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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (17 page)

BOOK: El quinto jinete
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Bertrand retuvo a su montura y se dirigió al paso a las caballerizas del Polo de Bagatelle. Hacía quince años que pertenecía a este elegante club, pero su nombre no había figurado nunca en la lista de socios encuadernada en verde y que se publicaba todos los años. Al acercarse al portal, se sorprendió al reconocer la silueta que le esperaba en la sombra. Sólo un asunto de suma urgencia podía llevar allí, a hora tan temprana, a Palmer Whitehead, jefe de la rama de la CIA en París.

—¡Salud, querido! —dijo Bertrand—, saltando de su caballo.

Antes de que Whitehead tuviese tiempo de contestarle, le arrastró hacia el campo cubierto de césped.

—Venga conmigo. Tengo que secar a mi caballo.

Durante cinco minutos, los dos hombres caminaron junto al caballo sobre la hierba donde, en verano, los caballos del barón de Rothschild y de los gauchos argentinos jugaban al polo. El representante de la CIA no reveló a su colega francés la amenaza que pesaba sobre Nueva York. Se limitó a indicarle que el Gobierno norteamericano había recibido una prueba irrefutable de que Gadafi había fabricado una bomba H, probablemente a base de plutonio suministrado por el reactor francés, y que se disponía a utilizarla con fines terroristas. Washington necesitaba urgentemente conocer la identidad de todas las personas que hubiesen podido participar en el programa atómico libio.

—Dado que este asunto tiene implicaciones nucleares —respondió Bertrand—, sabe usted que necesito autorización de mis superiores para meter las narices en él. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que acaba de decirme, estoy seguro de que no habrá problema.

El norteamericano asintió gravemente con la cabeza.

—Creo saber que un mensaje personal de nuestro presidente está en camino del Eliseo.

Los dos hombres se estrecharon la mano. Al subir a su automóvil, el americano se volvió.

—Y, sobre todo, Henri, sea usted muy, muy discreto.

Diez minutos más tarde, un Peugeot 604 gris conducido por un chófer, salía del Bosque y se mezclaba con el tráfico matinal del bulevar periférico. Todavía sudoroso por la galopada cómodamente instalado entre los brazos del asiento de atrás, apoyada la cabeza en el respaldo, Bertrand había cerrado los ojos. Estaba durmiendo. Pero antes había dado por radioteléfono las órdenes que requería la situación. Ahora —como su modelo, Napoleón— aprovechaba la ocasión para tomarse unos momentos de descanso, para estar en condiciones de enfrentarse con la prueba que le esperaba.

La luz de la mañana iluminaba las amarillas piedras de la casa número tres de la calle de Balfour, en Jerusalén. La brisa agitaba los pinos de Alepo que ocultaban a los curiosos la residencia del Primer Ministro de Israel. Eran casi las ocho de la mañana de aquel lunes 14 de diciembre.

Detrás de la ventana del despacho, situado en el fondo de la planta baja, había un hombre inmóvil. Con aire taciturno, contemplaba la hilera de rosales que flanqueaba el muro del jardín. Más allá, apenas a cien metros de distancia, podía ver la mole del Hotel del Rey David recortándose sobre el azul del cielo. Al ver aquel edificio, una ola de recuerdos acudía siempre a la memoria de Menachem Begin. En julio de 1947, al frente de un comando de Irgún, había hecho volar un ala de aquel hotel, provocando la muerte de noventa militares ingleses y la destrucción de todo un Cuartel General británico. Esta hazaña le había valido un lugar en la historia de su patria, que, en aquella época, no había nacido aún. Detrás de él, uno de los estantes llenos de enciclopedias, una fotografía de aquellos tiempos heroicos le mostraba con el sombrero redondo, la levita negra y la barba de los rabinos. Cuando se puso precio a su cabeza, este disfraz le había permitido a menudo deslizarse por las calles de Tel-Aviv ante las narices de los soldados ingleses. Por ironía del destino, hoy ocupaba la antigua mansión del que había sido su más implacable adversario: el general Barker, jefe del Ejército británico, tristemente célebre por haber aconsejado a sus compatriotas que «golpeasen a los judíos donde más les dolía: en su cartera».

