—Y así fue como la Tabula os localizó.
—Puede ser, pero quién sabe... Pasaron varios años sin que ocurriera nada. Un día, cuando yo tenía doce años y Michael dieciséis, estábamos sentados en la cocina haciendo los deberes después de cenar. Era enero, y fuera hacía mucho frío. De repente,
Minerva
entró por la trampilla aleteando y parpadeando ante la luz.
»Eso ya había ocurrido antes, cuando el perro de los Stevenson había tirado del hilo, así que me puse las botas y salí fuera en busca del perro. Di la vuelta a la casa, miré colina abajo y entonces vi a cuatro hombres salir de entre los matorrales. Iban todos de negro y llevaban rifles. Hablaron entre ellos, se separaron y empezaron a remontar la colina.
—Mercenarios de la Tabula —dijo Maya.
—Yo no sabía quiénes eran. Durante unos segundos fui incapaz de moverme. Luego, corrí a la casa y avisé a mi familia. Mi padre subió a toda prisa al dormitorio y volvió con una bolsa de viaje y la espada. Me dio la espada a mí y la bolsa a mi madre. A continuación entregó la escopeta a Michael y nos ordenó que saliéramos por la puerta de atrás y nos ocultáramos en el sótano de uno de los cobertizos. "¿Y tú?", le preguntamos nosotros. "Id al sótano y quedaos allí —nos dijo—. No salgáis hasta que oigáis mi voz."
»Mi padre cogió el fusil de asalto y salió por la puerta de atrás. Nos dijo que camináramos a lo largo de la cerca para no dejar huellas en la nieve. Yo quería quedarme y ayudarlo, pero mi madre dijo que teníamos que obedecer. Cuando llegamos al jardín, oí disparos y un hombre que gritaba. No era la voz de mi padre. De eso estoy seguro.
»El sótano no era más que un espacio para los aperos. Michael abrió la puerta, y bajamos por la escalera. Las bisagras estaban tan oxidadas que Michael no pudo cerrarla completamente. Nos quedamos los tres en la oscuridad, sentados en un peldaño de cemento. Durante un rato escuchamos tiros, pero después todo quedó en silencio. Cuando me desperté, el sol entraba por la rendija de la puerta.
»Michael la abrió y lo seguimos fuera. La casa y el granero habían ardido.
Minerva
volaba sobre nuestras cabezas como si buscara algo. Cuatro hombres yacían muertos en distintos lugares, a unos veinte o treinta metros unos de otros, y la sangre había derretido la nieve a su alrededor.
»Mi madre se sentó, se abrazó las rodillas y se echó a llorar. Michael y yo examinamos lo que quedaba de la casa, pero no encontramos rastro de nuestro padre. Le dije a Michael que no lo habían matado y que había escapado.
»"Olvídalo —me contestó—. Será mejor que salgamos de aquí. Tienes que ayudarme con mamá. Iremos a casa de los Tedford y les cogeremos prestada la camioneta." Volvió al sótano y salió con la espada y la bolsa de viaje. Miramos dentro y vimos que estaba llena de fajos de billetes de cien dólares. Mi madre seguía sentada en la nieve, llorando y hablando consigo misma igual que una demente. Con las armas y la bolsa, la llevamos a campo traviesa hasta casa de los Tedford. Cuando Michael llamó a la puerta, Don e Irene aparecieron en pijama.
»Yo había escuchado las trolas de Michael en el colegio, pero nadie se las creía. Sin embargo, esa vez sonaba como si creyera realmente lo que decía. Contó a los Tedford que nuestro padre era un militar que había huido del ejército y que aquella noche unos agentes del gobierno lo habían matado y quemado nuestra casa. El relato me pareció una locura, pero entonces me acordé del hijo de los Tedford muerto en la guerra.
—Una hábil mentira.
