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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (19 page)

BOOK: El quinto jinete
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Ranan apoyó sus manos sobre la mesa y se inclinó luego hacia delante.

—Y avisaremos a los norteamericanos después de dar el golpe.

Se hizo de nuevo el silencio. El viceprimer ministro, Jacob Shamin, encendió su pipa, con aire soñador. El bigote y la calvicie de este sabio y distinguido arqueólogo eran tan legendarios como la silueta de Ranan. Shamin había sido el artífice de la victoria de Israel en la primera guerra contra sus vecinos árabes, en 1948.

—De momento, Benny —observó—, los amenazados por Gadafi no están aquí, sino en Nueva York.

—Eso no tiene importancia. Lo que importa es aniquilar a Gadafi antes de que tenga tiempo de reaccionar. Los norteamericanos nos lo agradecerán.

—¿Y si la bomba explotase de todos modos? ¿Cómo crees que nos lo agradecerían los norteamericanos?

—Sería una tragedia. Una tragedia espantosa. Pero es un riesgo que debemos correr. —Se volvió al Primer Ministro— ¿Qué tragedia sería mayor? ¿La destrucción de Nueva York, o la de nuestro país?

—En Nueva York hay tres millones de judíos, más de los que hay aquí —observó el gordo rabino Yehuda Orent, jefe del partido religioso que formaba parte de la coalición en el poder.

—Pero su tierra está aquí —insistió Ranan, con ardor—. Aquí se juega lo más importante. Aquí, en esta tierra, representamos la expresión de la vocación eterna del pueblo judío. Si desaparecemos, el pueblo judío desaparecerá como tal. Condenaremos a nuestra descendencia a otros dos milenios de vagar por el desierto, a los ghettos, a la dispersión, al odio.

—Tal vez— replicó el rabino—, pero los norteamericanos nos han conminado a que no emprendamos ninguna acción contra Gadafi.

—¿Los norteamericanos? —dijo Ranan, riendo entre dientes, pues esperaba esta objeción—. Los norteamericanos nos dejarán plantados. —Señaló la hilera de aparatos del fondo de la estancia—. En este momento estarán ya en el teléfono discutiendo con Gadafi. Vendiendo NUESTRA tierra, NUESTRO pueblo, a espaldas NUESTRAS.

—Tal vez haya otra solución.

Estas palabras tranquilizadoras hicieron que todas las cabezas se volviesen a un gigante pelirrojo y de cara cubierta de pecas. El general Yaacov Dorit, de cuarenta y ocho anos, era jefe supremo de las fuerzas de defensa israelíes.

—Podríamos tratar de secuestrar a Gadafi. Una operación relámpago contra el cuartel de Bab Azizza. Lo llevaríamos en helicóptero a una playa desierta y lo trasladaríamos a bordo de un guardacostas.

—¿Sería posible?

—A condición de que actuásemos muy de prisa y por sorpresa —afirmó, confiado, Yaacov Dorit.

—¡Yaacov!

Dorit se volvió al hombrecillo que lo llamaba desde el otro extremo de la mesa. El coronel Yuri Avidar dirigía el Sin Beth, Servicio de Información del Ejército.

—Gadafi no está en Bab Azizza. Nuestro contacto en Trípoli nos informó ayer por la noche de que había desaparecido hacía cuarenta y ocho horas. No sabríamos dónde ir a buscarle.

—Entonces, no hay más que hablar —suspiró Ranan—. No podemos esperar a que aparezca de nuevo.

—¿Y si accediésemos a negociar la evacuación de las colonias? —sugirió ahora Yuri Avidar—. ¡Su abandono no significaría el fin de Israel! Y, en todo caso la mayoría de la gente de aquí se muestra contraria a su existencia.

Estas palabras, en boca del ex jefe de la brigada blindada que había aplastado a la Legión árabe en 1967 y conquistado la ribera occidental del Jordán mostraba el trastorno causado en los ánimos por el chantaje de Gadafi.

