Ella levantó la vista, un poco sobresaltada.
—Marqués…
—¡Oh, no! —dijo Valfierno, quitándose el sombrero mientras se acercaba a la mesa—. Eduardo, o Edward, si lo prefiere. Debo insistir, ciertamente.
Mistress
Hart le devolvió una educada sonrisa.
—Veo que ha descubierto uno de los secretos mejor guardados de Buenos Aires —dijo Valfierno abarcando con un gesto del brazo el restaurante—. El
asador
[24]
prepara los mejores
chinchulines
[25]
de toda la ciudad.
—Pensé que dar un paseo y quizá tomar un té le vendría bien a mi madre —dijo
mistress
Hart—, aunque se espera que volvamos pronto. ¿Le importaría… acompañarnos?
—¡Oh!, no querría molestarlas.
Con una fugaz mirada a su madre, ella se volvió y dijo:
—Me gustaría que se quedara. Nos gustaría que se quedara.
—Bueno. Un momento, quizá —dijo Valfierno mientras separaba la silla restante y se sentaba.
—El plato que ha mencionado —dijo
mistress
Hart—, la especialidad del chef…
—¡Ah, sí! Los
chinchulines
[26]
. Me parece que en el sur de los Estados Unidos los llaman
chitlins
.
—Ya —dijo ella con un mohín divertido—. De cerdo… —añadió, señalando discretamente el estómago.
—Así es —dijo Valfierno—. Mencionó usted el té. Le recomiendo la
yerba mate
[27]
, una deliciosa especialidad local.
Valfierno llamó al
camarero
[28]
y pidió para los tres té y pasteles. Cuando el hombre se apartó, Valfierno hizo algunos comentarios sobre el tiempo y la calidad de los distintos restaurantes que había en aquella calle y después, como de pasada, le preguntó su opinión sobre Buenos Aires.
—A decir verdad —replicó
mistress
Hart—, no hemos tenido muchas oportunidades de ver la ciudad. Mi esposo prefiere quedarse en el hotel la mayor parte del tiempo.
—Es una lástima. Dicen que Buenos Aires es el París de Sudamérica, una fama bien merecida.
Llegó el té con unos pasteles de cacao dulce. Valfierno, cuidando de no parecer demasiado inquisitivo, limitaba sus observaciones a lo relativo a la comida y la bebida. Insistió en que bebieran el té mediante las
bombillas
[29]
, las tradicionales cañas metálicas que el
camarero
[30]
había traído, y
mistress
Hart así lo hizo, divertida. Mientras comían y bebían, se produjo una pausa bastante larga y algo incómoda. Valfierno esperó a que fuera
mistress
Hart quien rompiera el silencio. No se vio defraudado.
—Tengo que… pedirle disculpas por mi esposo —comenzó a decir con cierto titubeo—. Este viaje ha sido muy estresante y, aunque no puedo decir que apruebe del todo sus intenciones en la cuestión de la pintura, debe comprender que sus preocupaciones contribuyen en gran medida a su estado de ánimo en general y a su indecisión en particular.
—Naturalmente —dijo Valfierno, acompañando la palabra con un gesto de la mano—. Comprendo perfectamente sus dudas. Antes de proceder, debe sentirse cómodo con la transacción; así ha de ser.
Ambos intercambiaron unas sonrisas atentas.
Se produjo otro silencio. Valfierno esperaba que ella mencionara la pérdida del pasaporte de su esposo. Tenía la sensación de que quería abrirse a él, pero se reservaba por alguna razón. Tenía que aventurarse; a veces, hacía falta un empujón para penetrar incluso los límites más externos de la intimidad.
—Me intriga, sin embargo, una cosa —comenzó, indeciso.
—¿Sí?
—Bueno, perdone mi franqueza, pero…
Se detuvo, haciendo como si le costara continuar. Como había previsto, la expresión de
mistress
Hart adoptó un aire inquisitivo, que él interpretó como una autorización tácita para proseguir.
—
Mistress
Hart —continuó—, si me permite decirlo, es usted una mujer muy hermosa…
—Marqués… —dijo ella, aparentando sentirse ofendida por la observación, pero revelando con un ligero rubor que también la había halagado.
—Solo pongo en palabras lo evidente. Lo que quiero decir es… me parece que usted podría haber escogido a cualquier hombre. ¿A qué debe su buena fortuna
mister
Joshua Hart?
—Marqués —dijo ella en un intento evidente de proyectar más indignación de la que sentía—, me temo que eso no le importa.
—Evidentemente no —concedió Valfierno—. A mi imprudencia solo la supera mi curiosidad. Bueno, me temo que ya he abusado demasiado de su tiempo.
Puso unas monedas sobre la mesa.
—¡Oh!, no hace falta —protestó
mistress
Hart.
—Naturalmente que no —dijo Valfierno mientras cogía su sombrero y se levantaba de la mesa—, pero es un placer hacerlo. Creo que la veré de nuevo por la mañana.