—Tienes razón. Y funcionó. Don Tedford nos dejó su camioneta. Michael ya la había conducido por la granja. Cargamos las armas y la bolsa de viaje y nos alejamos por el camino. Mi madre se tendió en el asiento de atrás. Yo la cubrí con una manta, y se durmió. Cuando miré por la ventanilla, vi a través del humo a
Minerva
volando.
Gabriel dejó de hablar, y Maya se quedó contemplando el cielo raso. Un camión pasó por la carretera, y la luz de sus faros penetró por entre las cortinas. De nuevo la oscuridad. El silencio. Las sombras que los rodeaban parecieron ganar peso y sustancia. Maya tuvo la impresión de que los dos yacían en el fondo de una profunda piscina.
—¿Y qué ocurrió después de eso? —preguntó.
—Pasamos unos cuantos años yendo de un lado a otro del país hasta que conseguimos unos certificados falsos de nacimiento y nos instalamos en Austin, Texas. Cuando cumplí los diecisiete, Michael decidió que debíamos mudarnos a Los Ángeles y empezar una nueva vida.
—Entonces la Tabula os encontró, y aquí estás.
—Sí —contestó Gabriel en voz baja—. Aquí estoy.
A Boone no le gustaba Los Ángeles. Superficialmente, la ciudad parecía bastante normal; sin embargo, había en ella cierta tendencia a la anarquía. Recordaba haber visto el vídeo de unos disturbios en el gueto, el humo elevándose en el soleado cielo, las palmeras ardiendo. En Los Ángeles había un montón de bandas de pistoleros que dedicaban la mayor parte del tiempo a matarse unas a otras. Eso era aceptable. Sin embargo, un líder visionario como un Viajero podía poner fin a la influencia de las drogas en su comportamiento y dirigir el descontento hacia fuera.
Tomó la autopista al sur, hacia Hermosa Beach, aparcó el coche en un solar y se encaminó hacia Sea Breeze Lane. Una furgoneta de la compañía de la luz se hallaba estacionada frente a la casa del indio. Boone llamó a la puerta del vehículo; Pritchett levantó la cortinilla que cubría la ventana, sonrió y asintió con entusiasmo al verlo. Boone abrió la puerta y entró.
Los tres mercenarios de la Tabula estaban al fondo, sentados en sillas plegables de playa. Héctor Sánchez era un antiguo federal mexicano que se había visto implicado en un escándalo de sobornos. Ron Olson era un antiguo militar y policía acusado de violación. El más joven del grupo era Dennis Pritchett. Llevaba corto su cabello castaño, tenía el rostro redondeado y educadas pero severas maneras, que le daban aspecto de joven misionero. Iba a la iglesia tres veces por semana y nunca pronunciaba palabras malsonantes. Durante los últimos años, la Hermandad había empezado a enrolar verdaderos creyentes de otras religiones. Aunque se les pagaba como mercenarios, se habían unido a la Hermandad por razones morales. En lo que a ellos hacía referencia, los Viajeros eran falsos profetas que desafiaban la que ellos consideraban que era la auténtica fe. Se suponía que ese nuevo personal era más de fiar e implacable que los mercenarios habituales, pero Boone no confiaba demasiado en ellos: comprendía mucho mejor la ambición y el miedo que el celo religioso.
—¿Dónde está nuestro sospechoso?
—En el porche trasero —contestó Pritchett—. Aquí. Echa un vistazo.
Se levantó de la silla, y Boone se sentó ante la pantalla. Uno de los aspectos más agradables de su trabajo era que le brindaba la tecnología necesaria para poder ver a través de las paredes. Para la misión de Los Ángeles, la furgoneta había sido equipada con detectores de imagen térmica. La cámara especial proporcionaba una imagen en blanco y negro de cualquier superficie que produjera o reflejara calor. En el garaje se veía una mancha blanca: aquello era el calentador de agua. En la cocina había otra, seguramente la cafetera. Una tercera silueta se movía entre las sombras, y Pritchett la señaló con el dedo. Thomas «Camina por la Tierra» estaba sentado en el porche de atrás.