—Lo que está en juego no son esas colonias —replicó Ranan, con calma—. Ni Nueva York. La cuestión es: ¿puede nuestro país vivir al lado de un Muamar el Gadafi con bombas H? ¡Yo digo que no!

—¡Todos estáis locos! —se impacientó Avidar—. Una vez más, el complejo de Massada está a punto de llevarnos al suicidio.

Ranan permaneció impávido.

—Cada minuto que perdemos discutiendo nos acerca a nuestra destrucción —declaró—. Debemos actuar inmediatamente, antes de que nos lo impidan. Si esperamos con los brazos cruzados podemos despedirnos de Judea y de Samaria, y de Jerusalén. Con las manos atadas a las espaldas por los norteamericanos, sólo nos quedaría esperar el golpe de gracia del carnicero de Trípoli.

Deseoso de escuchar todas las opiniones, Menachem Begin había seguido la discusión sin intervenir. Se volvió a un joven ministro de aspecto deportivo. Ex piloto de caza, el ministro de Defensa, Ariyeh Salamon, era el padre de las fuerzas aéreas de Israel y uno de los principales artífices de la victoria de 1967.

—Ariyeh, ¿tenemos alguna solución militar capaz de detener a Gadafi, que no sea un ataque nuclear preventivo?

—Por desgracia, no. No tenemos manera de organizar un desembarco convencional a mil kilómetros de nuestras costas.

Begin reflexionó. Todas las miradas estaban vueltas hacia aquel hombre frágil que tenia en sus manos el destino del pueblo judío.

—He vivido un holocausto 151confesó, lisa y llanamente—. No quiero vivir bajo la amenaza de otro. Creo que no tenemos alternativa. ¡Que Dios proteja a los habitantes de Nueva York!

—¡Señor! —exclamó el coronel Avidar—. ¡No nos quedará un solo amigo en el mundo!

—Hoy no tenemos ninguno. No los hemos tenido nunca. Desde los faraones hasta Hitler, nuestro pueblo ha estado siempre condenado por Dios y por la Historia a vivir solo.

El semblante de Begin tenia una expresión trágica. Pidió una votación. Al contar las manos levantadas, pensó en aquella tarde de mayo, treinta y tres anos antes, en que los jefes del pueblo judío habían acordado, por un solo voto de mayoría, la creación del Estado de Israel. Hoy, triunfaba una propuesta por el mismo escaso margen. Apretando los dientes, se dirigió al general en jefe:

—Dorit, ¡destruya Libia!

Ningún pueblo del mundo está más adiestrado ni mejor equipado que los israelíes para reaccionar con la rapidez del rayo en caso de crisis. La velocidad de reacción es un reflejo de vida o muerte para esta pequeña nación, cuya principal aglomeración sólo podría contar con dos minutos de preaviso, en caso de un ataque aéreo procedente del Norte, y con cinco si procediese del Sur. En consecuencia, los israelíes han procurado el sistema de alarma sin duda más perfeccionado del mundo, como lo demuestra la fulgurante rapidez con que el Alto Mando puso en marcha las operaciones aquel lunes 14 de diciembre.

Después de la orden de Begin, el general Dorit se dirigió a una habitación contigua y descolgó un teléfono especial. Este aparato le ponía en comunicación directa con el Agujero, centro del mando militar de Israel, instalado a cincuenta metros debajo de su «pentágono» de Hakyria, entre las calles de Leonardo da Vinci y Kaplan, de Tel-Aviv.

—«Las murallas de Jericó» —anunció Dorit al oficial de guardia del Agujero.

Este nombre en clave puso en marcha el mecanismo que enlazaba de día y de noche a los veintisiete oficiales superiores de las fuerzas de defensa con el Cuartel General. Ya estuviese en una pista de tenis del Hotel Hilton de Tel-Aviv, ya en viaje de inspección por las arenas del Neguev, ya en brazos de una amiguita, cada uno de estos veintisiete hombres debía tener siempre a su alcance un teléfono o un
beeper
capaz de recibir y de emitir en onda corta. Todos ellos tenían un nombre cifrado, renovado el cuarto día de cada mes por un ordenador, entre una lista de nombres de flores, de frutas o de animales. Cada cual debía saberse de memoria los apelativas en clave de sus colegas.

