¿Por qué los seres humanos son tan diferentes? ¿Por qué son tan combativos? ¿Por qué tan mortíferos? Y dado que lo son, y puesto que rigen la Tierra, ¿se trata de un caso en que los tipos desagradables acaban primero?
Supongamos que pensamos acerca de la diferencia entre los seres humanos y otros animales. Seguramente que, para empezar, existe una diferencia en inteligencia. Los seres humanos tienen considerablemente mayor potencia cerebral que los demás animales, y tal vez seamos los únicos animales con un auténtico sentido del tiempo, como consecuencia de dicha inteligencia. ¿No produce esto una diferencia?
Cuando el animal lucha por un objeto específico, es una criatura que sólo tiene el momento presente. Si el objeto específico desaparece, como cuando el animal en competición se apodera de la comida, o la perspectiva de una compañera se esfuma, o cuando el animal se juzga a sí mismo como perdedor y huye… Todo ha terminado. Después de que el objetivo, o el enemigo, o ambas cosas se encuentran fuera del alcance sensorial, la razón para el combate ha terminado, y ya no es necesario ni el recuerdo del pasado combate ni la anticipación de la futura lid sirve para perturbar la ecuanimidad del actual momento pacífico. (No digo que un animal lo suficientemente inteligente no recuerde o anticipe todo esto, sino que opino que no es lo suficientemente intenso como para perturbar le apacible presente.)
Sin embargo, supongamos que la inteligencia progresa hasta el punto en que el tiempo se haga algo de la mayor importancia; cuando tanto la memoria como la anticipación son más fuertes que el momento actual.
En tal caso, si
X
lucha contra
Y
;
X
recuerda pasadas peleas en que
Y
le ha causado problemas, o incluso tal vez le haya estorbado, y
X
anticipa ya posteriores problemas de esa misma clase en el futuro.
La intensidad del combate es posible que aumente cuando
X
no se proponga, meramente, expulsar a
Yo
conseguir un objetivo inmediato, sino infligir una derrota lo suficientemente grande como para borrar todos los problemas pasados y, tal vez, impedir otros trastornos futuros.
Incluso, si
y
ha proporcionado a
X
los
suficientes
problemas, en ese caso
X
puede hallarse dispuesto para luchar en el momento en que note la presencia de
Y,
incluso aunque no exista un fin inmediato que haría significativa la victoria.
Hasta es posible que el recuerdo de pasadas derrotas pueda ser tan fuerte y continuamente penoso que
X,
sin ninguna causa e incluso sin que la presencia de
Y
actúe como gatillo, planee, deliberadamente, combatir en el futuro (bajo condiciones favorables para sí mismo) a fin de restaurar el equilibrio.
Aunque
X
resulte victorioso en un combate, pero sólo por estrecho margen, puede tener la inteligencia de anticipar la posibilidad de una derrota la próxima vez y, de forma deliberada, buscar el conflicto (en condiciones favorables para sí mismo), a fin de infligir una derrota abrumadora, de una vez por todas: infligir la muerte, si es posible, y acabar así con el problema.
En resumen, el crecimiento de la inteligencia es capaz de introducir nuevos motivos para el conflicto —vergüenza, temor, deseo de venganza o de seguridad—, todos los cuales no impliquen una querella inmediata y no puedan ser satisfechos con una victoria mínima.
En ese caso, los seres humanos son más repugnantes que los demás animales, no porque sean razonablemente desagradables, sino a causa de que son más inteligentes que los otros animales. La inteligencia en sí, inevitablemente, aumenta los aspectos desagradables del conflicto.
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Aquí hay otra cualidad que parece ir de la mano con el aumento de inteligencia, y que radica en una creciente habilidad para inclinar el universo al deseo de uno, tomando ventaja (a sabiendas o sin saberlo) de la forma en que el universo funciona. Para exponerlo de otro modo, la inteligencia puede llegar a implicar el desarrollo de una tecnología.
Se necesita considerable inteligencia para hacer esto en una escala significativa, y sólo el
Horno sapiens,
en la historia de más de tres mil millones de años de duración de la vida sobre la Tierra, ha desarrollado la suficiente inteligencia (tanto en cantidad o en cualidad, o en ambas cosas) para desarrollar una tecnología significativa.
Mediante la tecnología, los seres humanos han desarrollado herramientas para ampliar y refinar sus capacidades naturales e influir en su medio ambiente, y coloca todas esas herramientas al servicio de su propensión a la violencia unos contra otros.
El conflicto entre los seres humanos se ha convertido no sólo en una actuación de brazos, pies, cabezas, dientes y uñas, sino en la interacción de piedras, huesos, clavos, cuchillos, lanzas, flechas, y así de forma indefinida.
