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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Relato

El viejo y el mar (6 page)

BOOK: El viejo y el mar
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«El sol la tostará bien ahora —pensó—. No debe volver a engarrotárseme, salvo que haga demasiado frío de noche. Me pregunto qué me traerá esta noche».

Un aeroplano pasó por encima en su viaje hacia Miami y el viejo vio cómo su sombra espantaba a las manchas de peces voladores.

—Con tantos peces voladores, debe de haber dorados —dijo, y se echó hacia atrás contra el sedal para ver si era posible ganar alguna ventaja sobre su pez. Pero no: el sedal permaneció en esa tensión, ese temblor y ese rezumar de agua que precede a la rotura. El bote avanzaba lentamente y el viejo siguió con la mirada al aeroplano hasta que lo perdió de vista.

«Debe de ser muy extraño ir en un aeroplano —pensó—. Me pregunto cómo lucirá la mar desde esa altura. Si no volaran demasiado alto, podrían ver los peces. Me gustaría volar muy lentamente a doscientas brazas de altura y ver los peces desde arriba. En los barcos tortugueros, yo iba en las crucetas de los masteleros y aun a esa altura veía muchos. Desde allí los dorados lucen más verdes y se puede ver sus franjas y sus manchas violáceas y se ve todo el banco buceando. ¿Por qué todos los peces voladores de la corriente oscura tienen lomos violáceos y generalmente franjas o manchas del mismo color? El dorado parece verde, desde luego, porque es realmente dorado. Pero cuando viene a comer, verdaderamente hambriento, aparecen franjas de color violáceo en sus costados, como en las agujas. ¿Será la cólera o mayor velocidad lo que las hace salir?».

Justamente antes del anochecer, cuando pasaban junto a una gran isla de sargazo que se alzaba y bajaba y balanceaba con el leve oleaje, como si el océano estuviera haciendo el amor con alguna cosa, bajo una manta amarilla un dorado se prendió en su sedal pequeño. El viejo lo vio primero cuando brincó al aire, oro verdadero a los últimos rayos del sol, doblándose y debatiéndose fieramente. Volvió a surgir, una y otra vez, en las acrobáticas salidas que le dictaba su miedo. El hombre volvió como pudo a la popa y agachándose y sujetando el sedal grande con la mano y el brazo derecho, tiró del dorado con su mano izquierda, plantando su descalzo pie izquierdo sobre cada tramo de sedal que iba ganando. Cuando el pez llegó a popa, dando cortes y zambullidas, el viejo se inclinó sobre la popa y levantó al bruñido pez de oro de pintas violáceas por sobre la popa. Sus mandíbulas actuaban convulsivamente en rápidas mordidas contra el anzuelo y batió el fondo del bote con su largo cuerpo plano, su cola y su cabeza, hasta que el viejo le pegó en la brillante cabeza dorada. Entonces se estremeció y se quedó quieto.

El viejo desenganchó al pez, volvió a cebar el sedal con otra sardina y lo arrojó al agua. Después volvió lentamente a la proa. Se lavó la mano izquierda y se la secó en el pantalón. Luego pasó el grueso sedal de la mano derecha a la mano izquierda y lavó la mano derecha en el mar mientras lavaba la mirada en el sol que se hundía en el océano, y en el sesgo del sedal grande.

—No ha cambiado nada en absoluto —dijo.

Pero observando el movimiento del agua contra su mano, notó que era perceptiblemente más lento.

—Voy a amarrar los dos remos uno contra otro y a colocarlos de través detrás de la popa: eso retardará de noche su velocidad —dijo—. Si el pez se defiende bien de noche, yo también.

«Sería mejor limpiar el dorado un poco después para que la sangre se quedara en la carne —pensó—. Puedo hacer eso un poco más tarde y amarrar los remos para hacer un remolque al mismo tiempo. Será mejor dejar tranquilo al pez por ahora y no perturbarlo demasiado a la puesta del sol. La puesta del sol es un momento difícil para todos los peces».

