—Cuando realizabais las operaciones, ¿rezabais alguna oración?
—No.
—¿Ni siquiera un padrenuestro?
—Yo rezo cada día para no causar ningún daño a mis pacientes sino sólo bien, reverendo padre.
—¿Estáis casado, señor?
—Sí.
—El nombre de vuestra esposa.
—Es doña Estrella de Aranda.
—¿Hijos?
—Tres. Dos niñas y un varón.
—¿Vuestra esposa y vuestros hijos son cristianos?
—Sí.
—Vos sois judío, ¿no es cierto?
—¡No! Soy cristiano desde hace once años. ¡Un fiel seguidor de Jesucristo!
El rostro del hombre era de una extraordinaria hermosura. Por eso los ojos que se clavaron en los de Espina resultaban todavía más estremecedores. Eran unos cínicos ojos que parecían conocer todas las flaquezas humanas de la historia de Espina y hasta el último de sus pecados.
Aquella mirada penetró hasta lo más profundo de su alma. Después Espina se sobresaltó al ver que el fraile daba inesperadamente una palmada para llamar al guardia que esperaba al otro lado de la puerta.
Bonestruca hizo un leve gesto con la mano: «
Llévatelo.
»
Mientras se volvía para retirarse, Bernardo vio que los pies calzados con sandalias bajo la mesa tenían unos dedos muy largos y finos.
El guardia recorrió con él varios pasillos y bajó por los empinados peldaños de una escalera.
«
Mi dulce Jesús, tú sabes que lo he intentado. Tú lo sabes…
»
Espina sabía que en lo más profundo del edificio estaban las celdas y los lugares donde se interrogaba a los prisioneros. Sabía con toda certeza que allí había un potro de tormento, una estructura triangular en la que se amarraba a los prisioneros. Cada vez que se hacía girar un torno, se descoyuntaban las articulaciones del cuerpo. Y también había un aparato llamado «
tormento de toca
», que se utilizaba para torturar con el agua. Colocaban al prisionero con la cabeza en un hueco y se le introducía un lienzo en la garganta. A continuación, se echaba agua a través del lienzo y entonces la garganta y las ventanas de la nariz quedaban obstruidas y la asfixia provocaba la confesión o la muerte.
«
Jesús, te suplico, te imploro…
»
Puede que su oración fuera escuchada. Cuando llegaron a la salida, el guardia le indicó por señas que siguiera adelante y Espina se encaminó solo hacia el lugar donde había dejado atada su montura.
Se alejó de allí cabalgando al paso para serenarse de tal forma que, al llegar a casa, pudiera tranquilizar a Estrella sin echarse a llorar.
EL SEGUNDO HIJO
Toledo
Castilla 30 de marzo de 1492
Yonah Ben Helkias
—Bajaré con Eleazar al río a ver si pescamos algo para la cena. ¿Eh,
abba
[6]
?
—¿Has terminado el bruñido?
—… Me falta muy poco.
—El trabajo no está terminado hasta que se termina. Tienes que bruñirlo todo —dijo Helkias, hablando con aquel frío y cortante tono de voz que tanto disgustaba a Yonah—. A veces sentía deseos de contemplar los distantes ojos de su padre y decirle: Meir ha muerto, pero Eleazar y yo seguimos aquí. Estamos vivos.
Yonah aborrecía bruñir la plata. Aún le quedaban una docena de piezas de gran tamaño por hacer; tomó el trapo y lo introdujo en la hedionda y espesa mezcla de orina y excrementos pulverizados de ave y se puso a frotar con esfuerzo.
La muerte de su madre le había hecho conocer muy pronto el sabor de la amargura y el asesinato de Meir había sido un golpe cruel, pues él ya era mayor, tenía casi trece años, y había comprendido el carácter definitivo de aquella pérdida.
A los pocos meses de la muerte de Meir, lo llamaron a la
Torá
[7]
para que recitara la Ley y se convirtiera oficialmente en miembro del
minyan
. La adversidad lo había hecho madurar más allá de sus años. Su padre, que siempre le había parecido tan alto y fuerte, estaba como empequeñecido, y Yonah no sabía cómo aliviar el dolor de Helkias.
No sabían nada acerca de la identidad de los asesinos de su hermano. Unas semanas después del asesinato de Meir, Helkias Toledano se enteró de que el médico Espina andaba por la ciudad haciendo preguntas acerca de los hechos que habían provocado la muerte de su hijo. Helkias se dirigió con Yonah a casa de Espina para hablar con él, pero, cuando llegaron allí, vieron que la casa estaba abandonada y que Juan Pablo, el antiguo criado de los Espina, se estaba llevando para su uso particular cuanto quedaba del mobiliario: una mesa y unas cuantas sillas. Juan Pablo les dijo que el médico y su familia se habían marchado.
—¿Adónde se han ido?
El hombre sacudió la cabeza.
—No lo sé.
