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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (58 page)

BOOK: En alas de la seducción
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En la cosmogonía tehuelche, el hombre vive signado por el Espíritu del Bien que le ayuda en los combates contra el Espíritu del Mal, que le es adverso. Newen sabía también que ese genio benigno era ineficaz contra la maldad a veces. En su fuero interno, sentía que la oscuridad acechante era temible y por eso el Buen Espíritu no había podido salvarlo. Había que celebrar crueles sacrificios para apaciguar al Mal y, en el fondo de su ser, él sabía que no lo merecía, pues era culpable de tomar una vida. Ahora el
Tayta
le presentaba un sueño cargado de símbolos inexplicables y él no era capaz de entenderlos.

—No sé quién sea, pero cuando el corazón está dormido, se vislumbra lo que ha de suceder —aseveró el
Tayta Ullpu.

—¿Qué le dijo Orkeke?

Tayta se encogió de hombros.

—Nada. Sólo señalaba hacia un lugar. ¿Sabes cuál?

Newen negó en silencio.

—Hacia el sur, allí donde tú vives. ¿Puede haber alguien allá que te deba algo, Newenkir?

* * *

Cordelia no podía dormir. Las emociones del día la habían agotado, pero el sueño le era esquivo. Una y otra vez se le representaba la mirada honda y tierna de "su" Newen cuando ella declaró estar enamorada. Jamás, desde que lo conocía, le había visto esa mirada. ¿En qué momento, Dios bendito, el hombre se había rendido? ¡Si ella no se había dado cuenta hasta esa noche, cuando el abuelo desnudó ante todos los sentimientos de ambos!

Querido abuelo, tan astuto siempre. Con razón la abuela Colette lo adoraba. Ella debía conocerle esa veta romántica, la que ninguno de ellos había entrevisto. Hasta la tía Jose estaba admirada.

Cordelia se arrebujó en su colcha de cretona floreada. La ventana de su cuarto miraba hacia el mar y la noche se había vuelto fría. Los postigos abiertos dejaban entrar el aire húmedo con olor a sal, y la luna dibujaba arabescos plateados sobre las negras aguas.

De repente, Cordelia se sintió demasiado ansiosa como para conciliar el sueño. Se levantó de un salto y decidió ponerse la bata y bajar a prepararse un chocolate. Abrió de un tirón la puerta de su vestidor y revolvió entre las perchas, buscando su vieja bata de toalla, la que solía usar para salir del mar durante el día. En la oscuridad del cuarto, no veía lo que tocaba, de modo que maldijo en voz baja cuando escuchó que algo caía rodando sobre el piso, muy cerca de sus pies descalzos.

La figura de madera. La estatuilla que ella había canjeado por un mechón de sus cabellos en la feria de artesanos. La había ocultado entre sus pertenencias porque no soportaba la idea de alejarse de allí sin llevar un recuerdo de aquella vida tan diferente y, sobre todo, de aquel hombre enigmático capaz de fulminar con la mirada y de tallar bellas imágenes a la vez. Ahora la figura no tenía el mismo sentido para ella, sabiendo que era la dueña del corazón de Newen.

Se acercó a la ventana y observó la imagen: una mujer esbelta, de largo cabello, que contemplaba la lejanía haciéndose sombra con la mano; el otro brazo estaba oculto tras la espalda, con el puño cerrado. Cordelia frunció el ceño. No le gustaba mucho aquella talla en particular. Esta figura le resultaba caprichosa, parecía que el puño escondido aguardaba un momento apropiado para mostrar algo desagradable. Qué pena. Newen había tallado tantas otras...

Cordelia se puso la bata celeste y, descalza como estaba, se dirigió sigilosa a la cocina, donde la tía Jose siempre dejaba encendida la lámpara de querosene a manera de faro en la oscuridad. Apoyó la estatuilla sobre la mesa y se alzó en puntillas para alcanzar la lata donde guardaban el cacao. Canturreando, preparó el chocolate y lo sirvió en un jarro de cerámica con barquitos pintados. Se disponía a disfrutar del delicioso brebaje cuando un olor extraño la distrajo, al tiempo que le alarmó notar un humo espeso a sus espaldas.