Después, el general Dorit salió del edificio de la Presidencia del Consejo y subió a uno de los dos camiones estaciones de radio absolutamente idénticos que acompañaban siempre a su Plymouth gris. Apenas se había sentado a su pupitre de mando cuando una serie de luces empezaron a centellear en el tablero que tenia delante. Sus veintiséis subordinados estaban en línea, esperando sus órdenes. Habían pasado exactamente tres minutos desde que Menachem Begin le había dado la orden de destruir Libia.

En el Agujero, una joven soldado en minifalda caqui abrió la caja fuerte situada a la derecha del oficial de guardia. En su interior había varios montones de sobres de colores diferentes. Cada montón correspondía a un posible enemigo de Israel. Los israelíes sabían muy bien que, en caso de crisis, no tendrían tiempo de hacer planes para un contraataque. Estos sobres contenían, pues, los planes de un ataque nuclear contra todo país capaz de amenazar la existencia de Israel. El color de los sobres correspondía a las dos alternativas que podían escogerse: la alternativa A preveía el bombardeo atómico de las aglomeraciones civiles; la alternativa B, el bombardeo de los objetivos militares. La joven soldado tomó los sobres que llevaban el nombre en clave de Ámbar, para Libia, y los depositó sobre el pupitre del oficial de guardia. Este comentó rápidamente por radio su contenido con Dorit. Todo lo que necesitaba saber el general en jefe se hallaba en aquellos sobres: las frecuencias de los radares, la duración de la incursión, calculada casi al segundo; una descripción detallada de las defensas antiaéreas libias, los mejores itinerarios para cada objetivo; las más recientes fotografías de reconocimiento aéreo. Duplicados de estos sobres se encontraban en las bases aéreas donde velaban, de día y de noche, los pilotos encargados de ejecutar los planes.

De acuerdo con las instrucciones de Menachem Begin, Dorit hizo preparar la alternativa B. Esto podía plantear problemas espectaculares. Para aumentar el efecto de sorpresa, el general en jefe quería, en efecto, que todos los objetivos fuesen atacados simultáneamente. Pero, debido a la longitud de las costas libias, los aviones que atacasen la región de Trípoli tendrían que recorrer dos mil kilómetros, o sea, el doble que los que bombardeasen los objetivos de Cirenaica. Como Libia estaba fuera del alcance de los misiles israelíes Jericó B, concebidos para transportar cabezas nucleares a una distancia de mil kilómetros, el ataque debería ser realizado por la escuadra de los Phantom. Una precaución capital consistía en sustraer las escuadrillas a las pantallas de radar enemigas hasta que los Phantom llegasen encima de sus objetivos. Los radares libios no planteaban graves problemas. En cambio, los de los buques de la VI Flota, situados al oeste de Creta podían crear serias complicaciones. Dorit ordenó al aeródromo Ben Gurión que preparase Hassida para un despegue inmediato.

Hassida —(la Cigüeña)— es el nombre en clave de un Boeing 707 pintado con los colores de las líneas aéreas israelíes El-Al. Pero este parecido con un avión comercial termina en la puerta de la cabina. El interior esta lleno de equipos electrónicos. Israel ha sido el primer país en perfeccionar las técnica que impiden que los radares enemigos sigan el vuelo de un avión, y ello gracias a los instrumentos que transporta este Boeing. Así fue cómo pudieron aterrizar en el aeródromo de Nicosia, sin ser detectados por los radares chipriotas, los aparatos que transportaban el comando que venia a liberar a los rehenes apresados por terroristas palestinos. Este 707 emite, en efecto, una serie de túneles electrónicos, al amparo de los cuales pueden lanzarse los Phantom sobre sus objetivos sin ser advertidos.

