—Os doy las gracias.
—No hay por qué.
Martín facilitó a Helkias su descorazonador informe y Helkias se lo agradeció y se encogió de hombros: no era un resultado inesperado.
Después Martín le preguntó:
—¿Conocéis al fraile jorobado, aquel dominico tan alto?
—Lo he visto alguna vez en la ciudad.
—Es un inquisidor. Al verme mostrando los dibujos, me dio a entender que no aprobaba mi misión. Me hizo preguntas sobre vos; demasiadas preguntas en realidad. Temo por vos, Helkias. ¿Habéis tenido algún trato con ese fraile, alguna dificultad o disgusto?
Helkias sacudió la cabeza.
—Jamás he hablado con él. Pero no os preocupéis, Benito. Mañana por la noche ya estaré lejos de aquí.
Benito se avergonzó de que un fraile pudiera causarle semejante inquietud.
Preguntó si podía llevarse a Eleazar a pasar la tarde en su casa para que el niño pudiera despedirse de su amado compañero de juegos, su hijo Enrique.
—¿Podría quedarse a pasar la noche en casa con vuestro permiso?
Helkias asintió con un gesto, pues era consciente de que los niños no volverían a verse nunca más.
Yonah y su padre estuvieron trabajando hasta bien entrada la noche bajo la luz de las velas, completando los arduos detalles de la partida.
Yonah disfrutaba compartiendo las diversas tareas con su padre. No le resultaba desagradable permanecer a solas con él mientras Eleazar pasaba la noche en otro sitio.
Colocaron sus pertenencias en dos montones: una pila con las cosas que pensaban dejar y otra más pequeña que cargarían en los asnos al amanecer: ropa, comida, un libro de oraciones y las herramientas de trabajo de su padre.
Antes de que se hiciera demasiado tarde, Helkias abrazó a Yonah y le ordenó que se acostara.
—Mañana emprenderemos un viaje. Necesitarás todas tus fuerzas.
Yonah acababa de quedarse dormido arrullado por el consolador rumor de la escoba de Helkias barriendo el suelo cuando su padre lo sacudió violentamente por los hombros y le dijo en tono apremiante:
—Hijo mío. Tienes que abandonar la casa por la ventana de atrás. Date prisa.
Yonah oyó el rumor de muchos hombres que bajaban por el camino. Algunos cantaban un belicoso himno. Otros gritaban. No estaban muy lejos.
—¿Adónde…?
—Vete a la cueva del peñasco. No salgas hasta que yo vaya a buscarte. —Su padre le clavó los dedos en el hombro—. Presta atención. Vete ahora mismo. Que no te vea ningún vecino. —Helkias introdujo media hogaza de pan en una bolsita y se la arrojó a su hijo—. Yonah, si no voy a buscarte… quédate allí todo lo que puedas y después ve a casa de Benito Martín.
—Ven conmigo,
abba
—dijo temerosamente el muchacho, pero Helkias empujó a su hijo a través de la ventana y Yonah se quedó solo en la noche.
Dio unas cautelosas vueltas por detrás de las casas, pero, en determinado momento, no tuvo más remedio que cruzar el camino para dirigirse al peñasco. En cuanto dejó las casas a su espalda, se acercó al camino en medio de la oscuridad y vio por primera vez las luces que se acercaban, cada vez más próximas. Era un numeroso grupo de hombres y la luz de las antorchas iluminaba con toda claridad las armas. Trató de contener los sollozos, pero daba igual porque ahora el ruido de los hombres era muy fuerte.
De repente, Yonah echó a correr.
La madriguera
La estrechez y la forma de la galería que conducía a la cueva ahogaba casi todos los sonidos, pero de vez en cuando se oía algo, un rugido amortiguado, un aullido semejante al del viento de una lejana tormenta.
Yonah lloró muy quedo, tendido en el suelo de roca y tierra, como si hubiera caído allí desde una altura muy grande, sin prestar atención a los guijarros y las piedras que se le clavaban.
Al cabo de mucho rato se quedó profundamente dormido y pudo huir brevemente de aquella pequeña prisión de piedra.
Cuando despertó, no supo cuánto había dormido ni el tiempo que había transcurrido desde que entrara en la cueva.
Fue consciente de que lo que lo había despertado de su sueño era algo muy pequeño que se movía sobre su pierna. Se tensó, temiendo que fuera una víbora, pero, al final, oyó un consolador y débil correteo y se tranquilizó. Suspiró aliviado, pues no le daban miedo los ratones.