El grupo de vigilancia llevaba tres días controlando la casa, espiando las llamadas telefónicas y utilizando Carnivore para analizar el correo electrónico.
—¿Algún mensaje recibido o enviado? —preguntó Boone.
—Esta mañana ha recibido un par de llamadas acerca de una cabaña de sudor para el fin de semana —respondió Sánchez.
Olson miró el ordenador.
—Nada en su correo salvo
spam.
—Bien —comentó Boone—. Pongámonos en marcha. ¿Tenéis todos la placa?
Los tres hombres asintieron. Les habían dado identificaciones del FBI al llegar a Los Ángeles.
—De acuerdo. Héctor y Ron, por la puerta de delante. Si se produce alguna resistencia, la Hermandad os ha dado permiso para cerrar la ficha de este tío. Dennis, tú vienes conmigo. Iremos por el callejón.
Los cuatro hombres salieron de la furgoneta y cruzaron rápidamente la calle. Olson y Sánchez subieron los peldaños del porche de entrada de la casa. Boone abrió la puerta de madera y Pritchett lo siguió. En el jardín de atrás había una rudimentaria cabaña hecha de ramas y pieles de animal.
Al doblar la esquina de la casa vieron a Thomas «Camina por la Tierra» sentado a una pequeña mesa de madera dispuesta en el porche. El indio había desmontado un triturador de basuras y estaba juntando las piezas. Boone miró a Pritchett y vio que el joven había desenfundado su automática de 9 mm, y la aferraba con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Un ruido de algo que se rompía llegó del otro lado de la casa cuando los otros dos mercenarios forzaron la entrada.
—No pasa nada —le dijo Boone a Pritchett—. No hay de qué preocuparse. —Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó la falsa placa del FBI—. Buenas tardes, Thomas. Soy el agente especial Baker, y él es el agente especial Morgan. Tenemos una orden de registro de su casa.
Thomas «Camina por la Tierra» dejó de atornillar el tornillo del triturador. Soltó la llave y estudió a los dos visitantes.
—No creo que sean agentes de policía de verdad —dijo—. Y tampoco creo que eso sea un mandamiento auténtico. Por desgracia he dejado mi arma en la cocina, así que voy a aceptar esta particular situación.
—Sabia decisión —contestó Boone—. Me alegro por usted. —Se volvió hacia Pritchett—. Ve a la furgoneta y pon en marcha las comunicaciones. Dile a Héctor que se ponga el traje y use el olfateador.
—¡Sí, señor! —Pritchett enfundó el arma—. ¿Y qué hay del sospechoso, señor?
—Todo irá bien. Voy a mantener una conversación con el señor Thomas acerca de sus distintas opciones.
Decidido a hacer un buen trabajo, Pritchett corrió por el callejón. Boone cogió una banqueta y se sentó a la mesa.
—¿Qué le pasa al triturador? —preguntó.
—Se atascó y se le quemó el motor.
—¿Sabe cuál fue el problema?
Thomas señaló algo negro y redondo que estaba sobre la mesa.
—Un hueso de ciruela.
—¿Y por qué no compra un triturador nuevo?
—Demasiado caro.
Boone asintió.
—Es verdad. He examinado su cuenta bancaria y el saldo de su tarjeta. No tiene un centavo.
Thomas Camina por la Tierra siguió trabajando, rebuscando entre las piezas esparcidas en la mesa.
—Me alegro mucho de que un supuesto policía se interese por mis supuestas finanzas.
—¿No quiere conservar la casa?
—No es importante. Siempre puedo regresar con mi tribu, en Montana. He estado demasiado tiempo en este lugar.
Boone metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de cuero, sacó un sobre y lo puso en la mesa.
—Esto son veinte mil dólares en efectivo. Son todos suyos a cambio de una conversación honrada.