Helkias se dirigió entonces al priorato de la Asunción para hablar con el padre Sebastián Álvarez, pero, una vez allí, pensó por un confuso instante que se había equivocado de camino. Al otro lado de la puerta había una hilera de carros y carretas. Cerca de allí, tres mujeres estaban pisando uva negra en una gran cuba. A través del pórtico abierto de lo que antaño fuera la capilla, Helkias vio unos cestos con aceitunas y más uva.
Al preguntarles a las mujeres adónde se había trasladado el priorato, una de ellas le dijo que el priorato de la Asunción había sido clausurado y que la orden de los jerónimos había arrendado la propiedad a su amo.
—¿Y el padre Sebastián? ¿Dónde está el prior? —preguntó.
La mujer le miró sonriendo, sacudió la cabeza y se encogió de hombros sin dejar de pisar la uva.
Yonah había tratado por todos los medios de asumir los deberes del hijo mayor, pero muy pronto comprendió que jamás podría ocupar el lugar de su hermano como aprendiz de platero, ni como hijo, ni como hermano ni de ninguna otra manera. La apagada mirada de los ojos de su padre acrecentaba su propia tristeza. A pesar de que desde la muerte de Meir ya habían ido y venido tres Pascuas judías, la casa y el taller de Helkias eran todavía lugares de duelo.
Algunas de las piezas que tenía delante, las jarras de vino, estaban especialmente ennegrecidas por la suciedad, pero él no tenía ningún motivo para apresurarse, pues su padre parecía haber recordado de golpe la conversación que ambos habían mantenido hacía media hora.
—No irás al río. Busca a Eleazar y procurad no alejaros de la casa.
No es momento para que unos mozos judíos corran riesgos —señaló Helkias. Yonah tuvo que asumir la responsabilidad que tenía Meir con el pequeño Eleazar, un delicado y enternecedor chiquillo de siete años. Le contaba al niño historias sobre su hermano mayor para que jamás lo olvidara y a veces tomaba la guitarra moruna de Meir, tocaba melodías y ambos entonaban canciones. Le había prometido a Eleazar que le enseñaría a tocar la guitarra, tal como Meir le había enseñado a él. Eso era lo que Eleazar quería hacer cuando Yonah lo encontró jugando a la guerra con piedras y ramitas de árbol a la sombra de la casa. Yonah sacudió la cabeza.
—¿Bajarás al río? —le preguntó Eleazar—. ¿Podré acompañarte?
—Hay trabajo que hacer —contestó Yonah, imitando sin darse cuenta el tono de voz de su padre mientras se llevaba al niño al taller.
Ambos estaban sentados en un rincón bruñendo plata cuando David Mendoza y el rabino José Ortega entraron en el taller.
—¿Qué noticias hay? —preguntó Helkias.
Mendoza sacudió la cabeza. Era un fornido constructor de mediana edad y tez muy pálida al que le faltaban varios dientes.
—No son buenas, Helkias. Ya no es seguro recorrer a pie la ciudad.
Hacia tres meses que la Inquisición había ejecutado a cinco judíos y a seis conversos, acusados de haber hecho once años atrás un conjuro en el que, según se decía, habían utilizado una oblea consagrada y el corazón de un niño cristiano crucificado, con el propósito de provocar la locura en todos los buenos cristianos. Aunque el niño jamás se había identificado —¡no se había echado en falta ningún niño cristiano!—, varios acusados sometidos a dolorosas torturas habían revelado detalles de la presunta acusación. Todos habían sido quemados en la hoguera, incluidas las efigies de tres de los condenados que habían muerto antes de la celebración del auto de fe.
—Algunos ya están rezando al niño «
mártir
». Su odio envenena el aire —dijo Mendoza en tono abatido.
—Tenemos que acudir a nuestros reyes en demanda de protección —señaló el rabino Ortega.
El rabino era un hombre bajito y huesudo con una mata de cabello blanco. La gente sonreía cuando lo veía avanzar tambaleándose en la sinagoga con el pesado rollo de la
Torá
para que los fieles lo tocaran o lo besaran. Todo el mundo lo respetaba, pero en este caso Mendoza discrepaba de él.
—El rey es también un hombre capaz de profesar amistad y mostrar simpatía, pero últimamente la reina Isabel se ha vuelto contra nosotros. Fue educada en el aislamiento por unos clérigos que moldearon su mente. El inquisidor general Tomás de Torquemada, mal rayo lo parta, fue confesor de Isabel durante su infancia y ejerce gran influencia sobre ella. —Mendoza sacudió la cabeza—. Temo los días que se avecinan.
—Hay que tener fe, David, amigo mío —dijo el rabí Ortega—. Tenemos que ir a rezar juntos a la sinagoga. El Señor oirá nuestras súplicas.
Los dos muchachos habían interrumpido su tarea de bruñir unas tazas de plata. Eleazar estaba preocupado por la tensión de los rostros de los adultos y el visible temor que reflejaban sus voces.
—¿Eso qué quiere decir? —le preguntó en un susurro a Yonah.