Sus ojos ya se habían acostumbrado a la aterciopelada negrura, pero no podían traspasaría. No sabia si era de día o de noche. Cuando tuvo hambre, masticó un trozo del pan que su padre le había dado.
Después volvió a quedarse dormido y soñó con su padre y, en su sueño, contempló el conocido rostro, sus profundos ojos azules por encima de la recia nariz, la ancha boca de carnosos labios y la poblada barba tan gris como el halo de cabello que le enmarcaba el rostro. Su padre le estaba hablando, pero Yonah no podía oír sus palabras. Tampoco las recordó cuando el sueño terminó y él se despertó tendido en aquella madriguera de animal.
Recordó lo último que le había dicho su padre, su severa advertencia de que esperara en la cueva hasta que él fuera a decirle que todo iba bien; cuando se terminó el pan que le quedaba permaneció tendido en la oscuridad. Tenía mucha sed. Recordó que Meir le había enseñado a tomar un pequeño guijarro cuando no había agua y a succionarlo para aumentar la secreción de saliva. Buscó a tientas con las manos, encontró un guijarro del tamaño apropiado y le sacudió la tierra con los dedos. Cuando se lo introdujo en la boca, notó que aumentaba la saliva y lo succionó como un bebé. Escupió el guijarro cuando empezó a hundirse de nuevo en el profundo pozo del sueño.
Así transcurrió el tiempo entre una seca hambre, una sed devastadora, la huida hacia la modorra y una profunda y creciente debilidad.
Llegó un momento en que Yonah comprendió que, si permanecía más tiempo en la cueva, acabaría muriendo, por lo que empezó a arrastrarse muy lenta y dolorosamente para salir de aquel agujero.
Cuando dobló la esquina de la galería en forma de L, la luz lo azotó como un golpe, de manera que decidió quedarse un rato inmóvil para acostumbrarse primero a aquella luz cegadora.
Por los rayos del sol supuso que era la tarde. El día estaba en silencio, exceptuando los sonoros trinos de los pájaros. A medida que fue subiendo cautelosamente por el estrecho sendero, comprendió que el Señor lo había protegido durante su desesperado descenso en medio de la oscuridad de la noche.
No se tropezó con nadie mientras regresaba a casa. Cuando llegó al grupo de casas, observó con emoción que todas parecían tan intactas como de costumbre. Hasta que…
Su casa era la única que había sido saqueada. La puerta había sido arrancada de sus goznes. Los muebles habían desaparecido o estaban destrozados. Todos los objetos de valor —¡incluso la guitarra moruna de Meir!— habían desaparecido. Por encima de cada una de las ventanas, un abanico de color negro en la piedra indicaba en qué lugares el fuego había consumido las soleras.
Dentro todo era ruina y desolación y se percibía el olor de las antorchas.
—¡
Abba
!
—¡
Abba
!
—¡
Abba
!
Pero no hubo respuesta y Yonah se asustó del sonido de sus propios gritos.
Salió y corrió a casa de Benito Martín.
La familia Martín lo recibió con asombrada alegría. Benito estaba muy pálido.
—Te creíamos muerto, Yonah. Creíamos que te habían arrojado al Tajo desde lo alto del peñasco.
—¿Dónde está mi padre?
Martín se acercó a él y, mientras ambos se mecían en un terrible abrazo, se lo dijo todo sin pronunciar ni una sola palabra. Cuando le salieron las palabras, Martín fue desgranando la terrible historia. Un fraile había reunido a una gran muchedumbre en la plaza Mayor de Toledo.
—Era un dominico jorobado, un hombre muy alto llamado Bonestruca. Puso de manifiesto una gran curiosidad sobre tu padre cuando yo le mostré los dibujos del relicario en la catedral.
El fraile jorobado. Yonah recordó a un hombre muy alto de bondadosa mirada.
—Con sus encendidos ataques contra los judíos que habían abandonado la ciudad, consiguió congregar en la plaza a una gran multitud de hombres enfurecidos. Dijo que los judíos habían abandonado España sin haber sido debidamente castigados. Mencionó el nombre de tu padre y lo acusó de ser el judío que había creado un ciborio con el que se podrían hacer terribles conjuros mágicos contra los cristianos; aseguró que era el Anticristo que había rechazado la oportunidad de acercarse al Salvador, que se burlaba impunemente de Él y ahora estaba a punto de escapar indemne.