Resulta simple comprobar que, cuanto más inteligente se vuelve una especie, y durante más tiempo sigue siendo inteligente, mayor resulta el daño que puede llegar a infligir a los propios miembros de su especie, a otras especies y, en general, al mundo.
Naturalmente, los seres humanos, a medida que se han hecho más inteligentes, o han conseguido mayor experiencia, o ambas cosas, pueden aprender a reparar los daños debidos al conflicto, y a hacerlo con mayor rapidez y efectividad.
Sin embargo, ¿se mantiene por delante la habilidad para reparar respecto de la habilidad para destruir? Parecería que, a medida que la tecnología se hace más compleja, también se vuelve más vulnerable, por lo que, aunque la habilidad para destruir se incremente con rapidez, las dificultades para reparar también aumentan. A partir de esto, debemos deducir que la capacidad para la destrucción puede superar la capacidad para reparar. Más pronto o más tarde, pues, la tecnología será destruida, probablemente junto con la civilización, e incluso es también posible que le suceda igual a la misma Humanidad…
E incluso aunque la Humanidad sobreviva, puede faltar la capacidad para restaurar una tecnología avanzada, a causa de la desaparición de fuentes de energía baratas y simples. Y, aunque podamos restaurar una tecnología avanzada, sólo conseguiremos, a corto plazo, una nueva destrucción.
La conclusión final, pues, parece ser que la clase de inteligencia que conduce a la tecnología es auto limitad ora e incluso autodestructora, y no sólo sobre la Tierra sino, presumiblemente, sobre cualquier mundo en que una inteligencia de este tipo se haya desarrollado.
En dicho caso, el Universo puede haber sido testigo de la ascensión de incontables civilizaciones, que se hallan en la actualidad muertas, excepto algunas pocas, como la nuestra, que son aún demasiado jóvenes para haber muerto, pero que se hallan predestinadas a hacerlo pronto. (Digamos de pasada que me referí, brevemente, a todo esto en «¿Dónde están todos?»,
F
SF,
diciembre de 1978.)
Y tal vez un número incontable de civilizaciones deban aún ascender durante el tiempo de vida que todavía le quede al Universo, y sólo para morir rápidamente a su vez.
En otras palabras, los tipos malos, aunque a la corta triunfen, a la larga acabarán mal.
Pero, un momento…
Hasta este momento sólo he considerado la maldad del
Homo sapiens,
su propensión a los conflictos y la competición para rebanar pescuezos. ¿No existen factores que puedan alterar la pésima conclusión a la que he llegado?
Sin embargo, existe algo por la que no toda la competición y conflicto son malos. Se trata de la fructífera competición para alcanzar un objetivo interesante, a cambio de alguna recompensa que no implique un daño físico directo para el perdedor.
Incluso los conflictos malignos tienen sus beneficiosos efectos colaterales. En lo más crucial de la guerra, se pide un gran auto sacrificio, el cual se obtiene, mientras que los registros muestran que las artes y las ciencias florecen en los momentos de tensión.
Pero, sin embargo, esto no es aún suficiente. Si el conflicto aumenta con firmeza hacia algo más mortífero con el tiempo, el objetivo estará a punto de alcanzarse cuando ya no sea posible que efectos laterales del espíritu de competición eviten la destrucción.
De todos modos, al hablar del auto sacrificio que se exige en la guerra, no estoy hablando de cooperación. Si el conflicto es «feo», la cooperación es «agradable» y, seguramente, el
Homo sapiens
tiene también capacidad para lo «bello».
No toda competición es tan maligna, ni toda cooperación es tan beneficiosa. La cooperación de la colmena o del hormiguero, que destruye la capacidad de iniciativa y creatividad individual, y limita la potencialidad para la diversidad, puede mantener con vida a una especie, pero retarda, e incluso detiene, el crecimiento de la tecnología. Aunque tal cooperación no conduzca a la muerte, puede llevar a la muerte en vida, que tampoco es mucho mejor.
El tipo de cooperación suscitada por el conflicto, que puede dirigirse a hacer del todo más probable la victoria, se parece mucho a la actividad de la colmena en la Naturaleza, como puede atestiguar cualquiera que haya estado en las fuerzas armadas, y ésta no es mi idea de una cooperación beneficiosa.
¿Es posible que exista cooperación, pero de una clase más débil, que deje lugar para la individualidad e incluso para la competición no maligna?
Tal vez la cooperación no se suscita con tanta facilidad como la competición, pero la competición lleva a la guerra, y ya he dicho que la guerra lleva a la cooperación de una clase. Incluso sucede así en las guerras primitivas.