—¡Oh! Pero ha ocurrido algo —dijo—. Ha estallado una crisis.
Valfierno respiró con alivio. Por un momento, pensó que había cargado demasiado la mano, siendo demasiado agresivo. Lentamente, tomó asiento de nuevo, con la preocupación pintada en su rostro.
—¿Una crisis? ¿Qué clase de crisis?
—Bueno, verá —comenzó ella, dudando un momento antes de continuar—, parece que mi esposo ha perdido su cartera y su pasaporte. En realidad, sospecha que una de las camareras puede habérselos robado.
—Sin duda, puede ir al banco y al consulado de los Estados Unidos para solicitar un nuevo pasaporte —sugirió Valfierno.
—El dinero no es problema. Pero su pasaporte… Telefoneó inmediatamente al consulado, pero le informaron de que, en el mejor de los casos, pasaría una semana o más antes de que le expidieran un nuevo documento. El viaje de regreso dura casi dos semanas. Dos días después de nuestra llegada prevista a Nueva York, tiene que presidir una reunión para discutir la consolidación de los ferrocarriles de la Costa Este.
—Conoce bien los negocios de su esposo —dijo Valfierno.
—¿Acaso es tan raro? Él cree que no me interesa nada de lo que atañe a sus asuntos, pero sé de ellos más de lo que probablemente querría. Y sé que, si no está en esa reunión, podría costarle mucho dinero.
—Ciertamente,
es
una crisis —admitió Valfierno.
—De manera que —concluyó
mistress
Hart— si mi esposo se ve obligado a permanecer en Buenos Aires un día más de lo previsto, me temo que se pondrá completamente insoportable.
Valfierno se echó hacia atrás, tocándose los labios con la punta de los dedos. Se tomó su tiempo; no quería que ella pensara que tenía preparado lo que diría a continuación. Después, como si se le hubiese encendido una luz repentina en la cabeza, su mirada se clavó de repente en ella y se inclinó hacia delante con entusiasmo.
—Creo,
mistress
Hart, que nuestro encuentro de hoy estaba predestinado. Soy un hombre con muchas conexiones. Estoy seguro de que, con un poco de suerte, puedo tener los documentos que necesita su marido para mañana por la mañana.
—¿Podría hacerlo? ¿Lo haría?
—Desde luego —dijo Valfierno, y se detuvo antes de añadir en voz baja—: Sobre todo por usted.
Ante estas palabras, ella retrocedió y su expresión, que un instante antes había mostrado entusiasmo, de repente se puso en guardia.
—Y, por supuesto —corrigió Valfierno—, por su querida madre también.
—Se lo agradeceríamos mucho. Es usted muy amable.
Él hizo una ligera inclinación de cabeza en señal de reconocimiento, pero entonces una sombra de preocupación atravesó su rostro, acompañada de un suspiro de cansancio.
—¿Ocurre algo? —preguntó
mistress
Hart.
—Bueno —comenzó Valfierno, enfatizando su aparente renuencia a continuar—, sigue aún en pie la pequeña cuestión de mi acuerdo de negocio con su esposo.
—La pintura.
—Sé que usted no lo aprueba —prosiguió Valfierno—, pero corrí un riesgo importante para conseguir el lienzo, por no hablar de los gastos.
—Me lo imagino —dijo ella, alerta.
—Parece que su esposo no está muy seguro de si quiere que nuestro acuerdo llegue a buen puerto, en mutuo beneficio. Si se viese obligado a permanecer en Buenos Aires durante una semana o más, yo dispondría de más tiempo para convencerlo de que sus temores son infundados.
Ella volvió a sentarse en la silla, sin poder ocultar la decepción pintada en su rostro.
—Lo entiendo perfectamente. Usted tiene sus propias consideraciones en esta cuestión.
—Y, compréndalo, no solo pienso en mí mismo. Hay otras personas implicadas que también han corrido un gran riesgo.
—Por supuesto, usted debe hacer lo que crea conveniente —dijo ella, tratando de alterar la voz lo menos posible—. Ahora, creo que deberíamos volver al hotel —añadió, y puso la mano sobre el brazo de su madre.
—Por favor —dijo Valfierno, tocando brevemente el antebrazo de ella—,
mistress
Hart. Solo menciono estas cosas porque no tengo más remedio. No tengo intención de echarme atrás en cuanto a mi oferta anterior. Naturalmente, supondrá algunos gastos menores, pero su esposo tendrá los documentos necesarios por la mañana.
Ella iba a decir algo cuando él levantó la mano.
—No, está decidido. Estoy encantado de serle útil. El acuerdo entre su esposo y yo no debe preocuparla.