—¡No! —exclamó horrorizada, al descubrir que la lámpara había calentado un extremo de la estatuilla y ésta se estaba retorciendo bajo un fuego anaranjado que distorsionaba los rasgos de la imagen y despedía un tufo espantoso. Debía estar recubierta de barniz, a juzgar por el humo acre que inundó la cocinita. Cordelia atinó a echar el chocolate sobre el trozo de madera chamuscada, que siseó de manera horrible.

Sobre el mantel de cuadros, en medio del estropicio, la figura había perdido los rasgos y el brazo del puño. Se veía como una muñeca sin gracia, deformada y con una fea mueca que a Cordelia le causó impresión.

Movida por el instinto, arrojó la talla al bote de basura y huyó a su cuarto.

Capítulo XXXIV

Medina tuvo la segunda sorpresa del día al encontrar a Newen Cayuki esperándolo en la oficina de Parques, con un vaso de café en la mano y la expresión más inescrutable que nunca.

La primera se la había dado un agente policial al pasarle el dato que estaba buscando desde hacía días.

—Cayuki. No te sabía de vuelta.

Newen apuró el café y arrojó el vasito al cesto, después de triturarlo entre sus dedos con furia contenida.

—Recién llegué —aclaró—. ¿Tengo el puesto todavía?

Medina suspiró, resignado. Algunas cosas nunca cambiaban. Se quitó el sombrero con parsimonia y se sirvió café también. Si Cayuki estaba de malhumor, iba a necesitar paciencia y la mente despejada.

—Tu puesto te está esperando, tal como te dije antes de que te fueras. Lo que no sé es por qué regresaste antes de lo previsto. Tenía entendido que...

—Las cosas cambiaron.

La pausa no incitó a Newen a explayarse más, de modo que el comisario de Parques optó por el camino sinuoso.

—¿Para bien o para mal?

Sin que Cayuki lo percibiera, Medina estaba observándolo atentamente. Había algo nuevo en su ayudante, un gesto hierático que acentuaba sus rasgos de por sí marcados. Medina sorbió su café y continuó indagando a su manera, campechana pero firme:

—Por aquí todo estuvo tranquilo. Hubo algunas novedades, pero si traes otras que valga la pena comentar, hazlo. Por ahora, no tenemos molestos turistas golpeando la puerta. A lo mejor, si me dices algo que me agrade, puedo darte yo también noticias frescas.

Newen se erizó. Cualquier noticia podría alzarse en su contra. La menor alteración de la rutina podía sorprenderlo y eso no tenía que suceder en ese momento, cuando estaba a punto de cometer la mayor locura de su vida. Apretó los dientes hasta sentir que crujían, en su desesperación por resolver su íntimo conflicto: era un asesino y acababa de prometer matrimonio a una joven de buena familia que, al igual que todos, ignoraba su pasado abyecto. No podía echarse atrás después de saber embarazada a Cordelia. Y lo peor de todo, no quería hacerlo. En consonancia con su naturaleza malvada, era capaz de hundirse y arrastrar con él a la madre de su hijo. Porque algún día, él lo presentía, la verdad saldría a relucir, y el castigo con que amenazaban continuamente los dioses se haría carne en él.

—Cayuki.

Newen se sobresaltó al escuchar la plácida voz de Medina.

—Estoy aguardando tu reporte.

El puelche enderezó los hombros y se aprestó a lanzarse hacia el abismo. Una vez dicho, quedaría a merced de su jefe. Si quería separarlo del puesto de ayudante, estaba en su derecho. Empezó por lo más fácil.

—Voy a casarme.