Dejó secar su mano en el aire, luego cogió el sedal con ella y se acomodó lo mejor posible y se dejó tirar adelante contra la madera para que el bote aguantara la presión tanto o más que él.

«Estoy aprendiendo a hacerlo —pensó—. Por lo menos esta parte. Y luego, recuerda que el pez no ha comido desde que cogió la carnada, y que es enorme, y necesita mucha comida. Ya me he comido un bonito entero. Mañana me comeré el dorado. Quizá me coma un poco cuando lo limpie. Será más difícil de comer que el bonito. Pero, después de todo, nada es fácil».

—¿Cómo te sientes, pez? —preguntó en voz alta—. Yo me siento bien, y mi mano izquierda va mejor, y tengo comida para una noche y un día. Sigue tirando del bote, pez.

No se sentía realmente bien porque el dolor que le causaba el sedal en la espalda había rebasado casi el dolor y pasado a un entumecimiento que le parecía sospechoso. «Pero he pasado cosas peores —pensó—. Mi mano sólo está un poco rozada y el calambre ha desaparecido de la otra. Mis piernas están perfectamente. Y además, ahora te llevo ventaja en la cuestión del sustento».

Ahora es de noche, pues en septiembre se hace de noche rápidamente después de la puesta del sol. Se echó contra la madera gastada de la proa y reposó todo lo posible. Habían salido las primeras estrellas. No conocía el nombre de Venus, pero la vio, y sabía que pronto estarían todas a la vista, y que tendría consigo a todas sus amigas lejanas.

—El pez es también mi amigo —dijo en voz alta—. Jamás he visto un pez así, ni he oído hablar de él. Pero tengo que matarlo. Me alegra que no tengamos que tratar de matar a las estrellas.

«Imagínate que cada día tuviera uno que tratar de matar a la luna —pensó—. La luna se escapa. Pero ¡imagínate que tuviera uno que tratar diariamente de matar al sol! Nacimos con suerte», pensó.

Luego sintió pena por el gran pez que no tenía nada que comer, y su decisión de matarlo no se aflojó por eso un instante. «Podría alimentar a mucha gente —pensó—. Pero, ¿serán dignos de comerlo? No, desde luego que no. No hay persona digna de comérselo, a juzgar por su comportamiento y su gran dignidad».

«No comprendo estas cosas —pensó—. Pero es bueno que no tengamos que tratar de matar al sol o a la luna o a las estrellas. Basta con vivir del mar y matar a nuestros verdaderos hermanos».

«Ahora —meditó— tengo que pensar en el remolque para demorar la velocidad. Tiene sus peligros y sus méritos. Pudiera perder tanto sedal que pierda al pez si hace su esfuerzo y si el remolque de remos está en su lugar y el bote pierde toda su ligereza. Su ligereza prolonga el sufrimiento de nosotros dos, pero es mi seguridad, puesto que el pez tiene una gran velocidad que no ha empleado todavía. Pase lo que pase, tengo que limpiar el dorado a fin de que no se eche a perder y comer una parte de él para estar fuerte».

«Ahora descansaré una hora más, y veré si continúa firme y sin alteración antes de volver a la popa, y hacer el trabajo, y tomar una decisión. Entre tanto, veré cómo se porta y si presenta algún cambio. Los remos son un buen truco, pero ha llegado el momento de actuar sobre seguro. Todavía es mucho pez, y he visto que el anzuelo estaba en el canto de su boca, y ha mantenido la boca herméticamente cerrada. El castigo del anzuelo no es nada. El castigo del hambre y el que se halle frente a una cosa que no comprende, lo es todo. Descansa ahora, viejo, y déjalo trabajar hasta que llegue tu turno».

Descansó durante lo que creyó serían dos horas. La luna no se levantaba ahora hasta tarde y no tenía modo de calcular el tiempo. Y no descansaba realmente, salvo por comparación. Todavía llevaba con los hombros la presión del sedal, pero puso la mano izquierda en la regala de proa y fue confiando cada vez más resistencia al propio bote.