Él había llegado hasta donde podía. A los ojos de Hart, Valfierno habría tenido conocimiento legítimo de la pérdida de su pasaporte por medio de su esposa. Ahora podía ponerse en contacto con Hart y ofrecerle sus servicios. Naturalmente, tendría que conseguir su objetivo original relativo a la pintura antes de entregarle un pasaporte
falsificado
poco antes. La operación tenía un tufillo a chantaje un poco fuerte para el gusto de Valfierno, pero no veía otra alternativa. Se sentía extrañamente culpable de la manipulación a la que había sometido a
mistress
Hart, pero había sido inevitable.
—Ahora, si me permite, haré las gestiones necesarias.
Mientras recogía su sombrero y echaba su silla para atrás, se percató de que
mistress
Hart miraba nerviosa a su madre, como si buscara consejo.
Antes de que él pudiera levantarse, dijo ella, no muy convencida:
—Quizá…
—¿Sí?
—Quizá… haya una forma de que ustedes, mi esposo y usted, puedan beneficiarse de esta situación.
El corazón de Valfierno se aceleró. ¿Acaso era posible que ella fuese a facilitar aún más el asunto?
—¿Y de qué modo? —preguntó Valfierno, sentándose de nuevo en su silla.
Ella se volvió una vez más hacia su madre y Valfierno pudo notar el deseo que sentía de compartir la situación con ella. Por fin, se volvió hacia él, con una fina expresión de resolución en su rostro.
—Usted podría decirle a mi esposo… —dijo, vacilante.
Valfierno la estimuló con una mirada inquisitiva.
Ella inspiró un instante antes de dejar que brotaran las palabras.
—Podría decirle que solo le proporcionará el pasaporte si le compra la pintura.
—
Mistress
Hart —dijo Valfierno con auténtico asombro—, me sorprende.
Ella se inclinó hacia delante.
—Sería justo tener en cuenta la cantidad de problemas a los que usted ha hecho frente. —Lo dijo con un inesperado fervor, pero rápidamente recobró su aplomo, reforzando lo dicho al añadir—: Y, además, sé que a mi esposo, a pesar de sus dudas, le sigue gustando tener la pintura en sus manos.
Esto era más de lo que Valfierno podía esperar. Si le proponía directamente el intercambio a Hart, corría el riesgo de infundirle sospechas. O bien Hart podría sentirse acorralado y, simplemente, rechazarlo sin más. Pero, si su esposa le presentara la idea y le dijera que lo había pensado mejor y que, al menos en principio, lo aceptaba, Hart estaría más inclinado a seguir adelante. Por supuesto, podría reprochar a su esposa que lo hubiese aceptado en su nombre, pero Valfierno lo justificaba diciéndose a sí mismo que el hecho de abandonar Buenos Aires lo antes posible también la beneficiaba a ella y beneficiaba a su madre.
—Como decía usted —musitó Valfierno—, en beneficio mutuo.
—Yo se lo diré —añadió ella, plenamente comprometida ahora y acariciando su idea—. Le diré que me encontré en la calle con usted, hablamos y que yo le hice esta propuesta. El tiempo revestía la máxima importancia, por lo que me tomé la libertad de aceptar ese acuerdo en su nombre. ¿Lo ve? Resuelve los problemas de todos. Usted recibe el pago de sus esfuerzos y nosotros podremos regresar mañana a Nueva York.
Valfierno simuló que sopesaba todo esto mentalmente mientras no salía de su asombro por el entusiasmo de ella con la idea.
—Puede que no le haga gracia que no se le consultara sobre la cuestión —dijo finalmente él.
—El dinero no tiene importancia para él —respondió
mistress
Hart, tratando de vender la idea de nuevo—. Le preocupan hasta cierto punto las autoridades, sí, pero eso no es nada en comparación con su deseo de abandonar su hermosa ciudad lo antes posible.
Valfierno desvió la vista, moviendo la cabeza y poniendo en su rostro una expresión de divertida incertidumbre.
—Bien —lo retó ella—, ¿qué dice?
Valfierno la miró, dejando que el momento se alargase un poco más, antes de que su cara se iluminara con una sonrisa apreciativa.
—Digo,
mistress
Hart, que es usted una mujer muy notable.
Mistress
Hart estaba visiblemente encantada de que él hubiera aceptado su propuesta. Pero su sonrisa solo duró unos segundos.
—Muy bien, entonces —dijo, recuperando la compostura—. Madre, tenemos que irnos.
Valfierno se levantó mientras
mistress
Hart ayudaba, solícita, a su madre a ponerse en pie.
—Nos veremos mañana a las diez en el muelle —añadió ella, mientras recogía su sombrero y sus largos guantes blancos—, una hora antes de que zarpe el barco.
—¿Y está segura de que quiere hacer esto?
—Sí, muy segura. Buenos días, marqués. Vamos, madre.
Mientras
mistress
Hart guiaba a su madre de vuelta, en dirección al hotel, Valfierno experimentaba una extraña combinación de sentimientos: euforia, a sabiendas de que su plan había tenido éxito, superando todas las previsiones, y cierta medida de culpa por haber implicado a aquella mujer.