—Adelante, cójala —lo animó Valfierno.
Con cautela, Hart aceptó la estilográfica. Valfierno agarró un lado de la parte inferior del marco y, con cuidado, lo apartó de la pared.
—Haga una señal en la parte trasera de la tela. Sus iniciales, si le parece. Algo que pueda reconocer.
Hart dudaba.
—Nos queda poco tiempo, señor —lo dijo sin prisa ni preocupación. Una sencilla constatación de un hecho.
La respiración de Hart se hizo trabajosa y entrecortada mientras, inclinándose hacia la pared, agarraba la esquina inferior del marco con su mano izquierda y garabateaba algo en la parte de atrás de la pesada tela. Valfierno dejó que la parte inferior del marco quedara suavemente en su posición, asegurándose de que el cuadro quedara derecho.
—Espero que sepa lo que está haciendo —dijo Hart, devolviéndole la estilográfica.
Valfierno puso el capuchón en su sitio.
—El resto déjemelo a mí.
Al salir de la galería, Valfierno y Hart se cruzaron con un desgarbado joven del personal de mantenimiento, que llevaba un largo guardapolvos blanco y una capucha que le cubría la cara, mientras pasaba una fregona por el suelo húmedo. A un lado del arco de entrada, habían colgado un letrero provisional que rezaba: «GALERÍA CERRADA». Hart lanzó al hombre una mirada de desprecio cuando se vio obligado a pisar sobre un pequeño charco. No se dio cuenta de que Valfierno y el empleado de mantenimiento intercambiaron una fugaz mirada y, al pasar, el marqués le hizo una ligera y convenida inclinación de cabeza.
Valfierno, Joshua Hart y las dos damas fueron los últimos visitantes que salieron del museo. Hart fue el primero en bajar la escalinata, en evidente estado de agitación. Valfierno descendió con
mistress
Hart y su madre.
—Mañana —comenzó— tendrán mucho más tiempo para disfrutar de las joyas del museo.
—Sí —dijo
mistress
Hart—. Eso espero.
Joshua Hart estaba esperando al final de la escalera, dándoles la espalda. En cuanto pusieron el pie en la plaza tras él, se volvió y le disparó a Valfierno una pregunta en tono desafiante:
—Y ahora, ¿qué pasa?
Valfierno miró a su alrededor para asegurarse de que no hubiera cerca ningún oído indiscreto.
—Por la mañana, le llevaré el objeto en cuestión a su hotel.
—Tengo que decirle —manifestó Hart— que estoy empezando a sentirme incómodo con toda esta cuestión.
Cierto grado de resistencia del cliente en el último minuto no era raro, por supuesto, pero Valfierno no había previsto esta salida de Hart.
—No hay nada de que preocuparse; puedo asegurárselo.
—Necesitaré cierto tiempo para pensarlo. Quizá no sea una buena idea, después de todo. —Hart hablaba más para sí mismo que para otra persona.
Valfierno tuvo que cambiar de tema rápidamente. Lo último que deseaba era que su cliente le diera demasiadas vueltas a los posibles riesgos implicados.
—Me parece que necesita airear la mente un rato —dijo con su voz más tranquilizadora—. La noche está cayendo. La frescura del aire invita a una exploración de la ciudad.
—¿A esto le llama fresco? —dijo Hart—. A duras penas puedo respirar.
—En realidad —comenzó
mistress
Hart en respuesta a Valfierno—, habíamos hablado de hacer quizá una visita al zoo —dijo, con una voz que parecía esperanzada, aunque indecisa.
—Una magnífica idea —dijo él, agradecido por la involuntaria ayuda prestada por la joven mujer—. Está abierto por lo menos hasta las siete y el recinto del jaguar es visita obligada.
—Mi madre tiene muchas ganas de ir a verlo, ¿no es así, madre?
La mujer mayor solo mostró una ligerísima reacción, más al tacto de la mano de su hija que a sus palabras.
Hart prestó atención a las mujeres por primera vez desde la salida del museo.
—No digas tonterías —dijo, enmascarando su irritación bajo una capa de preocupación—. Hace demasiado calor para eso y las calles son demasiado peligrosas por la noche. Es mejor que regresemos al hotel.
Los labios de
mistress
Hart se entreabrieron ligeramente como si fuera a responder, pero no dijo nada.
Valfierno sintió la urgente necesidad de apoyar los deseos de la joven dama:
—Puedo asegurarle —dijo— que las calles son perfectamente seguras en esta zona.
—¿Y quién es usted ahora? —preguntó, mordaz, Hart—. ¿El alcalde, acaso?
Valfierno sonrió, ladeando ligeramente la cabeza.
—No oficialmente, no.
A Valfierno le encantó notar el breve esbozo de sonrisa que atravesó el rostro de
mistress
Hart.
—Es hora de irnos —dijo Hart, cortante, volviéndose a su esposa—. Vamos, querida —añadió y, sin esperar a las mujeres, comenzó a cruzar la plaza a grandes zancadas.
