Read En alas de la seducción Online

Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (57 page)

BOOK: En alas de la seducción
3.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Basta!

La voz atronadora del abuelo hizo temblar los caireles de la araña y hasta Newen se sobresaltó, a pesar de encontrarse firmemente plantado. El señor Ducroix había arrojado el periódico lejos de sí y se hallaba erguido en toda su corpulencia, dominando a los presentes. Emilio respiraba con fatiga, pero aguardó, porque no confiaba en lo que pudiese hacer. El abuelo caminó hacia la mesa, ignorando la ahogada exclamación de su hija, y encaró a los tres jóvenes que tenía ante sí.

—Acá sólo vale una opinión y es la de mi nieta.

Los ojos grises miraron directamente a los de Cordelia, tan parecidos, y la voz del abuelo se dulcificó un poco, aunque manteniendo su imponencia.

—Dinos lo que quieres hacer, Cordelia. A pesar de todo lo que se diga aquí, la madre eres tú. La que llevará a ese hijo hasta que nazca y la que lo amamantará después y lo criará. Todo el peso lo llevarás tú, no importa lo que digan estos dos. Si estás dispuesta a casarte con este hombre —y el abuelo clavó su vista en Newen, dándole a entender que otra opción no era posible— no habrá nadie que se oponga. Si no quieres, nada ni nadie te obligará a hacerlo, ni siquiera ese niño que esperas. La respuesta que yo aguardaba debe ser dada ahora. Señor Cayuki, ¿qué siente usted por mi nieta?

Newen tragó saliva, al verse acorralado de aquel modo delante de Cordelia. No había querido ceder ni un milímetro ante ella, por orgullo, por rencor a veces, y últimamente por miedo. El abuelo Ducroix hacía que la suerte de ambos dependiera de su respuesta y eso era algo que él no había previsto. Vio cómo la tía José se cubría la boca con una mano, angustiada. Vio a Emilio sonreír de soslayo, seguro ya de su fracaso como seductor. Vio, por último, la cara de Cordelia inusualmente seria, con esa mirada clara y aguda clavada en la suya, esperando... anhelando...

Y desafiando al destino que los dioses le habían marcado, levantó el rostro hacia el abuelo, para que no quedasen dudas sobre su sinceridad, y respondió con voz hueca y profunda, la voz gutural que Cordelia había escuchado extrañada la primera vez:

—Estoy enamorado de ella. Quiero que sea mi esposa.

Aquella confesión, que arrancó un sollozo de emoción a la tía Jose y un rictus de satisfacción al abuelo, produjo en Newen un sorprendente efecto sanador. Sintió de pronto que un terrible peso resbalaba de sus hombros. Y la expresión de felicidad de Cordelia, que le sonreía entre las lágrimas, sólo sirvió para confirmarle que había hecho lo correcto. Por fin había podido admitirlo ante todos y, por sobre todas las cosas, ante él mismo. En voz alta y clara.

—¡Un momento! —volvió a tronar el abuelo—. Aquí no ha terminado todo.

De nuevo M. Ducroix concitaba la atención de los presentes. Bien sabía el abuelo crear efectos teatrales. Parecía que el temperamento de artista de su esposa se le había pegado a él.

—Usted ha dicho que ama a mi nieta, pero no la escuché a ella decir lo mismo. Y puedo asegurarle, señor Cayuki, que si Cordelia no le corresponde, tendrá que pasar sobre mi cadáver para llevársela. Así que, nieta mía, debes responder a la misma pregunta que formulé antes. ¿Qué sientes por este señor que vino aquí a buscarte?

Cordelia miró a su abuelo llena de gratitud por permitirle expresar de modo tan directo y sencillo algo que a ella y a Newen les hubiera llevado meses, tal vez años, dadas las circunstancias y la terquedad de su amado. Como Newen, ella miró a su abuelo a los ojos, aunque no pudo evitar echarle un vistazo disimulado a él cuando dijo:

—Yo lo amo, abuelo. Y también quiero que sea mi esposo.