—Después te lo explicaré todo —le contestó Yonah en voz baja, a pesar de que no estaba muy seguro de haber comprendido lo que estaba ocurriendo.
A la mañana siguiente, un oficial armado se presentó en la plaza del concejo de Toledo. Lo acompañaban tres trompeteros, dos magistrados y dos hombres armados del alguacil. Leyó una proclama en la que se comunicaba a los judíos que, a pesar de su larga permanencia en España, deberían abandonar el país en un plazo de tres meses. La Reina ya había expulsado a los judíos de Andalucía en 1483. Ahora les pedían que abandonaran todas las comarcas del Reino de España: Castilla, León, Aragón, Galicia, Valencia, el principado de Cataluña, el estado feudal de Vizcaya y las islas de Cerdeña, Sicilia, Mallorca y Menorca.
La proclama se fijó con un clavo en la pared. El rabino Ortega lo copió con una mano tan temblorosa que tuvo dificultades para comprender algunas palabras cuando las leyó en una reunión urgente del Consejo de Treinta.
"Todos los judíos y judías de cualquier edad que vivan, residan y moren en nuestros mencionados reinos y dominios… no deberán regresar jamás ni residir en ellos o en alguna parte de los mismos, ya como residentes, viajeros o en cualquier otra forma, bajo pena de muerte… Y ordenamos y prohibimos que cualquier persona o personas de nuestro mencionado Reino se atreva públicamente o en secreto a recibir, dar cobijo, proteger o defender a ningún judío o judía… so pena de perder sus propiedades, vasallos, castillos y otras posesiones".
A todos los cristianos se les prohibió severamente experimentar una falsa compasión. Entre otras cosas, se les prohibía «
conversar y mantener tratos… con los judíos, recibirlos en vuestras casas, trabar amistad con ellos o darles cualquier alimento para su sustento
».
La proclama se había hecho «
por orden del Rey y la Reina, nuestros señores, y del reverendo prior de la Santa Cruz, inquisidor general en todos los reinos y dominios de Sus Majestades
».
El Consejo de Treinta que gobernaba a los judíos de Toledo estaba integrado por diez representantes de cada uno de los tres estados: destacados prohombres de la ciudad, mercaderes y artesanos. Helkias formaba parte de él por ser un maestro platero, y en esta ocasión la reunión se celebraba en su casa.
Los consejeros estaban anonadados.
—¿Cómo se nos puede arrancar tan fríamente de una tierra que significa tanto para nosotros y de la que hasta tal punto formamos parte? —preguntó en tono vacilante el rabí Ortega.
—El edicto es una más de las muchas estratagemas reales para sacarnos más dinero en impuestos y sobornos —dijo Juda ben Solomon Avista—. Los reyes españoles siempre han admitido que somos su vaca lechera más rentable.
Se oyó un murmullo de asentimiento.
—Entre los años 1482 y 1491 —intervino Joseph Lazara, un anciano mercader de harinas de Tembleque—, aportamos nada menos que cincuenta y ocho millones de maravedíes a los gastos de guerra y otros veinte millones en «
préstamos obligatorios
». Una y otra vez la comunidad judía se ha endeudado hasta las cejas para poder pagarlos exorbitantes «
impuestos
» o para hacer una «
donación
» al trono a cambio de nuestra supervivencia. Seguro que esta vez ocurrirá lo mismo.
—Tenemos que recurrir al Rey y solicitar su intervención —observó Helkias.
Discutieron acerca de la persona que debería presentar la petición y acordaron que ésta fuera don Abraham Seneor.
—Es el cortesano judío al que más aprecia y admira Su Majestad —señaló el rabí Ortega. Muchas cabezas asintieron en señal de conformidad.
Los cambios
Abraham Seneor tenía ochenta años y, aunque conservaba una mente preclara y perspicaz, su cuerpo ya estaba muy cansado. Su historia de duros y peligrosos servicios a los monarcas había comenzado con la concertación de las nupcias secretas que el 19 de octubre de 1469 habían unido en matrimonio a dos primos: Isabel de Castilla, de dieciocho años, y Fernando de Aragón, de diecisiete.
La ceremonia había sido clandestina porque contravenía los deseos del rey Enrique IV de Castilla, quien deseaba que su hermanastra Isabel se casara con el rey Alfonso de Portugal. La infanta se había negado a obedecer y le había pedido que la nombrara heredera de los tronos de Castilla y León, prometiéndole que sólo se casaría con su consentimiento.
Enrique IV de Castilla no tenía hijos varones (sus súbditos se burlaban de él llamándole Enrique el Impotente), pero tenía una hija llamada Juana que, según se creía, no era suya y de su esposa Juana de Portugal, sino fruto de los amores de ésta con Beltrán de la Cueva. Cuando el Rey quiso nombrar heredera a Juana, estalló el conflicto. Los nobles retiraron su apoyo a Enrique y reconocieron como soberano a Alfonso, que por entonces tenía doce años y era el único hermano de Isabel. El muchacho fue encontrado muerto en su cama, presuntamente envenenado, dos años más tarde.