—Relájate. Todo irá bien —contestó Gabriel, y ella contempló de un modo hasta cierto punto nuevo su rostro, sus ojos y sus cabellos castaños.
Apartándose de él, Maya suspiró y dejó la espada dentro de la furgoneta. «No te preocupes —se dijo—, no pasará nada.» No obstante, se aseguró de llevar los dos cuchillos bien sujetos a los antebrazos.
El coyote estaba en una jaula que había cerca de la entrada del restaurante. Tumbado en una superficie de cemento llena de excrementos, el animal jadeaba bajo el calor. Aquélla era la primera vez que Maya veía un coyote. Parecía un perro asilvestrado con la cabeza y los dientes de un lobo. Sólo sus oscuros ojos, que miraron a Maya fijamente cuando ella alzó la mano, denotaban parte de su carácter salvaje.
—Odio los zoológicos —le dijo a Gabriel—. Me recuerdan a las cárceles.
—A la gente le gusta ver animales.
—A los ciudadanos les gusta matar animales o encerrarlos en jaulas. Les ayuda a olvidar que ellos también están prisioneros.
El restaurante consistía en una sala alargada con reservados al lado de las ventanas, una barra con taburetes y una pequeña cocina. Cerca de la puerta había tres máquinas tragaperras con temas siniestros. Un par de mexicanos con botas de vaquero y sucias ropas de trabajo estaban sentados a la barra comiendo huevos revueltos y tortitas de maíz. Una joven camarera teñida de rubio y con un mandil vaciaba el resto de una botella de ketchup dentro de otra. Maya vio un rostro que se asomaba a través de la abertura de la cocina, un hombre mayor de ojos legañosos y barba de varios días: el cocinero.
—Siéntense donde quieran —dijo la camarera.
Maya escogió el mejor lugar desde un punto de vista defensivo: el último reservado mirando a la entrada. Era un buen lugar para haberse detenido. Los dos mexicanos parecían inofensivos, y no se acercaba ningún coche por la carretera.
La camarera se acercó con dos vasos de agua con hielo.
—Buenos días. ¿Los dos quieren café? —Tenía una voz aguda y cantarina.
—Mejor zumo de naranja —contestó Gabriel.
—¿Dónde está el aseo? —preguntó Maya poniéndose en pie.
—Tiene que salir fuera y dar la vuelta hacia la parte de atrás. Además está cerrado. Venga, yo la acompañaré.
La chica, en cuyo identificador se leía «Kathy», condujo a Maya hasta la parte de atrás del restaurante donde había una puerta cerrada con candado. No dejaba de hablar mientras buscaba la llave en sus bolsillos.
—Mi padre no quiere que la gente venga aquí y le robe todo el papel higiénico. Él es el cocinero, el pinche y el lavaplatos.
Kathy abrió la puerta, encendió la luz y se apresuró a coger un trozo de papel para limpiar el lavabo. El sitio estaba lleno de latas de comida y otras provisiones.
—Tiene usted un novio muy guapo —dijo Kathy—. Ya me gustaría pasearme por ahí del brazo de un chico como ése, pero estoy maniatada aquí hasta que mi padre venda el negocio.
—Se debe de estar bastante solo por aquí.
—Únicamente estamos nosotros y el viejo coyote, además de los pocos que pasan al salir de Las Vegas. ¿Ha estado en Las Vegas?
—No.
—Yo he ido seis veces.
Cuando Kathy salió al fin, Maya cerró la puerta y se sentó en una pila de cajas de cartón. Le preocupaba que pudiera estar trabando algún tipo de vínculo con Gabriel. Los Arlequines no tenían permitido hacerse amigos de los Viajeros a quienes protegían. La actitud correcta consistía en mostrar una cierta superioridad, como si los Viajeros fueran niños pequeños, ajenos a los lobos del bosque. Su padre siempre le había insistido en que había razones prácticas para ese distanciamiento emocional. Un cirujano raras veces operaba a un miembro de su propia familia porque eso podía nublar su buen juicio. Con los Arlequines regía el mismo principio.