«Qué simple sería si pudiera amarrar el sedal —pensó—. Pero con una brusca sacudida podría romperlo. Tengo que amortiguar la tensión del sedal con mi cuerpo y estar dispuesto en todo momento a soltar sedal con ambas manos».

—Pero todavía no has dormido, viejo —dijo en voz alta—. Ha pasado medio día y una noche, y ahora otro día, y no has dormido. Tienes que idear algo para poder dormir un poco si el pez sigue tirando tranquila y seguidamente. Si no duermes, pudiera nublársete la cabeza.

«Ahora tengo la cabeza despejada —pensó—. Demasiado despejada. Estoy tan claro como las estrellas, que son mis hermanas. Con todo, debo dormir. Ellas duermen, y la luna y el sol también duermen, y hasta el océano duerme a veces, en ciertos días, cuando no hay corriente y se produce una calma chicha».

«Pero recuerda dormir —pensó—. Oblígate a hacerlo e inventa algún modo simple y seguro de atender a los sedales. Ahora vuelve allá y prepara el dorado. Es demasiado peligroso armar los remos en forma de remolque y dormirse».

«Podría pasarme sin dormir —se dijo—. Pero sería demasiado peligroso».

Empezó a abrirse paso de nuevo hacia la popa, a gatas, con manos y rodillas, cuidando de no sacudir el sedal del pez. «Éste pudiera estar ya medio dormido —pensó—. Pero no quiero que descanse. Debe seguir tirando hasta que muera».

De vuelta en la popa, se volvió de modo que su mano izquierda aguantaba la tensión del sedal a través de sus hombros y sacó el cuchillo de la funda con la mano derecha.

Ahora las estrellas estaban brillantes, y vio claramente el dorado, y le clavó el cuchillo en la cabeza y lo sacó de debajo de la popa. Puso uno de sus pies sobre el pescado, y lo abrió rápidamente desde la cola hasta la punta de su mandíbula inferior. Luego soltó el cuchillo y lo destripó con la mano derecha limpiándolo completamente y arrancándole de cuajo las agallas. Sintió la tripa pesada y resbaladiza en su mano, y la abrió. Dentro había dos peces voladores. Estaban frescos y duros, y los puso uno junto al otro, y arrojó las tripas a las aguas por sobre la popa. Se hundieron dejando una estela de fosforescencia en el agua. El dorado estaba ahora frío y era de un leproso blanco gris a la luz de las estrellas; y el viejo le arrancó el pellejo de un costado mientras sujetaba su cabeza con el pie derecho. Luego lo viró y peló la otra parte, y con el cuchillo levantó la carne de cada costado desde la cabeza a la cola.

Soltó el resto sobre la borda y miró a ver si se producía algún remolino en el agua. Pero sólo se percibía la luz de su lento descenso. Se volvió entonces y puso los dos peces voladores dentro de los filetes de pescado y, volviendo el cuchillo a la funda, regresó lentamente a la proa. Su espalda era doblada por la presión del sedal que corría sobre ella mientras él avanzaba con el pescado en la mano derecha.

De vuelta en la proa, puso los dos filetes de pescado en la madera y los peces voladores junto a ellos. Después de esto, afirmó el sedal a través de sus hombros y en un lugar distinto, y lo sujetó de nuevo con la mano izquierda apoyada en la regala. Luego se inclinó sobre la borda y lavó los peces voladores en el agua notando la velocidad del agua contra su mano. Su mano estaba fosforescente por haber pelado al pescado y observó el flujo del agua contra ella. El flujo era menos fuerte y al frotar el canto de su mano contra la tablazón del bote salieron flotando partículas de fósforo y derivaron lentamente hacia popa.

—Se está cansando o descansando —dijo el viejo—. Ahora déjame comer este dorado, y tomar algún descanso, y dormir un poco.