Si la especie es lo suficientemente inteligente como para tener memoria y previsión, los individuos que han sufrido una derrota, o que temen la derrota futura, pueden ver el valor de buscar aliados. Así, si
X
es derrotado por
Y, X
y
Z
juntos pueden derrotar a
Y.
El desarrollo de la noción de cooperación no es sólo una posibilidad, sino una virtual certeza, por lo menos en el
Horno sapiens.
Mientras los gorilas y orangutanes son seres solitarios, los chimpancés son tribales e, indudablemente, los homínidos fueron tribales desde el principio.
Las tribus tienen otros usos que la autodefensa, incluso entre los animales de sólo una inteligencia moderada. Por ejemplo, pueden convertirse en bandas de cazadores.
Un ser humano, incluso armado con una lanza o un arco y flechas, no puede hacerle nada a un mamut, excepto observarle a distancia segura. Un grupo de seres humanos que cooperen, armados cada uno con iguales armas primitivas, puede destruir un mamut, e incluso tales grupos consiguieron, mucho antes del nacimiento de la civilización, llevar a estas magníficas criaturas a la extinción, al mismo tiempo que otras especies más grandes, pero insuficientemente inteligentes.
De todas las especies tribales, sólo el
Horno sapiens
ha desarrollado una tecnología y, en realidad, es muy poco, en el camino de la tecnología, lo que un simple ser humano pueda llegar a desarrollar partiendo de sólo la frotación. Un grupo de seres humanos, con diversos talentos, es mucho más probable que tengan una sucesión de ingeniosas ideas que conduzcan al crecimiento de la tecnología.
Y no sólo esto, sino que el desarrollo de la tecnología parece requerir, inevitablemente, la existencia de cada vez más numerosos grupos que cooperen en mantener esa tecnología en su nivel existente y provocar asimismo un ulterior crecimiento.
El desarrollo de la agricultura requiere una gran población de granjeros, no sólo para labrar los campos, desherbarlos, azadonarlos, sembrarlos y segarlos, y hacer todo el trabajo requerido para producir un abastecimiento anual de alimentos, sino también para fabricar los aperos necesarios, construir y mantener los diques de irrigación, alzar ciudades amuralladas y reunir armamentos para protegerse de las tribus que les rodeaban, las cuales, por no haber sembrado, estarían muy contentas de recoger las cosechas por la fuerza.
Afortunadamente, el desarrollo de la agricultura hizo posible el mantener a una población superior a la que hubiera sido posible sin ella. En general, ha sido cierto que los avances de la tecnología han producido y empleado, a un mismo tiempo, a una población mayor y más densa que con anterioridad.
Sin embargo, para que la tecnología funcione —y éste es el punto crucial—, debe haber cooperación y, por lo menos, una unidad política lo suficientemente grande como para ser económicamente provechosa. A través de la Historia, a medida que la tecnología ha avanzado, el tamaño de esas unidades económicas se ha incrementado de forma necesaria, desde las reuniones tribales, hasta las ciudades Estado, las naciones y los Imperios.
Donde se han llevado a cabo esas unidades de cooperación, a pesar de la tendencia natural a una competición destructiva, ha tenido lugar la aplicación de una autoridad gubernamental, una Policía interna y, sobre todo, unas estructuras de costumbres, de presión social y de religión.
El avance general en el tamaño de las unidades, junto con la cooperación sostenida, en los días actuales, ha conseguido el control gubernamental sobre una población de 950 millones de personas en China; 22 millones de kilómetros cuadrados de extensión en la Unión Soviética, y un tercio de la auténtica riqueza del mundo, en Estados Unidos.
El avance no ha sido ni suave ni firme. Las tensiones de decadencia interna y presión externa han llevado a la caída de los Imperios, y a la periódica destrucción de la autoridad central y su reemplazo por unidades más pequeñas. Tales períodos de regresión llevan al final a una «edad oscura».
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Hoy, el mundo ha emprendido una descomposición centrífuga políticamente, como se derrumbó el antiguo Imperio europeo, cuando todas las minorías culturales comenzaron a pedir naciones propias; pero las unidades económicas continúan haciéndose cada vez mayores, y la única unidad económica que hoy tiene sentido es la de todo el planeta.
En cierto aspecto, son las unidades políticas las que cuentan, pues son las que hacen la guerra. Aunque la paz se mantenga dentro de las unidades (si ignoramos el crimen endémico y la violencia, además del terrorismo ocasional, la rebelión y la guerra civil), existe la guerra entre ellas.