El semblante del indio, habitualmente inexpresivo salvo cuando la furia lo embargaba, se vio atravesado por un gesto de emoción que sólo Cordelia pudo apreciar en toda su magnitud. Sólo ella sabía cuánto significaba resquebrajar la pétrea compostura del guarda parque.

—No se diga más. Cuando un hombre y una mujer se aman, los demás son de palo.

—¡Papá! —exclamó la tía Jose, escandalizada.

Casi no reconocía al hombre que veía delante de ella. El abuelo también pareció turbado y de inmediato empezó a dar órdenes, llenando con su modo habitual de proceder la incomodidad de aquellos momentos.

—Vamos a calentar toda esta comida que se ha enfriado. Y luego, a preparar los bolsos para el regreso. Mi nieta se casará en la Iglesia de la Buenaventura, donde su abuela y yo nos casamos hace años... Hace siglos, diría yo. ¿Alguna objeción, señor Cayuki?

Newen, rodeado por los brazos de Cordelia, que apoyaba la cabeza rubia en su pecho, sólo atinó a decir, como si fuese un soldado del batallón del general Ducroix:

—No, señor.

Emilio era el único que no participaba de aquella algarabía. Con el semblante torvo, se mantenía apartado, mascullando su frustración, porque no podía negar la felicidad de su hermana y, sin embargo, no quería cedérsela al hombre que tan inopinadamente se la estaba arrebatando.

Pero ya el abuelo se hacía cargo también de esa situación.

—¡Émile!

El muchacho se sobresaltó y se puso en guardia. —Debo felicitarte, hijo. Después de todo, eres un Ducroix hecho y derecho. Acabo de verme reflejado en ti hace unos momentos, aunque no sé si eso deba enorgullecerte. A lo mejor, debe preocuparte, porque quiere decir que serás algún día un viejo prepotente como yo. Sin embargo, los tiempos cambian y puede que tengas algo más en tus venas que la sangre de los Ducroix. Tú y yo tenemos mucho de qué hablar, pero no será ésta la ocasión. Por lo pronto, te encargo una tarea que puedes aceptar o no, pero que a mí me daría gusto que hicieras.

—¿Y qué es eso, abuelo?

—Ya me enteré de la estupidez que cometieron mientras intentaban conseguir un trabajo para ti en el sur —el abuelo dejó que sus nietos sintieran el temor de lo que podría decir a continuación—. Estoy pensando, pese a todo, que no tienes por qué renunciar a ese trabajo ahora que tu hermana va a vivir por esos parajes dejados de la mano de Dios. Antes bien, creo que será una bendición que puedas desempeñarte como guardaparque o cualquier otra cosa estando cerca de tu hermana. Claro está, siempre que a ella y a su futuro esposo les parezca bien.

La mirada ceñuda del abuelo no permitía mucha oposición y, de todos modos, ni Newen ni Cordelia objetaban que Emilio se instalase cerca de su vivienda en Los Notros. A Newen le constaba que sería lo que completaría la felicidad de Cordelia y eso era todo lo que deseaba.

En cuanto a Emilio, la actitud del abuelo sólo podía significar dos cosas: que se hubiese vuelto senil de repente, pese a su aspecto jovial y resistente, o que la crisis que habían vivido le hubiese hecho recapacitar sobre la soledad de una vida sin el cariño de la familia. Mirando las lágrimas de la tía Jose, estaba inclinándose por esta última explicación.

Sin decir nada, siguió al abuelo y a la tía hacia la cocina, llevando los platos de la cena, no sin antes echar una mirada triste a los enamorados, que estaban perdidos uno en los ojos del otro.

Dos días después, Newen se encontraba de nuevo en la meseta saboreando un té de yuyos en compañía del
Tayta Ullpu
y Luis Yañez. La observación de los cóndores liberados había dado resultados satisfactorios y un grupo de voluntarios se preparaba para quedarse unos días más, a fin de confirmar el éxito de la empresa y elaborar los informes para la Fundación.