Begin se apartó de la ventana. Como siempre, vestía un traje gris impecablemente planchado, camisa blanca y corbata oscura. Su elegancia le singularizaba en un país donde llevar corbata es un anacronismo, y el pliegue del pantalón una curiosidad.

Volvió a su mesa de trabajo. Acababa de recibir la comunicación del presidente de Estados Unidos. Leyó una vez más las notas tomadas durante la conversación, interrumpiendo de vez en cuando su lectura para tomar un sorbo de té templado y endulzado con Sucrasil, único desayuno que se permitía tomar desde la crisis cardíaca sufrida cinco años atrás. Como había hecho el presidente norteamericano una hora antes, elevó también una plegaria a su Dios, al Dios de Israel. No alimentaba la menor duda sobre el alcance de la noticia que acababa de recibir. Representaba la conmoción más radical del equilibrio de fuerzas en el Oriente Medio que se hubiese producido en el curso de su existencia. Naturalmente, América consideraría, en primer lugar, la horrible amenaza que representaba para la población de Nueva York. En cambio, él tenía el deber de considerarla en función del peligro que corrían su pueblo y su país. Era una amenaza de muerte.

En este caso, Begin estaba seguro de una cosa: no podía contar con la amistad del presidente de Estados Unidos. Le agradecía sus meritorios esfuerzos en favor de la paz en el Próximo Oriente, pero sólo le otorgaba una confianza relativa, como a cualquier otro
goy
. En realidad desconfiaba incluso de muchos judíos. Sus adversarios políticos le reprochaban una mentalidad de ghetto, una manera mezquina y limitada de valorar la situación, indigna de un líder internacional; una incapacidad de captar los problemas, si no era en su dimensión judía. Era la herencia natural de su pasado: su infancia en los ghettos de Polonia, su adolescencia entre los partisanos, sus primeros años de jefe clandestino que luchaba por arrojar a los ingleses de Palestina. La loca amenaza de Gadafi sólo era, a su modo de ver, el último acto, el desenlace fatal de medio siglo de conflictos entre judíos y árabes. Siempre se había dejado guiar por una visión: la misma de su maestro Vladimir Jabotinski, cuyos escritos ocupaban el lugar de honor en su biblioteca. Era la visión de Eretz Israel, de la Tierra de Israel. No el pequeño Estado mutilado, migaja caída de la mesa de las naciones y aceptada por su adversario Ben Gurión en 1947, sino la tierra bíblica del Gran Israel.

Asegurar la colonización de esta tierra reconquistada y dar paz a su pueblo: he aquí los dos objetivos esencialmente irreconciliables que había perseguido Begin desde su elección como jefe del país. Ambos parecían muy quiméricos en esta mañana de diciembre. El tratado firmado con Egipto había resultado no ser más que una ilusión. Al no tener en cuenta el problema palestino, había dejado una llaga purulenta en el corazón del Próximo Oriente. En vez de gozar de la paz tan deseada el Estado de Israel vivía ahora las horas más difíciles de su historia. La inflación y los impuestos más gravosos del mundo paralizaban sus actividades. La continua ola de inmigrantes se había casi agotado, reducido a unos pocos refugiados, en su mayoría, ancianos o improductivos. Y cada año aumentaba el número de judíos que abandonaban el país. Por lo visto, la Tierra Prometida tenía ya muy poco que ofrecer.

