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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Relato

El viejo y el mar (5 page)

BOOK: El viejo y el mar
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Cogió un pedazo, se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente. No era desagradable.

«Mastícalo bien —pensó—, y no pierdas ningún jugo. Con un poco de limón o lima o con sal no estaría mal».

—¿Cómo te sientes, mano? —preguntó a la que tenía calambre y que estaba casi rígida como un cadáver—. Ahora comeré un poco para ti.

Comió la otra parte del pedazo que había cortado en dos. La masticó con cuidado y luego escupió el pellejo.

—¿Cómo va eso, mano? ¿O es demasiado pronto para saberlo?

Cogió otro pedazo entero y lo masticó.

«Es un pez fuerte y de calidad —pensó—. Tuve suerte de engancharlo a él, en vez de a un dorado. El dorado es demasiado dulce. Éste no es nada dulce y guarda toda la fuerza.

»Sin embargo, hay que ser práctico —pensó—. Otra cosa no tiene sentido. Ojalá tuviera un poco de sal. Y no sé si el sol secará o pudrirá lo que me queda. Por tanto, será mejor que me lo coma todo aunque no tengo hambre. El pez sigue tirando firme y tranquilamente. Me comeré todo el bonito y entonces estaré preparado».

—Ten paciencia, mano —dijo—. Esto lo hago por ti.

«Me gustaría dar de comer al pez —pensó—. Es mi hermano. Pero tengo que matarlo y cobrar fuerzas para hacerlo». Lenta y deliberadamente se comió todas las tiras en forma de cuña del pescado.

Se enderezó, limpiándose la mano en el pantalón.

—Ahora —dijo—, mano, puedes soltar el sedal. Yo sujetaré al pez con el brazo hasta que se te pase esa bobería.

Puso su pie izquierdo sobre el pesado sedal que había aguantado la mano izquierda y se echó hacia atrás para llevar con la espalda la presión.

—Dios quiera que se me quite el calambre —dijo—. Porque no sé qué hará el pez.

«Pero parece tranquilo —pensó—, y sigue su plan. Pero, ¿cuál será su plan? ¿Y cuál es el mío? El mío tendré que improvisarlo de acuerdo con el suyo, porque es un pez muy grande. Si brinca, podré matarlo. Pero no acaba de salir de allá abajo. Entonces, seguiré con él allá abajo».

Se frotó la mano que tenía calambre contra el pantalón y trató de obligar los dedos. Pero éstos se resistían a abrirse. «Puede que se abra con el sol —pensó—. Puede que se abra cuando el fuerte bonito crudo haya sido digerido. Si la necesito, la abriré cueste lo que cueste. Pero no quiero abrirla ahora por la fuerza. Que se abra por sí misma y que vuelva por su voluntad. Después de todo, abusé mucho de ella de noche cuando era necesario soltar y empatar los varios sedales».

Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba. Pero veía los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban acumulando ahora para la brisa y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el cielo sobre el agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta de que nadie está jamás solo en el mar.

Recordó cómo algunos hombres temían hallarse fuera de la vista de tierra en un botecito; y en los mares de súbito mal tiempo tenían razón. Pero ahora era el tiempo de los ciclones, y cuando no hay ciclón en el tiempo de los ciclones es el mejor tiempo del año.

«Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar. En tierra no las ven porque no saben reconocerlas —pensó—. En tierra debe notarse también por la forma de las nubes. Pero ahora no hay ciclón a la vista».

Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.


Brisa
ligera —dijo—. Mejor tiempo para mí que para ti, pez.

Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero la iba soltando poco a poco.

«Detesto el calambre —pensó—. Es una traición del propio cuerpo. Es humillante ante los demás tener diarrea producida por envenenamiento de promaínas o vomitar por lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno, especialmente cuando está solo».

«Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el antebrazo —pensó—. Pero ya se soltará».

Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el sedal; después vio que el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.

—Está subiendo —dijo—. Vamos, mano. Ven, te lo pido.

El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego la superficie del mar se combó delante del bote y salió el pez. Surgió interminablemente y manaba agua por sus costados. Brillaba al sol, y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro, y al sol las franjas de sus costados lucían anchas y de un tenue color azul-rojizo. Su espada era tan larga como un bate de béisbol, yendo de mayor a menor como un estoque. El pez apareció sobre el agua en toda su longitud, y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergiéndose, y el sedal comenzó a correr velozmente.

—Es dos pies más largo que el bote —dijo el viejo. El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente, y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que si no podía demorar al pez con una presión continuada, el pez podía llevarse todo el sedal y romperlo.

«Es un gran pez y tengo que convencerlo —pensó—. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de lo que podría hacer si echara “a correr”. Si yo fuera él emplearía ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos; aunque son más nobles y más hábiles».

El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras, y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de tierra, estaba sujeto al más grande pez que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.

«Pero ya se soltará —pensó—. Con seguridad que se le quitará el calambre para que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre». El pez había demorado de nuevo su velocidad y seguía a su ritmo habitual.

«Me pregunto por qué habrá salido a la superficie —pensó el viejo—. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé —pensó—. Me gustaría demostrarle qué clase de hombre soy. Pero entonces vería la mano con calambre. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez, con todo lo que tiene, frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente».

Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez seguía nadando sin cesar, y el bote se movía lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el viento que venía del este, y al mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre.

—Malas noticias para ti, pez —dijo, y movió el sedal sobre los sacos que cubrían sus hombros.

Estaba cómodo, pero sufría, aunque era incapaz de confesar su sufrimiento.