Maya se incorporó ante el lavabo y se miró en el agrietado espejo. «Mírate —se dijo—. Despeinada, ojos enrojecidos, ropa oscura y anodina.» Thorn la había convertido en una asesina sin lazos, en alguien que no conocía la apetencia de los zánganos por el confort ni el deseo de seguridad de los ciudadanos. Puede que los Viajeros fueran débiles y estuvieran confusos, pero al menos ellos podían cruzar a otros mundos y escapar de la prisión de éste. En cambio, los Arlequines se encontraban atrapados en el Cuarto Dominio hasta que morían.
Cuando Maya regresó al restaurante. Los dos mexicanos habían terminado su comida y se habían marchado. Pidió el desayuno, y Gabriel se recostó en su asiento observándola minuciosamente.
—Supongamos que la gente puede realmente cruzar a otros dominios —comentó—. Dime, ¿cómo son esos lugares? ¿Es peligroso?
—No sé mucho del tema. Ésa es la razón de que necesites un Rastreador para que te ayude. Mi padre me habló de dos posibles peligros. Uno es que, cuando cruzas, tu caparazón, es decir, tu cuerpo, permanece aquí.
—¿Y cuál es el segundo peligro?
—Tu Luz, tu espíritu o como quieras llamarlo, puede resultar dañado o muerto en otro dominio. Si eso ocurre, te encontrarías atrapado allí para siempre.
Voces. Risas. Maya contempló a los cuatro jóvenes que entraban en el restaurante. En el aparcamiento, el sol brillaba sobre el resplandeciente todoterreno azul oscuro. Maya evaluó a cada componente del grupo y les asignó apodos: «Brazotes», «Calvorota» y «Gordito» iban vestidos con una combinación de sudaderas deportivas y pantalones de chándal; parecía como si acabaran de salir de un gimnasio en llamas y hubieran cogido su ropa al azar de distintas taquillas. El cabecilla —el más bajo pero el que más voceaba— calzaba botas de vaquero para parecer más alto.
«Llámalo "Bigotes" —pensó Maya—. No, mejor "Hebilla de Plata".» La hebilla formaba parte de un recargado cinturón.
—Siéntense donde quieran —les dijo Kathy.
—Pues, claro. De todas maneras, eso es lo que pensábamos hacer —le contestó Hebilla de Plata.
Sus gritos, su deseo de llamar la atención pusieron nerviosa a Maya. Comió deprisa, dando buena cuenta de su desayuno mientras Gabriel extendía mermelada en su tostada. Los cuatro jóvenes cogieron la llave del aseo de manos de Kathy y encargaron sus desayunos. Luego cambiaron de opinión y pidieron ración doble de beicon mientras explicaban a la joven que volvían a Arizona después de haber asistido a una pelea de boxeo en Las Vegas, donde habían perdido una buena cantidad de dinero apostando al aspirante y más aún en las mesas de
blackjack
. Kathy tomó el pedido y se retiró tras la barra. Gordito cambió un billete de veinte en monedas y empezó a jugar en las tragaperras.
—¿Has acabado de desayunar? —preguntó Maya a Gabriel.
—En un minuto.
—Salgamos de aquí.
Gabriel parecía divertido.
—¿No te gustan esos tipos?
Maya agitó el hielo de su vaso de agua.
—Los ciudadanos no me interesan a menos que se crucen en mi camino.
—Creía que Victory Fraser te caía bien. Las dos os comportabais como si fuerais amigas...
—¡Esto es una jodida mierda! —gritó Gordito de repente aporreando la máquina tragaperras—. ¡He metido veinte pavos en este trasto y no me ha devuelto ni uno!
Hebilla de Plata se encontraba sentado en un reservado frente a Calvorota. Se acarició el bigote y sonrió.
—Despierta, Davey. Está pensada para no devolverte nada. Seguro que en este sitio se dedican a vaciar los bolsillos de los turistas con esas máquinas porque no ganan lo bastante con la mierda de café que sirven.