Pero, sobre todo, los enemigos de Israel, resueltos a destruir un acuerdo de paz considerado como una superchería, marchaban de nuevo codo a codo. Irak formaba un bloque con Siria; los palestinos redoblaban sus actividades. Detrás de ellos, fanática y militante, se alzaba la nueva República islámica de Irán, con el poderoso armamento norteamericano ultramoderno abandonado por el sah. Turquía, donde había tenido Israel muchos amigos influyentes, se mostraba ahora francamente hostil. Los Estados petrolíferos del golfo Pérsico, amenazados, a su vez, por la ola revolucionaria procedente del Norte, no se atrevían ya a aconsejar prudencia a sus hermanos árabes extremistas.

Los estampidos de una motocicleta sacaron a Menachem Begin de sus reflexiones. Segundos más tarde su esposa Aliza le trajo, como cada mañana, un sobre marcado con la indicación
Sodi Beyoter
(Muy confidencial). Procedía del Centro de Investigación y de Planificación, instalado en el campamento nº 28 del Ministerio de Asuntos Exteriores, en la orilla del sur de la ciudad. Era la síntesis cotidiana de los informes recogidos por los servicios secretos israelíes.

El Primer Ministro comenzó inmediatamente su lectura. «Los sismógrafos del Instituto Weizmann registraron, a las 7.01 horas, un temblor de intensidad 5,7 según la escala de Richter. El origen de este temblor ha sido localizado en el mar de arena de Awbari, en el sur del desierto libio occidental, región donde nunca se habían producido seísmos». Begin comprendió que se trataba de la explosión de la que habían sido testigos el presidente de Estados Unidos y sus consejeros. El párrafo siguiente le hizo dar un respingo: «A las 7.31 horas, el agente del Mossad en Washington pudo hablar personalmente con el jefe de la CIA. Este le aseguró formalmente que se trataba de un temblor sísmico y no de una explosión nuclear».

Incluso en los momentos más fríos de las relaciones entre Washington y Jerusalén, la CIA y los servicios secretos de Israel habían estado unidos por lazos firmes y de absoluta confianza. Siempre se habían transmitido todas sus informaciones. Y he aquí que Estados Unidos acababan de mentir a Israel en una cuestión vital para su existencia.

Aliza Begin se había quedado en el despacho. Nada sabía del drama que se estaba representando, pero observó que su marido se había puesto lívido.

—¿Qué ocurre, Menachem? —preguntó, inquieta.

—Esta vez estamos solos, completamente solos.

El cuartel general del SDECE, Servicio francés de Información, se halla instalado en un antiguo cuartel del bulevar Mortier, en el distrito 20º de París, cerca del cementerio del Père Lachaise. El conjunto de las viejas edificaciones, con sus tejados de cinc y sus ventanas de pequeños cristales, y con las que se entrelazan varias construcciones modernas y un bosque de columnas metálicas, está rodeado por un alto muro gris, erizado de púas de acero. Cada cincuenta metros hay un rótulo que anuncia: «Zona militar. Prohibido hacer fotos y filmar». Junto al portal de entrada hay una garita vacía. Sin una placa. Sin número. El SDECE no tiene domicilio legal. Sólo tiene un apodo heredado de su proximidad a una vieja instalación de deportes náuticos. Le llaman «la Piscina».

Eran las ocho de la mañana, hora de París, del lunes 14 de diciembre, cuando el Peugeot 604 del director se detuvo ante la puerta blindada del bulevar Mortier. Hacía exactamente dos horas que se había producido la explosión Libia. Dos centinelas de uniforme militar abrieron los batientes de la puerta, identificaron al chófer y al pasajero, y les franquearon el paso. El automóvil penetró en el patio, dio un rodeo a la estela levantada en honor de los antiguos miembros del Servicio Secreto muertos por Francia y se detuvo delante de un viejo y largo edificio de tres plantas.