El constante ulular del viento y el frío salobre proveniente del mar convertían en inhóspito el lugar donde se había desarrollado tan cálida ceremonia días antes. La pajarera había sido camuflada con arbustos y en lugares estratégicos se habían dispuesto pequeñas tiendas, como vigías, para seguir los vuelos de los pichones mientras les durase el apego por el sitio. Ya vendría el tiempo en que cruzarían raudos el país, llegando hasta las cumbres donde Newen tenía su propio refugio.

El puelche no estaba familiarizado con esa parte del proyecto, ya que su tarea consistía en criar a los pichones en aislamiento, lejos de la plataforma de liberación. Contemplaba los riscos pelados mientras meditaba sobre sus sentimientos. La presencia de Cordelia en ese lugar estaba plena de significados para él, pero no conseguía desentrañarlos. Y estaba impaciente por conversar sobre eso con el
Tayta.
Si tan sólo el buen Luis se alejase un poco...

Tayta Ullpu
parecía burlarse de su malhumor. Con gesto ampuloso dirigió su brebaje hacia los vientos.

—Muy pronto —dijo— el
kunturi
será el Señor del Mar como lo es de la Montaña. Y volverá a reinar el Espíritu Cóndor sobre la Tierra. Se anudará con el águila del Norte y el quetzal del Centro. Y tu pequeña señorita de Plata habrá sido parte de esa magia. ¡Quién hubiera dicho, muchacho, que la salvación vendría bajo la forma de mujer!

—Vamos,
Tayta.
No empiece con sus acertijos, que yo me quedo siempre en ayunas —bromeó Luis.

—No, si está claro como el agüita —rió el
Tayta
—. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Newen dejó escapar un sonido áspero entre dientes.

—Ya me lo han dicho antes.

—Y cómo no, si es cierto. Vea si no, m'hijo, el camino que ha hecho hasta acá. No ha de ser en balde.

Luis Yañez sorbía su té y sonreía. Ese aspecto del proyecto le intrigaba, pero su mente científica no lo captaba totalmente. Comprendía la ceremonia y su significado, aunque se le escapaban las profundidades. Sin embargo, era firme partidario de acercar las tradiciones al trabajo científico. Intuía que, sin aquellos rezos y rituales, la tarea de restaurar la especie en la meseta patagónica no estaría completa. Y sabía que irían en busca de más, cuando comenzasen a luchar por el puma y el guanaco. Por ahora, las reservas naturales prestaban toda la ayuda que podían, pero él sabía que el verdadero éxito de tal empresa se basaba en la educación de los pueblos. Era la llave mágica para el futuro. Y confiaba. Rodeado de gente como el
Tayta Ullpu
y Newen Cayuki, además de los voluntarios de la Fundación y el Zoológico, todo se veía posible. Estaban viviendo grandes cosas en esos días.

—Perdonen —dijo de pronto—, allá me necesitan.

Se incorporó con presteza y, a grandes pasos, salvó la distancia entre las rocas y la primera de las tiendas recién levantadas, una pequeña protuberancia azul sobre el terreno pedregoso. Se enfrascó de inmediato en la colocación de una antena de radio para el seguimiento de los cóndores.

Era el momento que esperaba Newen.

—Usted quería hablarme —le dijo al
Tayta
sin rodeos.

El hombre chasqueó la lengua, degustando el último sorbo de té, y se apoltronó sobre la roca como si fuese el sillón más cómodo. Sus vividos ojos negros centelleaban cuando respondió:

—Hablarte, sí, cuando tu corazón esté dispuesto a escuchar.

—Ahora —insistió Newen—. Estoy dispuesto.

—Entonces, sabe que hay un momento para todo y te ha llegado el tuyo. El sueño que tuviste...

—Me llevó a Buenos Aires cuando yo venía hacia acá.

—Exacto. Para conciliar los opuestos, para allanar el camino.

—¿El abuelo de la chica?

—Así es. Yo también soñé, Newenkir.