Cuando el camión de radio del general Dorit alcanzó la llanura del Soreq, a medio camino de Tel-Aviv todo estaba dispuesto. En menos de veinte minutos mientras rodaba entre las cuestas cubierta de olivos de las colinas de Judea había preparado el primer ataque nuclear preventivo de la historia.

Sólo faltaba una cosa: escoger el nombre en clave para el bombardeo. El oficial del Agujero propuso uno. Dorit lo aceptó en seguida. Era «Operación Masfa», en homenaje al lugar bíblico de Israel donde el trueno de Yavé había provocado la derrota de los filisteos.

La inmensidad gris de las arenas se extendía hasta el infinito. De vez en cuando, la mancha oscura de un rebaño de cabras, la piedra blanca de una tumba de nómada, la tienda de una familia de beduinos rompían la monotonía del paisaje. Las caravanas de la Antigüedad habían pasado por aquí, Lo mismo que las dolorosas multitudes de las tribus de Israel, al volver de su destierro de Egipto. Aquí, en tres largos túneles excavados bajo el desierto del Neguev, venían depositando los hijos del moderno Israel, desde hacía más de diez anos, terroríficos ingenios, las armas de su última oportunidad, un arsenal de bombas atómicas.

Momentos después de ser alertado el Agujero empezaron a centellear luces rojas en la pantalla de control de cada túnel, provocando automáticamente un concierto de altavoces. Esta llamada fue seguida de un zafarrancho general. Abandonando la partida de ajedrez, la redacción de la correspondencia o la lectura de los periódicos, decenas de hombres se precipitaron en los túneles. En unos alvéolos hallábanse alineados contenedores herméticamente cerrados y, dentro de cada uno de ellos, una bolita plateada apenas mayor que las naranjas de los huertos de los kibbutz de la región. Eran los núcleos de plutonio de la última generación de armas nucleares israelíes. Un primer equipo los sacaba de los contenedores, mientras que otro transportaba sobre plataformas con ruedas las grandes ojivas metálicas destinadas a servirles de envoltorios. Esta separación original era un subterfugio. Dado que una bomba atómica solo puede ser tal si se juntan sus dos elementos, los israelíes siempre pudieron declarar públicamente que no habían introducido armas nucleares en el Próximo Oriente. Los portaaviones americanos de la VII Flota empleaban un truco parecido cuando hacían escala en los puertos japoneses.

El montaje de las bombas era una maniobra delicada. Los técnicos repetían cada semana los mismos movimientos hasta que podían realizarlos con los ojos vendados. Hasta ahora, estas bombas solo se habían montado para hacer ejercicios, con una sola excepción, acaecida antes del amanecer del 9 de octubre de 1973, setenta y dos horas después del comienzo de la guerra del Yom Kippur. Aquella noche, los sirios habían roto el frente israelí del Norte. El corazón de Israel, los ricos llanos de Galilea, se había encontrado entonces indefenso. Moshe Dayan, en un estado de suma agitación, había advertido a Golda Meir que el país se hallaba amenazado por una catástrofe comparable a la destrucción del segundo Templo de Jerusalén por las legiones romanas enfurecidas.

Consternada, pero resuelta, Golda Meir había dado la orden que había esperado no tener que dar jamás: la preparación de un bombardeo nuclear contra los enemigos de Israel. Por fortuna, la ofensiva siria se había interrumpido milagrosamente y se había podido anular la operación. Ahora, en los túneles intensamente iluminados, los técnicos volvían a montar estas bombas atómicas. En la sala de control de cada túnel, un ordenador calculaba la regulación de sus detonadores, a fin de que unas explotasen en el suelo, y otras, a diversas altitudes, aumentando de este modo su poder de destrucción. Una vez montada, cada bomba era colocada en una vagoneta capaz de transportar cuatro a la vez.

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