—Hasta mañana por la mañana, señor Hart —le dijo Valfierno.
—Debo pensarlo —le espetó Hart con un movimiento desdeñoso de la mano—. Tengo que pensarlo.
Mistress
Hart saludó a Valfierno con una ligera inclinación de cabeza, mientras agarraba a su madre y seguía a su esposo.
Valfierno se quitó el sombrero.
—Señoras —dijo a modo de despedida.
Hart y las dos mujeres se sumergieron en la muchedumbre que invadía las calles al fresco de la caída de la tarde. Tras una profunda inspiración, Valfierno se llevó un pañuelo blanco a la frente y se permitió sudar por primera vez en toda la tarde.
Dentro de la galería, el joven de mantenimiento del guardapolvos blanco se encontraba ante
La ninfa sorprendida
de Manet. Miró una vez más a todos lados para asegurarse de que estaba solo, dio un paso adelante y, con la mano izquierda, levantó la parte inferior del marco, separándolo de la pared. Metió la mano derecha por detrás del cuadro; hizo presión sobre la parte trasera del lienzo y lo arrastró hasta que asomó su borde inferior. Lo agarró y, lentamente, tiró de él hacia abajo como si estuviese corriendo una cortinilla sobre una cortina. Poco a poco, fue apareciendo una segunda pintura, una copia idéntica, la que había colocado detrás de la original la tarde anterior. Siguió tirando ininterrumpidamente hasta retirar por completo la segunda pintura sin perturbar la obra maestra, que seguía en su sitio dentro del marco.
Volvió a dejar suavemente el marco sobre la pared y empezó a enrollar la copia, en la que aparecían las iniciales «J.H.» escritas al dorso con letras estilizadas.
—¿Quién ha cerrado esta galería?
El sonido de una voz autoritaria lo sorprendió. Venía de la dirección de la entrada de la galería, invisible desde este ángulo a causa del muro aislado central. Uno de los vigilantes del museo, sin duda.
El eco de las pisadas le indicaba al joven que solo disponía de unos segundos antes de que lo descubrieran. Con rápidos movimientos de muñeca, terminó de enrollar la copia. Deslizando el cilindro bajo su largo guardapolvos, se dirigió con brío hacia el extremo de la galería más alejado de la entrada. Giró al final del muro central al mismo tiempo que el vigilante hacía lo propio por el extremo opuesto, por lo que ninguno de los dos vio al otro. Caminando rápidamente hacia la entrada de la galería, ajustó sus zancadas al sonido de los pasos del vigilante, que llegaban del extremo opuesto del muro.
—¿Hay alguien aquí? —Oyó que decía el vigilante mientras atravesaba la entrada de la galería, dejando atrás la señal que previamente había puesto. Cruzó el atrio principal y entró en un pasillo solo utilizado por el personal del museo, sacó una llave y abrió la puerta. Salió; cerró la puerta tras él y se alejó, adentrándose en la marea humana vespertina.
L
AS sombras se alargaban y la primera brisa de la tarde refrescaba el aire húmedo mientras Valfierno regresaba sin prisa a su casa en el barrio de la Recoleta. Llevándose la mano al ala del sombrero ante dos
señoras
[3]
bien vestidas, iba pensando en realidad en la vuelta de Émile del museo. No tenía sentido esperar al joven. Podría haberse visto obligado a secuestrarse a sí mismo en el edificio hasta que se fuese a casa todo el mundo, como él mismo había tenido que hacer la noche anterior, cuando colocó la copia detrás de la pintura auténtica.
De uno u otro modo, Émile volvería con la tela en algún momento de esta noche; Valfierno estaba seguro de ello. En todo caso, él había hecho su parte y, por ahora, el asunto se escapaba de sus manos. Siempre era posible, aunque improbable, que hubiesen descubierto a Émile con las manos en la masa, pero no podía permitirse ninguna preocupación por esa posibilidad antes de que ocurriese. Necesitaba toda su energía para considerar el asunto que tenía entre manos: la creciente posibilidad de que Joshua Hart incumpliera su acuerdo para intercambiar cincuenta mil dólares estadounidenses por lo que creía que era
La ninfa sorprendida
original de Manet.
Valfierno consideró el estado mental de Hart. El hombre había viajado a Sudamérica con una finalidad: adquirir una pintura robada para su colección, la misma colección en cuya constitución el marqués había intervenido en no pequeña medida. Valfierno siempre le había facilitado falsificaciones perfectas, pero Hart estaba absolutamente convencido de que todas ellas eran originales. Hart había viajado a París y a Madrid, pero esta era la distancia más lejana a la que se había aventurado. Quizá tuviera algo que ver con su inquietud. ¿Y por qué había traído a su joven esposa y a su madre, aparentemente enferma mental? A pesar de toda su urbanidad, no parecía especialmente preocupado por su comodidad o disfrute.