Medina, un hombre templado que creía poder recibir cualquier noticia sin mover una ceja, dejó entrever tal gesto de sorpresa que pareció un joven debutante ante su primer desafío sexual.

—¿Casarte?

—Con la señorita Cordelia.

—Ah, bueno. Ahora entiendo —y Medina lo miró, especulativo.

Newen sintió que se le calentaban las orejas. ¡Qué zonzo! ¿Habría cantado a las claras que Cordelia se casaba con él porque esperaba un hijo?

—Me hubiera casado de todas formas —agregó.

El comisario de Parques, que se disponía a felicitarlo, frunció el ceño al escuchar semejante declaración.

—Pues claro. La señorita Cordelia no es un bocado corriente, si me permites la impertinencia. Dejarlo pasar hubiera sido muy poco sensato, Cayuki. Enhorabuena —agregó, extendiendo su mano hacia Newen.

Éste se la dejó estrechar, todavía aturdido, y abrió la boca para decir algo más, cuando la puerta crujió y entró Lemos, frotándose las manos. Su gesto animoso se trocó en mueca al ver a Newen Cayuki de pie en la oficina. Pero Medina salió al cruce de cualquier enfrentamiento.

—Aquí Cayuki me trae la buena nueva de que él y la señorita Ducroix van a casarse dentro de poco.

Por lo menos, Newen tuvo una pequeña satisfacción en esa mañana difícil, comprobar el efecto que la noticia de su casamiento producía en el ayudante del comisario. El joven se paralizó, se ruborizó y empalideció sucesivamente, para después sentarse rígido en su silla, tal vez porque sus piernas ya no lo sostenían.

—Hoy es día de grandes novedades —prosiguió Medina—. Porque también nosotros tenemos algo para decir, ¿no es cierto, Lemos?

El muchacho asintió y dio la espalda a ambos hombres para ocultar su conmoción a los ojos del indio. Que semejante bestia se casara ya era sorprendente, pero que lo hiciera con la hermosa Cordelia Ducroix, sólo podía ser tomado como un insulto. Buscó algo para hacer entre los papeles de su escritorio, a fin de dejar en claro que el tema no era de su interés.

—Si ya dijiste todo lo que tenías para decir, Cayuki, ahora me toca a mí sorprenderte.

De nuevo Newen se tensó, esperando lo peor. Medina no reparó en ello y se apoltronó en su silla para crear un mayor efecto.

—En tu ausencia estuve haciendo ciertas averiguaciones —el comisario de Parques no vio la mueca sarcástica que dibujó la boca de Newen— y descubrí algo muy interesante. Pero siéntate, hombre. Me imagino que no querrás perderte detalle de esto.

Hizo falta un tremendo control de parte del puelche para sentarse frente a su jefe como si nada pasara, cuando por dentro las entrañas se le retorcían de angustia al ver cómo su único sueño de felicidad se iba a hacer trizas. Newen apoyó ambas manos sobre los muslos para evitar que temblaran y clavó su mirada en la de Medina, esperando que aquella tortura fuese rápida y brutal. No deseaba la agonía de saberse juzgado antes de ser condenado.

—El caso es —prosiguió tranquilamente Medina— que los informes policiales que solicité después del secuestro de la que va a ser tu esposa —aquí el comisario le dirigió una sonrisa intencionada— nos dijeron algo insólito. Y debo decir que el que me trajo la noticia fue el menos esperado.

A esas alturas, Newen hubiese aporreado la cabeza de Medina hasta hacerle soltar todo de una vez. No resistía tanta tensión en sus músculos agarrotados. El comisario no parecía notar nada, mientras continuaba con voz cansina:

—¿Recuerdas que iba a vigilar a Mario Necul?

Newen asintió, casi exánime.

—Bueno, pues el hombre resultó ser de gran ayuda. Quizá ni él mismo sepa cuánto.

Hubo un revoltijo de papeles en el escritorio de Lemos, al que Medina no prestó atención.