Kathy salió de detrás de la barra.
—A veces devuelven dinero. Un camionero consiguió un
jackpot
hace un par de semanas.
—No me vengas con mentiras, cariño. Simplemente devuélvele a mi amigo sus veinte pavos. En alguna parte debe de haber una ley que dice que os lleváis un porcentaje.
—No puedo hacer eso. Estas máquinas ni siquiera son nuestras, se las alquilamos al señor Sullivan.
Brazotes entró de regreso del aseo y se quedó cerca de la máquina tragaperras, escuchando la conversación.
—Eso nos da igual —intervino—. Todo el maldito estado de Nevada no es más que un enorme timo. ¡Devuélvenos el dinero o que el desayuno sea gratis!
—¡Sí! —exclamó Calvorota—. Yo prefiero lo del desayuno gratis.
—Una cosa es la comida y otra las máquinas tragaperras —contestó Kathy—. Acabáis de pedir, así que...
Gordito dio unos pasos hacia la caja y agarró a Kathy por el brazo.
—¡Diablos, creo que tomaré algo más aparte del desayuno gratis!
Sus tres colegas vocearon su aprobación.
—¿Estás seguro? —le preguntó Brazotes—. ¿Crees que vale veinte pavos?
La puerta de la cocina se abrió de golpe, y el padre de Kathy salió con un bate de béisbol en la mano.
—¡Suéltala! ¡Suéltala ya!
Hebilla de Plata parecía divertirse.
—¿Me estás amenazando, viejo?
—Tú lo has dicho. Ahora coged vuestras cosas y largo de aquí.
Hebilla de Plata cogió el pesado azucarero de vidrio que había al lado del tabasco y lo lanzó con todas sus fuerzas. El padre de Kathy intentó esquivarlo, pero el recipiente le dio en el pómulo y se lo abrió. El azúcar voló en todas direcciones, y el viejo se tambaleó.
Calvorota salió del reservado, agarró el extremo del bate mientras con el brazo rodeaba por detrás el cuello del cocinero y lo inmovilizaba. Luego, sujetando la punta del bate, lo golpeó una y otra vez. El anciano se desmayó, y Calvorota dejó caer a su víctima en el suelo.
Maya tocó la mano de Gabriel.
—Salgamos por la cocina.
—No.
—Esto no es asunto nuestro.
Gabriel la miró con desprecio, y Maya sintió como si la hubiera acuchillado. No se movió —era incapaz de moverse— mientras Gabriel se levantaba e iba hacia los hombres.
—Marchaos.
—¿Quién demonios eres tú? —Hebilla de Plata salió de su reservado. Los cuatro jóvenes estaban de pie al lado de la barra.
Calvorota dio una patada en las costillas al viejo.
—Lo primero que vamos a hacer es encerrar a este hijo de puta con su coyote.
Gabriel vaciló como alguien que solamente ha practicado la lucha en una escuela de kárate y se quedó allí, de pie, esperando el ataque.
—Ya habéis oído lo que he dicho.
—Sí. Lo hemos oído. —Calvorota blandía el bate igual que un policía su porra—. Tienes cinco segundos para esfumarte.
Maya salió de su reservado. Tenía las manos abiertas y se sentía relajada. «Nuestro tipo de lucha es como zambullirse en el mar —le había dicho en una ocasión su padre—. Caemos, pero grácilmente, empujados por la gravedad, pero de modo controlado.»
—No le pongáis la mano encima —dijo.
Los cuatro hombres se echaron a reír y avanzaron unos pasos, entrando en la zona letal.
—¿De dónde eres tú? —preguntó Hebilla de Plata—. Suena como de Inglaterra o algo así. Por aquí, las mujeres suelen dejar que los tíos resuelvan solos sus peleas.
—Déjala que participe —intervino Brazotes—. Tiene un bonito cuerpo.