Bajo las estrellas en la noche, que se iba tornando cada vez más fría, se comió la mitad de uno de los filetes de dorado y uno de los peces voladores limpio de tripa y sin cabeza.

—Qué excelente pescado es el dorado para comerlo cocinado —dijo—. Y qué pescado más malo es crudo. Jamás volveré a salir en un bote sin sal o limones.

«Si hubiera tenido cerebro, habría echado agua sobre la proa todo el día. Al secarse, habría hecho sal —pensó—. Pero el hecho es que no enganché el dorado hasta cerca de la puesta del sol. Sin embargo, fue una falta de previsión. Pero lo he masticado bien y no siento náuseas».

El cielo se estaba nublando sobre el este y una tras otra las estrellas que conocía fueron desapareciendo. Ahora parecía como si estuvieran entrando en un gran desfiladero de nubes, y el viento había amainado.

—Dentro de tres o cuatro días habrá mal tiempo —dijo—. Pero no esta noche, ni mañana. Apareja ahora para dormir un poco, viejo, mientras el pez está tranquilo y sigue tirando seguido.

Sujetó firmemente el sedal en su mano derecha, luego empujó su muslo contra su mano derecha mientras echaba todo el peso contra la madera de la proa. Después pasó el sedal un poco más abajo, en los hombros, y lo aguantó con la mano izquierda en forma de soporte.

«Mi mano derecha puede sujetarlo mientras tenga soporte —pensó—. Si se afloja en el sueño, mi mano izquierda me despertará cuando el sedal empiece a correr. Es duro para la mano derecha. Pero está acostumbrada al castigo. Aun cuando sólo duerma veinte minutos o media hora, me hará bien».

Se inclinó adelante, afianzándose contra el sedal con todo su cuerpo, echando todo su peso sobre la mano derecha, y se quedó dormido.

No soñó con los leones marinos. Soñó con una vasta mancha de marsopas que se extendía por espacio de ocho a diez millas. Y esto era en la época de su apareamiento, y brincaban muy alto en el aire, y volvían al mismo hoyo que habían abierto en el agua al brincar fuera de ella.

Luego soñó que estaba en el pueblo, en su cama, y soplaba un norte, y hacia mucho frío, y su mano derecha estaba dormida porque su cabeza había descansado sobre ella en vez de hacerlo sobre una almohada.

Después sí empezó a soñar con la larga playa amarilla, y vio al primero de los leones que descendían a ella al anochecer. Y luego vinieron los otros leones. Y él apoyó la barbilla sobre la madera de la proa del barco que allí estaba fondeado, y sintió la vespertina brisa de tierra mientras aguardaba a ver si venían más leones. Y era feliz.

La luna se había levantado hacía mucho tiempo, pero él seguía durmiendo, y el pez seguía tirando seguidamente del bote, y éste entraba en un túnel de nubes.

Lo despertó la sacudida de su puño derecho contra su cara y el escozor del sedal pasando por su mano derecha. No tenía sensación en su mano izquierda, pero frenó todo lo que pudo con la derecha y el sedal seguía corriendo precipitadamente. Por fin su mano izquierda halló el sedal, y el viejo se echó hacia atrás contra el sedal, y ahora le quemaba la espalda y la mano izquierda, y su mano izquierda estaba aguantando toda la tracción, y se estaba desollando malamente. Volvió la vista a los rollos de sedal y vio que se estaban desenrollando suavemente. Justo entonces, el pez irrumpió en la superficie haciendo un gran desgarrón en el océano, y cayó pesadamente luego. A poco, volvió a irrumpir, brincando una y otra vez, y el bote iba velozmente aunque el sedal seguía corriendo, y el viejo estaba llevando la tensión hasta su máximo de resistencia, repetidamente, una y otra vez. El pez había tirado de él contra la proa, y su cara estaba contra la tajada suelta de dorado y no podía moverse.

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