—Los enardeció hasta la locura y después se quedó atrás mientras la multitud se dirigía a vuestra casa y asesinaba a tu padre.
—¿Dónde está el cuerpo?
—Lo enterramos detrás de la casa. Cada mañana y cada noche rezo por su alma inmortal.
Martín dejó que el muchacho llorara la muerte de su padre.
—¿Por qué no se fue conmigo cuando me obligó a marcharme? —preguntó Yonah en un susurro—. ¿Por qué no huyó él también?
—Creo que se quedó para protegerte —contestó lentamente Martín—. Si no hubieran encontrado a nadie en la casa, hubieran buscado hasta dar con tu padre. Y entonces… también te hubieran encontrado a ti.
Teresa, la esposa de Benito, y su hija Lucía sirvieron pan y leche, pero Yonah estaba tan afligido que no se sentía capaz de probar bocado.
Benito lo instó a comer y, para su vergüenza, Yonah no pudo reprimir el impulso de comer vorazmente tras haberse tragado el primer bocado mientras Martín y las dos mujeres lo contemplaban, ansiosos. Ni Eleazar ni Enrique Martín estaban en la casa, por lo que Yonah dio por sentado que ambos chiquillos estarían jugando en algún sitio cerca de allí.
Poco después Enrique regresó a casa solo.
—¿Dónde está mi hermano?
—Con su tío Arón, el quesero, y su tía Juana —contestó Martín—. A la mañana siguiente de los tumultos, reclamaron a Eleazar y abandonaron Toledo de inmediato.
Yonah se levantó muy trastornado.
—Tengo que irme ahora mismo a Valencia para reunirme con ellos —dijo, pero Benito sacudió la cabeza.
—No irán a Valencia. Arón tenía muy poco dinero. Yo… le pagué una suma que le debía a tu padre por la plata, pero… Pensó que tendrían más posibilidades de encontrar pasaje si se iban a una de las pequeñas aldeas de pescadores que hay por allí. Tomaron los dos caballos que estaban en el campo de Marcelo Troca, para que las dos monturas se pudieran turnar durante el viaje. —Martín titubeó—. Tu tío es un buen hombre y está muy fuerte. Creo que todo irá bien.
—¡Tengo que ir!
—Demasiado tarde, Yonah. Es demasiado tarde. ¿A qué aldea de pescadores irías? Te has pasado tres días en la cueva, muchacho. El último barco de los judíos zarpará dentro de cuatro días. Aunque galoparas día y noche y no reventara tu caballo, no conseguirías alcanzar la costa en cuatro días.
—¿Adónde se llevará mi tío Arón a Eleazar?
Benito sacudió la cabeza, apenado.
—Arón no sabía adónde irían. Todo dependería de los barcos que estuvieran disponibles y de sus destinos. Tienes que quedarte en esta casa, Yonah. En toda España los soldados harán registros en busca de judíos que no hayan obedecido la orden de expulsión. Cualquier judío que no se haya mostrado dispuesto a aceptar la salvación de Cristo será condenado a muerte.
—Entonces, ¿qué haré?
Benito se acercó a él y tomó sus manos entre las suyas.
—Escúchame bien, muchacho. El asesinato de tu padre guarda relación con el de tu hermano. No es una casualidad que tu padre haya sido el único judío asesinado aquí o que su casa haya sido la única que destruyó el pueblo menudo, siendo así que ni una sola sinagoga resultó dañada. Tienes que apartarte del peligro. Por el afecto que me unía a tu padre y a ti mismo, te concedo la protección de mi apellido.
—¿De vuestro apellido?
—Sí. Te tienes que convertir. Vivirás con nosotros como uno de los nuestros. Llevarás el apellido de mi padre. Serás Tomás Martín. ¿Te parece bien?
Yonah le miró, aturdido. El rápido sesgo de los acontecimientos lo había despojado de todos sus parientes y le había arrebatado a todos sus seres queridos. Asintió con la cabeza.
—Bueno, pues entonces, voy ahora mismo en busca de un sacerdote —dijo Benito, y a los pocos minutos salió para cumplir su propósito.
La decisión
Sentado en casa de Martín, Yonah estaba aturdido por cuanto le acababa de decir Benito. Lucía se sentó a su lado y le tomó la mano, pero él estaba demasiado trastornado como para responder al gesto de su amiga, por lo que al poco rato ésta se retiró.