El general Bertrand se adentró en un pasillo de paredes ennegrecidas, cruzó varias habitaciones de muebles anticuados y en las que flotaba un fuerte olor a tabaco negro y de puro y subió en un viejo ascensor hasta un amplio despacho amueblado con sillones de cuero de color castaño. En la pared, detrás de la mesa colmada de papeles, pendía un mapa enorme del planeta. La decrepitud del decorado terminaba en la puerta de este despacho. En un edificio contiguo hileras de ordenadores de máquinas de descifrar, laboratorios de radiogoniometría, ficheros y salas de lectura dotados de todos los adelantos electromecánicos, ponían toda la brujería de la Era electrónica a disposición de un servicio más conocido por la audacia solitaria de sus agentes que por su infraestructura técnica. Así como, allende el Atlántico, violentas campañas de prensa y un alud de encuestas parlamentarias habían tratado de sanear los métodos de la CIA, la organización del general Bertrand podía aún reclutar mercenarios para derribar a un dictador africano, alquilar los servicios de traficantes de droga o instalar en un burdel su oficina de Kuala Lumpur. A fin de cuentas, estos lugares eran tradicionalmente adecuados para obtener información, y los franceses apreciaban demasiado las flaquezas de la carne como para abandonarlos en provecho de sistemas de información tan asépticos como las fotografías tomadas por satélites.

Sin embargo, el documento de informática que esperaba sobre la mesa del general constituía un buen ejemplo de los aspectos modernos de su organización. Contenía todo lo que sabía el SDECE sobre la venta por Francia a Libia del reactor que, según sospechaban los norteamericanos, había producido el plutonio utilizado por Gadafi. Bertrand conocía lo esencial del expediente. La seguridad en material de transacciones nucleares era objeto de atención particular en París, desde aquel día de abril de 1979 en que un comando israelí había hecho estallar, cerca de Tolón, el corazón de un reactor experimental, sólo unas semanas antes de su entrega a Irak. La central atómica que Francia había vendido a Libia valía mil millones de dólares, y esto había motivado que el SDECE y la DST tomasen precauciones extraordinarias para impedir que se produjese una operación de sabotaje parecida antes de la entrega de las instalaciones a los compradores libios.

El reactor era una de las dos centrales de agua ligera, de 900 megavatios, encargados por el sah del Irán en septiembre de 1977. Debido a la brutal anulación del trato por el ayatollá Jomeini, los franceses se habían encontrado en posesión de la Cuba de acero de un reactor prácticamente terminado y no pagado, en la fábrica Framatome, del Creusot. Esta cuba, verdadero corazón del reactor, era una obra maestra de la metalurgia moderna. Con una altura de doce metros y un grueso de veinte centímetros, pesaba doscientas veinte toneladas. Para su montaje se habían necesitado aparatos especiales para comprobar todas las soldaduras por medio de ultrasonidos y rayos gamma.

Bertrand recordaba muy bien las excepcionales medidas de secreto y de seguridad que habían rodeado su traslado nocturno desde el Creusot hasta una barcaza en el Ródano, en Chalon-sur-Saône. Se había tenido que movilizar a quinientos gendarmes para proteger la máquina colocada sobre un semirremolque de noventa y seis ruedas, tirado v empujado por cinco tractores «Berliet» de trescientos caballos. La barcaza había bajado por el Ródano hasta Fos-sur-Mer, donde la cuba había sido trasladada a bordo de un carguero libio, cuya estructura había sido especialmente reforzada, en razón de la extrema compacidad y el peso del cargamento. Los legajos referentes a la construcción de esta central atómica servida por Francia a Libia se componían de cien mil planos y documentos y de un total de cuatro millones de páginas, todas ellas, según sabía Bertrand, rigurosamente secretas. La propia central tenía setenta mil kilómetros de tuberías, un millón de kilómetros de cables eléctricos, doce mil quinientas válvulas y grifos, mil setecientos contadores de temperatura, aparatos de medición manómetros, lámparas, cámaras automáticas de televisión y aparatos registradores destinados a pilotar y vigilar la instalación durante los treinta años previstos de su existencia.

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