Maya notó que la frialdad de los Arlequines se apoderaba de su corazón. Instintivamente, sus ojos calcularon distancias y trayectorias entre ella y los cuatro objetivos. Su rostro estaba como muerto, inexpresivo; a pesar de todo, intentó que sus palabras sonaran lo más claro posible.
—Si le ponéis la mano encima acabaré con vosotros.
—¡Coño, qué miedo!
Calvorota miró a su amigo y sonrió burlonamente.
—Tienes problemas, Russ. Parece que la señorita está furiosa. ¡Ten cuidado!
Gabriel se volvió hacia Maya. Por primera vez parecía llevar las riendas de su relación, como un Viajero dando órdenes a su Arlequín.
—¡No, Maya! ¿Me has oído? ¡Te ordeno que no...!
Se había vuelto hacia ella, dando la espalda al peligro, y Calvorota levantó el bate. Maya saltó sobre un taburete y encima de la barra. Con dos largas zancadas pasó por encima de los botes de ketchup y mostaza y propinó una patada en el cuello a Calvorota. El tipo escupió y dejó escapar un sonido gorgoteante, pero no soltó el bate. Maya saltó al suelo, al tiempo que se lo quitaba de las manos y, en un solo movimiento de giro, le asestaba un golpe en la cabeza. Se escuchó un fuerte crujido, y el hombre cayó de bruces.
Por el rabillo del ojo, Maya vio que Gabriel luchaba con Hebilla de Plata. Corrió hacia Kathy sosteniendo el bate en la mano derecha y desenfundando su estilete con la izquierda. Gordito parecía aterrorizado. Levantó los brazos como un soldado que se rindiera en plena batalla, y ella le ensartó el estilete en la palma de la mano, clavándosela a la pared de madera. El ciudadano emitió un agudo chillido, pero Maya no le prestó atención y cargó contra Brazotes. Un golpe fingido a la cabeza. Un quiebro. Partirle la rodilla. Crac. Astillas y acabar en la cabeza. Su objetivo se desplomó y Maya dio media vuelta. Hebilla de Plata estaba en el suelo, inconsciente. Gabriel había acabado con él. Gordito gimoteó cuando ella se le acercó.
—¡No! —suplicó—. ¡Por Dios, no!
Lo dejó sin sentido con un solo golpe del bate. Al desplomarse, Gordito arrancó el cuchillo de la pared.
Maya dejó caer el bate, se inclinó y arrancó el estilete de la mano. Estaba manchado de sangre, de modo que lo limpió con la camiseta de Gordito. Al levantarse, la extrema claridad de la lucha empezó a desvanecerse. Cinco cuerpos yacían en el suelo. Había protegido a Gabriel, pero nadie había muerto.
Kathy contempló a Maya como si se tratara de un espectro.
—Váyanse —dijo—. Simplemente váyanse. Llamaré al sheriff ahora mismo, pero no se preocupen. Si van hacia el sur, le diré que fueron hacia el norte. No se preocupen, le daré los datos del coche equivocados, pero váyanse.
Gabriel salió primero, y Maya lo siguió. Al pasar ante el coyote, ella forzó el candado y abrió la puerta de la jaula. Al principio, el animal no se movió, como si hubiera perdido cualquier memoria de libertad. Maya siguió caminando y miró por encima del hombro. El coyote seguía en la jaula.
—¡Vamos! —le gritó ella—. ¡Es tu única oportunidad!
Cuando puso en marcha la furgoneta, el coyote salió cautelosamente de la jaula y contempló el aparcamiento sin asfaltar. El súbito rugido de la moto de Gabriel lo sobresaltó. Brincó a un lado, recuperó sus andares despreocupados y trotó alejándose del restaurante.
Gabriel no miró a Maya al volver a la carretera. Las sonrisas, los saludos con la mano y el hacer «eses» con la moto se habían acabado. Ella lo había protegido, lo había salvado; sin embargo, sus acciones parecían distanciarlos. Entonces Maya supo sin asomo de duda que nadie la amaría ni le brindaría consuelo. Al igual que su padre, moriría rodeada de enemigos. Moriría sola.