¡Como si todo lo ocurrido no fuera suficiente, jamás volvería a ver a su hermano menor Eleazar, que aún estaba vivo!
En la mesa de dibujo de Benito había tinta, pluma y papel. Yonah se acercó, tomó la pluma y, cuando estaba a punto de escribir en una hoja de papel, Teresa Martín se acercó presurosa.
—El papel es caro —le advirtió en tono agrio, mirándolo sin la menor simpatía.
Teresa Martín jamás había sentido por los Toledano el mismo aprecio que su marido y sus hijos, y era evidente que no se alegraba de la decisión de su esposo de añadir un judío a su familia.
Sobre la mesa había uno de los bocetos de la copa de plata que Helkias le había dado a su amigo Martín. Yonah lo tomó y se puso a escribir en el reverso. La primera línea la escribió en hebreo y el resto del mensaje lo redactó rápidamente y sin ninguna pausa en castellano.
A mi querido hermano Eleazar ben Helkias Toledano.
Quiero que sepas que yo, tu hermano, no he sido asesinado por los que le arrebataron la vida a nuestro padre.
Te escribo, mi amado Eleazar, por si algún acontecimiento desconocido hubiera impedido que tú y nuestros parientes embarcarais para alejaros de España. O, en caso de que el 9 de
ab
ya estuvieras en esos mares sobre los que solíamos hacer conjeturas en los tiempos más felices de nuestra infancia, por si llegara el día en que, ya adulto, regresaras al hogar de nuestra niñez y encontraras esta carta en nuestro escondrijo secreto, para que supieras lo que ocurrió.Si regresas, quiero que sepas para tu seguridad que un poderoso personaje a quien yo no conozco siente un odio especial hacia la familia Toledano. Ignoro la razón. Nuestro padre, que descanse en la eterna paz de los justos, creía que la terrible muerte de nuestro hermano Meir ben Helkias se debió al deseo de robar el relicario que le había encargado realizar el priorato de la Asunción. Benito Martín está convencido de que la muerte de nuestro padre guarda relación con la de Meir, con la copa de oro y plata que él realizó, y con un fraile dominico llamado Bonestruca. Debes tener mucho cuidado.
Yo también.
Aquí ya no quedan judíos, sólo los cristianos viejos y los cristianos nuevos.
¿Estoy solo en España?
Todo aquello por lo que tanto se esforzó nuestro padre ha desaparecido. Hay gente que no pagó sus deudas. Aunque pudieras llegar hasta aquí y leer estas palabras, será muy difícil que cobres lo que se nos debe.
Samuel ben Sahula le debe a nuestro padre, trece maravedíes por tres grandes platos para la comida ceremonial del seder que recuerda el éxodo judío, una copa para la oración solemne del kiddush
[13]
y un pequeño cuenco de plata para abluciones ceremoniales.Don Isaac Ibn Arbet debe seis maravedíes por un plato de
seder
y dos maravedíes por seis copas pequeñas de plata.No sé adónde han ido esos hombres; si es voluntad del Señor, puede que vuestros caminos se crucen algún día.
El conde Fernán Vasca de Tembleque debe a nuestra familia sesenta y nueve reales y dieciséis maravedíes por tres grandes cuencos, cuatro espejitos de plata y dos espejos grandes de plata, una flor de oro con tallo de plata, ocho peinetas de mujer y un peine grande y doce copas de plata maciza con bases de electro.
Benito quiere convertirme en un hijo suyo, cristiano, pero yo tengo que seguir siendo el hijo judío de nuestro padre, aunque ello acarree mi desgracia. Por más que me persigan, no seré un converso. Si ocurriera lo peor, quiero que sepas que me he reunido con nuestro Meir y nuestros amados padres y descanso con ellos a los pies del Todopoderoso.
Quiero que sepas también que pondría en peligro mi lugar en el Reino Celestial con tal de poder abrazar a mi hermano menor. ¡Ah, si pudiera volver a ser tu hermano! Por todas mis negligencias, por todo el daño que te pueda haber causado por medio de palabras o de obras desconsideradas, mi desaparecido y amado hermano, te pido tu perdón y tu amor por toda la eternidad. Acuérdate de nosotros, Eleazar, y reza por nuestras almas. Recuerda que eres hijo de Helkias y descendiente de la tribu de Leví. Reza cada día la shema
[14]
, en la certeza de que contigo la está rezando tu afligido hermano.Yonah ben Helkias Toledano.