—El informe policial decía que los secuestradores eran dos tipos forasteros en la región. Unos don nadie, matones a sueldo, seguramente. Fueron ellos los que capturaron a la señorita Ducroix y la llevaron a la cueva del desierto blanco. Hasta ahí, nada sorprendente, siempre y cuando se esperara un pedido de rescate o algo así. Lemos, ¿tienes un cigarro de esos que reservamos para las grandes ocasiones?

Newen no daba crédito a lo que oía. ¿Acaso iban a fumar para festejar su hundimiento? No habría creído a Medina capaz de tanta sangre fría. En su fuero íntimo, le dolió comprobar una vez más que, en definitiva, los indios nunca tenían el apoyo total de sus semejantes. Vio casi en trance cómo el ayudante del comisario se levantaba de su silla para alcanzar de mala gana una cajita de cigarros a su jefe. Medina levantó la tapa de madera y aspiró con fruición el aroma. Después, se la extendió a Newen.

—Toma uno. Sé que armas tus propios cigarrillos, pero sé también que aprecias un buen cigarro en momentos especiales. Infidencias de un viejo amigo —añadió, guiñándole un ojo.

Movido por un deseo perverso de no ceder un ápice de orgullo, en memoria de tantos y tantos puelche sacrificados antes que él, Newen Cayuki tomó de la cajita un cigarro que prometía ser el placer final del condenado. Aguardó, con hielo en las venas, a que Medina encendiera el suyo y luego le pasara la mecha. El humo, voluptuoso, invadió en espirales el pequeño recinto. A través de él, Newen percibió la expresión astuta de Medina, que lo calibraba certeramente.

—En todo este asunto había algo que no me cuadraba —continuó—. ¿Por qué dos hombres desconocidos se aventurarían en una región protegida para cometer un delito tan grave, sin tener expectativas reales de triunfo? Es casi un suicidio. De hecho, ambos están entre rejas ahora.

El comisario soltó una bocanada y observó morosamente las circunvalaciones del humo. Newen sentía la garganta reseca y el corazón apretado en un puño.

—La respuesta me la dio el propio Necul, sin saber qué favor nos hacía, creo yo. Esos dos estaban pagados por alguien mucho más importante, alguien de quien nadie sospecharía, y que, al parecer, te la tenía jurada, Cayuki.

Newen escuchó el sonido lejano de una interjección en boca de Lemos como si se tratara de algo ajeno a su realidad, como si él fuera el espectador de su propia escena. Ya no temblaba ni temía nada. El fatalismo de los de su raza lo envolvió y comprendió que la hora había llegado. Su vida, por la vida que él había tomado tiempo atrás. No cabía rebelarse, era lo justo.

Lo que no parecía justo era dejar a Cordelia sola, abandonada con un hijo en su vientre y deshonrada por las acciones del padre de su criatura. ¿Cómo compensarían eso los dioses?

La voz de Medina volvió a penetrar su cerebro anestesiado:

—Una mujer. Nada menos que la nueva estanciera de la zona, la esposa de Ignacio Zavaleta. Ella pagó los servicios de los matones. Claro que la idea era secuestrarte a ti, no a Cordelia Ducroix. Pero el tiro le salió por la culata, porque los tipos decidieron actuar por su cuenta y hacerte salir de la madriguera capturando a la que creyeron tu novia. Y ahora que lo pienso, fueron astutos, ya que de eso se trataba, ¿no? —sonrió Medina.

"¿Una mujer?" Newen salió del trance con rapidez. ¿Quién podía ser? Las posibilidades se agolparon en su mente: la madre de la muchacha aquella, o su hermana...

—Yo no lo hubiese creído, Cayuki, pero provocas reacciones muy extremas en las mujeres, al parecer: te odian o te aman, ¿no es así? Por fortuna, la señorita Ducroix optó por lo último. Trae para acá el acta de la declaración, Lemos. Quiero asegurarme de que digo el nombre correcto.

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