Mistress
Hart era, por lo menos, treinta años más joven que Hart y, por lo que Valfierno había podido observar en sus limitadas interacciones, se trataba de una mujer muy atractiva. Quizá Hart la hubiese traído con él para tenerla a la vista, para mantenerla a su alcance en todo momento, para apartarla de tentaciones. Y quizá acceder al deseo de su esposa de que su madre la acompañase fuese su única concesión. Valfierno se preguntaba cómo podía haber atrapado a una mujer tan joven y encantadora. «Supongo —pensó— que por eso inventó Dios el dinero».
Dirigió de nuevo su pensamiento al problema que tenía entre manos. ¿Qué haría si Joshua Hart decidía romper su acuerdo? Había demasiado en juego para dejar que eso sucediera. Valfierno tendría que inventarse algo, algún tipo de seguro, pero, por el momento, no tenía ni idea de lo que haría.
Una conmoción en un callejón lateral distrajo la atención de Valfierno. Una banda de golfillos —unas criaturas patéticas que la pobreza y la injusticia habían extendido como una plaga por las calles de Buenos Aires— había rodeado a una elegante joven, pidiéndole dinero. El pulcro vestido blanco de la mujer contrastaba descarnadamente con los sucios harapos de los niños. Al ver a Valfierno, ella corrió hacia él y se echó en sus brazos como un náufrago se agarra a un salvavidas.
—Señor
[4]
—dijo, e imploró en inglés—: por favor, ¡son como una jauría de animales!
Los pequeños mendigos se aglomeraron alrededor, importunando a ambos con un vigor bien ensayado.
—
¡Señor! ¡Señorita
! —gritaban—.
¡Por favor! ¡Unos pocos pesos! ¡Tenemos hambre! ¡Tengan compasión, por favor, señor, señorita
!
[5]
Valfierno puso un brazo, a modo de protección, en torno al hombro de la joven.
—Veo que se ha encontrado con nuestros pequeños embajadores —dijo y, después, manteniendo en alto su bastón para enfatizar lo que decía, añadió—:
¡Largaos, bestezuelas
!
[6]
Pero su gesto no causó efecto alguno en la minúscula chusma, cuyas manos mugrientas y dañadas se alzaban como tentáculos de un monstruo de varias cabezas. En un rápido movimiento, Valfierno pasó su bastón a la mano izquierda y hurgó en el bolsillo de su chaqueta. Sacó un puñado de monedas y las lanzó al callejón a la mayor distancia de que fue capaz. Como una bandada de palomas que se arremolinaran en torno a unas migajas, los niños se lanzaron tras el reluciente tesoro, farfullando incoherencias.
Mientras los golfillos se peleaban por lo que pudiese tocarles de las monedas de plata y de cobre, Valfierno apartó rápidamente a la joven.
—Gracias, señor
[7]
—dijo ella—. Ha sido usted muy valiente.
—No es nada. Las calles están llenas de estos pobres desdichados. No se los puede culpar por su infortunio. ¿Se encuentra usted bien?
—Solo gracias a usted, señor
[8]
.
Ella alzó la vista y Valfierno pudo verla bien por primera vez. Tendría unos veinte años y mostraba unos grandes ojos verdes como esmeraldas bajo unas cejas perfectamente arqueadas. De algún modo, se las había arreglado para crear con su boca, grande y sensual, con unos labios carnosos, una sonrisa inocente y humilde, digna de una venus de Botticelli.
—Es usted estadounidense —dijo.
—Sí. Soy estudiante. En la
universidad
[9]
. Aunque me temo que mi castellano sea muy malo.
—En ese caso, tiene suerte, porque mi inglés es muy bueno.
Ella asintió y bajó la vista con timidez.
—No estoy muy seguro de que las calles sean seguras para una joven sola —continuó diciendo—. ¿Adónde va? Quizá debiera acompañarla hasta su destino.
—No, señor
[10]
. Estoy perfectamente, de verdad. Iré por la calle principal hasta llegar a mi habitación. Usted ha sido más que amable. Debo irme.
Y, con una sonrisa más inocente, se volvió hábilmente y se alejó por la calle. Él la observó un momento antes de darse cuenta de que las voces de los golfillos de la calle se habían detenido. Retrocedió unos pasos para echar un vistazo al callejón. Los pequeños mendigos habían desaparecido, pero le llamó la atención algo curioso. Algunas monedas de cobre y aun alguna de plata seguían en el suelo, allí donde él las había lanzado.
Valfierno miró hacia atrás, en la dirección que había tomado la joven, pero no se la veía por ningún sitio. Dudó solo un instante antes de tocarse la americana sobre su bolsillo interior, el bolsillo en el que guardaba la cartera.
El bolsillo estaba vacío. La cartera había desaparecido.
Tocó también el bolsillo del reloj. También vacío.
Valfierno sonrió.
—Buen trabajo, chicos. Hoy os habéis ganado el dinero.