Thomas «Camina por la Tierra» lo cogió pero no lo abrió, sino que lo sostuvo en la palma de la mano como si lo sopesara. Luego, lo dejó a un lado.
—Dado que soy un hombre honrado, le daré su conversación a cambio de nada.
—Una joven cogió un taxi para venir a esta dirección. Su nombre es Maya, pero seguramente usó otro falso. Tiene unos veinte años, cabello oscuro y ojos azul claro. Creció en Gran Bretaña y tiene acento inglés.
—Viene a verme mucha gente. Puede que estuviera en una de mis cabañas de sudor. —Thomas sonrió a Boone—. Todavía quedan algunas plazas para la ceremonia del fin de semana. Usted y sus hombres deberían venir. Tocarán el tambor, sudarán y expulsarán sus demonios y cuando salgan al frío aire se sentirán vivos de verdad.
Sánchez llegó por el callejón llevando un traje de bioseguridad blanco y el equipo olfateador. El olfateador parecía un aspirador diseñado para llevarlo a la espalda. Un radiotransmisor conectado a la mochila enviaba los datos directamente a la furgoneta. Sánchez dejó el equipo en una silla de jardín y se metió el traje pasando brazos y piernas.
—¿Para qué es eso? —preguntó Thomas.
—Tenemos una muestra de ADN de esa mujer. Este equipo es un sistema de recogida de información genética. Utiliza un microchip para contrastar el ADN del sospechoso con lo que hallemos en su casa.
Thomas encontró tres tornillos iguales y sonrió. Los dejó al lado del motor eléctrico nuevo.
—Como le he dicho, tengo muchas visitas.
Sánchez se puso la capucha del traje y empezó a respirar por el filtro de aire. De ese modo, su ADN no interferiría con la muestra. El mercenario abrió la puerta de atrás, entró en la casa y se puso a trabajar. Las mejores muestras se obtenían en la ropa de cama, en las tapas de los inodoros y en los muebles tapizados.
Los dos hombres se miraron mientras escuchaban el apagado zumbido del olfateador.
—Bueno, cuénteme —dijo Boone—. ¿Estuvo Maya en esta casa?
—¿Por qué es tan importante para usted?
—Es una terrorista.
Thomas «Camina por la Tierra» empezó a buscar las arandelas que correspondían a los tornillos.
—En este mundo hay auténticos terroristas, pero un reducido grupo de hombres manipula nuestro miedo para incrementar su poder. Esos hombres persiguen a místicos y chamanes. —Thomas sonrió de nuevo—. Y a los llamados Viajeros.
El zumbido seguía sonando en la casa. Boone sabía que Sánchez estaba yendo de cuarto en cuarto, pasando la boca del tubo por todas partes.
—Todos los terroristas son iguales —dijo.
Thomas se recostó en su silla de jardín.
—Deje que le cuente acerca de un indio payute llamado Wovoka. En 1888 empezó a cruzar a otros dominios. Cuando regresaba hablaba a las tribus y empezó un movimiento llamado La Danza Fantasma. Sus seguidores solían bailar en círculos mientras cantaban canciones especiales. Cuando no bailaban se suponía que debían llevar una vida recta. Nada de alcohol, nada de robar, nada de prostituirse.
»Usted pensará que los blancos que dirigían la reserva admiraron aquel comportamiento. Tras años de degradación, los indios volvían a ser dignos y fuertes. Por desgracia, los lakota no se volvieron obedientes. Se celebraron rituales en la reserva de Pine Ridge, y los blancos de la zona se asustaron mucho. Un agente del gobierno llamado Daniel Royer llegó a la conclusión de que los lakota no necesitaban ni la libertad ni su tierra. Lo que necesitaban era aprender béisbol. Intentó enseñar a los guerreros a lanzar y a batear, pero eso no los apartó de sus danzas fantasmas.