Por primera vez en mucho tiempo, Newen escuchaba su nombre completo. Que fueran los labios del
Tayta Ullpu
los que lo pronunciaban le daba un significado especial. Aguardó a que el hombre se explayase. Los silencios entre la gente nativa no estaban teñidos de incomodidad como entre los blancos.

—Mi sueño se presentó cuando venía hacia acá, para la ceremonia. Una mujer se me apareció, una abuela que me dijo cosas muy raras, cosas que tú me dirás qué significan.

Newen mantenía la postura rígida, mirando hacia el oeste
donde el sol empezaba a declinar, amarilleando el suelo estéril. Lo único que escuchaba, además del viento, era su corazón galopan do. ¿Qué mujer sería ésa? ¿Por qué le hablaría al
Tayta?
¿Sería su condena final? Sin embargo, el maestro había hablado de la "salvación".

—Yo le pregunté —prosiguió el
Tayta—
"¿qué me viene a contar usted, mamita?", y ella me dijo "solamente que haga un rezo para un espíritu que anda penando sin motivo". "¿Y así nomás?", dije yo. "¿Cómo sé qué rezo hacer si no conozco a quién?" Entonces, la abuela me señaló hacia el sur, de donde venías tú, muchacho. Ahí entendí que era un rezo fuerte, que la "mamita" no tenía fuerza suficiente porque ya está viejita, y me pedía ayuda. Ella es
machi
también, pero le falta poco para irse.

—Damiana —murmuró Newen.

—Ha de ser, pues. Porque te quiere mucho, m'hijo. Y después me dijo que una mujer de madera se interponía entre tú y la mujer de verdad. Que había que romperla, quemarla, que el humo iba a purificar tu espíritu. ¿Sabes qué significa eso, muchacho?

Newen apretó con fuerza los dientes y calló. No había contado a nadie su situación, ni siquiera a Ayelén, la hija de Damiana. Y las estatuillas eran una artesanía. Nadie podía saber qué representaban, nadie.

La voz pausada del
Tayta
proseguía.

—Yo no sabía qué quería decir todo eso, confié en que el sueño me iluminara. Machaqué un poco de hoja sagrada y la bebí junto con la
chicha.
Esperé y esperé, hasta que soñé de nuevo. Entonces, vi que un gigante, un hombre formidable, vestido como los de tu raza, Newenkir, me señalaba acusador. Tenía el quillango, la vincha roja y el cabello muy gris, pero era fuerte como un toro y me hablaba en una lengua que ya no entiendo.

A estas alturas del relato, Newen se encontraba atónito, murmurando para sí:

—Orkeke...

La figura del ilustre antepasado había sido objeto de cuentos y alabanzas en la vida familiar de Newen. La abuela se había encargado bien de ello. Orkeke, siempre hospitalario con el viajero, había sido embarcado por error junto con su clan rumbo a Buenos Aires, de donde no volvió sino convertido en "vapores", como decía su gente. La gran figura del tehuelche asombró a la pretenciosa sociedad porteña de aquellos tiempos que, en su petulancia, creía sorprender a los "salvajes" mostrándoles una obra de teatro y paseándolos en tranvía. El episodio había sido un baldón en la historia confusa de las relaciones entre blancos e indígenas. Newen conocía bien la historia, como también sabía que la sangre de Orkeke corría por sus venas, aunque ya estuviera aguada por los mestizajes. Lo que no entendía era el papel que Orkeke desempeñaba en el sueño del
Tayta.
¿Acaso quería protegerlo a él, un descendiente suyo, de la justicia del blanco? Si desde el lugar "adonde van los vapores" venia el espíritu de Orkeke, algo grande estaba sucediendo.

BOOK: En alas de la seducción
3.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Third Victim by Lisa Gardner
Seaweed in the Soup by Stanley Evans
Wild Heart by Patricia Gaffney
Mistwalker by Terri Farley
The Lost Gettysburg Address by David T. Dixon
Brunswick Gardens by Anne Perry
Desire (#4) by Cox, Carrie
Occupation by lazarus Infinity