—No soy religioso —dijo—, pero rezaría diez padrenuestros y diez avemarías por pescar este pez, y prometo hacer una peregrinación a la Virgen del Cobre si lo pesco. Lo prometo.

Comenzó a decir sus oraciones de modo mecánico. A veces se sentía tan cansado que no recordaba la oración, pero luego las decía rápidamente, para que salieran automáticamente. «Las avemarías son más fáciles de decir que los padrenuestros», pensó.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.

Luego añadió:

—Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso.

Dichas sus oraciones y sintiéndose mejor, pero sufriendo igualmente, y acaso un poco más, se inclinó contra la madera de proa y empezó a activar mecánicamente los dedos de su mano izquierda.

El sol calentaba fuerte ahora, aunque se estaba levantando ligeramente la brisa.

—Será mejor que vuelva a poner cebo al sedal de popa —dijo—. Si el pez decide quedarse otra noche, necesitaré comer de nuevo y queda poca agua en la botella. No creo que pueda conseguir aquí más que un dorado. Pero si lo como bastante fresco, no será malo. Me gustaría que viniera a bordo esta noche un pez volador. Pero no tengo luz para atraerlo. Un pez volador es excelente para comerlo crudo y no tendría que limpiarlo. Tengo que ahorrar ahora toda mi fuerza.

«¡Cristo! ¡No sabia que fuera tan grande!».

—Sin embargo, lo mataré —dijo—. Con toda su gloria y su grandeza.

«Aunque es injusto —pensó—. Pero le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar».

—Ya le dije al muchacho que yo era un hombre extraño —dijo—. Ahora es el momento de demostrarlo.

El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba jamás en el pasado.

«Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo, y soñar con los leones —pensó—. ¿Por qué, de lo que queda, serán los leones lo principal? No pienses, viejo —se dijo—. Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo menos que puedas».

Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la brisa del este contribuía ahora a la resistencia del bote, y el viejo navegaba suavemente con el ligero oleaje, y el escozor del sedal en la espalda le era leve y llevadero.

Una vez, en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro izquierdos y en la espalda. Por eso sabía que el pez había virado al nordeste.

Ahora que lo había vino una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla. «Me pregunto cómo podrá ver a tanta profundidad —pensó—. Sus ojos son enormes, y un caballo, con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. En otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa. Pero veía casi como los gatos».

El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente de calambre la mano izquierda, y empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los músculos de su espalda para repartir un poco el escozor del sedal.

—Si no estás cansado, pez —dijo en voz alta—, debes de ser muy extraño.

Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar en otras cosas. Pensó en las
Grandes Ligas
. Sabía que los Yankees de Nueva York estaban jugando contra los
Tigres
de Detroit.

«Este es el segundo día en que no me entero del resultado de los
juegos
—pensó—. Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran DiMaggio, que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la
espuela de hueso
en el talón. ¿Qué cosa es una espuela de hueso? —se preguntó—. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan dolorosa como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría soportar eso, ni la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de pelea. El hombre no es gran cosa junto a las grandes aves y a las fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la tiniebla del mar».

—No sé —dijo en voz alta—. Nunca he tenido una espuela de hueso.

El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza, el viejo recordó aquella vez, cuando, en la taberna de Casablanca, había pulseado con el gran negro de Cienfuegos, que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de bajar la mano del otro hasta la mesa. Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de queroseno, y él miraba al brazo y a la mano del negro, y a la cara del negro. Cambiaban de árbitro cada cuatro horas, después de las primeras ocho, para que los árbitros pudieran dormir. Por debajo de las uñas de los dedos manaba sangre, y se miraban a los ojos y a sus antebrazos, y los apostadores entraban y salían del local, y se sentaban en altas sillas contra la pared para mirar. Las paredes estaban pintadas de un azul brillante. Eran de madera, y las lámparas arrojaban las sombras de los pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y se movía contra la pared según la brisa hacía oscilar las lámparas.

Las apuestas siguieron subiendo y bajando toda la noche, y al negro le daban ron y le encendían cigarrillos en la boca. Luego, después del ron, el negro hacia un tremendo esfuerzo y una vez había tenido al viejo, que entonces no era viejo, sino Santiago
el Campeón
, cerca de tres pulgadas fuera de la vertical. Pero el viejo había levantado de nuevo la mano y la había puesto a nivel. Entonces tuvo la seguridad de que tenía derrotado al negro, que era un hombre magnífico y un gran atleta. Y al venir el día, cuando los apostadores estaban pidiendo que se declarara tablas, había aplicado todo su esfuerzo y forzado la mano del negro hacia abajo, más y más, hasta hacerle tocar la madera. La competencia había empezado el domingo por la mañana y terminado el lunes por la mañana. Muchos de los apostadores habían pedido un empate porque tenían que irse a trabajar a los muelles, a cargar sacos de azúcar, o a la Havana Coal Company. De no ser por eso, todo el mundo hubiera querido que continuara hasta el fin. Pero él la había terminado de todos modos antes de la hora en que la gente tenía que ir a trabajar.

Después de esto, y por mucho tiempo, todo el mundo le había llamado el Campeón y había habido un encuentro de desquite en la primavera. Pero no se había apostado mucho dinero y él había ganado fácilmente, puesto que en el primer match había roto la confianza del negro de Cienfuegos. Después había pulseado unas cuantas veces más y luego había dejado de hacerlo. Decidió que podía derrotar a cualquiera si lo quería de veras pero pensó que perjudicaba su mano derecha para pescar. Algunas veces había practicado con la izquierda. Pero su mano izquierda había sido siempre una traidora y no hacía lo que le pedía; no confiaba en ella.

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