interior del alcalde. Lo que él siente, y tal vez, entre todas estas personas que pasan, sea el único en sentirlo, es una especie de amenaza flotando en el aire, esa que los temperamentos sensibles intuyen cuando la masa de nubes que tapa el cielo se encrespa esperando el trueno que la rompa, cuando una puerta chirría en la oscuridad y una corriente de aire frío nos golpea el rostro, cuando un presagio maligno abre las puertas de la desesperación, cuando una carcajada diabólica nos desgarra el delicado velo del alma. Nada en concreto, nada sobre lo que se pueda hablar con objetividad y conocimiento de causa, pero lo cierto es que el alcalde tiene que hacer un esfuerzo enorme para no parar a la primera persona con la que se cruza y decirle, Tenga cuidado, no me pregunte cuidado por qué, cuidado con qué, sólo le pido que tenga cuidado, presiento que algo malo está a punto de suceder, Si usted, que es alcalde, que tiene responsabilidades, no lo sabe, cómo puedo saberlo yo, le preguntaría, No importa, sólo le pido que tenga cuidado, Es alguna epidemia, No creo, Un terremoto, No nos encontramos en una región sísmica, aquí nunca ha habido terremotos, Una inundación, una riada, Hace muchos años que nuestro río no alcanza sus márgenes, Entonces, No sé qué contestarle, Me va a perdonar la pregunta que le voy a hacer, Ya está disculpado incluso antes de haberla hecho, Por casualidad usted, y lo digo sin ánimo de ofender, no habrá tomado una copa de más, como debe de saber la última es siempre la peor, Sólo bebo en las comidas, y siempre con moderación, no soy un alcohólico, Siendo así, no entiendo, Cuando suceda, lo entenderá, Cuando suceda, el qué, Lo que está a punto de suceder, Perplejo, el interlocutor miró a su alrededor, Si está buscando a un policía para que me detenga, dijo el alcalde, no se esfuerce, se han ido todos, No buscaba a un policía, mintió el otro, había quedado aquí con un amigo, sí, allí está, entonces hasta otro día, señor alcalde, que le vaya bien, yo, francamente, si estuviese en su lugar, me iba a casa ahora mismo, durmiendo se olvida todo, Nunca me acuesto a esta hora, Para acostarse todas las horas son buenas, le diría mi gato, Puedo hacerle también una pregunta, Faltaría más, señor alcalde, con toda libertad, Votó en blanco, Está haciendo un sondeo, No, es sólo una curiosidad, pero si no quiere, no me responda, El hombre dudó un segundo, después, serio, respondió, Sí señor, voté en blanco, que yo sepa no está prohibido, Prohibido no está, pero vea el resultado, El hombre parecía haberse olvidado del amigo imaginario, Señor alcalde, yo, personalmente, no tengo nada contra usted, hasta soy capaz de reconocer que ha hecho un buen trabajo en el ayuntamiento, pero la culpa de eso que llama resultado no es mía, yo voté como me apeteció, dentro de la ley, ahora ustedes tendrán que arreglárselas, si piensan que la patata quema, soplen, No se altere, yo sólo pretendía avisarlo, Todavía estoy queriendo saber de qué, Incluso queriendo, no podría explicárselo, Pues entonces he estado perdiendo el tiempo, Perdone, su amigo lo está esperando, No tengo ningún amigo esperando, sólo quería irme, Entonces le agradezco que se haya quedado un poco más, Señor alcalde, Diga, diga, sin formalidades, Si soy capaz de entender algo de lo que pasa en la cabeza de las personas. lo que usted tiene es un remordimiento de conciencia, Remordimiento por lo que no he hecho, Hay quien dice que ése es el peor de todos, el remordimiento de haber permitido que se hiciera, Tal vez tenga razón, voy a pensarlo, de cualquier manera, tenga cuidado, Lo tendré, señor alcalde, y le agradezco el aviso, Aunque siga sin saber de qué, Hay personas que nos merecen confianza, Es la segunda persona que me lo dice hoy, En ese caso, puede decirse que ya ha ganado el día, Gracias, Hasta la vista, señor alcalde, Hasta la vista.

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